Nadie recuerda tu nombre
1 agosto, 2009
I
Estás perdida, pequeña
Ayer acompañé a Estela al aeropuerto.
Como el vuelo salía a las dos de la tarde, la invité a comer, fuimos a un pequeño restaurante y pedimos espagueti. Ya sentada, se bajó un poco la falda y puso su carterita en sus piernas cruzadas.
El día estaba soleado, ideal para quedarnos fuera del aire acondicionado que le molesta tanto. Mientras traían la comida platicamos, bromeamos y reímos de las travesuras que hicimos la noche anterior tras empacar por horas y meter tanta ropa como si fuera a mudarse o guardaba algo, se arrepentía y lo dejaba en el lugar original.
Yo estaba desnudo en la cama viendo una película.
Ella iba y venía paciente, del tocador al cuarto cargando sus pomadas, perfumes y cosméticos. Terminada esta etapa se sentó a mi lado e hizo un repaso de los documentos infaltables como el itinerario de vuelo, la dirección, teléfono de donde se quedaría, pasaporte y visa correspondiente, mostrándome su foto de hace tres años en la que estaba tan delgadita que parecía se quebraría, aunque todavía es bastante flaca.
Por último cerró las maletas, se dio un baño y, al salir me besó, se acurrucó a mi lado y me pareció escucharla llorar, pero lo negó. Despacito me acarició el pecho, me quitó el control remoto e hicimos el amor, nos dormimos y lo repetimos al despertarnos en la mañana.
Durante el desayuno nos reímos porque la última vez casi nos caímos de la cama, Estela por juguetona y yo, por seguidor. Para celebrar su regreso prometimos ir a la playa porque será un largo mes sin ella. En el camino a la Terminal, Estela pasó por unas tiendas, se compró un par de zapatos, dos pendientes y una pintura de labios.
Los perfumes que quiere desde hace rato, los buscará en el puerto libre para evitar el pago de impuestos. Durante el traslado en el taxi, le aconsejé salir lo más que pudiera porque los viajes no son diarios ni nos da lo suficiente para disfrutarlos como queremos y, en su caso, le decía, debía conocer lo más que pudiera porque al envejecer ésos son los únicos recuerdos almacenados del mundo, la gente, los paisajes, las ciudades, los museos, restaurantes, avenidas, perderse en el metro, en el recorrido del autobús, en el campo, en un gran centro comercial, depende de qué es lo que le gusta a cada quien y Estela jura me hará caso porque la primera vez no salió ni a la esquina y como al platicar y reírse la espera se hace chiquita, sirvieron la comida.
Estela se alegró, aplaudió, dio saltitos en la silla y en cuanto el mesero dejó los platos, sopló los espaguetis para enfriarlos, sin embargo no me hubiera extrañado verla comérselos bien calientitos. Yo enrollaba los tallarines viendo a Estela muy alegre echando la mayor cantidad de queso parmesano revolviéndolo con la pasta, la salsa de tomate y los trocitos de carne.
Me contó de nuevo lo que hacía meses me relató de su primer viaje. Estaba nerviosa y ese día por la mañana se tomó una pastilla relajante para soportarlo porque le horrorizaba abordar el avión y tener la mala suerte que la pipilacha – así la calificó – se cayera.
Ya dentro, se inquietó porque la lluvia truncaría su esperado viaje, pero no cancelaron el vuelo. Dieron la orden de abrocharse los cinturones, Estela se puso más ansiosa temiendo que las llantas del aparato derraparan y se estrellaran contra el edificio, pero por dicha recurrió a una pasajera a su lado para expresarle su miedo.
Esa desconocida la tranquilizó, incluso fue tan amable de ofrecerle su mano, a lo que Estela no dudó, y se aferró tan fuerte que parecía tenerla soldada a la de la comprensiva compañera de asiento, quien le aconsejó respirar hondo, cerrar los ojos, relajarse, pero Estela sintió avanzar la nave y su susto fue descubrir gotas filtrándose por la ventana, tomando con más fuerza la mano amoratada de la vecina y advirtiéndole que el aparato explotaría porque el agua de la lluvia se metía.
La samaritana le juró que no sucedería nada, explicándole que era improbable que el aparato se partiera en dos por una insignificante y microscópica grieta.
Continuaron los avisos sobre las zonas donde podían salir en un evento de emergencia, las luces en caso de incendio, las máscaras de aire, los salvavidas y Estela se puso más agitada, con el corazón latiendo ansioso, tan fuerte que quiso gritar, pero se contuvo y con los ojos muy abiertos vio cómo el aeropuerto pasaba como centella.
La aeronave tomó velocidad, se elevó y Estela pegó un chillido, no tan escandaloso ni tan prolongado, aunque bastante para ser advertido por los demás pasajeros que la volvieron a ver y su vecina se le soltó, fue al sanitario y en el camino aprovechó para pedir otro asiento a la primera azafata que encontró.
Estela no se acobardó más, tomó ánimo, soportó solita el viaje de seis horas en las que con un poco de miedo se asomaba por unos segundos para ver las nubes, pues le parecía un reto a Dios volar donde eran sus dominios y no supo si fue por la tensión, la pastilla o por las dos que se quedó dormida.
Sirvieron la cena, medio despierta comió lo que pudo, volvió a cerrar los ojos, aunque perdió el sueño tras un movimiento brusco del aparato, avivando sus trágicos temores, sin embargo, se tragó su miedo, rezó para que nada sucediera, contaba los minutos con su cuerpo estremecido por los horribles baches, temía perder el control cuando la vibración se extendía y sola y desesperada, se aferraba a los brazos del asiento.
Para su calma, al fin se anunció el descenso.
A través de la ventana vio aparecer una ciudad desconocida, lejana, sin saber qué haría ahí si se perdía en la esquina de algún barrio, pero imaginando lo bonito y tranquilo que pasaría las siguientes semanas viajando, descubriendo, riéndose de sus miedos, conociendo a otra gente, yendo de un lugar a otro, pero nunca lo hizo porque en cuanto salió de migración, encontró a su novio y la abrazó como si fuera candado, la besó como si se la quisiera comer, tomaron las maletas, abordaron un taxi y se encerraron en su apartamento por una semana y al darse cuenta, era hora de regresar.
Esta vez Estela me prometió que, si es posible, le exigirá a su enamorado al menos salir a la venta de la esquina porque de esto se trata la vida, de andar de un lugar a otro y no parar, de curiosear por aquí y allá para que nadie le cuente cuentos a uno y, si le da espacio, me afirma, comprará un regalito para mí, pero le he dicho que lo olvide y utilice su viaje para gozar de la vida.
No sirvió de nada porque Estela insiste en darme una sorpresa y yo creo me buscará algo bonito porque en estos meses juntos, me ha conocido lo suficiente para saber que me gusta la ensalada, agua para tomar, de postre un pedazo de torta de limón, un café y hace años tras comer, me hubiera fumado un cigarro.
Estela me ha repetido que si me hubiera conocido en esa época, no se me hubiera acercado ni a la legua porque no soporta el humo del cigarro ni el feo olor que queda impregnado en la ropa, en las manos, en los dientes y en el aliento, ¡fuchi!, pero… era hora que Estela se fuera, pedí la cuenta, me agradeció con un breve beso en la boca con sabor a tomate y nos fuimos al área de abordaje.
La llevé tomada de la cintura. Ella modelaba con su falda corta y en su movimiento balanceaba su carterita haciendo muecas, risas y bromas como si fuera a un paseo escolar. Cerca del puesto de control me pidió que la agarrara un poco más fuerte porque le dolía irse, aunque, sé que allá estará bien.
Me avisó que debía hacer pipí y pidió quedarme cerca de la puerta por si entraba un asaltante. Yo lo hice extrañado por lo exagerado de su desconfianza, pero he escuchado que los ladrones se meten en los sanitarios de las mujeres, les roban las carteras y las escapan de violar, pero en un descuido, porque estaba viendo para el icaco, Estela me jaló del brazo, me metió en uno de los inodoros, cerró la puerta y entre risas me abrió la bragueta. Yo se lo prohibí porque debía abordar cuanto antes, sin embargo insistió y a mí lo que me daba miedo era que alguien viniera y nos encontrara, llamaran a la Policía, se armara el escándalo y Estela no tomara su vuelo.
Me tapó la boca, me dijo no importa, callate que está bien rico y escuché a mujeres entrar, abrir las puertas, orinar, cagar, tirarse peditos no como en el de los hombres que son como explosión – pero Estela me confesó al oído que igual las mujeres eran unas grandes cagonas y pedorras -, escuchaba el taconeo de un lado a otro, el agua de los grifos, la incansable secadora y Estela necia pidiendo más y más hasta obtenerlo.
Quedó feliz como una lombriz y, antes de salir, me orientó quedarme calladito esperando su señal, pero me desesperé y al estar más o menos confiado que no había nadie, salí corriendo y la hallé enfrente riéndose a carcajadas como si fuera gracioso el haberme dejado ahí metido.
La abracé porque estuvo cómico quedarme como loco sin moverme, tratando que a ninguna mujer se le ocurriera entrar a ese sanitario. Acabó la risa, nos pusimos serios, vimos la hora, Estela me abrazó, me besó como si en la vida me volvería a ver, mis brazos la envolvieron, nos separamos, nos volvimos a besar, a abrazar, a apartarnos, le dije que la quería, ella preguntó cuánto y yo le aseguré que mucho.
Estela enmudeció y yo de tonto le pregunté si me quería. Ella respondió que no, le pregunté cuánto me quería y juró que ni un poquito y en eso estábamos, cuando escuchamos en los altavoces que la llamaban para ingresar.
Le deseé suerte con su novio, me sujetó fuerte el brazo, pero al instante lo soltó como si hubiera dejado caer algo que no la dejaba avanzar y corrió sosteniendo su carterita, pasó el retén de la Policía, un siguiente control, un tercero y se perdió entre los viajeros.
Me quedé ahí esperando a que volviera o me llamara pero no sucedió.
Salí del edificio y me la imaginé nerviosa, acompañada de otra mujer a quien le ha tomado la mano con fuerza, hundiéndole las uñas a como me lo hace y en eso, escuché el ruido de las turbinas.
En ese vuelo se iba Estela y en unas horas estaría con su novio, muy felices los dos porque tienen meses sin verse y se extrañan tanto, que gastarán un montón de días metidos en la cama recuperando lo desaprovechado, y más Estela, una jovencita de veinticinco años hasta hace poco sin compañía y perdida como perro en procesión, pero que estas semanas disfrutará, regresará más animada y aquí estaré esperándola para visitar la playa donde hemos jurado ir en cuanto vuelva.
Managua, Nicaragua, 1972.
Escritor y periodista. Ha publicado las novelas La muerte de Acuario (2002, 2005), Qué sola estás Maité (2007), Conduciendo a la salvaje Mercedes (2009) y El Fabuloso Blackwell (2010), con la que ganó el II Premio Centroamericano de Novela Corta de Honduras. Es autor además del libro de relatos Tengo un mal presentimiento (2010).
Su obra ha merecido múltiples reconocimientos: ganador del IV Concurso Internacional de Relato de Humor en España en 2011; ganador del IV Premio Internacional Sexto Continente de Relato Negro en España en 2011; ganador en 2009, del Certamen para Publicación de Obras Literarias organizado por el Centro Nicaragüense de Escritores; mMención en Panamá en el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán en el género de libro de cuentos en 2007.
Se encuentra incluido en diversas antologías, como Puertos abiertos, publicada en el 2011 por el Fondo de Cultura Económica de México; la Microantología del Microrrelato III; antología El hombre que se ríe de todo (es que todo lo desprecia) y en la antología del relato negro III de la editorial española Ediciones Irreverentes en el 2011; la antología El océano en un pez impreso en Cuba por Editorial Arte y Literatura y presentado en la Feria del Libro de La Habana 2011; la antología Voces con vida impresa en México en el 2009 por editorial Palabras y Plumas Editores, S. A. y en la antología El futuro no es nuestro, escritores de la América Hispana 1970-1980, presentada en agosto del 2008 en la revista colombiana Pie de Página.