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Mi propuesta, en cuanto a Sergio Ramírez

1 octubre, 2013

“No embellecer la podredumbre” expresa Luis Topogenario, aquí en su texto Mi propuesta, en cuanto a Sergio Ramírez, estableciendo con ello las bases sobre una discusión seria sobre la posición de Ramírez, cuando éste asevera en la publicación Flores de la Trinchera, que “de estos nuevos escritores emergentes habría o debería nacer en algún momento una propuesta, un discurso propositivo, no uno meramente negador”. Topogenario contesta, con argumentos de signos claros y bien cimentados con cinco puntos, a manera de abonar y reflexionar, siempre que se pueda, sobre la razón de ser y la funcionalidad de la literatura, porque a fin de cuentas, dice Topogenario, “No se debe pensar la literatura como un Dios”, y “mientras más bases y premisas reflexivas tenga un escritor, su obra podrá ser interpelada por más agentes culturales…”


En la edición pasada de Carátula (número 55), el escritor Sergio Ramírez reflexionaba sobre la publicación de Flores de la Trinchera -en la cual estoy incluido-y escribía que de estos nuevos escritores emergentes habría o debería nacer en algún momento una propuesta, un discurso propositivo, no uno meramente negador. Como me sentí motivado e interpelado, por decirlo de una manera, por el inteligente abordaje de Ramírez, hago mía esa interpelación y formulo aquí mi propuesta, sobre la cual mis textos trabajan, y con la cual me voy a posicionar frente a la pasada tradición literaria de mi país -o toda otra tradición literaria que ingrese en el texto de uno-, donde está incluido el mismo Sergio Ramírez, así como frente a los otros escritores nicas emergentes. Discutir con obras será la meta siguiente: la de establecer en el imaginario de nuestro lenguaje un soporte que haga andar nuestra crítica al pasado. Quizá los otros escritores nicas emergentes no se sientan interpelados por el texto de Ramírez, o por mi propuesta, pero no podrán negar que en algún momento la realidad social del entorno llegará a pedirnos cuentas, y no podemos elegir no responder.

Mi propuesta se basa en estos puntos:

No tener miedo a sufrir la contextualización: hacer una lectura del conflicto del hombre con su tiempo, y utilizar todos los recursos técnicos estéticos para interrogar al hombre, a su tiempo, y a su relación conflictual. No tenerle miedo a la época. Esto quiere decir apostar por la agencia del texto literario para penetrar en la época, en las condiciones históricas del poeta, y desde allí utilizar el arsenal estético inembargable para producir una crítica. ¿Por qué huir de la crítica a la época? ¿Por temor a la recontextualización del futuro? ¿Porque tu texto se vencería, hipotéticamente? ¿Por miedo a que te olviden?  La razón de ser de la literatura es preguntar mejor. Por ello, todo aquel escritor del futuro que tenga mejores preguntas que vos no sólo te va a olvidar, debería olvidarte, así como si nosotros llegamos a establecer mejores preguntas que la generación pasada, es lícito que los hagamos a un lado.

Atacar el discurso público: esto, sólo esto, y no otra cosa, es lo político en la literatura. Quienes quieran seguir insistiendo que la “literatura política” -lo que sea que quieran decir con esto- “es Roque Dalton” sólo tienen que asomarse a la publicación Ventana en la década de los ’80 y reflexionar sobre los debates allí expuestos. Si los otros escritores nicas emergentes insisten en reducir la política a una cuestión de “lucha de clases” o una cuestión de “subalternidad”, habría que concluir no sólo que fallan en leer su época, sino que lo hacen de la manera más necia. Aquellos que piensen que la diferencia entre la literatura y la política está en el contenido o en el “objetivo” de estos discursos -siendo hipotéticamente el objetivo de la literatura “el placer”, “la estética” o “la belleza”, y el de la política “la crítica” o “la praxis social”, se equivocan de cabo a rabo. Las obras literarias mediocres no lo son porque hablen de “el pobre”, y las obras maestras no lo son porque hablen de lo “esencial” que habría en el ser humano, lo que sea que eso sea. Las obras literarias son mediocres porque su estética no cambió un ápice la epistemología de la literatura; y la rebeldía de sus metáforas, si es que había alguna, ya estaba completamente administrada en el discurso público. En cambio, las obras maestras atacaron el statu quo del discurso público, y la rebeldía de sus metáforas no era administrable por el discurso público. Así que decir que si la literatura “habla” de “política” se envilece o se rebaja es cometer tres errores de una sola vez: es no entender la literatura, no entender la política, y no entender la relación de estos discursos entre sí. Si la rebeldía metafórica de la obra literaria puede escapar a la administración del discurso público en el presente, entonces el poeta puede asegurarse una larga vida después de la muerte. Con sus metáforas se rebela, pero también por ellas es que se vuelve autocomplaciente, se torna un cerdo lingüista. Escapar del guante de esta administración no es escapar de la Historia, sino todo lo contrario, meterse en ella lo más profundo que se pueda, y establecer el hombre en su relación conflictual. La Historia también es un discurso. Y no sólo es un discurso “expropiable”, sino que siempre está siendo expropiado por los que escriben. Reflexionar también sobre el discurso de la Historia: si lo encontramos podrido, atacarlo, no embellecer la podredumbre.

Interrogar, torpedear constantemente el discurso literario: el poema, la novela, el texto. Reflexionar si sirve, y cómo sirve, y para quién, y en qué sentido. Reflexionar pragmáticamente, no para contestarle a Harold Bloom, el gran masturbador de los esteticistas fundamentalistas, o a Terry Eagleton, el bocón de Oxbridge, sino para contestarle a un lector. Fundamentalista es aquél que hace una lectura rígida de un texto sagrado, y el de los esteticistas que han achicado lo político o la crítica a su mínima expresión es el del placer. Paradójicamente, romper rigideces es la mejor función de la literatura. Además, si nosotros como escritores no interpelamos la actividad que realizamos, otros, con intereses menos altruistas que los nuestros, lo harán. Y después no podemos quejarnos. Interrogar el producto cultural literatura” también quiere decir una cosa más: es reconocer y declarar la agencia del escritor sobre la historicidad de éste. ¿Por qué renunciar a esa agencia? ¿Hay algún escritor aquí tan cómodo consigo mismo como para renunciar a esa agencia? ¿Hay aquí alguien tan liberalizado como para ser inmune a una reflexión ética? La supuesta “adicción a la literatura” no es una excusa para desentenderse de la crítica al discurso literario.

Estudiar el parricidio: creo que es mejor no matar más padres intelectuales por el deporte del parricidio. Es más urgente interrogar la autoridad intelectual, no desecharla. Antes de olvidar las preguntas que hicieron nuestros padres intelectuales, tener a mano las nuestras, después tirar las de ellos. Esto quiere decir que para vencer a los padres intelectuales que nos heredaron la tradición que hoy tenemos no se trata de ser más gritones que ellos, sino de ensanchar la base sobre la que elevamos el susurro de nuestra interrogación. Si la autoridad de una tradición intelectual sobrevive nuestro interrogatorio, entonces allí adoptarla como nuestra. Esto creo que es más rico para el poeta que adoptar la pose de la “novedad” o de la “originalidad” por un tic de adolescencia intelectual, que además ni siquiera le asegurará ser realmente nuevo y original. Mientras más bases y premisas reflexivas tiene un escritor, en un futuro su obra podrá ser interpelada por más agentes culturales, por más discursos públicos; no lo harán su “intuición”, “creatividad” o “genio”, palabras ya de por sí bastante vagas, ambiguas, que no dicen absolutamente nada.

Preguntar mejor: creo que las reflexiones que hacemos acerca de la literatura deberían sincerarse y ser más humildes, y cuando aquí digo “ser más humildes” sólo quiero decir una cosa, y sólo una: que estas reflexiones sean lo menos metafóricas posibles. Por lo menos para el momento de la reflexión. Y aquí quiero arremeter incluso contra mis propias metáforas. Porque ¿a quién no le gusta metaforizar acerca del lenguaje? Preguntemos ahora: ¿por qué los teóricos, los críticos, los filósofos, han tomado con mayor fuerza que los escritores la reflexión acerca de la literatura? ¿Sólo por la división social del trabajo intelectual? ¿Sólo por la creciente especialización y la esterilidad del saber? También, es cierto. Pero es porque el escritor de hoy se masturba con su metáfora día y noche. Pero para reflexionar seriamente acerca del lenguaje y la literatura, y cómo estos están cambiando hoy en día, o cómo se osifican, o como se mueren -y cómo es el que produce un lenguaje, y no Otro, el que opera ese cambio, esa osificación, esa muerte-, es decir, para producir nuevas metáforas acerca de la literatura, primero debemos desterrar del pensamiento la basura metafórica y el ornamento pseudoprofundo, metafísico, pseudoinspirado e intuitivo, y reflexionar bajo la humildad de que realmente son muy poquitas las premisas que nos sobreviven. Muy poquitas. Para decirlo en criollo: aplicar el rifle sanitario a la basura metafórica. En base a este proceso de limpieza es que nuevas, potentísimas metáforas, se pueden sembrar. Y una vez que hemos hecho esto, no tenemos por qué tener miedo, angustia o terror a la contextualización, ni la presente ni la futura. La propuesta es: no ser el satélite de “nuestra” estética, que no es otra cosa que una commodity en el mercado de la cultura. No pensar la literatura como un Dios. Porque si mitificás, teologizás la literatura, o el producto cultural que quieras, entonces no podés reflexionar sobre éste o sobre aquélla. Y es que no podés reflexionar con un Dios. Con un Dios no sostenés un diálogo, sostenés un juego, una simulación, una verticalidad, donde vos jugás a que podés ganar, y el Dios juega a que puede perder. Aquí Dios no sería el lenguaje, sino una relación específica que mantenemos con él. Es más urgente destruir esta relación mítica, que mantenerla. Nuestra agencia es imaginar una propuesta lingüística por donde alguna vez va a pasar una gente que nos hará preguntas muy poco amistosas, como les ocurre ahora a los que están en la tradición. Y perfecto, que nos olviden, si quieren. Pero que la gente que nos va a olvidar nos olvide porque tiene mejores preguntas que nosotros, y no porque descubrió que fuimos unos haraganes, unos patanes del placer. Ésa es nuestra única agencia.

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Managua, Nicaragua, 1980.
Radicado desde 1998 en Montevideo, Uruguay, donde estudió medicina, sin finalizarla, y archivología. Autor de la nouvelle Fat boy (Uruguay, 2010), de forma independiente y del libro de narrativas Volumen, compuesto por relatos, (Nicaragua: Leteo ediciones, 2013). Ha publicado en diferentes medios y revistas nacionales y extranjeras, como Narrativas; Resonancias; Paréntesis; 400 Elefantes, entre otros. Está incluido en la antología ¡De Acá! Algo de narrativa joven uruguaya de ahora (Uruguay: Rebeca Linke editoras, 2008) y Flores de la Trinchera, narrativa nicaragüense (Fondo Editorial SOMA. 2012). Técnicamente, es un outsider, tanto del país de origen como del actual.
www.topogenario.blogspot.com