Mis padres hacían el amor en los 80

1 abril, 2024

Fragmento del libro publicado por Ocote-Celsius 232, Guatemala, 2024.

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Llevo varios días pensando en mapas, en esas cuadrículas coloridas que se despliegan para describirnos la forma en que concebimos aquel espacio. Es la cartografía un ejercicio de memoria, de tener cómo encontrarnos a lo largo del tiempo. En un mapa espacio y memoria se juntan, asisten al encuentro en ese lugar preciso.

Llevo varios días pensando en mapas y ha de ser que atestiguamos un presente en el que los mapas se fueron a la mierda, sacudieron la cuadrícula y es difícil saber a dónde vamos. Uno se para en este mundo, en medio de cualquier calle y de inmediato se desorienta, dejamos de ver el sol, vivimos nuevamente en el tiempo de la sombra. No estoy siendo dramático, es una descripción un tanto intuitiva de un tiempo que insiste en gritarnos en la cara: “Bajá los brazos y largate de aquí”. Ha de venir un poco de ahí esta mi búsqueda en los mapas, volver a la geografía para intentar explicar algunas pequeñas cosas, volver a la geografía para explicar, por ejemplo, que nuestros volcanes forman parte de algo llamado Cinturón de fuego del Pacífico, vaya manera de nombrar una vena telúrica del planeta que conecta toda la costa pacífica desde Chile hasta Alaska pasando luego a Rusia, Japón, Filipinas hasta Nueva Zelanda, ahí el fuego, ahí la fibra sensible. Lo que nos sugeriría que la ceniza de aquellos cuerpos que lanzaron a los cráteres de volcanes en Chile, en Perú, en El Salvador, en Nicaragua,  quizá sean piedra o lluvia en Canadá o en Papúa Nueva Guinea. Pensar en la arena del Pacaya en nuestros techos, o en aquel lanzamiento de materia por los aires del volcán de Fuego, vaya malabarismo, veintinueve kilómetros de altura expulsando la vida contra el cielo, quizá en respuesta a algún movimiento del horror en Filipinas o en Taiwán. Los volcanes responden, nos queda claro que la vida se impone, majestuosa, telúrica.

Sin embargo, es sencillo imaginar que el volcán Pacaya, el Santa María, el volcán de Fuego, algún día van a desaparecer. Desaparecerán de donde estaban, miles de años borrarán su sombra, desaparecerá este país y muchas cenizas suspirarán de alivio, y nos queda claro que la vida se impone, ahí, precisa.

Llevo varios días pensando en cartografías y recuerdo un mapa que mi papá guardó, uno de la National Geographic, un mapa de 1985, un mapa donde el planeta estaba partido en la Unión Soviética y otro montón de pedacitos, el clásico mapa donde Europa y Norteamérica están como en el centro y el etcétera que ya todos sabemos, la letanía colonial y el mono de la Pepsi leyendo el mapa de National Geographic. Pensé en ese mapa hoy que me la he pasado pensando en Luis de Lión, un maestro de escuela, un poeta, un maestro del cuento, un padre y amigo de varios amigos. Pienso en la esquina de la 2da avenida y 11 calle de la zona 1, donde los 15 de mayo, otros amigos llevan flores y velas al lugar donde el Ejército de Guatemala lo secuestró.

Yo nací en diciembre del 83, y leyendo Los poemas del volcán de Fuego, un largo poema de amor del maestro De Lión, me nace del corazón y muy ingenuamente, ¿era todo horror en los 80? Y cae como un trueno la pregunta sobre el pecho. Y escucha uno de regreso los testimonios de una guerra que, al parecer, fue precisamente detrás del amor. Pero quiero insistir en que nací en aquella década, y mis amigos nacieron en aquella década y entre nuestros nacimientos desaparecieron a Luis de Lión, y algunos meses antes mis padres hacían el amor, y los de mis amigos, los padres de esta generación en la que vivo, hacían el amor y se decían palabras hermosas al oído, y recorrieron sus cuerpos y buscaron algo, y pareciera una herejía recordar el brillo en los ojos de nuestros viejos en las noches más crueles del horror, y suena terrible pensar en las caricias cuando sabe uno la cantidad de cuerpos partidos, reventados, ultrajados contra la piedra y el fuego; así podría sonar, sin embargo estoy yo acá, y están ustedes, y mis hermanos, y pasó así en Chile, y en Perú, y en Bolivia y en El Salvador y en Nueva Zelanda y en Japón, y pasaba algo así en algún lugar de Antigua Guatemala, en San Juan el Obispo, y pasaba algo así en las manos de un joven maestro, uno que estaba enamorado, uno que escribió “la aldea que yo traía en la cabeza/ fue tomada por asalto y arrasada” y hablaba del amor aquel poeta, y como a él, resulta fácil recordar a Otto René Castillo, a Roberto Obregón, a Alaíde Foppa enamorados, ardiendo, literalmente, al fuego inclaudicable del amor. Y vuelvo a pensar “Cinturón de fuego del pacífico”, lo leo en voz alta y significa algo totalmente distinto en 1984 que avanzado el siglo XXI; y significa algo totalmente distinto hace algunos minutos y ahora que compartimos estas palabras como una mano que aprieta mientras sonríe silenciosa. Pasarás esta página, pero quedará un algo entre vos y yo.

Leí este texto en una conmemoración de la desaparición forzada de Luis de Lión, lo terminamos de leer porque era una pluralidad que aún me acompaña, como en el texto. Lloramos y nos abrazamos porque es lo que se hace para recordar a un poeta que desapareció el ejército de Guatemala, abrazarse y llorar, eso de “leer es la mejor manera de honrar” puede que esté demasiado sobrevalorado. Libros como El tiempo prinicipia en Xibalbá o Los poemas del volcán de Fuego, sobrevivirán a nuestras lágrimas y abrazos, porque al final no hacemos esos ritos para conmemorar la obra que está y estará, lo hacemos para abrazar un cuerpo sin sombra que desconocemos a dónde ir a regarle un trago.

Llevo varios días pensando en mapas, quizá por eso sospecho que a Luis de Lión le pasó algo parecido con un cuerpo, con el suyo y con el de alguien que aún ama. Presiento que le pasó aquello de volver palabra algo que es espacio, algo que se busca, el anhelo ancestral de llegar, de encontrar, el ansia infinita de llegar a un destino, los mapas.

Y entonces me encuentro a Walter Benjamin digamos a una edad intermedia entre la de Luis y la mía, escribiendo: “Viejo mapa: una gran mayoría de la gente busca en el amor su hogar eterno. Otros (muy pocos), un eterno viaje. estos son melancólicos que evitan el contacto con la tierra. buscan a quien mantenga lejos de ellos la violenta nostalgia del hogar. Y, a eso, son fieles. Los libros y tratados medievales cuando se ocupan de tal temperamento conocen el anhelo que abriga esta gente por el viaje.” Y entonces nos encontramos, un poco por casualidad, Benjamin, Luis de Lion, mis amigos y yo en una esquina del centro histórico de Guatemala de la Asunción, y alguien pregunta: “¿de qué lado sale el sol?”, e instintivamente los otros señalamos hacia allá, hacia el oriente, sin ningún mapa en las manos.

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Una noche en casa de mis padres
descubrí que guardaban
los restos de un antiguo reloj de arena
que durante años estuvo en la cocina.
El reloj ahora quebrado, partido en dos,
era uno los juguetes discretos de mi infancia,
verlo agotarse y darle vuelta
y agotarse de nuevo.

Los descubrí, a los restos,
no sin tristeza,
estaba quebrada ahí
mi primera concepción del tiempo.
Sin embargo, guardan el reloj
aún con la arena blanca
en una de sus partes
y entonces pensé en el amor.

*

Durante el juicio por genocidio contra Ríos Montt me dediqué a capturar historias, publicaciones, registros pequeñitos de aquello que sucedía, me puse a buscar entre los escombros de la memoria de amigos y de desconocidos para hacer preguntas ingenuas, ¿qué sentías mientras pasaba?, ¿se habló de esto en la sobremesa del domingo?

Entonces pensé que algo así podía ser rememorado desde la cotidianidad de toda la humanidad. ¿Dónde estabas tú entre marzo y mayo de 2013?, ¿Qué hiciste el 10 de mayo de aquel año?

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Todo gran momento de la historia, en principio, es un momento personal. Una sensación. Lo que pensamos anecdótico, es aquello de corazón que no cabe en los libros de historia. Eso que dejan ver aquellas grandes fotos, o quizás, lo que se cuela en el cuadro al fondo, como un incidente inesperado. La Historia pareciera ser bastante radical con el tema, le interesa aquello que es para la Historia. El cuerpo también es radical, aquello que se siente también se guarda para sí, lo que explicaría el agotamiento de las palabras, el balbuceo en la conversación tratando de traducir esa sensación. Pienso en estos versos de Pasolini:

Quieres SABER. no hay pregunta sobre algo
para lo que no hay respuesta: que solo tiembla en el pecho.

La respuesta, si la hay, está en el puro
aire del atardecer, encendido sobre las tapias.

Un amigo está frente a mí contándome cómo se peleaba con su novia en mensajes de texto mientras filmaba los testimonios de un juicio esencial para entender este tiempo. A su derecha, otra amiga pensaba en el inminente divorcio con su marido. Y luego, en primera fila, otra mujer que acompañaba a su esposo, junto a hijos y nietos que estarían teniendo su propia experiencia pensando que su abuelo estaba acusado de cometer genocidio contra el pueblo Ixil en Guatemala. Yo estoy sentado escuchando el relato imaginando cómo se observa la historia detrás de una lente, me gusta pensar que leí una vez a Benjamin decir que todo tiembla frente a la cámara, pero nunca volví a encontrar la cita.

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Sé que puedes imaginar unas flores azules en un camino.
A su manera, todos los caminos en tu mente
pueden llegar a tener hermosas flores azules.
Pequeñas marcas de cielo que pasan inadvertidas
para motocicletas,
carros agrícolas,
camiones;
las naves que atraviesan los caminos no las ven,
pero en tu mente están,
en la mirada del campesino que vuelve a su casa, están,
y están también en la curiosidad de un chico
que empieza a ser campesino como su padre,
o será camino,
y quizá en algún momento, lejos,
recuerde estas flores azules que ahora tú puedes imaginar.
La hermana de este chico aún es muy pequeña,
empieza a jugar con cualquier objeto que se le ponga enfrente,
su mirada es la curiosidad plena, para ella, todo es asombro
como esas pequeñas flores azules que hemos venido imaginando.
Ella, pequeñita empieza a recorrer este camino
y, a diferencia de las flores azules,
su futuro es casi imposible de imaginar.

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En 1994, Guatemala transformó el proceso penal del sistema inquisitivo al acusatorio. Foucault, en su conferencia La verdad y las formas jurídicas, sugiere que Edipo es el primer texto en el que el sistema inquisitivo se describe. El juez, Edipo, investiga, recopila las pruebas y sentencia –a sí mismo-. Este primer caso, que también es ¿la excepción? -Juez y parte Edipo-, es también su tragedia.

¿Cómo pasa por un individuo un juicio, uno de carácter histórico? ¿Acaso ese juicio que mirábamos por internet, que escuchábamos por la radio no estaba sucediendo en una versión personal, íntima, en cada uno de nosotros?

Pasó con este proceso que a partir del día a día del juicio por genocidio, los observadores generábamos nuestras propias versiones del procedimiento. Las redes sociales se llenaban de elucubraciones que pretendían ser una declaración procedimental de justicia. Un juego demasiado extraño en el que desde cada espacio íntimo se construía la interpretación de los hechos. Y por íntimo me refiero al retrato familiar, los silencios cómplices, las contradicciones y dudas que están ahí, aguardando un momento menos frágil quizá.

Edipo traza su propia ruta de investigación, de búsqueda de la verdad para averiguar si el oráculo estaba en lo cierto respecto a la tragedia que representaba él mismo: asesinar a su padre, desposar a la madre y tener hijos con ella, siendo él mismo el origen de los males de Tebas, pueblo al que, paradójicamente, había liberado del secreto de la Esfinge. Bien, Edipo busca, investiga y encuentra. Sin embargo, la síntesis de esa búsqueda por la verdad la encarna Tiresias, el adivino ciego, y nos coloca a nosotros ahí, frente a la historia quizá, quizá frente a nuestra propia historia: se lamenta pues Tiresias: “¡Ay! ¡Ay! ¡Cuán atroz es saber, cuando no trae provecho ni siquiera al que sabe!”, y ese saber, irremediablemente, se siente.

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La memoria tiene una intimidad. La historia es también un retrato de familia. No es difícil empezar a revisar en nuestro pasado inmediato los finos hilos que nos unen a un largo y hermoso ejercicio de historias, nuestras propias mil y una noches para salvar a la Scherezade de la memoria.

La historia del abuelo, del tío, de la hermana siempre forman parte de la Historia, aunque fuera como separador de página de los libros que la contienen: todos guardamos en alguna gaveta un pequeño detalle, -una foto, una petaca, un lapicero- que explica por qué leemos la historia de cierta forma.

Así me disparo un razonamiento absolutamente tramposo y convenenciero: si la historia tiene su intimidad, entonces la ideología también la tiene. Y como toda intimidad, es un espacio que no toma su sentido por quiénes acceden a ella, es un pequeño espacio autónomo, en el que la idea de control -y/o para el caso, conciencia- no cabe, la intimidad de la ideología es probable que sea eso que define la pasión: la historia sintetizada en un botón.

O el viejo Marx peinándose la barba mientras piensa: “no lo saben, pero lo hacen”.

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Gracias, sencillamente.
No hay palabras que añadir a tu mirada.
La pregunta viene del fuego
y yo bajo mi cabeza,
honestamente ignorante
al descubierto.
Sabrás entender que no te entienda,
y a pesar de eso te llame abuela,
y sonría cuando reincorpore mi rostro
regrese a tu mirada
y repita, de nuevo, gracias.
Sostengo tu imagen entre mis manos,
me reconozco.
Ya sin bajar la mirada
te digo perdón, también.
Te digo que quiero ser bosque
y casi escucho tu risa
y tu chiste, “¡leño serás!”

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Nació en Xelajú, Guatemala en 1983.
Poeta y artista multidisciplinario. Ha publicado varios libros de poesía, crónica y literatura infantil. Además de trabaja diversos proyectos entre las artes visuales, la fotografía, el cine y el periodismo. Es cofundador y coordinador creativo en el medio digital Ocote con quienes ganó el Premio Gabo de Periodismo en 2022.
www.juliose.com