Nada es inamovible en el arte

5 febrero, 2024

«La pintura», había reflexionado Simónides,
«es una poesía silenciosa y la poesía un pintura que habla».

Caries Miralles

Es el invierno del 2018 y estoy tomando una cerveza con mi amigo, el escritor peruano Juan Ignacio Chávez en un apartamento de Bushwick. Afuera cae un fino telón de nieve mientras nosotros apoltronados en el sofá conversamos sobre aquel colectivo de poesía de los años ochenta, Kloaca, cosa que pronto nos lleva al tema de las generaciones; luego Juan Ignacio me pide que le recomiende poesía nicaragüense a lo que yo contesto automáticamente:

         Carlos Martínez Rivas.

         O tal vez sólo lo pienso porque Juan Ignacio se me adelanta y dice como implorando, pero eso sí, que no escriba como Rubén Darío.

         Un ruego insólito de su parte. 

         Ha pasado un siglo desde que el cuerpo de Rubén Darío fue sepultado en la Catedral de León, y son muchos los nombres que han extendido esa popular y esforzada tradición nicaragüense: Pablo Antonio Cuadra, el ya mencionado Martínez Rivas, Cardenal, Ana Ilce Gómez, Claribel Alegría, Francisco Ruíz Udiel, por decir los nombres que ahora vienen a mi cabeza. Pero falta uno que quise compartirle a Juan Ignacio aquella noche: Carlos F. Grigsby (1988). Un poeta que entre los 15 y 18 años escribe una colección de poemas por la que le otorgan el Premio Loewe a la creación joven en el 2007. Aquel libro ostenta un título pretencioso y a la vez elocuente para rastrear las lecturas y el carácter de un autor cuasiadolescente: Una claridad brillando en la oscuridad que la claridad no logra comprender (Visor, 2008).

         Siguen años de silencio, a contracorriente de la vanidad, el más joven en obtener el Loewe; poeta errante de Managua, lleva más de una década cambiando de país por motivos académicos: México, España, Inglaterra, Francia, Alemania, y no vuelve a publicar libro de poesía alguno hasta el año 2022, cuando la editorial Visor publica su Rilke y los perros, premio Ernesto Cardenal 2020. Catorce años median entre el primer y el segundo libro. La espera ha dado sus frutos.

         Organizado en una sola sección, Rilke y los perros es un libro de tan sólo 30 poemas, sin divisiones internas, lo cual contribuye a imprimir en la forma una importante virtud: la levedad. En este poemario ya no hay esa energía despiadada propia de todo joven escritor de la que nos habla Calvino en sus propuestas, sino la sobria soberanía sobre el ritmo y la forma. F. Grigsby recoge el escudo de Perseo y evita la mirada paralítica (de la Gorgona) que puede volverlo (al texto) de piedra. Los mitos griegos y demás motivos, a propósito, ocupan un lugar central en la colección y son puertas que nos conducen al interior de los poemas: aquí una pintura de Armando Morales (9), allá una xilografía de Hokusai (20), aparece el rinoceronte de Durero (15) y se nos dice, sin reproches, aquello que no supo Virgilio (42), e incluso eso que no podía imaginar en la biblia ni el abuelo de los abuelos de Camus (50).

         Toda la batería del arte y los mitos clásicos y contemporáneos que aparecen en el libro, no están allí por gratuidad, pedantería o pedagogía, sino por una actitud crítica que el texto plantea ante la representación en el arte y la categoría de verdad que entrañan los mitos en nuestra cultura. Muy al contrario de lo que sería una poesía difícil, en los términos que sugiere George Steiner en su ensayo Sobre la dificultad, en Rilke y los perros, aunque no conociéramos los cuadros o los cuadernos de DaVinci (27), aun cuando no hubiéramos visto jugar al Messi de Guardiola (59), lo entenderíamos todo, y algo más, creeríamos que lo hemos entendido siempre.

         Rilke y los perros es por lo tanto un poemario que puede leerse como un discurso contra la inmovilidad de los relatos oficiales. Esta repetida actitud crítica se apoya en una función literaria muy común en la poesía, pero poco comentada: la écfrasis, es decir, aquella representación verbal que se hace de una representación gráfica. Un recurso, se nos cuenta, tan antiguo como Homero, que en el Canto XVIII (versos 468 y sig.) de la Ilíada nos explica lo que el Dios ha representado en el escudo de Aquiles. Desde entonces la tendencia de traducir el arte gráfico en una narrativa persiste en la literatura ecfrástica de cada perído, desde Homero, pasando por Filóstrato hasta Auden y hasta F. Grigsby.

         Rilke y los perros es a la vez crítica del arte y máquina de deseos, lo que una pintura o una fotografía no alcanza a decir lo dice el poema con otros deseos y otra imaginación. Si leemos el poema Paisaje con la caída de Ícaro, allí el poeta se permuta por un pastor que aparece en el cuadro dándole la espalda al accidente mortal de Ícaro, y expone: [N]o obstante, si yo fuera el pastor/ en la pintura, otros serían mis pensares./ Seguramente habría oído del accidente/ días después. Habría bajado a la costa/ y ponderado cómo, tan cerca,/ en ese instante, yo estaba distraídamente/ vigilando mis ovejas…No es asunto meramente espacial…/ Es el horror de lo simultáneo.

         Este poema además establece una genealogía con algunos prominentes predecesores en el uso de la écfrasis cuando nos dice que Auden ya se encargó, entre otros (William Carlos William hizo su versión), de escribir sobre esta pintura atribuida a Bruegel, pero que fue el que mejor la captó. F. Grigsby lleva a cabo el rearme de la pintura y se adentra con existencial preocupación ya no por reconocer aquello que capturó Auden (en Musée des Beaux-Arts): que ante cualquier tragedia, por devastadora que sea, habrá quien continue su labor cotidiana como el pastor, sino en existir en un solo lugar a la vez/ en un solo momento./ El pie encadenado a su sombra.

         Como este ejemplo hay otros en el libro, pero finalicemos con El sueño de la esposa del pescador, en donde ya el título, que constituye la écfrasis por antonomasia de cualquier pintura (recordemos La traición de las imágenes de Magritte), da pie al poeta para cuestionar esta xilografía, y ahondar en los placeres de esa mujer que es succionada delicadamente por los tentáculos del pulpo: [La] pregunta es: ¿acaso es él/ el molusco intérlope? ¿O es un espectador/ que presencia, como nosotros, la insólita/ reunión de los dos amores de su vida:/ el mar salino y la mujer salina?

         En Rilke y los perros nos acercamos no sólo al gozo y al asombro que los escritores Sergio Ramírez y Daniel Saldaña escriben en la contraportada, y a un sentido del humor que roza la tristeza, sino también a esa crítica radical que el poema puede hacer de las representaciones en el arte y su correlato en la arena de las identidades. No estamos leyendo la recreación de las pinturas, sino la liberación del impulso narrativo embrional que yace en la obra de arte. Estos textos nos recuerdan la capacidad del poema para cuestionar y desafiar al arte mismo.

         Los buenos libros contribuyen a mirar el mundo de un modo diferente. La percepción se afina y el deseo se expande. Este es el caso ante el cual nos coloca el poemario Rilke y los perros, que debe ser uno de los libros que mejor representa al día de hoy la continuidad de esa popular y esforzada tradición de la poesía nicaragüense.

Colonia, 10.I.2024

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Nicaragua, 1988. Autor del libro de poesía La casa detrás del tiempo, libro ganador del certamen nacional para publicación de obras literarias (2012) convocado por el Centro Nicaragüense de Escritores. Su trabajo ha sido publicado en revistas y antologías de España, México, Centroamérica, Argentina y Chile. Imparte cursos de lectura y escritura creativa en español en la Volkshochschule de Colonia, Alemania y es director de la editorial Quiebraplata. Posee un MFA en Escritura Creativa por la Universidad de Nueva York.