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Nueva guía de perplejos: El poemario Como la lluvia, de José Emilio Pacheco

1 diciembre, 2011

Con profundidad, sencillez y espíritu crítico, Amelia Mondragón, académica venezolana, ensaya sobre las posibilidades interpretativas, semánticas y de creación, a partir de Cómo la lluvia (poesía 2009), La edad de las tinieblas (prosa poética 2009) y demás obra poética de José Emilio Pacheco, ese grande mexicano. Los hallazgos son inobjetables: “atributos sonoros, imágenes poéticas, vestigios de una expresividad que nos remiten a un mundo, que ya no existe, en una poesía procesada en la conciencia, una poesía que subraya una y otra vez su profundo deseo de comunicarse con el lector”, con constantes alusiones a maestros de la filosofía y, por supuesto, a algunos autores literarios, para dejarnos en el imaginario un par de cuestionamientos torales: “¿qué somos sino dolientes criaturas, como cualquiera de las que habitan en el planeta y ante las que argumentamos superioridad?”


I. El escritor y la poesía.

Cuando a mediados de 2009 le fue concedido el Premio Cervantes a José Emilio Pacheco, nadie en el gremio literario se sorprendió; nadie quizás, excepto el mismo Pacheco.

Así lo testimonia el YouTube, un imprevisto aliado cuya perspicacia empezó a mostrarse un poco antes, a partir de 2008, justo cuando Pacheco obtuvo el premio Reina Sofía, el más emblemático para la poesía hispanohablante.

Desde entonces, este elusivo escritor que durante gran parte de su carrera ha concedido pocas entrevistas, corre distancias cibernéticas para acercarse a nosotros, siempre portando en el rostro la misma perplejidad y modestia. No podría ser de otra manera pues ya su segundo poemario, El reposo del fuego, escrito en 1962, logra enunciar cuán inútil y difícil es el arte de la poesía.

Inútil porque nadie parece necesitarlo; poco puede prometer en materia de entretenimiento. Difícil porque el poema convierte en cercano e inminente su mensaje, a diferencia de la ficción, o incluso del drama, que logran distraernos de nosotros mismos con variados ropajes.

Y sin embargo, Pacheco insiste en escribir poesía aún cuando su narrativa ocupa un importante capítulo en nuestras letras. Y así, con tal insistencia que ha hecho exclusiva desde 1981, su imagen llega hasta nosotros en presentaciones y entrevistas de la red. Poseedor de un conocimiento enciclopédico, se abstiene de jugar con los conceptos. Con claridad y afán de llegar al público y ser parte de él, muestra el lado humano de las ideas, de puntas locuaces, graciosas y profundamente esquivas al dogma y a la pesadez. No puede extrañarnos que conquiste fácilmente a sus audiencias, en especial a la extensa de México, cuyo júbilo lo acompañó en la presentación de sus  últimos poemarios.

Hombre y obra han quedado indefectiblemente unidos por la cibernética, pero el hombre se llevó la mejor parte pues para muchos de nosotros, lejos de tierras hispanohablantes, fue un descubrimiento la calidez que despierta su persona, la transparencia de cuanto dice y el ánimo con que nos invita a reflexionar hasta en los más  sencillos aconteceres.

En cuanto a su última obra, publicada dos meses antes de la ceremonia oficial del   Cervantes y bien recibida  por la crítica, por comparación debe decirse que quedó rezagada, esperando momentos menos intensos que aquellos.

Fueron dos los poemarios publicados por Pacheco en junio de 2009: Como la lluvia, escrito en verso y La edad de las tinieblas, en prosa poética. Ambos suman ocho años de trabajo y fueron originalmente pensados como un solo libro. Hubo que dividirlos pues Como la lluvia es un volumen extenso y sus cinco apartados bien podrían ser cinco distintos poemarios. Cuatro de ellos se asoman sin reservas a la vejez, la muerte y sus connaturales interrogantes, no ya románticas y en ningún caso especulativas. Son preguntas nacidas en la experiencia del declive –que en el conjunto de ambos poemarios corre paralela a la conciencia cada vez más clara de nuestros brutales conflictos humanos y de la marcha indiferente, ensimismada y también conflictiva del mundo natural.

A todo nivel, ambos poemarios poseen nuevas texturas, realmente audaces y consecuencia del propio estilo de Pacheco, quizás el más contemporáneo y acabado de cuantos nos ofrece la poesía del momento. Así, quienes han seguido su carrera poética percibirán en ambos libros el fluir del lenguaje, casi mágico por lo natural y armónico que logra sostenerse hasta en las más abruptas situaciones.

Tal magia compositiva parece siempre eludir cualquier explicación técnica y es, quizá, lo más fascinante de cuanto nos ofrece la poesía de Pacheco ya que está profundamente vinculada a los usos de nuestra lengua contemporánea, a esas fugas que sólo la literatura puede emprender ante el automatismo y a la ramplonería con que pública y privadamente usamos el lenguaje.

Las breves reflexiones que ofrecemos en este trabajo valen para toda la poesía de Pacheco, pero fueron elaboradas a partir de Como la lluvia, poemario que en relación a cuantos el poeta ha escrito, dosifica el “viejo” lirismo de la poesía, su aire romántico o modernista. Tal reducción lírica, llevada al máximo, logra sin embargo alzarse desde una palabra, un verso, o un pequeño poema de este libro para envolver con su belleza y serenidad cuanto de terrible se nos dice. 

II. El crítico y el lector.

Cincuenta años de actividad poética son muchos. Desde luego, no para la Poesía sino para el crítico que tiene frente a sí una reciente edición de Tarde o temprano –sumario de los catorce libros en verso escritos por Pacheco hasta la fecha (Tusquets, 2010).

El crítico –ése o ésa que ahora habla— se halla desbordado. En su momento intentó desenredar la madeja, encontrarle un orden lineal –un camino ascendente, digamos— a estos poemarios, olvidando que tales trayectos sólo los poseen las obras experimentales o de vanguardia propias de las primeras décadas del XX. Como la mayoría de los poetas contemporáneos, Pacheco avanza en círculos, no en etapas ni con recias transformaciones, sino en círculos inestables, agrandados, cerrados y vueltos a abrir. Insólitamente ellos contienen una gran aventura, más profunda, si cabe en la poesía de Pacheco, pues algunas de sus premisas se desmienten unas a otras. De las más obvias es la del mundo natural, con una fuerte oscilación entre la inasible belleza que en él percibimos y su ciega crueldad.

¡Es otra época; otra episteme! exclamamos con el breve consuelo de citar a Michel Foucault al percibir tales oscilaciones.

El poeta no viaja, no desciende a los infiernos del espíritu en busca de revelaciones ni se abre ante las promesas del futuro. Y entre todos los de su propio momento literario, como ningún otro, Pacheco vive el instante.

Sorprende que un poeta cuyos temas –el tiempo y la condición humana— pasan de un poemario al siguiente con extrema fidelidad a sí mismos, como una especie de memoria o de ángulo óptico, viva el instante, es decir, la percepción inmediata, de profundas variaciones: la poesía, por ejemplo, es hoy la perra infecta, mañana el ave fénix, al día siguiente un mensaje atrapado en una botella, un papel traído por el viento a las manos del poeta y también un tapiz que junta (aunque ya no funde) al árbol y al pájaro.

Y el crítico –quien ahora habla—no sabe por dónde desenredar el ovillo pues ¿qué orden imponerle a los temas y las cosas convocados en un instante cualquiera que otro instante vendrá a redirigir por diferentes caminos?

Cansado de tantas vueltas, pasa el crítico su propia página pues siempre cabe la posibilidad de rebuscar en lo más inamovible de Pacheco: la cuestión apocalíptica.

Un poeta apocalíptico, cuando menos pesimista, que nos sobrecoge con lo que  dice y ya decía a finales de la década de los sesentas, una de las más prósperas de México, del continente americano y de Europa. Es aquí donde caben las etiquetas pues, quiérase o no, estamos acostumbrados a arrancarle rayos de esperanza a toda poesía, particularmente a la hispanohablante, que durante las décadas de los sesentas y setentas se movilizó entre ideales sociales.

Sobre lo etiquetado, descansamos citando, por nueva consolación y conclusión, al T.S. Eliot traducido por Pacheco:

“El género humano no puede soportar demasiada realidad” (Cuatro Cuartetos, 1943). ¿No puede?—nos decimos al instante, ofendidos al comprender la parte que nos toca ¿No era acaso Eliot quien temía tanta realidad?

Por suerte pasan los años, el crítico se distrae de las ofensas y olvida sus propias y lacerantes observaciones. Pero una noche, más distraído que nunca, echa mano de Como la lluvia, un poemario todavía ingrávido por lo escasamente ojeado. Y se queda leyéndolo largo tiempo, olvidando que era viernes y no tocaba leer sino ver película.

Y en el silencio de la noche aceptamos que todo a nuestro alrededor es tal cual Pacheco nos lo susurra y hasta mucho peor en ocasiones.

Dejando atrás el inmenso esfuerzo de tapar el sol con un dedo y contradecir el criterio del poeta, sencillamente aceptamos. Y sólo entonces nos damos cuenta de que ya estamos preparados para tenderle la mano a su poesía y dejarnos guiar más allá del umbral donde siempre nos hemos detenido. Si en ese preciso momento nos repitiéramos que, efectivamente, estamos de acuerdo con cuanto de terrible nos dice, también sabríamos que aquí, en este nuevo territorio que ahora pisamos, eso ya no importa, después de todo, la poesía no sustituye a los artículos de opinión ni a los noticieros; menos aún a las pitonisas. Su importancia está más bien en ser lo que dice, en construirse ella misma para decir lo que tiene que decir.

Puestos en marcha, observamos que mucho tiempo atrás, a finales de los años sesentas, Pacheco renunció a que su ánimo poético absorbiera completamente cuanto refiere. Más de una década después, en Volver al mar, un poema perteneciente a Los trabajos del mar (1983) mencionó incluso su “subjetividad deleznable”.  Y no es que pueda evitarla, pues en el lenguaje poético todo es subjetividad, pero el poeta sí puede cambiar los pesos de la balanza para mostrarnos que su propia percepción no es tan importante como lo que hay en el mundo.

Así, tanto la narración como la disgregación (lógica o filosófica), dos de las formas discursivas que Pacheco usa a menudo en sus poemas, perfilan y definen la existencia y las implicaciones del “acontecer”, es decir, los hechos, los resultados de alguna acción y origen de muchas otras. Piénsese, por ejemplo, en dos poemas de Como la lluvia que usan respectivamente tales formatos discursivos: La casa que destruyó el huracán y Un ave de las selvas tropicales y obsérvese cómo lo que sucede resalta forzándonos a concentrar nuestra atención en ello.

Con ambos modos discursivos pueden obtenerse resultados totalmente distintos. Comprobémoslo, revisando un poema de Octavio Paz enmarcado por la narración: Repaso nocturno (1950), y un poema declarativo, escrito por Eugenio Montejo (Caracas, 1938-2008), quien como Pacheco, pertenece a la generación hispanoamericana lograda en los sesenta. Se titula  El buey, 1985. Salta a la vista que cuanto sucede en ambos poemas está intrínsecamente ligado al lenguaje y a la percepción sensible (espacio, tiempo, sensaciones, etc.) del escritor. Pacheco busca otra cosa: un acontecer puro, libre e independiente de su voz.

Y el mundo está lleno de aconteceres. Hay vida y muerte, guerras, injusticia, incesantes conflictos de una punta a la otra del planeta. Y hay también preguntas sin respuesta que son en sí mismas hechos, aconteceres de la conciencia humana y por lo tanto, capaces de producir acciones: ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué ninguna criatura escapa al sufrimiento?

III. Pérdidas y ganancias.

Si en los dos primeros poemarios ya estaba subrayado el acontecer, desde el tercero, No me preguntes cómo pasa el tiempo (1968) no hay lugar a dudas: las imágenes tienden a volverse más espaciadas, las metáforas y los símiles se suceden ya veloces como un rayo, a modo de pespunte o clausura de una idea, o bien se construyen progresiva y claramente, siendo ellos la armazón que contiene dentro de sí al poema.

Por su parte los ritmos –acentos, asonancias, consonancias y aliteraciones— no suelen estar demasiado marcados o sólo se marcan parcialmente: por ejemplo, los acentos caen de forma más o menos regular, pero sobre sonidos altamente diferenciados entre sí, o la inversa. De esta manera, el oído del lector no se apega a la musicalidad del verso al punto de olvidar cuanto éste dice.

Pacheco concentra atributos sonoros e imágenes poéticas sólo cuando desea elevar la intensidad de un pequeño grupo de versos. En muy pocas ocasiones usa tales  técnicas de manera radical y al hacerlo envía los contenidos del poema al terreno de la lírica (noción que revisaremos en el apartado final del ensayo).

El acontecer claro y terrible que los lectores ahora aceptamos por toda guía y luz en el camino que nos conduce a Como la lluvia, ha vencido desde siempre al poeta. Por eso no encontramos en él muchos tonos altos de tipo romántico o modernista, sino sus reminiscencias, vestigios de una exuberante expresividad que de usarse plenamente –pues Pacheco es un virtuoso y bien podría hacerlo— nos remitirían a un mundo que ya no existe.

En mucho menos grado se encuentran en su poesía las formas surrealistas, ultraístas o de tipo creacionista. Siendo como es, un gran admirador de Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Octavio Paz y el mismo T.S. Eliot, Pacheco no sucumbe a la metáfora insólita, es decir, a la extrema compresión que ésta lleva a cabo entre substancias disímiles para crear unidades.

En vano se buscarán en su poesía hasta las más atenuadas imágenes surrealistas hechas por previas generaciones: “En su tallo de calor se balancea/ La estación indecisa” (Octavio Paz) y mucho menos han de encontrarse en ella vocativos y rotundas expresiones volitivas: “Quiero pisar dientes o barro o algún beso,/ ese calor difunto que orea un viento pardo,” (Vicente Aleixandre). Tampoco se hallarán muchas de las imprevistas inserciones nominales contemporáneas: “Esa Luz tiene horizontes que ninguno ve/ como fulgor en un borde casual del viaje” (Juan Gelman).

La desestabilización del sentido no suele ser parcial en la poesía de Pacheco. Por consiguiente no tiende a producirse en la breve cadena sintáctica del verso ni en la impertinencia de sus categorías gramaticales. Por el contrario, esa desestabilización, que nos hace ver las cosas de un modo radicalmente distinto cuando terminamos de leer el poema, está trabajada globalmente, con cada uno de los versos y todos los elementos poéticos involucrados en ellos.

Estamos ante una poesía abocada a la lógica gramatical de manera obsesiva; más bien con absoluta pasión pues concede muy poco espacio a los “errores” poéticos de tipo semántico y sintáctico. Quizás por esto y aunque de manera inexacta, cabe decir que la poesía de Pacheco está procesada en la conciencia, o por lo menos, construida dentro de  reglas sintácticas que en sí mismas constituyen un esfuerzo de racionalización.

A la ostensible gramaticalidad del verso hay que añadir una distribución lógica de cuanto se nos dice, un orden a veces tan claro que parece pedagógico: los poemas ofrecen introducciones al asunto tratado, citas literarias, históricas y hasta científicas, preámbulos, versos explicativos colocados dentro del desarrollo del asunto y en ocasiones hasta notas explicativas. Estos recursos se aplican sobre todo al desarrollo de nociones complejas, vinculadas a la historia –una historia que quizás el lector desconoce— y en menor medida a disgregaciones sobre escritores y personajes históricos.

El objetivo de este estilo, muy clásico, por cierto, es limpiar de obstáculos la presencia del acontecer. Así, una neutra y sostenida gramaticalidad crea el terreno de la confianza que lo dicho nos merece: está bien expresado, bien argumentado y lógicamente concluido, aún cuando tal conclusión resulte inversa a nuestras propias expectativas y concepciones. No caben en estos poemas muchas metáforas rápidas, ni fugaces alteraciones de sentido que no conduzcan a una conclusión argumentativa. El estilo, tan seguro en sus pasos, tan firme en sus modos de delinear las situaciones, también parece garantizarle al lector sus mejores esfuerzos en eliminar “ruidos”, barreras u obstáculos de la comunicación. El poema subraya una y otra vez su profundo deseo de comunicarse con el lector.

Si hay temas complejos, si existen conceptos realmente alterados y transformados frente a los que usamos en nuestras interrelaciones diarias, también aparecen imágenes y situaciones bastante concretas, comunes al común de los lectores ¿cómo no identificarse con muchísimos poemas de Pacheco, con los hablantes que viajan en autobús o transitan por alguna calle donde una vieja casa o un árbol han sido derrumbados, esos que se toman una Coca-Cola, se afeitan, se lavan las manos, contemplan una puesta de sol, un arroyo o el mar abatiendo costas y playas?

Para el lector de nuestra época, esta poesía, que crece en México junto con los medios de comunicación de masas, está en ventaja frente a las poesías interiorizadas, tanto las vanguardistas o post-vanguardistas como las mismas contemporáneas suyas por la actitud de crear mensajes altamente comunicables y el afán estilístico de procurarlos. Pero como todas las obras poéticas de su época, la de José Emilio Pacheco siente una profunda pérdida de “poder” ante el lector.

Tal actitud no tiene que ver con el estilo particular de Pacheco, sino con la actitud general que la poesía asumió al abandonar esa capacidad mágica, profundamente transformativa que poseyeron las vanguardias, con sus deslumbrantes metáforas.

El estilo conversacional, por ejemplo, usado en ocasiones o con bastante frecuencia  por José Watanabe y Juan Gelman, respectivamente, también expresa esa sensación de inutilidad del poema. Y eso aún a pesar de que el “conversacionalismo” tiende –al menos hoy en día— a propiciar el acento local, es decir, una visión del mundo parcialmente perfilada por contextos culturales específicos. En otras palabras, dentro del “conversacionalismo” el poeta activa un vínculo comunal en su voz y en cuanto refiere a través de ella.

Ninguna actitud poética, ningún estilo contemporáneo parece devolverle a la poesía lo que desde el Romanticismo hasta mediados del Siglo XX sintió como suyo: una profunda libertad para interiorizarse, imaginar nuevas realidades y juegos verbales. La pasión de imaginar la llevó a excesos y el más grave de todos –que acontece a la altura de las Vanguardias— fue suponer que era el lector quien debía seguirle los pasos a sus quimeras (véase a este respecto la ya clásica exposición de Hugo Friedrich en Estructura de la lírica moderna, escrita originalmente en 1956).

Al igual que la generación de los 60 en Hispanoamérica, la de los 50 en España le  restó cualidades redentoras al poema. La experimentación poética, aún con sus excesos, fue eficaz y legítima mientras el poeta estuvo convencido de que su lenguaje provenía – como en algún momento indicó André Bretón en su primer Manifiesto del surrealismo (1924) — de las zonas más incontaminadas de la mente. Desde que tal convicción empezó a mermar, el poeta ha de ir tras el lector, construyendo dentro de su propio estilo y percepción un puente para comunicarse con él.

Sin embargo, ningún poeta ha enfatizado tanto como José Emilio Pacheco la fragilidad del poema, sus casi nulos efectos en las sociedades, su efímera condición, pues es la mayor víctima, entre todas las artes, de esa absoluta soberanía de la imagen frente a la escritura que hemos venido experimentando desde que nuestros padres y abuelos compraron el primer televisor de casa.

Pero es justamente en tal afirmación, en tal sentimiento de inutilidad del poema, donde podemos hallar –o deducir—el concepto de poesía que Pacheco ha intentado comunicarnos una y otra vez:

Siendo el género que más transformaciones ha experimentado desde el Romanticismo, la poesía es aún el tejido de donde puede nacer la voz más profundamente individualizada de nuestra especie y simultáneamente, la más universal. Tal unísono milagro es el espejo del lenguaje echado al aire o encerrado en una botella que instintivamente arrojan  náufragos de mar y tierra para salvarse de su aislamiento. No hay poesía feliz, a excepción de la escrita por Pablo Neruda –dijo en alguna entrevista Pacheco–, porque quizás desde Safo –añadimos— la poesía ha hecho consciente la misma idea de separación, de diferencia, de irrevocable unicidad de su emisor, quien movido por el deseo de salir de su cerco, hace uso del lenguaje –que es memoria del género humano— e infatigablemente la hiende con aquello que lo aísla: su propia existencia.

Las razones que Pacheco atribuye a la fragilidad de la poesía son muchas, pero nunca pierden el norte, porque el poema es un vínculo fraternal entre el poeta y su lector: comunicados por él, uno y otro se reconocen como presencias o existencia pura –tanto como nos es dable concientizar nuestra propia existencia en desnudez— y por un instante ambos dejan de ser islas a la deriva. 

VI.  Un humanismo más que impertinente.

Vida, muerte, vejez, guerras, aislamiento y dolor. Todo tan poderoso y tan lleno de consecuencias. ¿Qué somos, al decir de Pacheco, sino dolientes criaturas, como cualquiera de cuantas habitan el planeta y ante las que argumentamos superioridad? Sujetos al ciclo reproductivo, a los deseos –el ego es un refinado atavismo que demarca nuestro territorio animal— y a la afanosa tarea de Sísifo, ¿qué somos sino parte de un cosmos que constantemente se hace y se deshace a sí mismo?

Conviene detenerse en estas nociones, tan profundamente seculares. No es sólo la inexistencia de Dios lo que proponen. Tras ella, miles de trabajos humanos se convierten en humo: ideologías, ideales y mitos. El cerebro no es perfectible; las ideas que forja son simples actos de sobrevivencia; sus convicciones no exceden el espacio del pensamiento, no existen fuera de él y éste no resuelve sino añade conflictos. ¿Acaso no es el pensamiento un arma de destrucción? ¿Acaso no nos dividen y destruyen sus creencias?
Conviene, repetimos, detenerse en estas nociones y no despacharlas con prisas, aduciendo que representan una variante hispanoamericana del existencialismo o un grave caso de pesimismo crónico.

Las nociones que Pacheco lleva a su poesía han madurado durante siglos. En materia filosófica empiezan con Kant; en el aspecto científico, mucho antes y gracias a Copérnico, por cuyos hallazgos el género humano llega a entender que la estructura de su pensamiento juega un papel fundamental en la realidad que percibe. Desde Kant, pasando por Hegel y Nietzsche, la filosofía tropieza con Freud, y de allí hasta el presente, sigue cavando en esa vacuidad descubierta hace cinco siglos: no hay relaciones directas o transitivas entre el mundo y el hombre; somos una especie que siente como ajena su propia casa.

Así piensa Richard Tarnas, en cuya historia de las ideas –The Passion of the Western Mind, 1991— considera que, en el avance científico de los dos últimos siglos hemos impreso esa incómoda inseguridad de estar percibiendo en el mundo cuanto nuestra mente proyecta. De ahí, según él, que nuestra ciencia sea fría, impersonal, distinta y distante de nuestras propias emociones. La objetividad que enfatizamos en ella habla más de nuestra sensación de especie solitaria que de la misma ciencia.

Seguramente Pacheco no se ha leído el libro de Tarnas y quizás por eso es tan entrañable y único su poema Historia natural de Como la lluvia:

Acerca de la Luna dice Plinio
que se alimenta de los mares.

Aunque la ciencia lo haya refutado
Plinio conserva la razón poética.

Insiste en que la Luna, estrella árida,
se teje con las aguas de los ríos.

Y arde el Sol porque el fuego se mantiene
con las olas que absorbe del abismo.

Quizás el éxito de The Passion of the Western Mind se deba a los tonos poéticos con que Tarnas expresa una de sus mejores tesis: la ambivalencia del género humano en cuanto a la naturaleza no es mejor que la del niño que ha de convertirse en adulto esquizofrénico. Se trata de uno cuya madre dice amarlo aunque permanece distante y ante quien él no puede o no sabe reclamar explicaciones; un niño forzado, por su natural dependencia de la madre, a vivir circunstancias que considera hostiles pues sencillamente no puede abandonar su casa. Al hallazgo de la soledad en que se encuentra la percepción humana ante tal madre que parece no valorarnos, hay  que añadirle como efecto la increíble dosis de represión, narcisismo y egocentrismo que todos llevamos dentro.

Llegado este punto Pacheco ya no acompaña a la descorazonada filosofía del momento. Su vocación humanista lo atenaza a la ética, pues más allá de toda desazón y presunta esquizofrenia, el ser humano es responsable de sus actos, es decir, de sus guerras y conflictos, que paga cayendo en nuevas guerras y conflictos. Y más allá o más acá del solipsismo de la percepción humana, esas guerras, esa violencia que repartimos a todo cuanto tocamos, ocurre, es un hecho cuya objetiva presencia se nos impone porque reina en nuestras interacciones con todo.

La más que impertinente ética de Pacheco no está interesada en explorar nuevas formas de moral a la luz de los drásticos cambios sociales contemporáneos si no respondemos primero, en tanto meras personas y no filósofos o psicólogos, a esas viejas preguntas que se nos siguen escurriendo de la manga. Y para el buen lector de Hobbes y Freud que Pacheco ha sido, sus preguntas son una retórica implícita; son las preguntas de quien busca una reacción conciliatoria en el género humano.

Un solo poema de José Emilio Pacheco basta para sumergirnos en el centro mismo de todas esas preguntas. Se trata de un poema firmado por el Poeta Loco, un poeta apócrifo que surge en Como la lluvia. Se titula Papá. El poeta loco le habla a un gorila preso y dice así:

“Papá,
¿Por qué al pararte en dos patas
y oponer el pulgar a los otros dedos
(te autonombraste Adán por haber cumplido esta doble hazaña
y dijiste estar hecho de arcilla roja
animada por el Gran Soplo Divino),
(…)
Con tu acto fundacional
nos diste la certeza más perdurable:
La gente mata, daña, veja, humilla, tortura,
sólo porque el hacerlo le da un placer infinito.

Papá,
mejor te hubieras quedado allá arriba en tus árboles
en vez de poner en marcha,
con tu triste ambición de hacerte dios,
todo este gran desastre que no ha cesado
y acabó por hacernos lo que somos.

Así de simple es la pregunta: ¿de qué nos ha servido la civilización, con sus incesantes reformulaciones éticas? Menos violencia hubiéramos procurado de ser menos inteligentes y por lo tanto, menos ambiciosos.

Aquí también se detiene la imagen de redención que nos transmite la poesía de Pacheco, pues no acepta que sea tal violencia un proceso natural de la evolución humana. Para esta poesía no hay perfectibilidad que pueda lograrse a costa de pisar cadáveres.

Aunque nos pese reconocerlo –a nosotros que alguna vez tildamos a Pacheco de apocalíptico–, debemos convenir en que nuestro mundo hispanohablante ha crecido lejos de los grandes debates ecológicos contemporáneos y las debacles filosóficas posteriores a la Revolución Industrial, esas que siguieron avanzando y paseándose durante la primera parte del siglo XX por los campos de guerra. Convengamos en que la percepción de mundo natural contenida en la poesía de Pacheco siempre ha sido más contemporánea que nosotros mismos, sus lectores, y más contemporáneas sus nociones sobre los conflictos humanos.

Convengamos entonces en que ha sido nuestra percepción, inhábil “para soportar tanta realidad” la que nos ha situado en un territorio bastante menos extenso que ése desde donde Pacheco nos habla. 
           
VI. La lírica al rescate de Como la lluvia.

Pero merecemos cierta redención. Y quizás por ello decimos ahora que T.S. Eliot no estaba tan fuera de base al afirmar que no podemos soportar tanta realidad. Quizás a causa de “tanta realidad” Eliot legó versos de incomparable belleza al inglés.

En 1972, Jean Cohen, con ese laborioso método estructuralista que tantas puertas abrió en el estudio de la literatura, vio con gran claridad que el poema está gobernado por un sistema de compensaciones: si por ejemplo, sus sentidos o conceptos aparecen desequilibrados –son ilógicos, están desvanecidos u ocultos-, la forma material del poema –sus secuencias rítmicas— establecen entre sí un sólido orden, una armonía que recupera por sí misma el sentido total del poema.

En resumen: el poema es un juego de equilibrios: para que algo aparezca subrayado en él, algo más debe permanecer en la semipenumbra. Si esa ley es cierta, no es de extrañar que los poetas más trágicos, los malditos y los pesimistas confesos hayan producido excelentes versos que compensaban cuanto de terrible decían con la belleza de sus formas.

Así también Pacheco dota a sus poemarios de una cualidad única: poemas o versos de poemas que en sí portan gran lirismo. En su mayoría son poemas contemplativos, que hablan de la naturaleza. Gota de lluvia y otros poemas, de José Emilio Pacheco (2006) es una antología basada en este tipo de poemas que bien podemos calificar de líricos.

Si bien la palabra “lírica” –usada durante siglos para denominar a aquellas composiciones que iban acompañadas de música–, ha caído en desuso, sería bueno recordar la ya clásica definición de Hegel, pensada de cara al Romanticismo:

El objetivo de la lírica es representar “el sujeto individual, las situaciones y objetos particulares, así como la manera en que el espíritu, con sus juicios subjetivos, sus alegrías, sus admiraciones, sus dolores, sus sensaciones, cobra conciencia de sí mismo” (citado por Demetrio Estébanez Calderón en Diccionario de términos literarios).

De tal definición se desprenden muchas otras. Una de las más claras y documentadas –Emil Staiger: Basic Concepts of Poetics— escrita en 1946 y traducida al inglés en 1991, advierte que el poema lírico es breve y de alta intensidad emocional; el poeta lírico se “rinde” a la inspiración, aparenta ser sólo un transmisor de lo que percibe y borra la distancia que hay entre él y lo contemplado. De allí que las conexiones lógicas no sean realmente necesarias en la lírica y por el contrario, todos los recursos musicales de la lengua se usen a profundidad.

A lo largo de los años y quizás por los temas más frecuentes de su poesía y las  técnicas ya referidas que usa para presentárnoslos, tendemos a olvidar la capacidad lírica de Pacheco, similar a la de poetas como Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda y Octavio Paz, entre otros.

Su lirismo, cuando aparece en estado puro, suele estar contenido en apartados pequeños que Pacheco califica Astillas. Tal lirismo, que invade sus dos primeros poemarios, Los elementos de la noche, 1962 y El reposo del fuego, 1964, concurre con mayor o menor intensidad en el resto de sus poemarios. Su presencia está subrayada en  Irás y no volverás, 1972; Islas a la Deriva, 1972 y Los trabajos del mar, 1983. Después vuelve a mostrarse, quizás en total plenitud en  algunos apartados de El silencio de la luna, 1996 y con menor intensidad en La arena errante, 1998.

Como la lluvia, es, paradójicamente, un poemario bastante menos lírico que el de poemas en prosa La edad de las tinieblas, también publicado en 2009.  No puede ser de otro modo; se trata del libro más denso de Pacheco hasta la fecha, con algunas imágenes  y conceptos inesperadamente oscuros frente a la prístina claridad usual en su producción, pero repleto de excelentes e inesperados movimientos (ver, por ejemplo, La luna rotaAmanecerEl desierto de azogueEl viento de esta noche; y ese magnífico poema titulado Salamanca: un ángulo del Tormes cuya última estrofa dice así: “¿Qué será de estos árboles/ Cuando no pueda verlos/ El día que se ha marchado para siempre?”

Como el poema citado, de intensa carga lírica, no hay muchos, aunque los  ramalazos líricos están por doquier, intercalados aquí y allá, en casi todos los poemas. He aquí uno de los pocos entregados sin ninguna reserva al sentimiento lírico:



El mar no tiene dioses

El mar no tiene dioses porque el mar
es más vasto y antiguo que la tierra.

Es comienzo de todo y por eso mismo
acaba de nacer en este instante.

El rumor de las olas en la arena
es su primer sollozo.

El mar está llorando por nosotros”.

Su brevedad, sus ritmos, el uso continuo de la “r”, una fricativa que puede evocar el avance y el repliegue del mar y la presencia de vocales oscuras (o/u), sobre todo su repetición final, que iguala la calidad sonora de “sollozo” y “nosotros”, hacen del poema, un perfecto ejemplo de lírica.

En él la impropiedad lógica ha negado por un momento lo que Pacheco, a lo largo de Como la lluvia ha afirmado de muchas maneras: la naturaleza es indiferente a nosotros; lo suyo es crecer y multiplicarse, pero no es nuestro Edén, ni fue creada para nosotros; ni nos ama, ni nos odia. Su indiferencia es absoluta.

Muchos de los temas que se expanden en círculos, afirmándose y negándose en la poesía de Pacheco, utilizan para ello tanto la racionalidad clásica como la intensidad lírica: lo que la primera separa, a veces puede ser unido y armonizado dentro de la segunda.

La poesía de Pacheco es ciertamente una nueva guía para perplejos: sin dioses, sin mitos y sin ideologías, avanzamos hacia la desnudez de la muerte. No habrá sorpresas en el camino, ni recompensas, ni redenciones. Sólo el instante en que, distraídos, profundamente distraídos por tanto esfuerzo, incertidumbre y ambición, miramos al mar de frente y su susurro, tan similar al llanto, nos hace deponerlo todo. Sólo ese mar, que se extingue como nosotros, tiene en ese instante sentido.

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Venezuela, 1953.
Profesora Asociada de Howard University (Washington, DC). En 1989 completó sus estudios de doctorado en la Universidad de Maryland con una tesis sobre la novela nicaragüense. También fue editora del libro de artículosCambios estéticos y nuevos proyectos culturales en Centroamérica. Es autora de varios artículos sobre literatura nicaragüense y poesía hispanoamericana.