Obra magna de magnolias, magno olor que a magno olía

5 febrero, 2024

Don Trinidad
se siembra,
se reproduce
en todas partes
no comprende
tan estrafalario jardín,
este hortus animal,
que relincha, cabalga, se disfraza.
Con todo y todo,
dueño de sutil, lingüística beligerancia,
le “hace la lucha”:
no se da “por vencido”.
Viene caminando
a buen paso
centenario
desde la confluencia
del sueño
y el recuerdo,
sin imágenes poéticas
que empañen:
el sueño real donde era uno
con las plantas y el recuerdo
de haber despertado
con hojas en las manos.
De su casa omnipresente
trae envuelto en varias capas
-una seda, la primera
que acaricia pieles tiernas;
otra de cáñamo, yute,
que protege esa membrana;
y, por último
una gruesa de linóleo,
por si llueve-
el hijito pródigo / niño prodigio
de su magnolia, que,
por sabido se calla
-aunque no resisto mencionarlo-,
no se ha cansado de rebosar
hasta la saciedad,
hasta el desprecio,
enormes, carnosas flores blancas.
Prepara la cuna,
el pozuelo que ha cavado
con muchísimo cuidado, rellenándolo
con una mezcla variopinta de tierra de hoja
y humus, esencial auspicio de sus ancestros.
Calcula
la óptima luz directa
que bañará a esta criatura;
ha podado los árboles circunvecinos
hasta crearle, encima,
una especie de tonsura,
una aureola, un halo.
Vigila los pasos,
el desenvolvimiento,
a partir del brote:
un puntito verde tierno
que se transmuta
en esmeralda, verde botella,
y verde oscuro el tallo.
Va  creciendo a ritmo acompasado
una especie de arboleda miniatura
que, con el tiempo, será un gigante
proyectado a las alturas,
un candelabro en ceremonia permanente
que abre los brazos hacia lo inasible,
hasta rebasar frutales y pinos,
como si fuera un papalote
“sin cola o cuerda que lo regrese a tierra”:
ha desplegado ya sus alas-ramas,
es follaje pleno, precioso, preciosísimo.
Pero del tan aguardado
advenimiento de las flores,
nada.

Tienes que florear (no florecer),
musita con ternura.
Guarda silencio.
Retoma el hilo:
Tienes que florear tienes que tienes…
Pasado un tiempo
pierde la paciencia y grita:
maldita seas,
sin pétalos que se abran
no puede elevarse
el olor de tu alma.

Harto, entonces,
muestra la violencia típica
de la Voz persa del Paerdís, la atronadora,
agarrándola a cuerazos sin pasársele la mano,
sin sacarle sangre,
precisamente el día de San Juan,
para que le y se duela,
llore, forme un río,
y sola se bautice.
Hasta que la flor emerja
como la cabeza
del sumiso
en el Jordán de la leyenda.

Asterisco 1

Probablemente hay dos cosas que este Jardinero ignora. La primera y más importante es que semejante flor no cuenta con pétalos. De manera que, al increparla y reclamarle lo que no está haciendo, le pide algo imposible a los (pétalos de) esta flor bisexual, verdadero dinosaurio del mundo vegetal, generada, según algunos, hace 20 millones de años; 95, según otros. Tan antigua que su obediencia al “creced y multiplicaos” nada tiene que ver con las abejas; cuyas varias maneras de existir hoy se encuentran en peligro de extinción, y no responden, aunque uno se llene la boca con sus apelativos: Acuminata, Virginiana, Glauca… La segunda es que la suya, que no corre el riesgo de esfumarse, requiere algo más que cuidados o exigencias “de sentido común”: mirar de frente y oler los jugos de la raíz misma del nombre: Grandiflora, o bien, Foetida.

            ¿Acaso despediría, en realidad, un tufo, algo horrendo que no solamente impidiera la apreciación de este milagro, sino hiciera a alguien incluso proponer un cambio de connotación de la grandeza a la fetidez? John Muir, naturalista de la estatura de Lineo o de Humboldt, llamado por sus contemporáneos “John de las Montañas” pues tuvo a bien crear los parques Nacionales por amor, en 1913 recibió una carta de su amigo Charles S. Sargent desde Harvard, nada menos, sugiriéndole el trueque. Obviamente no le hizo ninguna gracia, se mostró sorprendido, y rechazó algo que degradaba a quien nada mostraba de la aludida pestilencia, al contrario. No obstante, el nombre permaneció entre sombras como segunda forma de referirse a la Magnolia Grandiflora.

            Esto me huele a mí a otra relación, porque la he vivido en carne propia, y a las verdades escondidas en los dichos populares: nunca segundas partes fueron buenas, o nadie sabe para quién trabaja. Después de mi nacimiento, tan tierna como el hijito que Don Trinidad sembró, mandaron a hacer el “bolo escrito” para mi bautizo, ese documento formal, papel cascarón con la imagen de la Virgen impresa, bañada en cobre, y grabado, con el mismo metal, el nombre de la criatura: Laura Patricia, en este caso. Nombre compuesto, espejo de: Magnolia Grandiflora. Sin embargo, olía mal (a Foetida) en estos atrevimientos humanos de selección de un alias para toda la vida. El destino jugó una buena (o mala) pasada: había que “darle gusto” a alguien que había perdido a una persona muy querida, y deseaba recordarla en esa recién nacida imponiéndole el mismo nombre: Pura. La “fetidez” de este nuevo modo de identificarme, en verdad, a fondo, no tiene que ver con un olor, sino con lo puramente “fetal”, otra “fetidez”. Laura Patricia se quedó en el feto, y Pura en la fetidez. Ignotos los designios de Fortuna.

Sin yo saberlo
se realizaban
cósmicas labores.
No había un alma
que otorgara peso y sentido
a quien ya no era feto y lo tendría
que ser por voluntad humana,
vulgar, como quien regala
una botellita de perfume
por complacer,
pura fragancia,
y al abrirla
se llena de la esencia,
del feto, su fetidez.

Asterisco 2

William Wordsworth, que en el apelativo familiar llevaba el valor de la palabra, reconoció ya grande, en el “Preludio”, el peso espiritual que rezuma en la vida del hombre que fuew marcado desde feto, desde niño, desde siempre:

“y no me cabe la menor duda
de que, en este tardío momento,
cuando la tormenta y la lluvia
golpean el techo a medianoche, o de día
cuando me encuentro en el bosque, sin yo saberlo,
las labores de mi espíritu se revelan”.

La intensidad
de un magno olor
de par en par
me abrió y llevó jalando
con hilo de pescador
cuyo anzuelo se encajaba
en todos los sentidos hechos uno,
volviendo un océano este cuerpo,
los vellos nasales algas, meras algas.
Filamento de cáñamo que con gran angustia
logré reconocer, recordar: pertenecía a la tela
que protegía la epidermis de aquel niño prodigio.
Allá la flor me aguardaba.
Sin botar.
La promesa
en calidad de feto alerta.
Un libro cerrado, de páginas en blanco.
Muy de carne.
Magno olor de esta vida,
¿por qué siento tu odorífera materia
por doquier
menos en tu circunscripción?
En la cañada del jardín de un recinto público
quiero escapar de ti, de tu múltiple presencia,
atípica e inapropiada floresta de grandifloras.
Una especie de plaga.

En mi espacio, en cambio,
mantienes tu cuerpo de esperanza.
De espectral promesa.
Para que no me haga “las ilusiones”
de tu realidad.
Para que no viva de ellas.

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Ciduad de México, 1952.
Es poeta, ensayista y traductora. Estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es autora de Borrosa imago mundo (2021) y otros poemarios publicados bajo distintos sellos editoriales (Conaculta y Fondo de Cultura Económica, principalmente), así como varios libros de ensayos publicados por la UNAM. Ha recibido los premios Nacional Alfonso Reyes, Nacional de Traducción Literaria, Xavier Villaurrutia, el Premio Nacional Inés Arredondo a la trayectoria literaria, y, recientemente, el Premio Alfonso Reyes en Humanidades, este último otorgado por el Colegio de México. Ha traducido la obra de autores notables como: Seamus Heaney, Emily Dickinson, Louise Glück y Alastair Reid. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Vive en Cuernavaca.