Remembranza de un escritor incómodo: Eduardo Galeano

21 mayo, 2018

Este mes de abril se cumplieron tres años desde que falleció Galeano. ¿Qué cosas llamaban la atención de este incómodo personaje, visto de cerca?


La primera obsesión de Eduardo, bien conocida tanto visto desde cerca como de lejos, era su compromiso con los “naides”, con quienes no tienen nada, los explotados a quienes nadie escucha ni ve, y con los indígenas y afrodescendientes. Así lo atestigua toda su obra, y también su cercanía con los mineros de Llallagua, en Bolivia, quienes habían sufrido una matanza ordenada por el dictador Barrientos y a quienes Eduardo trataría de explicarles con palabras cómo era la mar que nunca alcanzarían a ver; o su apoyo a la revolución sandinista original; o su entusiasmo por el movimiento zapatista chiapaneco; o su simpatía hacia el movimiento del 15 M en la Plaza Mayor de Madrid; y, sobre todo, su defensa de los indígenas originarios del Continente, en la estela de Fray Bartolomé de las Casas. Ellos cuidaban la salud de la Pacha mama, la madre tierra, que los blancos despreciaban. No había confusión: él, como Don Quijote, siempre del lado de los oprimidos. Como confesó: “… escribo intentando que seamos más fuertes que el miedo al error o al castigo a la hora de elegir en el eterno combate entre los indignos y los indignados”.

Ahora bien, Galeano no sólo era un personaje incómodo para las clases dominantes por sus denuncias a su avaricia o a la opacidad de sus poderes; también lo era para quienes apoyaba, cuando juzgaba que cometían errores. Él decía lo que pensaba y actuaba como sentía, sin máscaras ni dobleces. Apoyaba las causas en las que creía, sí, pero las matizaba con su espíritu crítico. Un ejemplo: aunque aplaudió que Cuba no se sometiera al Imperio norteamericano, tampoco dejó de expresar que debía respetar las libertades. Quería Justicia y Libertad, así, con mayúsculas, sin renunciar a ninguna de las dos. Otro: durante la primera legislatura del Frente Amplio, hizo campaña contra los planes del Gobierno (de “su” Gobierno) de construir una central nuclear. “Y ¿quién va a dirigirla? ¿Homero Sympson?”, ridiculizó en la televisión. Ganó el “no”.

Después está su extraño trabajo preciosista, tan difícil de catalogar, mezcla de prosista y poeta, de ensayista y escritor, de historiador y sociólogo, de cazador de palabras y contador de historias, de testimoniante -puestos a inventar palabras- de pequeñas historias que explicaban la gran historia. Él se preguntaba: “¿Por qué no asomarme al universo por el ojo de la cerradura? ¿Por qué no contar la historia grande desde la chica?” Y ahí aparece la búsqueda constante de la belleza y la perfección en cada párrafo, a lo que no era ajena Helena Villagra. Cada palabra, era una pelea entre ambos: “Esta no” -clamaba Helena-. “¡Cómo que no! ¡Esta se queda!” -sentenciaba él-. “No suena bien, haz el favor sustituirla” -insistía ella-. Y así hasta que llegaba el armisticio. Entonces había luz verde para enviar al editor. De esos conflictos iban surgiendo sus frases antológicas y minimalistas, como: “Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. ¿Alguien conoce alguna manera mejor de definir al ser humano?

Eduardo veneraba a sus maestros, a quienes, por una vía o por otra, siempre recordaba. Eran tres. El primero, Rulfo, a quien nominaba “el padre de todos nosotros” (de los escritores latinoamericanos del boom). El segundo, Onetti, de quien afirmaba aprender tanto de sus silencios como de sus mentiras. Y te lo describía en la cama, en pijama, fumando sus puchos, bebiendo vino malo y callado; hasta que de repente sentenciaba alguna provocación, como: “Las únicas palabras que merecen existir, son las palabras mejores que el silencio”. Y al cabo de un rato: “Eso dice un proverbio chino”. Y Eduardo sabía que lo del proverbio chino era mentira; y Onetti sabía que Eduardo sabía; y Eduardo sabía que Onetti sabía.

El tercero era Carlos Quijano, el fundador y director del semanario Marcha, el que clausuraría la dictadura después de más de 30 años de existencia y en el que un Galeano casi adolescente se estrenaría con sus dibujos y primeros textos. Recuerdo como maldijo con una frase de Quijano a Tomás Borge -cuando ya había fallecido-, uno de los fundadores del Frente Sandinista, coronado con un gran prestigio en América Latina, pero que traicionó a la revolución obnubilado por el poder y el dinero: “El único pecado que no tiene perdón es el que peca contra la esperanza”.

Conocí a Eduardo Galeano y a Helena Villagra en Uruguay, durante mi primera misión con el Instituto de Cooperación Iberoamericana, allá por el año 86, gracias a Sixto Martínez, delegado de Efe entonces en aquel país. Yo ya había leído las Venas abiertas de América Latina y me sentí muy honrado al ser presentado a tan curioso personaje y a su mujer, ambos de intensa mirada azul y ambos apasionados por las mismas causas.

Eduardo y Helena habían llegado el año anterior desde Arenys del Mar, donde se habían refugiado huyendo del terrorismo de estado que implantó en 1976 aquella desalmada Junta Militar argentina encabezada por los Videla, Massera y Agosti. Para Eduardo, quien ya había sido detenido en Uruguay durante el golpe propiciado por Bordaberry en 1973, y quien se había asentado en Buenos Aires después de haber sido obligado a abandonar su país, cruzar el océano significaba un segundo exilio.

Regresaron a Uruguay en cuanto se reestableció la democracia en 1985 y se hicieron con una casa en Montevideo, en el Barrio Malvín. Allí plantaron al lado de la entrada una ancla de tamaño considerable, símbolo de que de allí no se moverían nunca salvo por propia voluntad. Eduardo adornó con coloridos dibujos la fachada y ¡cómo no! levantó el característico parrillero rioplatense para asar carnes a la brasa.

Siempre he sentido gran admiración por Pablo Neruda, por su obra – Canto General…- y por la persona comprometida que era con la realidad social de su tiempo; un individuo muy ligado a la República española, quien ayudó a salir hacia Chile, a bordo del Winnipeg, a más de dos mil compatriotas de los internados en los campos de “acogida” franceses; un personaje, en fin, que había padecido el exilio y la persecución por sus ideas, y un gran disfrutón: de la buena mesa, de las conversaciones con sus amigos y del buen vino. Y así era también Eduardo: un escritor reconocido -Memorias del Fuego…- comprometido con su tiempo -que es el nuestro-, también cercano a España, también exiliado y perseguido, y amante del buen vino “para festejar la vida”. Y gran amigo de sus amigos. Helena afirma, “profesión de Eduardo: amiguero”. Galeano, te extrañamos. (@mundiario).

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