Nicaragua en la ausencia de un antes y un después
23 enero, 2015
Antonio Monte
– Durante el último seminario sobre Memorias públicas / personales / íntimas que impartieron las profesoras Mónica Szurmuk e Ileana Rodríguez en el IHNCA, comentamos el oxímoron provocado por la conjunción del tiempo y la memoria al que hace alusión William Faulkner en la cita que abre este artículo.
El pasado siempre está vivo. Ni siquiera es pasado.
William Faulkner
El autor, se refiere al oxímoron de recordar en función del futuro. Es decir, recordar significa revisitar el pasado en aras de vislumbrar los caminos del porvenir, ya que algunas veces necesitamos volver para seguir. Nuestras sociedades forman un pasado que es futuro cuando están interesadas en lo que verán las nuevas generaciones. Así la memoria sería sencillamente los recuerdos del porvenir. Al menos, ese es el valor que yo creo le da Faulkner al tiempo, a lo vivido, al trauma que nunca cede, a las glorias y tragedias de épocas pasadas.
En el libro editado por Mónica Szurmuk y Maricruz Castro Ricalde, Sitios de la memoria: México post 68,encontramos que este ejercicio de revisar el pasado parte de la selección discriminatoria de ciertos eventos que marcan un antes y un después tajante para la sociedad que recuerda su propia historia.[1] En palabras de Szurmuk, estos hechos sirven de “parteaguas”. Ellos son tan definitivos que la sola mención de su lugar y fecha se convierten en un lugar de la memoria en sí, con su propio valor, estética y narrativa que definen los traumas, los shocks y subsecuentes reconciliaciones con los mismos. En ese sentido, recordar y catalogar el significado del pasado es una función básica del ser humano. No es patrimonio exclusivo de los historiadores e intelectuales, sino una conjunción de testimonios, de novelas, poemas y canciones que crean una cultura de la memoria cuyo significado consolida la identidad de la sociedad. La memoria y la cultura se transforman, a su vez, en lugares de memoria y cumplen una función primordial en la sociedad.
El fin de este esfuerzo de recordar el porvenir y su conjunción con la cultura está detallado en varios artículos del libro. En este encontramos que los recuerdos del porvenir son parte de la voluntad constante de imaginar la utopía, el lugar al que queremos llegar, a ser quienes queremos ser. Y en muchas ocasiones, marcamos un antes y un después como pautas o indicadores que señalan qué tanto estamos en curso de realizar la utopía establecida por la colectividad. Este esfuerzo social y colectivo de delimitar la historia en función de la utopía es tan común, que varias y distintas culturas lo han utilizado para forjar un discurso nacional identitario.
Muchas sociedades cuentan con sus propios eventos “parteaguas” que se han convertido en lugares de memoria. En el caso del capítulo introductorio, Mónica arguye que, en el caso de México, el “parteaguas” o el “antes y después” nos lo presenta la masacre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, evento todavía latente de la historia mexicana. Inclusive, la frase México 68 es un lugar de memoria y ocupa una posición primordial dentro del discurso identitario mexicano.[2] Esta fecha se suma a múltiples lugares de memoria analizados o señalados en el libro, cuyo solo nombramiento nos puede transportar a un lugar y época: Alemania 1945, Argentina 1976 y el 11 de septiembre 1973 en Chile. Cada uno de estos lugares de memoria son, a su vez, parte de la cultura de la memoria. La relación entre ambas — memoria y cultura — es íntima. Por ejemplo, la matanza en Tlatelolco, oficialmente revisitada por los historiadores, escritores y víctimas de la misma, marca un nuevo rumbo para los ideales planteados por la revolución mexicana de 1910. No obstante, el pasado está vivo; México 68 está vivo. La sangre, las fotografías, los testimonios, los textos oficiales, las novelas, las películas y las canciones siguen luchando por establecer el significado de este hecho pasado palpitante; de este recuerdo del porvenir. La cultura ocupa un lugar especial en este evento, sobre todo en novelas como La noche de Tlatelolco (1973) de Elena Poniatowska, o la película Rojo Amanecer de Jorge Fons, entre otras. Los académicos pueden volver a los hechos que ocurrieron en Tlatelolco para esclarecer el número de muertos o descubrir otros detalles y particularidades. A este mismo evento puede volver la cultura, para descubrir y mostrar otros elementos del evento parteaguas que los académicos tienden a pasar por alto. Solo la literatura y el cine, entre otras expresiones artísticas, nos pueden transmitir el color del aire de aquél día, los sueños apagados, el paso de la ternura al terror en los rostros, los proyectos truncados, el sentimiento de los estudiantes, el olor de la tarde, los susurros y suspiros, el grito detrás de la orden, la intención de la bala. En palabras de Szurmuk:
… los diarios, los testimonios, las historias de vida, registran, paradójicamente, ese “algo” que ha quedado en el camino, que ha sido borrado, pero no eliminado. Las manifestaciones múltiples de los exiliados a través de su paso por la academia, el mundo editorial, la fotografía y la pintura, la música, la literatura y el cine, principalmente, se han prolongado en la siguiente generación. Pero lo que no se ve es también un hecho de memoria: es la que no ha sido registrada como tal. Es decir, la de todos aquellos que no fueron vistos como sujetos “aceptables”, como individuos susceptibles de incorporarse a las directrices de la nación.[3]
Por tanto, este espacio que ocupa la cultura dentro de las narrativas y discursos de la memoria es un lugar de la memoria[4]. La cultura es un lugar definido por su propia atmósfera, que respira un hábitat definido por su propio habitus –para parafrasear a Bourdieu—y desarrolla sus propios testimonios y voces. Estos últimos, generalmente complejizan la versión oficial de las instituciones nacionales, quienes a su vez están muy interesadas en recordar en función del futuro. Sin embargo, las novelas, las películas y graffitis, etc. son lugares y sitios de la memoria que con mayor regularidad transgreden el espacio del discurso público, sobre todo la narrativa nacional. La memoria cultural sobrevive a los silencios y los olvidos forzados por la nación sobre la colectividad y comunican una memoria que sobrevive a pesar de no estar en línea con el discurso nacional.[5] Generalmente, la cultura rescata las voces de las víctimas y de los dominados, aquellos por los que pasó por encima el progreso. La cultura, podemos afirmar, es el espacio donde florece la justicia poética, única justicia ante un crimen que debe ser enviado al olvido, como fue el caso de Tlatelolco. La cultura, quizás, es el lugar de memoria de una utopía alternativa.
En el seminario que comento aquí abordamos esta relación entre cultura y memoria y logramos traer la discusión de las memorias del porvenir a Nicaragua. De la misma manera que la cultura ha aportado a recordar la masacre de Tlatelolco, en Nicaragua sabemos detalladamente que Rigoberto López Pérez le disparó a Somoza García un 21 de septiembre de 1956; que le disparó cinco balas (de las que acertó cuatro) con un revólver Smith and Wesson calibre 38. Sin embargo, Sergio Ramírez, en su novela Margarita está linda la mar nos encanta con el paso de la múcura, al ritmo del mambo, que guió los pasos de Rigoberto antes de caer acribillado por 54 balazos.
Al traer los conceptos de los recuerdos del porvenir a Nicaragua, la discusión viró a una sorpresa que ni Szurmuk, ni Rodríguez, ni nosotros los comentaristas, ni el público participante esperaban. Luego de haber desarrollado esta íntima relación entre la cultura y la memoria como elementos primordiales de la selección de un parteaguas en la historia y su importancia para recordar el porvenir en función de la utopía, nos preguntamos cuál es ese evento que marca un antes y un después en Nicaragua. Por un lado, la primera intuición nos guió al 19 de Julio, pero nos dimos cuenta que tal afirmación nos posiciona en línea con la narrativa oficialista que encuentra una continuidad entre la revolución sandinista de los años ochenta y el gobierno actual. Por otro lado, nos preguntamos si quizás fue febrero 1990 ó el 25 de abril del mismo año, otra fecha de un “antes y después”. Recordamos que para nosotros los managuas, Managua 1972, tiene una connotación muy poderosa, ya que marca un claro antes y después en el desarrollo de la ciudad capital. Así, el terremoto que destruyó gran parte de la ciudad de Managua en 1972, marca, según los historiadores, el ‘inicio del fin’ de la dictadura, debido al acaparamiento de los recursos y de la ayuda internacional por parte de Anastasio Somoza Debayle. No obstante, recordamos que el inicio de la dictadura lo marca el 21 febrero de 1934, fecha en que muere asesinado Augusto C. Sandino. Lastimosamente, no pudimos responder esta pregunta, pero la reflexión que ocasionó este debate es lo que quiero desarrollar en el resto del artículo presente, en tanto quiero destacar que esta pluralidad de fechas y eventos nos permiten afirmar que Nicaragua no tiene un recuerdo fijo al que puede volver; por tanto, no tiene donde ir.
El espacio público de la Managua actual nos somete a un revoltijo de todas las fechas y eventos mencionados anteriormente. Cada evento y hecho está nublado por un discurso de reconciliación, evento que nunca ocurrió. La Managua pre-terremoto sostiene un lugar importante dentro de la nostalgia a la que recurren los managuas. Esa ciudad del 72, todavía presente en la nostalgia de los managuas es la que intenta reconstruir la maqueta de la misma que se ubica en el malecón. Managua, según esta memoria restablecida en la maqueta, era una ciudad de anchas avenidas gobernadas por los bancos del capital internacional y los bancos de grupos económicos nacionales hegemónicos. La ciudad de grandes rótulos y sumida por las empresas de la familia establecida en la dictadura. Aquella ciudad que prometía liderar todo el progreso que el boom económico de aquellos años tenía destinado para Centroamérica. Mismo progreso bendecido por la antigua catedral que se sostenía imponente al lado del lago.
Sergio Ramírez, al parecer, recuerda con nostalgia la otra Managua. La ciudad que cambió drásticamente durante los años ochenta, debido al bloqueo económico de los Estados Unidos y la escasez de productos que ahogó el comercio y los capitales hegemónicos que habían dominado al país. En el libro La Revolución es un libro y un hombre libre, tanto uno de los editores, Otker Bujard, como Ramírez, nos revelan esta intimidad. Bujard recuerda aquella Managua silenciosa que mostraba murales y consignas revolucionarias, en vez de carteles comerciales y resalta el ya extinto mural titulado ‘El Sueño de Bolívar’. Sergio Ramírez, por su parte, recuerda que la revolución sacó al cartel de su típica aridez comercial. Este dejó de ser utilizado como propaganda de unas “cuantas bebidas alcohólicas”. El cartel, “pasó a tener un doble valor: uno social, como medio atractivo de comunicación, y el otro artístico, pues era un espacio que por primera vez usaban los pintores en el papel de diseñadores…”.[6] Actualmente, Managua ha vuelto a ser una ciudad de vallas y marcos publicitarios, y los murales los borraron.
En oposición a la nostalgia de Ramírez por una Managua revolucionaria quebrada, de escasez rampante pero enormemente rica en producción artística y socialmente comprometida, encontramos la nostalgia de la Managua del 72. Esta nos la recuerda la nueva maqueta de la misma ubicada en el malecón. Esa ciudad de juguete, ¿acaso nos dice que la utopía fue/es la ciudad cúspide de la dictadura? ¿Será nuestro porvenir la entrega al capital financiero internacional, con sus letreros en los edificios y las calles, capital conducido por un dictador de turno? La respuesta a esta pregunta está nublada por la confusión de la Managua actual que está construida por varios recuerdos y memorias regados en el espacio público. En nuestra Managua actual, encontramos a pocos metros de distancia recuerdos de la dictadura y de la revolución. Alrededor del malecón, encontramos más de 16 Sandinos. Frente al Estadio Nacional, la estatua de Sandino se encuentra erguida en el mismo lugar donde se erguía el monumento ecuestre del dictador Anastasio Somoza García; casi dándonos a entender que Sandino es el nuevo protector de la nueva ciudad de la dictadura. Además, dichos monumentos están rodeados de monumentos a Hugo Chávez y Pedro Joaquín Chamorro, y a pocos metros del paseo de la memoria del Ejército Nacional, exposición que detalla todas las batallas y luchas militares de Nicaragua.
Este conjunto de imágenes y símbolos que componen el espacio público actual de nuestra ciudad demuestran la ambigüedad de nuestro discurso nacional con respecto a su historia más reciente. Sobre todo, las imágenes y símbolos nos muestran la imprecisión entre la dictadura y la revolución y como ambas se quiebran o complementan, se entierran o renacen en el gobierno actual. Si no podemos esclarecer el quiebre o continuidad entre la dictadura somocista, la revolución y los gobiernos neoliberales de los noventa, estamos ante la ausencia de un antes y un después en el discurso nacional identitario nicaragüense. En Nicaragua contamos con una pluralidad de eventos cuyo trauma o shock han sido silenciados y superpuestos el uno sobre el otro, sin un sentido claro. Szurmuk y los contribuyentes del libro, en cambio, sí encuentran un parteaguas tajante al volver sobre la memoria del México 68 en la sociedad mexicana actual – además de las otras fechas y eventos ya mencionados. La sociedad mexicana vuelve sobre el trauma y shock de Tlatelolco, con el fin de resolver los sucesos que la sociedad busca esclarecer, ajusticiar y reconciliar. Mientras México 68 transgrede los sentidos y fines de la revolución mexicana de 1910 y la redirige a un nuevo camino; en Nicaragua, la multiplicidad de discursos entre continuidad y/o ruptura de la revolución nicaragüense impide establecer un antes y un después. En otras palabras, nos impide volver para seguir.
No quiero discutir los matices de veracidad o no en juicio sobre la continuidad o no de la Revolución Sandinista. Más bien, argumento que la multiplicidad de monumentos que mantienen latentes las diferentes fechas y eventos plasmados en la vía pública de Managua nos permiten afirmar que en Nicaragua no contamos con un parteaguas tan claro, a diferencia de otros países de América Latina. En esta línea, durante el segundo día del seminario, Ileana Rodríguez, en su ponencia Huella. vestigio y rostro: los que perdimos, volvió a enfatizar, sin proponérselo, esta característica de la conflictividad que surge al elegir parteaguas, sobre todo en el debate interrupción y/o continuidad de la revolución. En su ponencia, Rodríguez utilizó un poema de Ernesto Cardenal para cuestionar el legado y vigencia de la revolución en la Nicaragua actual. El poema dice:
Aquí pasaba a pie, por estas calles, sin empleo, ni puesto, sin un peso.
Solo poetas, putas y picados, conocieron sus versos.
Nunca estuvo en el extranjero. Estuvo preso. Ahora está muerto.
No tiene ningún monumento.
Pero recuérdenlo cuando tengan puentes de concreto,
grandes turbinas, plateados graneros, buenos gobiernos.
Porque él purificó en sus poemas el lenguaje de su pueblo,
en el que un día se escribirán los tratados de comercio,
las constituciones, las cartas de amor, los decretos.
Este poema que utiliza Rodríguez lo extrajo del documental Nicaragua: El sueño de una generación[7]. El documental reúne y muestra diferentes testimonios de los argentinos que vivieron y apoyaron la revolución durante los años ochenta. Sin embargo, en oposición a Rodríguez, los realizadores del mismo, en mi opinión, utilizan el poema para darnos a entender la continuidad de la revolución. Esto lo hacen al mostrar, inmediatamente, escenas de la Plaza de la Fe en la celebración del 35 aniversario de la revolución. Rodríguez afirma que el poema de Cardenal “es un poema-recuerdo, como la película es un cine-memoria, narrado en el pasado imperfecto, tiempo verbal que más trae el evento hacia el presente, y con un listado de atributos para darle vigencia a ese poeta pobre, a ese pobrecito poeta que era yo…”[8]. Sin embargo, nos preguntamos ¿qué función tiene el poema de Cardenal en la memoria cultural? ¿Nos habla de un quiebre en la revolución o de su continuidad? Las palabras del poeta se preocupan por los que llegarán a vivir después de la revolución. El poeta apela a aquellos que todavía no conocemos, pero que sabemos recorrerán las calles y avenidas legadas por la revolución. La misma revolución que Ernesto Cardenal llama perdida en su libro La Revolución Perdida. Los argentinos que realizaron el documental, quizás albergan la ilusión de que el poeta, Ernesto Cardenal, en esta nueva revolución actual, será recordado, y que quizás, volverá a esa plaza solitaria –ahora llena de personas que celebran un nuevo aniversario de la revolución a recitar. Esta idea es un sueño del todo irrealizable pues todos sabemos la posición de Cardenal respecto al nuevo régimen de los Ortega.
Rodríguez, por su parte, se posiciona en el lado de La Revolución Pérdida de Cardenal. Ella se identifica con los rostros de otro documental que presenta una visión crítica de la revolución. Especialmente, Rodríguez se identifica con los rostros que muestra el documental Nicaragua: Una revolución confiscada de Giles Bataillon y Clara Ott.[9] Los rostros que muestra el documental y que conmueven a Rodríguez son los de Dora María Tellez, Sergio Ramírez, Moisés Hassan, Sofía Montenegro, entre otros. En este documental, algunos de los revolucionarios mencionados muestran un rostro desencajado, seguido de una asfixia, al verse a sí mismos en el registro fílmico de la revolución, casi 30 años después del triunfo de la revolución sandinista. Rodríguez, afirmamos arriba, se identifica con esta visión, y ve en el rostro de sus amigos revolucionarios el mismo rostro de ella. Ella toma lugar junto a sus amigos revolucionarios, quienes, en sus propias palabras son ellos y somos ‘nosotros’, “los sobrevivientes, los que perdimos—pobrecitos poetas de nosotros”. Al final de su ponencia, Rodríguez repite la vieja consigna que dice: solo los obreros y campesinos llegarán hasta el final. Y pregunta al público presente, “pero ¿y llegaron?”. Por mi parte, y en línea con los recuerdos del porvenir, me pregunto ¿qué lugar es el fin al que queremos llegar?
Contestar estas últimas preguntas es imposible en estos momentos. Las visiones opuestas que nos presentan los documentales mencionados con respecto a la revolución sandinista, sumada a la contradicción en el uso de poema de Cardenal y la ambigüedad de la memoria desplegada en el espacio público de Managua que detallamos arriba, nos permiten vislumbrar que desde el oficialismo y desde la cultura, nuestra reflexión sobre nuestra propia historia se encuentra en un momento sumido en una profunda confusión. Los monumentos, los documentales y los poemas no nos hacen referencia directa a un parteaguas, no nos delimitan el lugar de una utopía soñada, sino que nos muestran varios lugares de varias utopías truncadas, entre la dictadura, la revolución y el neoliberalismo.
Por tanto, notamos que la misma cultura ha caído en un limbo de lugares posibles, cuya significación es tan ambigua como el discurso nacional imperante. La cultura, a diferencia de México 68, no tiene un lugar determinado, no es un lugar de la memoria en la Nicaragua actual, ya que no puede situarse entre transgredir u oficializar, debido a la ausencia de un discurso identitario que valore la revolución, la dictadura y sus distintos eventos, en función de la búsqueda de la utopía.
En conclusión, podemos afirmar que sin un lugar donde volver no podemos trazar un lugar a donde ir. Las memorias del porvenir nos permiten la construcción de la ruta hacia la utopía, pero para ello, es necesario demarcar un evento que determine cuando nos traicionamos o cuando nos liberamos para alcanzar dicha utopía. Sin embargo, la sociedad nicaragüense no cuenta con tal demarcación. Quizás, ese es el desencanto y sin-futuro que sentimos los nicaragüenses actualmente. Estas contradicciones nos pueden decir que nos encontramos en un momento en que queremos recordar, pero no sabemos qué.
Notas
[1] Mónica Szurmuk. Memorias de lo íntimo. En Mónica Szurmuk y Maricruz Castro Ricalde (Coordinadoras).Sitios de la memoria: México post 68. Santiago: Editorial Cuartopropio, 2014.
[2] Op. Cit. 17.
[3] Op. Cit. 22-23.
[4] Pierre Nora. Entre Memoria e Historia: La problemática de los lugares. En: Nora, Pierre (dir.); Les Lieux de Mémoire; 1: La République París, Gallimard, 1984, pp. XVII-XLIL. Traducción para uso exclusivo de la cátedra Seminario de Historia Argentina Prof.Femando Jumar C.U.R.Z.A. – Univ. Nacional del Comahue. Disponible en: http://cholonautas.edu.pe/memoria/nora1.pdf.
[5] Jan Assman. Collective Memory and Cultural Identity. Disponible en: http://www.history.ucsb.edu/faculty/marcuse/classes/201/articles/95AssmannCollMemNGC.pdf
[6] Sergio Ramírez. Ventanas para asomarse a una revolución. En: Otker Bujard y Ulrich Wirper (Compiladores). La Revolución es un libro y un hombre libre. Managua: IHNCA-UCA, 2009. P. 19.
[7] Roberto Persano, Santiago Nacif y Daniel Burak. Nicaragua: El Sueño de una Generación. Documental. Argentina: ADART Producciones, 2012.
[8] Ver en este mismo número de Carátula: Ileana Rodríguez. Huella. vestigio y rostro: los que perdimos.
[9] Giles Bataillon y Clara Ott. Nicaragua: Una revolución confiscada. Documental. Francia: Calisto Productions SARL, 2013.
Investigador del Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica (IHNCA-UCA) y miembro del grupo de estudios IHNCA.
Nació en Santa Fe, Argentina, pero ha vivido la mayor y mejor parte de su vida en Nicaragua. Es Licenciado en Relaciones Internacionales y ha cursado posgrados en Ciencias Sociales y Pensamiento Centroamericano.
Actualmente desarrolla investigaciones sobre la dictadura somocista y la construcción del Estado en Nicaragua.