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Tres mini-cuentos

21 noviembre, 2018

Desenfadada, coloquial, confianzuda, la narrativa de Gilza Córdoba se despliega apelando a una brevedad cuya virtud estriba precisamente en el decir mucho con pocas palabras. Tres cuentos cortos insertos en esta muestra y que provienen de su primer libro Augurio, auguran -valga la redundancia- a una narradora que llama la atención de los lectores, porque deja de lado pudores y prejuicios, en aras de contar situaciones, de suyo impactantes, provocativas. Más allá del adecuado uso de las palabras, maneja y pone su imaginación al servicio de la anécdota y de la fluidez narrativa. Gilda proviene del magisterio literario que, tan atinada y generosamente, aplica el escritor panameño Enrique Jaramillo Levi en la nueva promoción de creadores literarios de Panamá


Hogar

No había manera de saber de dónde le venía esa rabia inmensa que ahora la desbordaba como un río salido de madre.

Anabel se sintió como un animal acorralado, aunque era ella la que blandía el cuchillo. Sus treinta y cinco kilogramos de peso resultaron suficientes para que desplegara una fuerza descomunal.

Su madre lanzó un grito de terror al verla.

Al clavar la tercera puñalada Anabel escuchó una voz que le resultó conocida, golpes y el ruido metálico del tirador de la puerta que desde el otro lado estaban forzando. Pero siguió su labor. Al sexto embate del cuchillo perdió la cuenta; pensaba en Kiev, su mascota.  El conejito que su madre había degollado con el mismo cuchillo que ahora la embestía. Solo cuando le costó asir el cuchillo con su mano adormecida, empapada con la sangre de su madre detuvo su violento frenesí y liberó la seguridad del tirador. Entonces su padre se asomó por la puerta entornada y lanzó un grito de espanto.

La fueron a buscar unos señores de uniforme verde en un auto que le pareció de juguete, con unas luces rojas y azules arriba. La llevaron a un edificio de tamaño descomunal lleno de enfermeras. El lugar estaba repleto de pasillos sin fin, escaleras que ella pensaba que subían hasta el cielo o que bajaban hasta lo profundo de la tierra.

Por primera vez alguien tenía cuidado de ella: le dieron una cama, medicinas y comida caliente a tiempo. Se sintió querida y no volvió a acordarse de Kiev, al que su madre había preparado en la cena el día que salió de aquella casa oscura para irse a la que sería su hogar.

Precognición

Cerró los ojos y volvió a tener aquel sueño en donde se veía a sí mismo comer de las uvas de una vid mientras se oía cada vez más cerca el áspero y amenazador graznar de un cuervo. Esta vez sintió la metálica voz del ave sobre él y se llevó a la boca el último racimo que quedaba en la parra.

Despertó sudoroso y con el pulso acelerado. Se irguió apoyando su espalda al respaldar de la cama y se quedó pensativo por unos segundos mientras ponía en orden sus ideas. Entonces tomó una hoja del cartapacio azul que estaba sobre su mesa auxiliar. Pero en ese momento oyó una rotura de cristales a sus espaldas y supo que su tiempo se había agotado. Solo alcanzó a escribir: “Amada Nora, desearía haberte amado mucho más”.

Las tetas de Simoné

Ayer como cualquier otro día, me dirigí a la recepción de mi despacho para registrar mi hora de llegada y entonces vi a Simoné tras su escritorio, desnuda de la cintura para arriba.

Del vórtice de sus pecosas tetas brotaba un aroma a mandarinas, a musgo y a lilas marchitas que diluyó por completo mi templanza.

Sus pezones me recordaron las margaritas de las dunas. Sentí el deseo de tocarlos y estuve a punto de hacerlo con un baladí pretexto, imaginándolos temblando entre mis dedos. Pero me contuve al asumir que Simoné era de las criaturas del reino animal que prefieren mantener una desconfiada distancia entre su piel y la de los otros seres vivos.

Me imaginé besando los pronunciados ángulos de mi obsesión, succionando sus delicias, y tuve la seguridad de que ese era el lugar en donde al fin mi espíritu abatido por los años vencería la soledad. Fantaseé estar bajo el dominio de sus balanceos y muriendo sobre ellos.

Entonces cotejé el recuerdo del primer par de tetas que una vez me subyugaron, con las formas impúdicas de Simoné. Y sí, mi amor maníaco brillaba a través de ella.

Me vi una vez más perdido, besando aquellos pechos dolorosamente deseables, cuando de pronto escuché una voz que decía:

—Señor, Mendoza, ¿Está usted bien? —Y entonces ¡Oh, despiadado desencanto! Era la voz de mi sirena y al mirarla esta vez advertí que estaba frente al encaje blanco del escote de su blusa.

Tristemente sus tetas continuaban siendo para mí un cautivador misterio —como el lecho del mar, al que nunca visitaría.

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