Ni hermosos ni buenos
1 abril, 2021
El hondureño Luis Lezama recibió el VIII Premio Centroamericano de Cuento Carátula 2020, en el marco del Festival literario Centroamérica Cuenta. El jurado, conformado por Sergio Ramírez (Nicaragua), Socorro Venegas (México), Juan Casamayor (España) y Claudia Neira Bermúdez, Directora del Festival con voz pero sin voto, deliberó sobre tres cuentos finalistas de un total de 128 recibidos por el Comité Organizador, todos de autores centroamericanos menores de 35 años conforme las bases del premio. Según el acta del jurado, el cuento de Lezama, «con una prosa impecable y desnuda, no elude una descripción hiriente y sangrante de las situaciones y los personajes como mecanismo para bosquejar las heridas que, actualmente, están abiertas en los países latinoamericanos donde los jóvenes son víctimas y verdugos».
Son los perros la tristeza de Dios.
—BALAM RODRIGO
Como hubiese querido tener la fuerza y decirle que sí, que venía de estar tomando. Borracho. Pero cuando entré, creí que ella no notaría nada, porque a esa hora empezaba El corazón valiente, su novela favorita. Por eso yo había escogido esa hora para llegar a la casa, por eso estuve tres horas en la calle aunque no quería. Solo. Solo porque Javier y Loluco sí se fueron a dormir, o a beber, o tal vez no, tal vez no pudieron, tal vez todavía lo de Pichingo les venía de vuelta, una y otra vez, con todo su filo. La cosa es que cuando yo entré (y ella fumaba como siempre), apenas me vio, lo supo. Supo que yo ocultaba algo. Y yo supe que lo sabía por la forma en cómo botó el humo mientras me miraba. Muy despacio, hacia un lado y sin dejar de verme.
—¿Qué pasa? —dijo. Pero después, quién sabe por qué, qué habrá visto, o si fue un sexto sentido de madre, como le dicen, después se corrigió y dijo—: ¿Qué pasó?
Pero ella fue más allá, fue definitiva:
—¿Qué hiciste? —dijo. Y vi que no estaba enojada. No, no ahí. Ahí estaba aterrada, tan aterrada que hasta se sacó el cigarro de la boca. Amagó con apagarlo, pero se detuvo.
Y fue cuando no tuve fuerzas de decirle nada porque me acordé de todo aquel día, como de un golpe. Primero de don Nacho, por supuesto. A quien ya no veía ni tan amigo ni tan cercano como lo parecía en la tarde cuando nos pedía el favor:
―Quinientos, muchachos ―decía de pie frente a nosotros que estábamos sentados en la banquita de su pulpería ―. Y estiraba ante nosotros los cinco dedos de la mano, y nos apuntaba con el índice de la otra―. Son más de cien para cada uno ―. Nos extendía el arma, un revólver negro. ―Yo no puedo ―repetía, y lo había dicho más de veinte veces―, yo no puedo ni imaginarlo. Lo quiero demasiado.
Ahora, justo enfrente de mi madre, me acordaba. Tal vez me quería convencer a mí mismo de que no era mi culpa. O de decírselo. Porque enfrente de don Nacho también me había pasado algo similar mientras él nos rogaba, una y otra vez, que le hiciéramos el favor, que nos iba a dar quinientos pesos. Y tal vez eso me convenció de hacerle el favor a don Nacho, tal vez fue el acordarme de aquella tarde —otra tarde— en que yo conté en la pulpería que mi madre había aparecido en mi cuarto y sin decir una palabra me había agarrado a fajazos sin que yo entendiera nada. Y después, antes de irse, sólo había dicho “Y la próxima que me entere de que estuviste bebiendo, no voy a venir yo, sino los militares”. Y don Nacho, con esa forma tan natural que tenía de meterse en nuestras conversaciones, desde detrás de la rejita de la pulpería había lanzado:
—Ese fue Santos el que le dijo. Ese guachimán de mierda.
Y después nos contó todo. Aseguró que Santos, el eterno guachimán, en la última reunión de vecinos había advertido que nosotros nos juntábamos a beber y a fumar en el viejo napoleón junto al río.
—Cuídense de ese indio infeliz —había dicho don Nacho—; le pagan para cuidar el barrio de ladrones; no de ustedes, que no son ni hermosos ni buenos, pero son jóvenes como cualquier otro.
Y desde entonces nosotros se la traíamos jurada a Santos. Habíamos intentado que lo despidieran quejándonos de él; diciendo que se dormía en los turnos por las noches, que el dinero que pedía para su hijo enfermo lo gastaba en otras cosas, pero no había forma de que lo despidieran. Menos desde que se había echado a esos dos ladrones con nada más que su machete.
—Así como es de hábil con el machete, es con la lengua —dijo don Nacho en aquella ocasión, justo antes de encenderse un cigarro y ofrecernos.
—Sí —dijimos todos al cigarro y a lo que decía de Santos. Y tal vez desde entonces fuimos amigos de don Nacho, o creíamos ser amigos de él, y tal vez él también lo creyera y por eso nos invitaba a beber muchas veces. Por eso nos pidió matar a Pichingo, hacerle el favor, como decía él.
Y tal vez por eso cuando mi madre me preguntó qué hiciste, me acordé de ella misma horas antes de lo de Pichingo, justo cuando me vio tomar las llaves. Sin dejar de ver la televisión, con el cigarro siempre a centímetros de la boca, con cansancio, dijo:
—Otra vez a la calle.
Y yo no dije nada, porque así era más fácil evitar discusiones. Y ella entonces agregó:
—Parece que te hubiese parido en la acera.
Ella siempre era así. Después como si ya no le importara, me hacía un gesto con la mano para que me fuera. Yo a veces le contestaba, o me reía a propósito. Si de todas formas ya hasta se había cansado de pegarme.
—Ya estás viejo para que te agarre a fajazos —decía cada vez que yo hacía algo o me veía salir con mis amigos—. Ya podés regresarme los golpes.
Yo no terminaba de entenderla. Sólo quería que no me jodiera más. Pero de todas formas, el tono, las palabras, todo se me olvidaba cuando doblaba en la esquina y me prendía un sirio. Para cuando me encontraba con alguno de mis amigos, ya no recordaba ni que tenía madre.
Y Loluco había sido el primero que me encontré esa tarde, y el que me dijo de irnos para la pulpería. Don Nacho quiere hablar con nosotros, dijo primero, y me pidió un jalón de mi cigarro. ¿Don Nacho? Pregunté. Después largó el humo y respondió:
—Quiere que matemos a Pichingo.
Pichingo era el pastor alemán de don Nacho, o el Señor Perro de la Miraflores. Lo acariciaban hasta los recogedores de basura. Nosotros lo conocíamos desde que éramos niños. Hacía unas semanas, un perro callejero mucho más grande ―un tigre lanudo, según los que vieron― lo había montado.
―Me di cuenta que no cagaba ―dijo don Nacho―. Sólo quería pasar echado. Y me dio por revisarlo: tenía el culo de fuera. Se lo cogieron mal. Anteayer vino un don a la pulpería, un viejo que tiene vacas y caballos y… ―Don Nacho bajó la voz, como si el perro, tendido ahí frente a nosotros, lo entendiera―. Y me dijo que ya era muy tarde, que él sabía de animales y que Pichingo se infectó, muchachos. Que lo mejor es que esto se acabe rápido. ¿Entienden?
Después de esperar un rato a que viéramos a Pichingo, dijo:
—¿Me ayudan?
Y fue cuando nos resistimos. Tanto que hasta le propusimos que se lo encargara a alguien más, a Santos por ejemplo, pero don Nacho dijo que no.
—Me queda viendo mal siempre. Es una bestia. Y, además, ustedes conocen a Pichingo. Prefiero que sean ustedes ―concluyó.
Nosotros sabíamos que don Nacho no pagaba vigilancia, y sabíamos que por eso no se lo pedía a Santos. Y tal vez fue aquello que dijo después lo que nos convenció. Porque era cierto: a Pichingo lo queríamos todos.
―Miren, es lo mejor para Pichingo. Sólo véanlo. Ustedes lo quieren tanto como yo.
Pichingo apestaba y, salvo el lento parpadeo de sus ojos, estaba inmóvil. Ni siquiera nos volteaba a ver. Estaba inflado de la tripa, como lleno de agua. Don Nacho nos dijo que llevaba siete días —hizo siete con las manos también— sin moverse del porche de la pulpería, sin ladrar y sin hacer ni mierda. Don Nacho estaba siendo literal, porque Pichingo ya ni cagaba, sólo pestañeaba. A veces, casi involuntariamente, movía una oreja y entonces las moscas se le despegaban de la cabeza y sobrevolaban a su alrededor unos segundos hasta que volvían a caerle justo donde estaban.
―Llévenselo lejos entre los tres, usen la carreta para llevarlo; le ponen el cañón en la frente y le jalan. Bastará con un solo tiro. Después lo entierran, por supuesto, me hacen el favor.
Y aunque volvimos a preguntar por Santos, qué pasaba si nos encontraba y nos miraba el cuete, don Nacho nos tranquilizó diciendo que le dijéramos que hablara con él. Y entonces con aquel salvoconducto no nos quedó duda, lo aceptamos. Y en la alegría de la negociación don Nacho hasta nos dijo que después podíamos caernos a la pulpería por unas birrias. Van por la casa, dijo.
Después entre los tres subimos a Pichingo a una carreta junto con una pala y nos dirigimos hacia el río.
Ahora frente a mi madre recordaba todo nítidamente. Hasta recordé cuando el destino, porque ahora pienso que era mi destino, me dijo que yo debía hacerlo.
―Hacelo vos ―me dijo Loluco, apenas salimos de la pulpería.
―Ni a pija —contesté—. Yo no le hago eso a Pichingo. Lo entierro si quieren.
No pudimos decidirnos, así que como siempre hacíamos cuando no nos poníamos de acuerdo, jugamos papelito.
Y el papelito más corto me tocó a mí.
Después bajamos a Pichingo cerca de la orilla y nos despedimos de él. Algunas palabras, nada cursi. Yo recordé cómo el pobre no volteó a ver ni una sola vez en la que pronunciamos su nombre. Y también recordé que yo fui el último en hablar.
―La Miraflores no tendrá otro igual —dije—. Hasta la vista, Pichingo —. Cerré los ojos queriendo acabar lo más pronto posible con todo aquello, y jalé el gatillo.
Me asusté por el rebote y sentí un olor nauseabundo que no pude relacionar con nada más que con el periódico que quemaba mi mamá para ahuyentar a los zancudos. Abrí los ojos y vi a Pichingo boqueando frente a mí.
—¡Pendejo! No le diste —gritó Javier.
No supe si la bala se había enterrado en la grama o se había metido en el río, lo único que me importaba era que sabía que no tenía por qué aceptar volver a hacer el tiro.
—Yo ya lo intenté —dije. Y entregué el revólver.
Javier fue el destinado la segunda vez.
―No seás maricón, Javi ―le grité para animarlo―. Apuntale bien a la frente. Y apurate que ese tiro se escuchó fuerte.
―Apurate que nos esperan las birrias ―gritó Loluco, y nos reímos los tres.
Pero Javier también la cagó, le había dado en la pata.
Yo supe que aquello se estaba prologando demasiado. Y estuve a punto de volver a intentarlo, pero asegurándome de no fallar otra vez.
Pichingo lloraba. Lloraba mucho.
Pero antes de poder decirlo, Pichingo se paró.
― ¡Mierda, mirá que se escapa! ―gritó Loluco.
Y Pichingo, sacando fuerzas de algún lugar desconocido, trató de huir por el borde del río. Se metió por entre los matorrales y lo perdimos de vista. Los tres lo perseguimos. Recuerdo la figura de Javier corriendo frente a mí con el arma alzada como un vaquero. Y no muy lejos del napoleón donde nos reuníamos siempre, lo encontramos echado otra vez intentando tomar agua de la orilla. Jadeaba, tenía los ojos entreabiertos y la lengua blanca y seca. Tampoco ahí volteó a vernos, lo recuerdo.
Entonces quise proponer que lo dejáramos ahí mejor, que seguro se moría solo. Pero antes de que pudiese hablar, escuché un grito.
―¡Qué hijos de…! ―y sin darme vuelta, supe de quién era esa voz. Esa voz insoportable. Santos, inconfundible con su gorra, su radio y su machete de guachimán, venía hacia nosotros―. Qué putas están haciendo ahora ustedes.
Dijo que había escuchado los tiros. Le explicamos entre todos la situación, y dijimos tal cual nos había dicho don Nacho: que hablara con él si quería. Nos sentíamos a salvo, y yo creí que lo peor había pasado cuando vi que Santos, aunque siempre impredecible, parecía que no iba a decir nada.
―Así que ustedes van a despacharse al perro de don Nacho ―dijo burlándose―. Ese viejo sí es culero.
Nadie hablaba. Loluco, como siempre, tomó una decisión por el grupo:
―Santos, ¿por qué no lo mata usted? Y le damos doscientos pesos.
Hicimos cálculos rápidos: nos sobraban trescientos a nosotros; así que ninguno se opuso. Santos ni lo dudó. Está bien, dijo, no sé para que aceptan hacer estas mierdas si ni limpiarse el culo pueden.
Y después, lo recuerdo todo y lo recuerdo muy nítido, le pedí el revólver a Javier.
―Tenga ―le dije a Santos, al tiempo que quise entregarle el arma.
―Yo no necesito esa mierda ―respondió, y me pasó por un costado.
Y sin sacarle la vista de encima, le ensartó el machete a Pichingo. En menos de dos segundos vi cómo el filo del machete devino en una mezcla de sangre y pellejos; colgaba adherida al metal como ropa vieja, deshilachada. Recuerdo que ninguno lo detuvo, recuerdo sentirme como piedra. Y Pichingo sufriendo con cada machetazo, aullando más con cada golpe, como si no estuviera perdiendo la vida, sino ganando fuerzas. A Javier no le aguantó más el estómago y vomitó. Recuerdo que Pichingo parecía muerto, que debía estar muerto, pero no se callaba. Y Santos empecinado, como sin darse cuenta que estábamos ahí. Para él era como cortar la grama, supongo, o como darle a un tronco; Pichingo no era más que un bulto, una bola de carne, una negrura que aullaba lastimeramente.
Entonces creí reconocer la voluntad de un amigo al oírle chillar.
― ¡Por favor, pare! ―grité.
Silenciado ya, de tres patadas el guachimán lo empujó hasta el agua. El cuerpo se hundió al instante y en la superficie se dibujó una mancha roja que se fue ensanchando y alejándose a la vez río abajo, hasta que por fin desapareció.
Después nos pusimos de acuerdo para que fuera yo quien le devolviese a don Nacho su revólver.
Crucé el portón —todavía no era tan tarde, pero no había nadie en la pulpería—. Don Nacho escuchaba el radio sentado en la banquita.
― ¿Entonces, cipote?
―Lo hicimos, señor ―dije, y le devolví el arma.
―Son bravos ustedes verdad.
Yo dije que sí. Don Nacho se acercó, como si todavía fuéramos muy amigos, y hasta sentí escalofríos cuando sentí su aliento a guaro en mi oreja:
―Escuché dos disparos ―dijo a mi oído. Volvió a tomar distancia―. No me digás que sufrió.
―Nadita ―contesté.
Él contrajo sus labios, satisfecho, y asintió dos veces.
― ¿Y tus amigos? ¿No van a venir por las birrias? Yo ya empecé.
―Otro día mejor ―dije, buscando la salida.
Nos despedimos. Yo estaba por salir de su porche, cuando lo escuché lamentarse.
―Mierda ―dijo―. Casi lo olvido —. Se paró y se acercó mientras se sacaba algo del bolsillo de su camisa—. Aquí están los quinientos; bien ganados los tienen. No se olviden de venir por las birrias.
Tomé el dinero sin contestarle. Quería irme, llegar lo más pronto posible a mi cama.
Anduve por dos horas caminando, hasta que, al fin, fueron las ocho. Cuando entré a la casa, la vi: fumaba y miraba El corazón valiente. Quise pasar de largo, pero ella me detuvo. Y fue cuando lo supo. Con apenas una mirada lo supo.
Qué pasa, qué pasó, qué hiciste, repetía como si fuera un mantra. Qué pasa, qué pasó, qué hice, pensaba yo después de volver a recordarlo todo, viendo su cara, su cara de terror, viendo cómo hasta se apartó el cigarro de la boca y como aquella mano, la del cigarro, le temblaba.
—Es que don Nacho… —empecé a decir, porque después de recordarlo todo iba a decirlo todo, pero algo me detuvo. Su cara me detuvo.
—Ah —dijo ella, y yo vi su cara, su cara que volvió a ser la misma que cuando me fui. La de siempre —. Ah, ya sé — repitió. Y con el mismo tono, con el mismo desprecio de aquella y de todas las tardes, dijo —: seguro es que volviste a estar bebiendo con ese viejo borracho y tus amigos.
Y no dije nada, porque entonces ella desvió su mirada hacia la tele, y la mano, resuelta, volvió a llevarle el cigarro a la boca. Después, con la otra tomó el control y subió el volumen.
Esa noche, por primera vez, soñé que estaba al borde de ese río rojo, interminable. Del otro lado, Pichingo bebía agua y levantaba su cabeza para verme. Supongo que al Loluco y al Javier les pasó igual. No somos tan bravos.
Tegucigalpa, Honduras, 1995
Escritor y periodista. Lanzó su primer libro de poemas, El mar no deja olvidar, en 2013. Sus cuentos y notas se han publicado en distintos países de Iberoamérica. En 2020 un jurado integrado por Sergio Ramírez, Socorro Venegas y Juan Casamayor le otorgó el VIII Premio Centroamericano Carátula de Cuento y una residencia de escritor en la Universidad Autónoma de Nuevo León, México. Su Twitter es: @lezamabarcenas