Novela: La mano

1 junio, 2014

El escritor y poeta salvadoreño Miguel Huezo Mixco publicó, recientemente, el libro Camino de hormigas, sobre el que Horacio Castellanos Moya ha comentado: «El viejo cuidador de unas caballerizas en un parque forestal de California decide escribir los recuerdos que aún lo queman pese a los tantos años transcurridos: sus miedos como combatiente urbano en la guerra civil salvadoreña, sus tortuosos amores como guerrillero enmontañado, la incertidumbre y sensación de outsider que padeció una vez finalizado el conflicto… De ahí brotan estos relatos estupendos de Miguel Huezo Mixco en los que la muerte, la traición, el heroísmo y el amor apresurado son lo cotidiano.» Carátula presenta «La mano», texto incluido en el trabajo más reciente de Huezo Mixco.


Ilustración: «Engagement». Roy Blumenthal.

¿Qué haría si tuviera medio millón de pesos? Aquel no era un buen momento para pensar la respuesta.  Pero seguí: –¿Qué me gustaría comer si pudiera ir a un buen restorán? ¿Qué música me gustaría escuchar en este momento? ¿En dónde me hubiera gustado nacer? Montaña arriba, en dirección a San Fernando, llovía recio. La corriente bajaba con estruendo. Apenas podíamos escucharnos entre nosotros. Con los soldados dándonos cacería no había más remedio que cruzar la frontera y dar un largo rodeo para alcanzar la zona de campamentos. Era el segundo día eludiendo contacto con una patrulla enemiga después de un inesperado choque. El ejército cambiaba su táctica. Lanzaba sigilosas unidades comando a la profundidad de nuestras zonas con la misión de sorprendernos, golpearnos y retirarse. Esa vez la suerte estuvo de nuestra parte. Los soldados tomaban un descanso, amparados por la niebla, en una plantación de maguey. Uno de los nuestros los miró primero y abrió fuego. Los soldados tardaron unos segundos en responder y corrimos ladera abajo buscando el río. Cayó la noche. En la mañana se envió una avanzadilla para explorar la posibilidad de retomar nuestra ruta, pero toparon con los soldados e intercambiaron fuego. Estábamos acorralados. El viento llegaba en ráfagas frías. Nos abofeteaba y se largaba. Al frente, nuestra visión era la frontera pasaba muy cerca, en un lugar indeterminado. De cualquier manera, necesitaba seguir adelante: el mando me había convocado con apremio, para nada bueno. La causa era un breve romance que habíamos mantenido por unas pocas semanas con Elena, la mujer de uno de mis compañeros de unidad. Las cosas ocurrieron en el transcurso de una retirada táctica. Fue un golpe de dados. Una repentina incursión enemiga partió en dos nuestra columna. La mitad marchó en dirección oriente, hacia la retaguardia del bajo Sumpul. Rubén, el marido de Elena, encabezó aquella porción. En la otra quedamos ella y yo. Nuestra media columna recibió la orden de retirarse en dirección norte, a la zona donde las hojas de los pinos pinchan la piel como acerados floretes, yes posible mirar la raspadura que dejan los jóvenes venados cuando frotan sus astas contra el tronco de los robles, y se puede tocar el musgo húmedo adherido a los torsos de los árboles, y fantasear con la idea de que se ha llegado a un lugar habitado por hadas, toda vez las granadas no estallen en los alrededores. ¡Bum! ¡Bum! En una de esas retiradas Elena cayó al suelo y se clavó una astilla de ocote en una mano. En un descanso, la encontré recostada de espaldas sobre su mochila con las piernas separadas. Tenía el rostro hinchado de llorar. El pecho le subía y bajaba palpitante por el esfuerzo. –Aquí estoy –me dijo, mostrándome la mano hinchada. No sangraba. La punta había entrado unos milímetros entre los pliegues del metacarpo. Apenas asomaba una punta pequeñísima, como un pelillo. Intenté tomarla con las uñas. Cuando hice presión enderredora la espina se quejó. –¡Me duele, hombre!

1. Encendí el mechero y puse la punta de la hoja al fuego hasta que se coloreó, primero tornasolada y luego roja. Me apliqué en tratar de hacerle una incisión que me permitiera manipular la astilla con una pinza. Ella echó la cabeza hacia atrás.

–No, no… ¡Duele! ¡Basta! Dos intentos. Nada. La mujer aullaba. Los demás se acercaron a proponer sus propias ideas para la extracción. Era el atardecer, la luz rasante delató en el bosquecillo unas partículas irisadas flotando en el aire. Alguien le llevó un analgésico. Me pidió que le arreglara el pelo detrás de la nuca, en una cola. Me senté detrás de ella para dominar con un peine su cabellera negra empapada desudor. –Quédate allí, por favor– me pidió, descargando el cuerpo–. Me siento más cómoda. Solo un momento… Su mano se inflamaba. La lavé aplicando con suavidad un poco de jabón y la vendé con una pañoleta. Aflojé los cordones de sus botines y enrollé los ruedos de sus pantalones. La oscuridad y el frío entraron en escena blandiendo espadas. Busqué un lugar plano, improvisé una pequeña tienda de campaña y fui a traerla para que pasara la noche dentro. Rubén, su marido, se había llevado la tienda de ambos y hacía mucho frío para tenderse en una hamaca. El agua nos alcanzó apenas para enjuagarnos.Lelimpié la cara con una pañoleta humedecida y entramos a la champa. Mientras nos acomodábamos dispuse la lámpara en la cabecera formada por nuestras mochilas y, sin querer, le alumbré el rostro. Miré su cutis pringado de pequeñas pecas y manchas causadas por el sol. Era morena y tenía los ojos bonitos, claros, pequeños, enmarcados entre una frente estrecha y una nariz aguileña. Intenté hacerme el simpático. –No sos tan fea, ¿eh? –¿No te habías fijado? Me quedé boca arriba, mirando la nada, escuchando el viento. –¿Qué va a pasar mañana? –No lo sé. Prometo que te sacaré esa astilla. Todavía me encontraba despierto cuando llegó el turno de vigilancia. La tienda estaba mojada por el rocío. El viento avanzaba invisible azotando el bosque. Mi respiración emanaba vapores. Hubiera matado por un cigarrillo y un trago. Una hora después, cagado del frío, volví a la champa. –¿Qué hora es? –Las once.Tenemos que dormir. –No puedo. –Es una orden –bromeé. Adentro estaba tibio. Metí los anteojos en una bota y cerré los ojos. Me despertó el movimiento de su cuerpo pegándose a mi espalda. Ella dormía o simulaba dormir. El sueño me venció pero desperté por el peso de una de sus piernas sobre mí. Las puntas de sus senos me aguijoneaban los omóplatos. Me pasó el dedo gordo del pie por un tobillo y una lengua tibia y enorme por los pelos del cuello, produciéndome escalofrío. Me di la vuelta y la encaré. –¿Qué estás haciendo? –Le dijiste a Rubén que me cuidarías… Sentí su aliento agitado. Sin pensarlo, la abracé. –Sacate los pantalones. –Espera.¿Qué no ves que solo me sirve una mano? Arqueó la espalda. Hice correr el zíper. Consiguió salir de sus pantalones. Me bajé los míos. Elena levantó su roja cresta. El cuello le sabía a sal. Las orejas a cera. Su piel era suave al tacto. Una rama se desplomó y cayó al lado nuestro, asustándonos. –Nos merecemos un buen baño –dijo. Al día siguiente supimos que estábamos en el bosque de El Común. Los partes detallaban que la tropa enemiga se movilizaba en dirección oriente. Se informaba de combates en Huizúcar, no muy lejos de la zona donde se replegaba la otra parte de nuestra columna. Por ahora, nosotros estábamos fuera de peligro. A media mañana conseguimos hacer contacto por radio con Rubén. Había un poco de estática y subimos dando zancadas hasta el copo de un cerrito para captar mejor la señal. Estábamos felices de escucharlo. Nuestra gente se encontraba bien. Elena permaneció al lado dictando las claves. Al terminar el intercambio formal me pidió: –Dile que lo amo –y me dictó la clave. Rubén respondió que la amaba y cerramos la comunicación. Desayunamos las sobras que cada uno traía. La escuadra de abastecimiento improvisó una cocina cerca de un arroyo. No muy lejos, los compañeros dieron con una pequeña poza que se destinó para el aseo personal. –Vamos, te lavaré como te prometí. No había nadie más que ella y yo. Nos metimos al agua. Le desanudé la venda y besé, como a una niña, la herida. Su mano seguía hinchada. Lavé y desenredé su pelo. Le acaricié la espalda usando la espuma que le corrió por todo el cuerpo. Llegó su turno: me enjabonó las axilas y los testículos. Escuchamos pisadas y voces. Un grupo de mujeres bajaba a darse un baño. Elena se puso a toda prisa un fustán. Salí del agua a vestirme y me escabullí. Subía la colina a rastrear información. El operativo continuaba en el oriente. Solo quedaba esperar. Me senté a la sombra del ocotal. Si no fuera por la presencia de fusiles y pistolas, aquel paraje parecía un lugar ideal para acampar. Elena regresó del baño con el pelo en trenza. Alguien intentó sin éxito extraerle la astilla. El trance había sido muy doloroso. Me pidió que la ayudara a colocarle una venda limpia, y mientras envolvía su mano le dije que quizás no debíamos repetir nuestro encuentro de la noche anterior. Pero después de pensarlo un momento me desdije. –Espero… –comenzó a decir, pero no encontró la manera de continuar Es probable que ella hubiese elegido ese inicio para poner algo en claro entre nosotros. Nunca lo supe. A un lado pasaron tres minúsculas mariposas blancas haciendo zigzag entre las flores. “Son señal de buena suerte. Algunos creen que anuncian boda”, dijo, y se echó una carcajada. En El Común se abría una bifurcación de caminos. Uno serpenteaba en dirección a un aserradero abandonado, el otro llevaba a Tremedal, un caserío pobrísimo, donde había campesinas de ojos claros y niños, muchos niños. Me preguntó qué pensaba de nuestro encuentro de anoche. Le respondí que prefería no opinar sobre el asunto. Me sentía incómodo. Rubén era mi amigo. Además, ellos hacían una buena pareja. Elena quería hablar. Sabía que yo tenía una amiga. Me pidió que le contara algo sobre ella. Le mencioné que nuestra relación con Begoña era muy abierta. “De hecho, ella se acuesta con otro hombre”. “Algo se comenta”, me dijo. “Los compañeros te critican. Das un mal ejemplo. Al final, ella viene de otra cultura”. La interrumpí advirtiéndole que no intentara curiosear en nuestra vida, que esas cosas formaban parte de un acuerdo con Begoña, y no debían importarle a nadie más. –Pero no es correcto. –¿Y qué me dices tú, poniéndole los cuernos a Rubén? –Esto es diferente. Lo he hecho contigo por curiosidad. Rubén morirá si lo sabe. –¿Por curiosidad? –Sos un bicho raro. Ahora me arrepiento un po- co, no sé… –No te martiricés. Quién sabe si mañana estaremos vivos para contarlo. Comenzó a caer el sol. Nos sentamos a fumar un cigarrillo en silencio. Ella había pasado el día apoyando a una escuadra en no sé qué cosas. Yo escribí un poema y se lo leí.

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El Salvador, 1954).
Es autor de los libros de poemas El pozo del tirador (San Salvador, 1988), Memoria del cazador furtivo (San Salvador, 1995) y El ángel y las fieras (San José, 1997).

Ganó en 1999 el Premio Centroamericano de Poesía Rogelio Sinán con su libro Comarcas (Panamá, 2002; Veracruz, 2004; Saint-Nazaire, 2004). Ha publicado el ensayo La casa en llamas. La cultura salvadoreña en el siglo XX (San Salvador, 1996), así como artículos en periódicos y revistas como Vuelta, Letras Libres, La Jornada (México); El Malpensante y Número (Colombia); Babelia, Cuadernos hispanoamericanos y FronteraD (España).

Fue curador de la primera exposición retrospectiva del artista Toño Salazar realizada en 2005 para el Museo de Arte de El Salvador (MARTE). La artista norteamericana Diamanda Galás incluyó su poema “Si la muerte”, junto con trabajos de Pasolini, Baudelaire, Vallejo y Borges, en su disco Maldictions and Prayers (Mute records, 1997).

Ha recibido la beca Plumsock para la residencia de artistas Yaddo, en Nueva York; la beca de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET), para una residencia en Saint-Nazaire, Francia; la beca Rockefeller de Humanidades para residir en Antigua Guatemala, Guatemala; y la beca Artist in Residence (AIR) del Headlands Center for the Arts, San Francisco, California.