Minicuentos

1 mayo, 2010

El polifacético escritor panameño Enrique Jaramillo Levi (1944) señaló en cierta ocasión que “el cuento más bello del mundo es aquel que logra una fusión perfecta entre un momento de gran plenitud humana con una forma plena, armónica, inevitable”. Autor de más de cincuenta títulos en diferentes géneros, Jaramillo Levi comparte en este número de Carátula nueve minicuentos inéditos.


La evidencia

Subes de dos en dos las escaleras, llegas al noveno piso ya sin aire, pero aún te queda fuerza y sobre todo esa rabia antigua que te permiten de una patada derribar la vieja puerta de tu apartamento. Comprobar lo que te han dicho a quemarropa resulta fácil. Tu mujer y el otro, a sus anchas, dale que dale. Como era de esperarse, fuiste del todo inoportuno. Ella lívida y él armado. La evidencia, maldita tu suerte, te tiene aquí postrado para siempre.

Mirada de ciego

Una mirada puede ser fatal. Tanto como una bala que perfora el corazón. Sobre todo si quien te mira es ciego y tú no lo sabes, pero sientes la presión de algo raro, como una angustia del todo inexplicable que te hiere e indefinidamente se te queda dentro como un sucio metal, no sabes si royéndote el cerebro o el alma misma, y al final te derrumbas. Lo sé porque antes, hace mucho, pude ver. No sólo sentir, como ahora, lo que padecen los demás cuando alguien como yo los mira, sabiendo. Porque a mí me miraba siempre un ciego que fingía no serlo, y terminó contagiándome su pena. Y aquí estoy, mirándote defenderte inútilmente de esta opresiva mirada sin luz. No es venganza, créeme; ni siquiera te conozco. O acaso te conozco demasiado, lector.

Salazón

Camino al colegio, mientras me dejaba invadir por el paisaje que a ambos lados desplegaba su belleza, fui contando mis bendiciones intelectuales y mi don de gentes, acrecentando la ilusión de ser el primero. El primero en terminar con excelencia ese difícil examen final de matemáticas postergado que al fin sería el corte de cinta hacia una nueva vida, y para el que me había preparado durante meses a conciencia; el primero en presentarme esa misma tarde, para la vacante anunciada, ante el gerente de la afamada empresa alemana recién establecida en el pueblo, en cuyas oficinas podía estar esperándome un futuro promisorio; el primero en ganarme al fin el disputado corazón –junto con el resto del cuerpo, claro— de la chica largamente soñada.
Aquel era sin duda el mejor colegio de provincia, y yo estaba por graduarme con honores tras el estúpido accidente que me alejó de sus aulas. Sólo debía pasar el examen ese que debía. Pero se me hizo tarde y de pronto, nervioso, me puse a correr como un loco hacia la meta por esos caminos de Dios. Y una vez más fueron torpes mis pies y tropezaron –casi que literalmente— con la misma piedra. Y nuevamente hubo consecuencias: no sólo otra vez quedé descalabrado y con el mismo brazo roto al que recién le habían quitado el yeso, sino que tampoco en esa ocasión pude hacer el maldito examen, el puesto en la nueva empresa se lo dieron en mi ausencia al segundo mejor candidato, y la chica de mis sueños -que también lo era de no pocos otros en el pueblo- no sólo no me esperó sino que terminó en brazos del más patán. ¡Coño, que no me digan que esta nueva salazón que se me repite son sólo gajes del oficio!

Anónimo

Por enésima vez revisé el cuento. Palabra a palabra, frase a frase, párrafo a párrafo lo fui examinando de forma minuciosa, sin perdonar el más mínimo desliz semántico, de puntuación, de tono, de estructura, incluso de actitud. Buscando la mayor precisión posible mientras apretaba la historia al máximo reduciéndola a una nuez, así como todo el tiempo afilaba los enigmas que resolvían la clásica verosimilitud. Así, tanto en los contenidos como en la forma enmendé incongruencias, taché, pulí, rehice. Por último, poniéndolo de cabeza sacudí el texto un montón de veces para que se le salieran las ocultas pulgas necias de lo innecesario: las repeticiones de conceptos y vocablos, los ripios, las cacofonías. Descreí de todo lo que pudiera hacérmelo indigno, imperfecto. Cuando reducido a su mínima expresión leí el texto por última vez, no fui capaz ya de reconocerlo. Simplemente ya no era mío. Y como no sabía de quién era, lo dejé sin firma, libre de cualquier artificial tutelaje. Desamparado no, pero sí a sus anchas, y anónimo.

Cuando se ama

Nunca, pero lo que se dice nunca, sonreía. Vaya uno a saber por qué, pero así era. En su rostro había un rictus permanente de amargura que le estiraba la piel dejándosela siempre tensa como la de un tambor. Y en los ojos, en vez de reflejársele los colores y las formas de la vida en las cosas que ella miraba, éstas se contagiaban de la rigidez que se le esparcía por el resto de la cara volviéndosela una sombra, extensión inexpresiva de su tristeza. Como esa estampa era permanente y con nadie hablaba –se decía que era muda–, también era un secreto a voces su hosca actitud, así la percibían todos. Menos yo. Porque cuando se ama no hay obstáculo que valga, y uno ve de otra manera, y con suerte hasta es capaz de transformar tarde o temprano lo mirado. Y un día ella se dio cuenta, y de pronto vi que al fin yo entraba limpiamente en sus pupilas, que me reflejaban. Entonces, con timidez al principio, la piel de su rostro se volvió tersa y luminosos sus ojos, y ambos coincidimos en sonreír. En algún momento encontraron su camino las palabras, las suyas y las mías, al mismo tiempo, confundiéndose. Después ellas mismas pusieron orden y se turnaban para articularse, y tuvieron en seguida su propio tono y cada cual su ritmo, sin que dejáramos de mirarnos como una larga, sabia, revelación. Ahora ella sonríe todo el tiempo, no sólo al verme sino también cuando anda en otros menesteres. Sonreír se ha vuelto parte de su naturaleza. Y con todos, afable pero discreta, ya habla un poco; pero no tanto como cuando está conmigo, antes o después de la febril cópula en la que todas las noches gemimos al unísono.

Chispa

Te encantan los cuentos brevísimos. Ellos gustan de ti. De parte y parte la atracción es intensa. La chispa única que el vertiginoso idilio produce es evidente. Una y otra vez lo demuestras en el conjunto de tu obra. Pero esta vez, cuando te animas a propiciar el fenómeno, éste parece adelantársete. No te necesita para nada. El relato, que a fin de cuentas hace lo que quiere, se escribe solo. Incluso ya está por terminar y tú apenas empiezas. Te das por vencido, y sin saberlo induces el desenlace.

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Colón, Panamá, 1944.
Poeta, cuentista, ensayista, profesor universitario, investigador literario, promotor cultural y editor independiente.

Maestría en Literatura Hispanoamericana y Maestría en Bellas Artes con especialización en Creación Literaria, por la Universidad de Iowa (Iowa, Estados Unidos), así como estudios completos de Doctorado en Letras Iberoamericanas en la Universidad Nacional Autónoma de México (México, D.F.).

Fundador y primer Presidente de la Asociación de Escritores de Panamá, fue Coordinador de Difusión Cultural de la Universidad Tecnológica de Panamá (1996-2007); fundador y Director de la revista cultural panameña “Maga; creador del Diplomado en Creación Literaria que se imparte en la Universidad Tecnológica de Panamá desde 2006; y fundador de la empresa 9 Signos Grupo Editorial.

Es autor de 12 poemarios, 20 libros de cuentos, 8 libros de ensayos, 2 libros de obras teatrales y 1 libro de entrevistas a escritores panameños; así como de numerosas antologías y compilaciones históricas sobre literatura mexicana, centroamericana y panameña; y de tres compilaciones de ensayos de especialistas panameños en torno al tema del Canal de Panamá.

Ha sido incluido en 25 antologías del cuento panameño e hispanoamericano. Hay 8 libros, de diversos autores, publicados en varios países, que estudian los aportes de su obra literaria.