Teletransportador (delirio tropical)
28 noviembre, 2018
La cosa empezó de esta manera: el anuncio del teletransportador saturó las redes sociales días atrás. La empresa Kosmosal, fundada por un anónimo empresario gringo, ofrecía a los salvadoreños, por una sola vez, y a manera de oferta de introducción, un viaje gratuito e instantáneo al Norte empleando una innovadora y prometedora tecnología: el teletransporte.
“He thought often of the land from which he came…”
Notes Toward a Supreme Fiction,
Wallace Stevens
Será como brincar a un hoyo negro, o algo así como un interludio por la región de los muertos para luego resucitar en un mundo infinitamente mejor. Así se explicaba Estanislao, camino al portal de La Dalia, lo que estaba a punto de ocurrirle. Por supuesto, habría riesgos – como acabar chamuscado en una masa informe o disolverse en un chisporroteo de antipartículas.
La cosa empezó así: el anuncio del teletransportador saturó las redes sociales días atrás. La empresa Kosmosal, fundada por un anónimo empresario gringo, ofrecía a los salvadoreños, por una sola vez, y a manera de oferta de introducción, un viaje gratuito e instantáneo al Norte empleando una innovadora y prometedora tecnología: el teletransporte. Le tocaba en suerte a nuestro paisito el privilegio del estreno mundial de tan maravillosa tecnología. Cierto que – por lo minúsculo del país, cabe suponer – nos asignaron un cupo reducido: 25 viajeros salvadoreños serían despachados a una ciudad del Norte –North Hollywood, Maryland, Houston, Brownsville eran algunas de las metrópolis en la lista – o en su defecto, una urbe en otra “geografía privilegiada”. Todo dependiendo de las condiciones atmosféricas prevalecientes y otros factores, estelares y legales. Las condiciones de llegada y arraigo habían sido previamente negociadas con ciudades santuario dispuestas a recibir extranjeros de esta parte del planeta, todo un atrevimiento. Recordemos que, años atrás, un degenerado presidente yanqui decretó la estigmatización de nuestra raza. Desde entonces, somos los parias del planeta y nadie nos da la bienvenida, mucho menos con niños. Con el apoyo entusiasta del Gobierno de México, los yanquis levantaron un muro a la altura del río Suchiate, es decir, en el punto limítrofe entre México y Guatemala. Originalmente, el plan consistía en tapiar la frontera con México, pero al final se impuso la idea barata: erigirla dos mil quinientos kilómetros al sur. Lo cierto es que ha vuelto más difícil el periplo para buscar fortuna en los yunai. No obstante, somos gente que no se detiene ante nada para escapar de su terruño, y frente a esto no hay obstáculo que valga. O quizás sí, porque, desde que se erigió el muro, el número de los que se desvanecen en la ruta hacia las metrópolis del Norte se ha vuelto intolerable. Desconocido e intolerable.
El anuncio de Kosmosal no ofrecía detalles sobre el funcionamiento del teletransportador, pero, eso sí, prometía un rápido tránsito. No se trataba propiamente de un traslado, sino más bien de algo parecido a un acto de magia: una desintegración-reintegración atómica. El ser humano reducido a pulsos electromagnéticos y reconvertido en la carne y conciencia original en otra latitud. Estanis, que nunca se ha montado en un avión (es decir, nunca voló) dará el salto de la era del coche a la de la transmigración futurista. En el afiche promocional que circuló por las redes sociales salvadoreñas figuraba la silueta de una curiosa máquina, similar a las cabinas telefónicas de antaño (las que aparecen en películas extranjeras). Para seleccionar a los viajeros la empresa empleó un algoritmo exclusivo. La fortuna de ser elegido, se aclaraba, no guardaba relación con el orden de inscripción. Los primeros no serían necesariamente los primeros. Tampoco lo serían los últimos.
Estanislao se aplicó a completar el registro online, y después de responder a una majadera lista de preguntas*, pulsó el botón digital que invitaba a probar suerte sin ningún compromiso. Al fin y al cabo, era gratis. Enseguida, un resplandor estrambótico inundó la pantalla de su compu. Estanislao supo que le había acertado al más gordo de los gordos. Le asignaron el número Q1006-4495-7312, Grupo C. En los próximos días, un representante de la empresa iba a entregarle su boleto directa y personalmente en su casa de habitación en San Esteban Catarina. Luego, en fecha tal y tal debía presentarse boleto en mano en una instalación de Kosmosal que se encuentra en el portal de La Dalia, en pleno Centro Histórico. Ahí estaría aguardándole el prodigio. Nada más pertinente que ubicar el teletransportador en un “portal”, pensó Estanis. No podía ser una coincidencia. Esos yanquis lo tienen todo estudiado. Previamente, se exigía pasar por una batería de exámenes médicos en cualquiera de cuatro clínicas cuyos datos se proporcionaban. Igualmente, debía leer y aceptar con su firma los términos y condiciones del contrato, y estudiar el respectivo instructivo. En el momento de la transportación no le estaba permitido llevar móviles o aparatos electrónicos, baterías y cosas parecidas.
Un joven empleado de la empresa Kosmosal se apareció en su casa un sábado por la tarde y sin ceremonias le entregó un sobre con su boleto: una tarjeta de plástico parecida a las de crédito o débito. Igual que algunas de estas, estaba provista de un chip y una fecha de vencimiento, y ostentaba los logos siderales de la firma.
Estanis firmó el contrato y recibió un instructivo impreso en inglés y español. Los días siguientes fueron de ilusiones, preparativos y despedidas, pero por estipularlo el contrato con Kosmosal, estas debieron ser discretas (“EL VIAJERO”, es decir, él, Estanislao, no debía revelar bajo ningún medio, oral, digital, escrito o de cualesquiera otra naturaleza, la fecha, la hora y los medios de su partida). Su destino sólo podía ser divulgado una vez pisara la ciudad santuario que le tocara en suerte. Le estaba permitido llevar una pieza de equipaje cuyo peso no debía exceder las 22 libras.
Las semanas volaron y llegó el gran día de la la partida, un viernes. Afortunadamente no cayó en día de pago, que es cuando más se alborotan las masas. En un maletín de media vida Estanis acomodó sus mejores pantalones y camisas, calcetines, calzoncillos, un suéter que su madre le obsequió para el viaje, un par de sandalias y artículos de aseo personal. Para completar su atuendo se gastó una fortuna en un par de zapatos y un sombrero estilo Panamá, que así los llaman pero en realidad son ecuatorianos. Llevaba los ahorros de su vida, algunos cientos de dólares, en una faja de tela que su madre, costurera avezada y mujer desconfiada, le confeccionó una noche triste pero llena de esperanzas, y que se afianzaba mediante botones ocultos. En su billetera sólo llevará 100 dólares repartidos en billetes de a veinte.
De esta manera, Estanis se encaminó al centro de la ciudad henchido de esperanza, pero también bastante asustado por la desintegración a que iba a someterse.
Se apeó en la estación Parque Infantil del Sistema de Transporte Seguro Colectivo, SITRASEC, y siguió el trayecto a pie. Se hundió con un trote feliz en el hervidero de las cuatro de la tarde, atravesando calles y avenidas que conocía desde siempre. A pesar del estigma que le hemos colgado al centro, tampoco es para tanto. Uno termina por aceptar sus basurales, el aire tumefacto, el asfalto desconchabado, las sonrisas imbéciles de los candidatos (se acercaba otra inconsecuente fecha electoral y las calles estaban infestadas de afiches proselitistas), los espectros nostálgicos del Art Decó y la podredumbre y el odio autoinfligido endémico en nuestro país. El centro es vida: si se mira bien, la única vida que nos queda. De la misma manera que los vendedores callejeros, los de los mercados y los antros son los genuinos pobladores de este país.
Apenas puso el pie en la zona de La Dalia, Estanis se topó con un gentío. Un nauseabundo olor a frituras, típico de nuestras tierras, envolvía la escena. Miles querrían despedir a los afortunados como él y desearles buena suerte, pensó Estanis. Después de todo, solo 25 personas en el mundo habían sido convidadas, y solo uno, él, era oriundo de San Esteban Catarina. Mas pronto advirtió que las cosas no eran como se las figuraba. Para empezar, en las cuatro direcciones había revendedores ofreciendo entradas al teletransportador. Boletos ya sacados. Uno de esos comerciantes, negrura de gitano y aliento a cosas podridas, hizo sonar frente a su cara una libreta gorda de boletos. “Entrada, aquí está tu entrada, barón… 75 bolas: la vía rápida”. Estampadas en papel cuché no se parecían en nada a la tarjeta que Estanis llevaba en el bolsillo. Ya mosqueado, trasladó la billetera al bolsillo delantero del pantalón, no fuera a ser el diablo.
Al momento de aproximarse al apretado nudo humano que seguramente indicaba la puerta de ingreso a la oficina del teletransportador, estuvo a punto de que lo tumbaran. Un energúmeno salía corriendo, perseguido por dos fornidos vigilantes, con toda seguridad personal de Kosmosal y más que decididos a molerlo a palos. Las cosas parecían salirse de control, concluyó Estanis. Jamás había visto aquel vestuario tipo Viaje a las estrellas, botas y todo lo demás con que los de Kosmosal habían uniformado a su tropa privada. En la hombrera de la camisa portaban el logo de la empresa, el mismo que aparecía en su tarjeta-boleto. Sin duda, aquel tipo había tratado de colarse a la fuerza al local donde custodiaban el transportador, resuelto a robarle el espacio a una persona legalmente acreditada. Así somos en este país. Si estamos predispuestos a acribillar al que nos gana un espacio de estacionamiento o nos corta el paso con su asqueroso carro, y más que dispuestos a meterle zancadilla a un compañero de trabajo para usurpar su plaza, imagine usted de qué no seríamos capaces con tal de agenciarnos un viaje instantáneo al mundo civilizado. Somos un pueblo tramposo y violento, hay que admitirlo.
Por cierto, el marero que estuvo a punto de atropellar a Estanis portaba un maletín parecido al suyo y, viéndolo bien, en la chusma que lo rodeaba no faltaban mochilas, maletitas, bolsas, lo que fuera. Algunos despistados arrastraban pesados bultos, como los que pululan en el aeropuerto cuando nos visitan los dichosos de la diáspora. No cabe duda que todas esas personas, razonó Estanis, aguardaban un descuido para penetrar, por las buenas o las malas, en el dispositivo que podía cambiar sus vidas. En última instancia, estarían dispuestos a desjarretar el techo, las vitrinas, las puertas, las paredes y las ventanillas de los baños de las oficinas de Kosmosal con tal de lograr su cometido. Completaba esta atmósfera desquiciada un hitlercito pentecostal, ubicado al pie del monumento de esta histórica plaza, sitio de matanzas ya echadas a olvido, empecinado en lanzar maldiciones supuestamente inspiradas en el Antiguo Testamento. Su ira apuntaba a lo que él llamaba “el portal del demonio”.
A medida que Estanislao se acercaba a la entrada del ojo del huracán se perfilaban nuevas escenas propias de nuestra idiosincrasia. “¿Quién sos vos para negarnos esta oportunidad”, grita fuera de sí una rubia oxigenada, con gruesas pinceladas de maquillaje, minifalda dorada igual que su maleta de rodos, y tacones como dagas. Se dirige a un sudoroso joven de saco y corbata que aparentemente está ahí para darle la bienvenida a los viajeros. Estanislao reconoce en él al mismo empleado que le entregó a domicilio este boleto maravilloso al primer mundo. El joven sostiene un lector similar a los que usan los negocios respetables para escanear las tarjetas de los clientes. El empleado pide a las personas que han taponado el paso que por favor despejen. A unos pasos de la mujer de los tacones como puñales aparece otra con los brazos tatuados y las cejas rasuradas flanqueada por dos adolescentes. Los tres llevan a la espalda sendas mochilas, listos para un tour interplanetario. Tratan de abrirse paso. El tipo del saco los intercepta apoyado por dos malencarados vigilantes con trajes espaciales.
“Vos no sos quién para impedirnos el paso”, brama la mujer.
“Muéstrenme sus boletos”, responde el empleado.
“Aquí están mis boletos, tal por cual”, responde ella, exhibiendo los incomprensibles tatuajes de sus brazos desnudos.
Los dos muchachitos, que aparentemente son sus hijos, le dirigen sendas miradas homicidas al pobre hombre. El empleado de Kosmosal palidece, pero no cede. Se juega el empleo, y eso no es cosa de juego.
Estanis se abre paso hasta el empleado con sonrisa profesional de mansedumbre. Por supuesto, da por descontado que el tipo va a reconocerlo, pero no, ya lo tienen todo estresado, y al sentir a Estanislao el muchacho se pone a la defensiva, listo para encarar a un pillo más de esta patria. Frente al mar de irracionalidad, la desconfianza se impone. “Boleto”, dice con aspereza. Estanis se lo muestra.
“Grupo C. Espere a que lo llamen”.
En ese momento se escucha un llamado a los viajeros del grupo “A”: una pareja joven de clase media con pinta despreocupada, un payaso con su atuendo y una divertida maleta propia de su profesión, una mujer de gafas enormes con andar extraviado, que abate al empleado con sus despistes, una familia entera –el padre, la madre, dos muchachos algo chelitos, de ocho y diez años a ojo de buen cubero–, lo que llama poderosamente la atención de Estanis. Ignoraba que el plan acogiese a grupos familiares. Se pregunta lo mismo que nosotros, qué tan grande es el teletransportador… o si habrá dos máquinas.
Transcurre media hora y aún no llaman al siguiente grupo. Una viejecita de marchitos ojos dulces se le arrima.
“Hijito, has sido bendecido con un gran don del Señor. A mi me han dejado aquí abandonada, tengo años de no saber nada de mi Jonathan, que cruzó el río hace 14 años. Lo último que supe es que se había metido con una mexicana, pero ya no me ha escrito, ni llamado, ni nada. Al rato está enfermo o en problemas, no lo sé.”
“¿Jonathan es su hijo, señora?”
“Es el más chiquito de los cinco míos, y a mis años, ya ves, no puedo emprender un viaje tan exuberante y peligroso. La última esperanza que tengo, porque además me han diagnosticado la diabetes, es que alguien se apiade de mí, porque yo necesito urgentemente un boleto para el trasbordor para ir yo personalmente a buscar a Jonathan adonde sea necesario. Hijito, ¿tu crees en el Señor?”.
Los rayos del sol se empinan y decoloran, y la masa de desesperados muestra signos de encrespamiento. De la inquietud y el desencanto van mutando a un estado de exaltación. Esto si que es extraño, pues tendemos a pensar que, en general, al enfriarse la atmósfera se apaciguan los ánimos y la gente se vuelve más alegre, o cuando menos, melancólica, lo que resulta más sublime. En contraste, se alza lentamente un malestar como el que se manifiesta en los estadios de fútbol cuando todo parece perdido y ya ni un milagro puede impedir que la oncena favorita sucumba. Estoy hablando de ese momento en que los malos perdedores y los siempre perdedores de la vida empiezan a arrojar porquerías a la cancha, furiosos con ambos equipos por igual, pero también furiosos con el director técnico, con el árbitro, con la Federación de Fútbol, y hasta con el Presidente de la República. Pero furiosos ante todo por la mala fortuna de haber nacido en este país. El malestar arrecia cuando los de Kosmosal le franquean el paso a un señor sesentón que lleva encajado en el rostro una máscara de irremediable derrota, y que, para colmo, se apoya en un bastón para andar. Ha empezado a abordar el grupo B.
“Digan si no es un desperdicio: a ese viejito le quedan cuando mucho seis años de vida”, comenta amargamente un ciudadano insensible.
“¿Para dónde vas, men?, regresate, dame chance a mí que tengo toda una vida por delante”.
“Tanto que hablan de crear oportunidades para los jóvenes”.
“Fariseos”.
“Racistas”.
“Desgraciados”.
“Gringos hijos de la gran puta”.
Y así, se desprende un aluvión de improperios. Y de empujones. La mujer de los tacones como dagas afirma que ella es la asesora del diputado tal por cual, un conocido gánster. La mujer de los tatuajes despacha a los dos mozalbetes que todos pensamos que son sus hijos a que le abran paso a como de lugar. Afortunadamente, se topan con dos guardias espaciales armados con escopetas que parecen de rayos láser. Entran dos viajeros más, seguidos con envidia por la muchedumbre. Ahí acaba el llamado al grupo B.
Discretamente, un pelotón de antimotines equipados con arcabuces, botellones de gas pimienta y enorme porras, a los cuales acompaña un pelotón de soldados con venerables pero letales fusiles M-16, ocupan posiciones en puntos estratégicos de la plaza.
Estanislao come ansias. Un tipo de aspecto rudo (al verlo, a Estanis se le revela que la talla de los salvadoreños se elevó de la noche a la mañana, pues, mirándolo bien, casi todos los presentes miden 1.70 metros o más) se le acerca, y clava en su boleto, que imprudentemente ha desembolsado, una mirada enfermiza. El boleto no incluye la fotografía del propietario, así que cualquiera se lo arrebata y viaja de gorrón. En ese momento llaman a abordar al grupo C. Estanislao se pone la mar de contento y marcha a su nuevo destino. Ni siquiera le piden que muestre el pasaporte. Voltea a ver hacia la plaza entintada con los colores del crepúsculo, como despidiéndose del país para siempre. Al otro de la calle se está armando una gresca. Ya tienen los antimotines apercollado a un ciudadano que se ha querido abrir paso a fuerza de empujones y palabrotas. Otros ciudadanos los rodean, y quién sabe que va a pasar aquí. Los soldados, seres bipolares, musitan amenazas terribles.
Adentro de las oficinas de Kosmosal priva una luz que evoca el hechicero ambiente de las salas de cine. ¿Funcionó aquí una sala de cine en otra época? ¿Sobrevivió perfecta, soterrada todos estos años horribles de la posguerra y la posposguerra? Ya no lo recuerda, en todo caso, es lo que se antoja este recinto y sus alfombrados acústicos de tonos azulmarino, ultravioleta, áureo, y todo lo demás, las lucecitas, las vitrinas que en lugar de afiches de actrices con pantorrillas adorables, o máquinas enfrascadas en desquiciadas persecuciones y siempre a punto de volcar, estrellarse o caer al abismo, u hordas de invasores insectos mecánicos escupidos por lujosos platillos voladores, o besos y amores empacados al vacío, en lugar de esas fantasías y esos delirios y esas caricias, las vitrinas despliegan perturbadoras reproducciones de plazas y parques y rascacielos y jardines y escaparates y vestíbulos de hoteles y bulevares y paseos nocturnos iluminados por faroles soñados, nuevecitos, impolutos y adictivos. En ninguna de estas escenas figuran personas, y esto es lo que nos parece milagrosamente perturbador en ellas: la anulación de la raza humana: todo es desolación, ensueño apocalíptico. Por cierto, en este recinto, hasta el cual acompañamos a Estanislao, no se escuchan ya los motores de los buses o los pregones de los vendedores o las amenazas de los violentos y los facinerosos o las asechanzas de los insidiosos o las trampas de los desesperados y los mansos de corazón. Una amable chica con uniforme futurista recibe a Estanislao y chequea su boleto. Todo en orden. Mientras llega el momento del abordaje, la chica futurista le invita a pasar al mostrador, donde otras chicas, igualmente bañadas y bien peinadas dispensan generosas bolsas de palomitas de maíz, suculentas salchichas con sus salsas y encurtidos, y portentosos vasos con azucaradas gaseosas de todos los colores, además de variedad de chucherías lindamente empacadas. Bien aperado, pues se mete en los bolsillos cuanto puede, al fin y al cabo lo paga Kosmosal, Estanislao se acomoda en una de las mullidas bancas. Además del amabilísimo personal, en el vestíbulo no se mira a nadie más, los otros viajeros por lo visto ya han partido o se están desintegrando en este momento. Esos bien ecualizados tronidos, como de filme de ciencia ficción que se escuchan al fondo del pasillo han de ser los sonidos que emite el teletransportador en el momento de despachar al penúltimo viajero. Estanislao no podía estar más feliz. Ha sido un largo camino, con sus idas y venidas, sus trotes y molotes, sus llagas, engaños, tropiezos y resquemores hasta alcanzar la orilla de este acantilado. Listo para saltar. Su vida, su existencia como Estanislao desfila frente a él como un trencito miniatura repleto de imágenes, o como un cintillo luminoso preñado de sensaciones memorísticas, casi todas risueñas.
Lo invitan a pasar, oportunamente porque, afuera, es decir, en la plaza, en el retazo de Centro Histórico que se fermenta ignorado en el exterior de este divina sala (o más certeramente, haciendo tic-tac-tic-tac como una bomba programada para estallar más o menos cada cincuenta años), se oye una tronazón que nada bueno augura, como si se hubiera declarado un motín, o quizá, la revolución misma en la que ya nadie creía o recordaba. Quién sabe de dónde sacó esta turba piedras, mangos, adoquines o ladrillos, pero lo cierto es que aparecen rachas de proyectiles que se estrellan en las vitrinas y las mamparas del edificio. Enseguida, se escuchan unas detonaciones que recuerdan las bombas que gente irresponsable y degenerada hace estallar los 31 de diciembre cuando faltan cinco-pa-las-doce, es decir, en la tenebrosa tierra de nadie que media entre el fin de año y el inicio del siguiente. Ojala solo sea eso y no otra cosa, lo cierto es que la manzana entera retumba de cuando en cuando y una orquesta de cortinas de metal retruenan al caer. Así pasaba en los dorados tiempos de la guerra al paso de las manifestaciones o al inicio de los operativos de represión de los ya extintos cuerpos represivos.
Estanislao recorre un pasillo azul a media luz conducido por la chica futurista. Lo introducen a un espacio que sin duda fue pero ya no es una salita de cine. Adentro no hay butacas, ni una pantalla, ni un cuarto de proyección, sino un portento de vidrio, metales y tubos multicolores en forma de araña de caballo que descansa sobre un alfombrado de piezas de hule nítidamente ajustadas. Admirado, Estanislao se pregunta cómo se las habrán ingeniado para trasladar tan enorme máquina nada menos que al portal de La Dalia. Al fondo, acomodados en sendos banquitos de baterista frente a una larga consola, descubre a un par de gringos. Van de mezclilla y camisetas con estampas de King Kong en el momento de secuestrar a una piernuda muchacha rubia. Que contraste con los ridículos trajes espaciales que obligan a vestir a los empleados locales de Kosmosal. Apenas lo ven entrar (es la impresión de Estanis) se echan a reír burlonamente de él. Será su gusto en calzado o su jipijapa. Estanislao sonríe, reflejo de sobrevivencia para caerle simpático a todo el mundo que lo acompaña desde siempre. Lo hacen sentar en un sillón y él se entretiene triturando palomitas de maíz mientras un muchacho antipático revisa el contenido de su maletín. Encima de la consola, al frente de la cual se encuentran los operarios gringos ya descritos, descuella una pequeña pizarra electrónica en la que manchas rojas, azules y grises saltan cuerda. Estanislao siente frío y se enfunda el suéter, en el que atrincuña varios chocolates. Así transcurren largos minutos. Las curvas y las manchas del pizarrón, así como un simpático juego de tonos electrónicos que salen de un juego de parlantes discretamente ubicados, surten un efecto relajante, casi hipnótico. Tan relajante, que a los dos minutos de espera se siente anestesiado, como si estuvieran a punto de someterlo a una colonoscopía. Todo sería la paz absoluta de no ser por los estruendos de las explosiones y los disparos en ráfaga que rebotan afuera en las columnas y paredes de la plaza. También puede ser, no se descarta, que estén pasando una película de guerra en la sala contigua.
Ahora sube por una escalerilla hasta una cabina idéntica a un horno lo suficientemente espacioso como para rostizar un pollo gigante, y lo rodean infinitos y finos tubos luminosos que despiden una luz amarilla, casi rubia, mientras que un rumor como de grillos enfebrecidos endulza el espacio. Escucha cómo cierran la escotilla, y por un pequeño altavoz se propaga un conteo regresivo bilingüe inglés-español a dos voces. El edificio entero retumba. O son las remezones del teletransportador o es que las turbas ya entraron al vestíbulo y luchan por irrumpir en el aparato para proyectarse al primer mundo. El conteo regresivo llega a cero. Estanis experimenta corrientes maravillosas de energía que primero lo desdoblan y lo hacen vibrar como gelatina, y luego lo hacen sentir ligero como un atardecer con neblina en una vía escasamente frecuentada. Una andanada de neutrinos en forma de palabras inspiradoras – ya inútiles, pues va al mundo anglosajón– chisporrotean en alguna región de su masa gris: cajeta, chispas del diablo, biela, chipilín, cardán, todas ellas vocablos antiguos. Está a punto de dejar atrás la zona tórrida, lastimeras lágrimas corren por sus pómulos pues es la ruptura definitiva con el Sur, con los orígenes, y a estas alturas no sabe si está de pie o cabeza abajo, si flota, si gira o se hunde, y lo cierto es que experimenta sensaciones de corrientes marinas y una primavera de luces artificiales y fosforescencias que enfiestan hasta sus íntimos recovecos. Prueba con cerrar los ojos firmemente, pero las luces siguen ahí y, de repente, cae en una rica e indescriptible inconsciencia.
Cuando abre las pepas, todo el ajolote de rayos y centellas ha cesado. Para su sorpresa no hay señales de la nave, es decir, del teletransportador y, en realidad, no hay señales de nada. Se encuentra de pie, sumido en una oscuridad tiránica recorrida por una corriente de aire frío. La humedad imperante lo obliga a estornudar una y otra vez, hasta que por fin su nariz se adapta a este tufo a agua prisionera que lo rodea. El pánico se apodera de él conforme su cerebro se esmera, sin resultados, por calar en su situación y coordenadas actuales. O lo despacharon equivocadamente a una caverna en el fondo del mar, o a una mina chilena a punto de colapsar o a un galerón industrial relegado por la última revolución industrial. Si tan solo tuviera una lamparita, cualquier cosa por una lamparita. Sus brazos abrazan firmemente el maletín donde guarda sus posesiones. Se lleva una mano a los ojos, pero no alcanza a distinguir ni un dedo, por mucho que los mueva. Se lleva la misma mano a la cabeza: el sombrero sigue ahí, si bien parece haberse achicado. Alarga los brazos en todas direcciones buscando las costillas del teletransportador, aunque se contentaría con encontrar un tronco de árbol, una viga, una pared o un banco de tornero. Lo mejor, piensa, es permanecer en el mismo lugar, pues aun tiene fe en que el portal se reactive y termine su trabajo, depositándolo con todo y sus huesos en la ciudad santuario prometida. A los lejos retumban truenos, truenos sordos, truenos apagados, pero ni por asomo llega un fulgor, una astilla de relámpago.
Y hace un frío de las mil putas.
Después de una espera indeterminada, una eternidad en estos fondos inescrutables, tantea dar un paso y explorar su entorno. Para colmo, ahora descubre que tiene los pies empapados. O se rompió una cañería o de veras lo soterraron en una mina a punto de inundarse o se encuentra en el fondo de una quebrada enmarañada o en la mítica noche en que parió la tunca. Intenta dar un paso en cualquier dirección y escapa a tropezar: el piso parece estar lleno de baches. De continuar así, ¿quién le garantiza que no caerá en el vacío? Tanteando el piso con los pies descubre que hay un manto de agua fría que corre a la altura de los tobillos. Dan ganas de echarse a llorar. Dolido, acepta que fue a parar al lugar equivocado, que lo han engañado, que tomó una mala decisión, y por supuesto, que no se merece esto, después de todo siempre ha sido una persona decente. ¿En qué piensa? En casi todo. Estanislao tiene todo el tiempo del mundo y las energías como para elucubrar y arrepentirse inmensamente de este viaje, de este intento de fuga al que irreflexiblemente lo apostó todo. Y los que lo precedieron, ¿dónde andarán? ¿Habrán saboteado las turbas el teletransportador al momento de empezar la desintegración molecular? ¿Se da cuenta Kosmosal de lo que ha hecho? ¿Es la tecnología de la teletransportación un timo? Esto de ser país-conejillo de Indias es fatal, especialmente para los pobres diablos como él.
“Hola, ¿hay alguien ahí?… Hola…”
Nada.
Pero, aguarden… se escucha un chapoteo, y ojala que no vaya resultar una bestia.
Una luz roja se acerca lentamente desde el fondo, y la ilusión de que alguien viene al rescate le ilumina el rostro. Se imagina a unos gringos, unos chelones bien equipados con aperos de socorrista, que vienen por él. Pero lo que de verdad le ilumina el rostro es el rayo de una lámpara, una linterna que despide una luz roja, sangre hecha niebla o niebla hecha sangre.
Al principio no entiende la orden.
“Que levantes los brazos, güey”.
Ahora sí se entiende.
Le arrebatan la maleta, lo despojan de la billetera – así, en plural, porque varias sombras lo han cercado, media docena cuando menos, y Estanislao percibe en ellos un talante fiero y la torva presencia de fierros que enseguida se nota que son rifles y pistolas. Los extraños se dedican a cacharlo y con tal violencia, que a Estanis empiezan a temblarle las canillas, y con este frío, pues con mayor razón. Dan con el pasaporte y se lo guardan. Cuando quiere protestar, le hunden el cañón de un fusil en las costillas. Nunca lo habían tratado así, ni siquiera en los buses departamentales de nuestro país.
“No trae nada”, dice uno de los que lo cachea, seco.
A esas alturas ya se han apoderado también del cinturón y el suéter. Solo el sombrero le dejaron, pero los majes no encontraron el fajo de billetes.
“¿De dónde eres, güey?
“De El Salvador.”
“¿De qué parte de El Salvador?”
“De San Esteban Catarina, departamento de San Vicente”.
“Te falta un chingo para llegar, paisano”.
Y sin decir con permiso, sin comentarios ni chascarrillos, los hombres y las luces rojas se pierden como una nube de aspereza y de muerte. El choque experimentado es de tal magnitud que ni siquiera se le ocurrió preguntarles dónde se encuentra y en cuál dirección debía continuar para llegar al American Dream.
Le tiembla el cuerpo. Truenan nuevas descargas de rayos a lo lejos, y milagrosamente, sin aviso, gracias a una hilera maravillosa de bombillos, se ilumina la caverna, que resulta ser un barroso túnel sin fin, un siniestro túnel que viene quién sabe de dónde y quién sabe adónde va.
No ha pasado ni un minuto desde que se prendieron las luces, cuando se presenta una segunda aparición. Esta vez se trata de un prieto pelón que viene derechito hacia él chapoteando con sus largas canillas. Luce una barba de una semana y de su mano cuelga una puerca bolsa de supermercado. Francamente, se mira en las últimas, como si acabaran de teletransportarlo de un callejón de mala muerte, y apesta.
“Buenas noches, amigo”, dice con voz carcomida por los vicios o por la mala vida o por una racha interminable de infortunios, o por todo lo anterior echado en la licuadora de la vida.
Sonríe. Estanis replica con sonrisa defensiva. La piensa dos veces antes de estrecharle la mano, porque este pícaro de seguro viene a arrancarle lo que no tiene. El extraño se presenta: Julián, que va en busca de una vida mejor en otras coordenadas, aunque confiesa que quizá ya sea demasiado tarde para intentar algo así. Está lejos de ser joven, el hígado funciona a medias y las canillas le tiemblan.
“¿Hablas español”, le pregunta al ver que Estanis no responde a sus palabras de presentación.
“Sí, claro… ¿Cómo llegaste hasta aquí?”.
“… pues andando”.
Sigue un largo y bien articulado discurso, y Estanis hace lo único correcto que se puede hacer en tales circunstancias: escuchar.
“Aquí, como me mira, está el resultado final de una vida infeliz de infelices decisiones y malas andanzas. Tuve dinero y lo derroche, tuve mujeres y las traté como pedazos de carne. Nunca supe lo que era la humildad, viví como un disoluto y un desaforado, y a fin de cuentas, como un tonto, y de remate… mis hijos me dieron la espalda… Un día, después de tocar fondo, decidí ser un hombre nuevo, y respetar y aprender a respetarme… Me paré frente al espejo y me dije: ‘Julián, Dios te ama. Debes aprender a amarte tú también’… Pero ya era demasiado tarde”.
Para finalizar su discurso, que no tiene sentido reproducir aquí, pues esta es una narración corta, don Julián, ya con cierto brillo fiero en el rostro le pide a Estanislao que le colabore con cinco dólares. Por supuesto, Estanis no los posee. Es decir, sí los tiene, pero, por muy solidario que sea no va a bajarse el pantalón frente a este personaje para desembuchar el dinero de reserva.
“Me lo acaban de robar todo”, responde atinadamente.
Una plasta de amargura le embadurna la jeta al pobre diablo. Por unos instantes da la impresión de que ha dejado de respirar, como si se hubiera muerto ahí mismo, de pie. Estanis se compadece, mecánicamente se introduce la mano en el bolsillo y encuentra uno de los chocolates que le regalaron en la estación de Kosmosal.
“¿Don Julián, puede decirme dónde estamos?, ¿de dónde viene?, ¿para dónde va?”.
“Este, mi amigo, es el túnel de la esperanza que no acaba. Hacia allá…”, dice apuntando al lugar hacia el cual se dirige, “se encuentra el Señor, y hacia allá…”, apuntando al otro extremo del túnel, “también está el Señor”.
Enseguida, se tira una carcajada.
Sus ojos brillan de contentos al ver la confusión de nuestro héroe.
“Usted sabe… donde quiera que se levante un muro, nunca faltará quien construya un túnel”.
Son sus palabras de cierre, y ahora se aleja chapoteando en la misma dirección que tomaron los asaltantes.
Estanislao lo mira disolverse, y a la vez se pregunta por qué va la gente en esa dirección. Pero, por el momento, lo asusta la idea de seguir los pasos de los matones que lo acaban de asaltar. Seguramente, puesto que se encuentra en un túnel, tarde o temprano dará con la salida, y una vez en el exterior, sabrá orientarse. El teletransportador lo ha dejado a medio camino y en adelante todo dependerá de sus arduos años de entrenamiento como salvadoreño.
El dilema, una vez fuera, será si continuar el viaje hacia el Norte – a la manera tradicional, es decir, a pie, en tren, a nado y en autobús, con todas las vicisitudes y peligros inherentes a semejante forma de viajar –, hasta vérselas con las barreras y los rufianes armados que son el legado de aquel presidente degenerado yanqui al que ya nos referíamos, o volver sus pasos en dirección al terruño, donde ya sabemos que todo está perdido de antemano y no quedan ilusiones qué acariciar. Lo bueno es que las aguas han empezado a descender, si bien el suelo se encuentra tremendamente barroso y es fácil darse un platanazo.
¿Desde cuándo no prueba bocado? Le arde la panza y se siente débil, como si no hubiera comido en muchos días. Pero, ¿qué es un día o una hora o un segundo cuando nos encontramos a merced de los zangoloteos del espacio-tiempo? Al menos, conserva los chocolates. El primero que extrae del bolsillo del pantalón y el segundo y el tercero se encuentran convertidos en masas amorfas, y no se puede determinar dónde acaba el chocolate y donde empieza el papel estaño, a consecuencia sin duda de la desintegración y recomposición a que fueron sometidos. Cuidadosamente va extrayendo los fragmentos de la envoltura, y a formar bolitas con ellos se ha dicho. El proceso es tardado, como se comprenderá. Cambia de opinión y decide que lo mejor será extraer el chocolate poco a poco y formar otro tipo de bolitas, que enseguida se mete a la boca. En eso está cuando al fondo, a unas treinta varas más o menos, ahí donde cuelga del techo un bombillo fundido, avista un bulto negro abandonado en el suelo. Ojala, dice, pues en nuestro país se producen hallazgos macabros a cada rato, ojalá no vaya a resultar algo de una naturaleza depravada. Ni modo, se dirige hacia el bulto con dificultad, primero porque el piso es resbaloso y segundo porque anda muy acalambrado y tieso del cuerpo, como si lo hubieran tenido encerrado en un barril.
Visto de cerca, el bulto resulta ser un viejo generador de gasolina corroído por el oxido. Una basura, seguramente lo abandonó la empresa o las personas que abrieron el túnel, o sus actuales usuarios. Exhausto, se deja caer en el cascarón de metal. Se sienta, extiende las canillas y se dedica a confeccionar bolitas de chocolate mientras recobra sus fuerzas y piensa como salir de esta. El túnel andará por los cinco metros de ancho y tres de alto y está bien armadito. De seguro emplearon en él poderosa maquinaria, abundantes recursos y personal. De seguro costó una millonada. Por ahora lo único irritante, aparte del hecho de estar enterrado en vida, es un tufo tetelque que se pega a la ropa, a la piel. Una hediondez en la que se entremezclan los variados olores de gusanos destripados, meados combinados de humanos y bestias subterráneas, gasolina, polvillo de cocaína, filamentos achicharrados, raíces, agua podrida, sangre, semen, pólvora, arcilla. Sustancias diversas cuyos vapores le arrancan de cuando en cuando un estornudo que escandaliza este averno.
Poco a poco, como una lenta marea interior, lo invade un letargo dulce y traicionero, y suavemente, persuadido por unas amistosas vocecillas vegetales que nacen a flor del suelo, se anima a intentar una siestecita. Un ratito nada más, cinco minutos. Una siestecilla no exenta de sobresaltos, como se comprenderá, considerando lo que hemos visto. Para colmo, al pie de la pared aparecen unas ratas, ratas descomunales y siniestras que no temen a los humanos. Tres animales se juntan, hay un toqueteo inteligente de bigotes y hocicos y esto ya parece un conciliábulo para deliberar la mejor manera de proceder en este caso. Por ahora se conforman con observarlo con sus ojitos asquerosos, aguardando sin duda el momento en que Estanis desfallezca y se desplome convertido en un enorme pincho de carne. Por culpa de las ratas su sueño se puebla con pelajes asquerosos, chillidos y dentelladas.
No ha pasado ni un buen rato cuando una tronazón de los mil diablos rueda por la caverna y, como si nada, o como si una pesadilla desplazara a otra pesadilla, unos brazos fuertes lo atrapan y lo contraminan contra la pared donde hacía unos minutos se habían instalado las ratas. Lo primero que se le ocurre, viniendo Estanis de donde viene, es que van a degollarlo.
“Tranquilo, tranquilo, no se mueva… No voltee a verlos”.
Lo ordena una voz femenina como calentada a la plancha, tibia y firme, al tiempo que mira pasar unos animalones de hierro, negras máquinas endiabladas conducidas por hombres embutidos en trajes de cuero negro y armadura de cascos y petos y armas tan negras que la luz no escapa de ellas. Corren, porque de veras corren, en dirección contraria a la que seguían los bandidos y don Julián, y desaparecen hechos un molote de faroles y estruendos por el infinito de la bocaza subterránea.
Se llama Silhouette. Es haitiana y es policía. Es alta y posee una contextura atlética, igual que esas muchachas que se levantan todas las mañanas, llueva o truene, a correr en las pistas de sus respectivas comarcas sin voltear a ver a nadie. Le comparte lo que ha oído: que están capturando viajeros más adelante.
“Se dice que este túnel fue construido para apresar más fácilmente a los sin papeles”.
Agrega que puede que haya patrullas en las próximas horas.
“¿Los de las cuatrimotos eran patrullleros?”.
“Narcos… pero también podrían ser patrulleros: a veces se disfrazan. Los patrulleros se disfrazan de narcos, y los narcos se disfrazan de patrulleros. En el fondo, son lo mismo. Usted no se atenga”.
“¿Dónde nos encontramos?”.
“A esta porción la llaman el cruce de Juan Pablo. Es de lo más peligrosa porque es una intersección. Y todo se mezcla”.
“¿Qué cosa es una intersección?”.
“Pues es obvio, ¿no?”.
No le resulta nada obvio a Estanislao. Esta igual que antes, pero más le vale contentarse con esa respuesta: no quiere parecer estúpido frente a Silhouette”.
Como si le leyera el pensamiento, ella le aclara que una intersección es un conector entre ramales. En este momento se encaminan al ramal Oscuro Rojas. Tienen que apresurarse, y mientras no estén a salvo, hablar solo lo justo. La agente haitiana extrae algo del bolsillo de su chamarra (también negra): un paquetito con unos choricitos secos, rojos, compactos, sintéticos que le entrega a Estanis. Él se pone a masticar los choricitos sin contemplaciones, tan ávido se muestra que parece que se tragaría el envoltorio. A medida que el sustento va entrando en su cuerpo se siente renovado, vuelven las fuerzas, cierto optimismo.
“No tire el envoltorio, cuando lleguemos se deshace de él”.
Este “cuando lleguemos” despierta comprensibles ilusiones en Estanislao. Después de todo, se consuela, esto puede acabar bien. Es posible que marchen al encuentro del teletransportador, que quizás yace oculto en una cámara dentro del túnel, que por lo que vemos resulta ser más complejo de lo que pensábamos al principio. Una ciudadela subterránea, al fin y al cabo. Silhouette ha de ser una agente al servicio de Kosmosal, y viene a su rescate.
Más adelante, el túnel – o intersección – oscurece y desde su fondo amarillo sucio se escucha venir una especie de coro de almas idiotas en pena. Apuran la marcha, pues así lo dictan los pasos de Silhouette, que se mueve como una pantera. Ella le pide que por nada del mundo se vaya a detener, y que no se le ocurra conversar con nadie.
“Si alguien lo toma de la camisa, hágalo a un lado y continúe”.
En el filo donde arranca la espesura sucia aparece una hilera de mujeres con tapados blancos en la cabeza. Arrastran a unos niños y a un par de viejos en el – ahora – polvoso suelo. Parecen deslizarse sobre una cinta rodante de alabanzas. La mayoría de las mujeres, ya mayores, lleva fardos de tela a la espalda, igualitos a esos que cargaban en otra era los chapines que recorrían nuestra provincia ofreciendo colchas y otros trapos multicolores. Solo que ahora, como si esa raza se hubiera decolorado, prima en ellas el blanco. Cuando están por pasar de largo una sombra robusta se detiene frente a Estanis. Experimenta un miedo profundo pues no alcanza a distinguir rostro alguno al fondo del trapito, como si estuviera vacío. La mujer sostiene un candil de lata. Estanislao aparta la vista pero escucha un susurro confuso que no es ni maya ni cachiquel ni nada. La verdad, no es necesario ser antropólogo o lingüista para percatarse de ello. Estanis tiene la impresión de que lo están regañando en lengua. El candil cae al suelo y la mujer desaparece. Estanis se lleva el susto de su vida.
Caminan sin parar hasta ingresar a un punto oscuro de la vía, como si una máquina hubiera chupado la luz y el túnel se tapiara con la misma negrura que recibió a Estanis después del fiasco con el teletransportador. Escuchan voces emboscadas que amenazan salirles al encuentro. Silhouette se adelanta e inesperadamente se pierde en una grieta disimulada en la pared de piedra y saca una lamparita de mano. Descienden dificultosamente por un camino inaudito y tramposo hasta alcanzar un reflejo que resulta ser un pozo. Ahí se echan a descansar. Su guía mete la mano en una mochila negra y aparecen unos huevos cocidos. Estanis engulle tres y bebe agua del pozo hasta saciarse. El agua sabe a gloria. Ella le pregunta cómo fue que vino a parar aquí. Él le cuenta de un concurso por internet promovido por una empresa llamada Kosmosal, la cual ofrecía transportarlo a una ciudad de los Estados Unidos. Habla del teletransportador, una maravilla instalada en el centro histórico, en un recinto empotrado en las entrañas del portal de La Dalia, un recinto en el que, juraría él, hace largo tiempo, funcionaba una sala de cine. Describe el aspecto del prodigio, el talante de los operarios gringos con sus camisetas de King Kong, los chisporroteos del aparato teletransportador y la súbita caída en esta oscurana, en este túnel.
Ella se le queda mirando como si estuviera frente a un individuo deschavetado. Es decir, él supone que ella lo está mirando, la verdad es que no se mira ni un carajo, nada penetra esta negrura. Estanis solo percibe sus contornos, la gravedad de su cuerpo, la atmósfera de sudor, realidades soterradas y aceite que la envuelve. Las preguntas se le agolpan en el pecho.
“Vamos a descansar una hora antes de seguir”, ordena Silhouette, quien, pese a todo, parece buena gente.
“Está bien”.
Lo sacuden horas más tarde o lo que parecen ser horas más tarde. Es como salir de un sobresalto para caer en otro. El haz de la lámpara de Silhouette le arranca destellos al pozo. En la escena aparece la agente haitiana, pero Estanis también alcanza a distinguir una mochila, una gorra, una pistola. Todo es negro en este mundo nuevo. Opaco, descarnado, crudo, mineral. Por lo visto, sigue la marcha. Antes de emprenderla, Silhouette comparte unos dulces, y meterse uno a la boca es un choque. Son picantes, picosos, quemantes. Afortunadamente, está el pozo, que es lo mejor que le ha ocurrido desde su caída al inframundo. Ojala pudiera quedarse junto a él otro rato, y tener la oportunidad de comprender estas vueltas, estos últimos acontecimientos. Ella consulta el reloj.
“¿Qué hora es?”
“De nada le serviría saberlo. Pero, de todas maneras, le comparto: el equivalente de las 4 de la madrugada de un tiempo olvidado”.
Al pobre Estanis le tiemblan las canillas. El frío asciende desde el centro de la tierra como un gigantesco tornillo sin fin.
Salen por la abertura por donde entraron o quizás es una nueva abertura. Estanis se deja llevar por la muchacha como un cabrito halado por una soga fina. Regreso al túnel, esta vez más ancho e incierto. La luz ha vuelto y el color de las paredes ha cambiado. Son rojas, ferrosas y vuelve el humedal. Unas raíces tremendas se descuelgan por las paredes y se hunden buscando los pisos interiores de la tierra, indiferentes, centenarias.
“Esta es la mejor hora para caminar”, explica Silhouette.
“Adónde vamos?”.
“Hay una salida más adelante, cerca del río. Pero antes tenemos que hacer algo”.
“¿Vamos a recoger a alguien?”.
No hay respuesta, así que no le queda más que seguirla. Eso sí, a Estanislao se le desbarataron sus penúltimas esperanzas. No hay teletransportador, no hay nada conocido a lo que asirse. Y este mundo, este tiempo – por que de alguna manera hay que llamarlo –, se desplaza a una velocidad que saca de quicio. Silhouette avanza como si hubiera nacido en esta cueva, pero Estanislao se siente como un insecto que avanza sobre cartón arrugado. Es muy linda esta Silhouette, cuyos pasos, qué digo, cuyo destino sigue Estanis como un niño viejo.
Más adelante, a lo largo de un infinito corredor que se presenta iluminado por luces teledirigidas, aparecen, a ambos lados de las paredes, imágenes sencillas grabadas en la roca, como si dentro de estas entrañas se hubiera convocado una muestra de arte infantil, naive, libre, no comprometido con causa alguna. Un poco más adelante aparece otra muestra pictórica: esta vez se trata de arte oscuro, ominoso, impenetrable. A Estanis lo acucia el hambre, siente las articulaciones inflamadas y le duele la cabeza (falta de cafeína, pudiera ser), pero no obtendrá nada de comer, hasta que, pasada media hora, recibe un par de huevos cocidos.
En el camino se topan con un grupo de muchachos y muchachas que se han sentado a comer en unos bidones de gasolina abandonados. Por la facha se juzga que son migrantes. Se ven con buen ánimo y platican con tal desparpajo que se diría que andan de excursión. Uno de ellos describe la tormenta de polvo por la que han pasado, quién lo diría, una tormenta dentro de un túnel, trance del que felizmente salieron con bien, y como suele decirse, sin pérdidas que lamentar. Unos mañosos, seguramente policías, les habían robado los relojes y los bolígrafos y por supuesto casi toda la plata. Quisieron violar a las muchachas, pero el jefe les ordenó que los dejaran ir. Eso sí, se llevaron a una de ellas, que originalmente no era parte de este grupo. Por supuesto, les arrebataron los móviles, así que no podían atinarle a la hora. Hacían sus jornadas al cálculo, pues se proponían andar doce horas diarias. Recientemente se habían bañado en una cascada – expuesta gracias a una ruptura o desmoronamiento de una parte del túnel – y eso los había puesto de buen humor.
“Casi todos nosotros hemos sido migrantes anteriormente”, dijo un joven de aspecto sano que hacía las veces de líder.
“Somos migrantes y seremos migrantes todas las veces que sea necesario. Ya no tenemos país, hemos tenido que abandonar el barco… Lo peor que nos ha ocurrido, me da pena decirlo, es haber nacido en ese pedazo de tierra.
“Por supuesto, todos tenemos recuerdos felices, quién no, pero esos fueron otros tiempos. Ahora lo único que nos queda es seguir la marcha y llegar a un país que nos adopte y en el que se aprecie nuestra dedicación al trabajo. Hay entre nosotros ingenieros, artesanos y artistas y, a pesar de nuestras diferencias de formación, todos coincidimos en que lo mejor era abandonar la familia, el terruño, la colonia. Es por nuestra propia sobrevivencia.
“Estamos bien jodidos, con el perdón de ustedes. A los niños y a los negocios les ponen nombres en inglés con la ilusión de que les cambie la suerte. Les da más seguridad.
“Nos marchamos, pero si algún día nos ataca la nostalgia”, dijo una jovencita que estaba algo apartada, “siempre podremos experimentar el país a distancia gracias a las nuevas tecnologías”.
“No lo creo”, dijo otra, “lo mejor sería olvidarlo”.
Silhouette habló entonces para felicitarlos por su entusiasmo y perseverancia en la búsqueda de un mundo mejor, y con gran afabilidad les explicó que si seguían en esa dirección, más o menos a quince kilómetros de donde nos encontrábamos, metros más, metros menos, hallarían un escondrijo con alimentos y agua. Por alimentos, aclaró, quiero decir productos enlatados, carne salada y cosas así, pero eso ya es algo, comentó. Y enseguida les dio explicaciones para que pudieran detectar la entrada del escondrijo, y descender al subterráneo, donde podrían saciarse. Al oír esto, Estanislao quedó muy sorprendido, pero de esta manera se entero que existían en el túnel niveles, socavones, galerías secretas y, por supuesto, alacenas.
Silhouette les advirtió que mantuvieran la existencia de esa bodega como un gran secreto, pues no querían que gente malvada se enterara de su existencia y tuviera acceso a sus provisiones, aunque la verdad, agregó, la gente malvada mantiene sus propios escondites y sus propias provisiones, mucho mejor surtidas.
Dicho esto, se despidieron y siguieron su camino. Estanis salió de este encuentro muy esperanzado, impresionado con las palabras que Silhouette le había dirigido al grupo de jóvenes.
Ella, en cambio, comentó: “Cuando los ingenieros, los artesanos y los artistas se marchan, es un indicio seguro de que ya no hay esperanza”.
Estas palabras entristecieron a Estanislao. El no era ninguna de esas tres cosas, sino un licenciado en Estadística, pero daba igual, él también estaba renunciando a su país, y abandonando a su suerte los huesitos y los espíritus de sus muertos, por no decir a su madrecita. Pero pensándolo bien, era preferible no regresar allá. Cualquier cosa era mejor que el retorno al corazón de las tinieblas.
Más adelante, se toparon con cuatro facinerosos que llevaban de rehén a una muchacha muy linda. Sólo uno de ellos se miraba completamente sobrio: era, por así decirlo, el conductor designado, y además de estar a cargo del resto de la banda, llevaba rodando una bicicleta, seguramente robada.
“Vaya, estamos de suerte”, dijo Silhouette, empuñando la pistola. Los tipos se volvieron.
Uno de los mareros se le fue encima sin pensarlo, solo para que lo recibieran con una patada entre las piernas y un coñazo bien dado con la cacha de la pistola en el pescuezo. Al segundo, un chiquitín de mirada perversa que extrajo una navaja de resorte, Silhouette le descerrajó un tiro en una rodilla. El tipo se dobló aullando de dolor. Ese no volvería a fintear por la vida. El tercero, el conductor designado, un gañán alto y despercudido (de seguro era norteño) recibió tres tiros hasta que por fin se resignó a soltar el pistolón que había extraído también quien sabe de dónde. No estaba muerto, pero de seguro se iba a desangrar. El cuarto huyo hacia las profundidades. Silhouette le dejo ir dos tiros.
“Creo que le acerté”, dijo muy contenta.
Estas cosas sucedieron a gran velocidad. El eco de los disparos continuó yendo y viniendo por varios segundos a lo largo y ancho de la caverna, y era más que probable que siguieran rebotando por siempre en la psiquis de Estanis, que luce completamente aterrorizado: se apoya en la pared más cercana para no desplomarse. Nunca había presenciado un comportamiento semejante entre seres humanos. Ciertamente, había oído hablar de cosas así, pero vivirlas es muy distinto.
La chica se llamaba Melissa, y ella en cambio se miraba tranquila. Les informó que los truhanes planeaban venderla a un rufián apodado “El Burger”, que era uno de los abastecedores de un burdel de frontera operado por el cártel que controlaba esa región. Esa noche, es decir, lo que pasaba por noche en el mundo subterráneo, donde las estaciones y los soles patinan en sus propios claroscuros, se colaron en una caverna armada con preciosas estalactitas y estalagmitas y columnas. Fue un viaje fantástico hacia las profundidades de un país desconocido. Estanis pensó que esto era la de nunca acabar. La buena noticia era que ya no le dolía la cabeza. Finalmente, llegaron rendidos a un río subterráneo con pececitos ciegos y transparentes. Apareció una playita de piedra lisa que recordaba una plancha de mármol negro. Alumbrándose con la lámpara, Silhouette se dirigió a un punto en el que se encontraba una mochila de la que empezaron a salir cosas suculentas. Se hartaron sardinas y galletas y bebieron agua del río subterráneo. Silhouette les prestó unas colchas y se acomodaron en la playita. Estanis se fue quedando dormido mientras la haitiana recargaba la tolva de su pistola.
Las noches del inframundo son frías.
Al despertarse, Estanis tuvo la sensación de que se había quedado solo. Tanteando, encontró una lamparita que Silhouette le había dejado a la par. Efectivamente, no había rastro de las chicas. Daban ganas de echarse a llorar. La buena noticia era que se sentía alentado, sin fatiga. La mala noticia era que, si empezaba a caminar, no iba a encontrar la salida. Extrajo un chocolate del bolsillo y se esmeró por replicar en el alimento el mismo proceso a que lo había sometido el teletransportador a él: desintegrarlo partícula a partícula, intentando reproducir el original. Al borde de la playita, a flor del agua que corría mansamente, dos pececitos se acercaron a soplar burbujas. Después de hartarse dos chocolates (que, después de todo, conservaban su sabor natural), supo que era hora de irse. En una estalagmita, amarrada con hilo, encontró un mensaje escrito a mano sobre una hoja de papel: “Siga el hilo. Cuando llegue a la salida, arránquelo y lléveselo. La lámpara tiene suficiente carga para llevarlo a la entrada. Una vez de vuelta en el túnel, siga andando en la misma dirección que llevábamos hasta distinguir una escotilla. Salga por ella y, estando afuera, usted decide a dónde ir. Le dejo una bolsa con comida y agua”. Después de soltar un largo suspiro, Estanis emprende el regreso siguiendo el derrotero que dibuja el hilo amarillo. Es un hilo muy fino y a cada vuelta teme encontrarlo roto. Las zapatillas que le dio por comprar para el viaje al primer mundo son de lo más inútil, pero lo sacan de la cueva.
No le cuesta hallar “la escotilla”: un rayo de sol se cuela por una abertura en el techo. Estanis trepa por unos peldaños de hierro empotrados a la pared. Es como ascender a la luna por una angosta escalera. Una vez fuera, a cien metros de la salida del túnel y al pie de una ceiba centenaria, hay una piedra que parece estarlo esperando. Se encuentra en un collado bajo con especies de árboles con los que Estanis está familiarizado: baríllos y mangos y palos de hule y sicahuites. Al fondo discurre un río de mediano caudal. Parece una tarde de mediados de octubre. Acomodado en la piedra, saca una lata de jamón del diablo, y la abre a golpes. Silhouette olvidó incluir un abrelatas. Estanis repasa las experiencias vividas desde el momento en que descubrió el anuncio de Kosmosal.
Tiene 44 años, viaja sin pasaporte y, por lo visto, llegó el momento de empezar otra vida.
NOTAS
* Para los que tengan curiosidad, se incluyen aquí: ¿Hace ejercicio regularmente? ¿Ha padecido en algún momento de mareos o desvanecimientos? ¿Padece de alguna enfermedad contagiosa? ¿Padece alguna de las siguientes fobias: a las alturas, a los espacios abiertos, a las estrellas fugaces, a la velocidad, a los espacios cerrados, a la electricidad? ¿Se considera usted paranoico? En caso de tener que optar por una sola nacionalidad, ¿estaría dispuesto a renegar de la actual?
San Salvador, 1955.
Escritor y periodista salvadoreño, autor del poemario Los infiernos espléndidos (1998) y de la novela El perro en la niebla (2008). Su actividad periodística se sitúa principalmente en el diario La Opinión de Los Angeles, donde ha cubierto un abanico de temas que incluyen inmigración, educación, economía, transporte, energía y movimiento laboral. Investigó y escribió numerosos artículos sobre la crisis inmobiliaria que se produjo en 2007, así como sobre sus secuelas.
Fue colaborador de la revista Tendencias, la publicación salvadoreña de política y cultura más importante de la posguerra en El Salvador. También ha sido colaborador de Milenio Diario y Milenio Revista de México, y ha sido columnista de La Prensa Gráfica de El Salvador.
En 2002 obtuvo el primer premio en la categoría Comentario/Editorial de New California Media (NCM) por una columna sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001.
Actualmente radica en El Salvador, donde continúa escribiendo para La Opinión y otros medios.