
Panorámica sobre el Arte Nicaragüense
1 junio, 2025
Desde niño amaba la pintura. La pintura y su hermana la poesía fueron siempre en mi vida novias dulces y amantes en quienes depositaba cargamentos de secretas ternuras, compañeras de los ocios (ocios mansos del alma, que decía el divino Figueroa), consuelo de las tristezas, corona de las alegrías. La pintura, más activa y física camarada, más tangible y corpórea, porque el pintor, como dice Carlos Martínez Rivas en el Canto fúnebre a Joaquín Pasos, tiene en la forma y las herramientas de su trabajo más material artesanal, y consolaciones de que carece el poeta, totalmente intelectual y metafísico.
Los intores al menos tienen c o s a s. Pinceles
que limpian todos los días que guardan
en búcaros de barro y loza que ellos compran.
Búcaros muy pintados y de todas las formas
que ideó para su propio consuelo el hombre simple.
Amaba yo la Pintura, dije, desde niño, y teniendo lápiz o colores y papel, podía pasar tumbado en el suelo dibujando, sin acordarme de comida ni juego. Mis familiares, viendo mis santos y mis payasos, probablemente deformes monigotes, pero siempre acusando mis dos temas aún ahora favoritos, esperaban que yo sería un genio del arte, y mi madre, que a veces pintaba y con frecuencia bordaba preciosos bordados, con vanidosa ingenuidad enseñaba mis obras maestras a las amistades y las guardaba con amorosa ternura.
En mi casa y en la de mis abuelos, bellas casonas de nuestra más pura arquitectura colonial, había muchos cuadros nicaragüenses y traídos de Europa: copias de Millet, David y Delacroix y algunas escenas de París bastante buenas, a la manera de los impresionistas que yo estudiaba y admiraba, cuyos pegotes, al parecer groseros o descuidados, daban una mejor impresión de realidad. Pero me atraían sobre todo los severos retratos de familia, destacándose dentro de sus negras molduras y sombríos fondos, viviendo una vida misteriosa e inquietante a la par de los monumentales roperos, en la silenciosa penumbra de los espaciosos aposentos donde a veces me desasosegaba, al extremo de desvelarme. Este fue mi primer encuentro con la pintura y el arte nicaragüense.
Hoy quiero referir de paso, en forma breve, por cierto, lo que de ese nuestro arte he visto y vivido a través de muchos años de buscarlo y coleccionarlo con verdadera ternura de enamorado. Os he invitado para que veáis conmigo, con el cariño con que yo siempre lo repaso, este amadísimo álbum familiar, modesto y valioso al mismo tiempo, sin hacer comparaciones, ni indulgentes ni enojosas, con el gran arte de otros países. Creo que estamos obligados a darnos exacta cuenta de lo que es y de lo que vale y de su verdadero significado para nosotros, como herencia y mensaje de nuestros antepasados, como cimiento y raíz de nuestra cultura y corazón de nuestra nacionalidad, extraña, admirable y tan finamente observada y estupendamente puesta al descubierto por Pablo Antonio Cuadra en su ensayo sobre El Nicaragüense.
Durante mis estudios de Arte en la California School of Fine Arts y en el Art Students League de Nueva York, tuve el privilegio de recibir lecciones de distinguidos artistas europeos y norteamericanos, algunos de reconocido mérito internacional como Maurice Sterne, en ese tiempo profesor huésped de pintura, y Diego Rivera, gloria de la pintura americana y universal. En ese entonces Rivera pintaba un mural en mi escuela y mis compañeros y maestros me encontraron un fabuloso parecido con él (resultante seguramente de nuestra común ascendencia indígena), al extremo de llamarme “el hijo de Rivera”, parentesco que hacía sonreír indulgentemente al Maestro. Fue en esos centros académicos que aprendí, no tanto a dibujar, pintar y modular, cosas en la que siempre reincido después de temporadas, pero que, a pesar de mi gran afición, me di cuenta que nunca desarrollaría, sino a admirar y amar con sincera pasión el arte de nuestra época, tan sintomático de las debilidades y enfermedades del hombre actual y que en aquel tiempo era (y aún hoy continúa siéndolo en menor grado) tan inaccesible y hermético para la mayoría.
Las clases de Historia del Arte y de la Cultura, con la eficaz ayuda del proyector; las exposiciones de la escuela y de los salones de arte; las visitas a museos -especialmente el de Arte Moderno de Nueva York-; la asistencia a charlas y conferencias; y la Biblioteca, con sus textos y libros con magníficas reproducciones y los saqueos que allí propiciaron mis amigos artistas y poetas; y, sobre todo, la tertulia, con sus apasionados comentarios y controversias, alimentaron la llama de mi entusiasmo, me abrieron caminos, orientaron mis inquietudes y equilibraron mis extravagantes audacias.
A mi regreso de los Estados Unidos pude constatar con pena que, en nuestra Nicaragua, donde el pueblo es naturalmente inteligente y se desperdician extraordinarias aptitudes por falta de oportunidades, el atraso era evidentemente inmenso y yo impotente para construirlo o cambiarlo todo. Un poco descorazonado, me conformé con ser predicador constante, las más de las veces en el más árido desierto, y reunir modestamente en mi casa a un grupo de amigos con quienes pintaba y a quienes hacía estudiar mis libros. De estos amigos discípulos de entonces, algunos han consumado el hobby de la pintura, como los Dres. Francisco Barberena Bendaña y Ernesto Ramírez Morales, y otros, como Ramen, llegaron a sobresalir mostrando fulgurantes cualidades que la agotadora lucha por la vida fue oscureciendo después.
Por ese tiempo era yo gran amigo y asiduo visitante del maestro Jorge Navas, escultor granadino cuyos innegables méritos saltan a la vista contemplando sus estatuas y relieves de las Catedrales de León y Managua, sobre todo si se tiene en cuenta su modesto origen y escasa cultura, sin ninguna guía en una disciplina hacía tiempo extinguida en esta tierra. En su taller, donde Ramen y yo traveseábamos con barro y cemento, conocí al maestro Toño Sarria, cuyo monumental Vía Crucis en la Catedral de León es perdurable monumento a su memoria, y fue él quien me invitó a visitar el círculo de Bellas artes de Managua, un simpático grupo de aficionados a la pintura, que en ratos libres se reunían a pintar en local y con modelo que pagaban entre todos, y cuyo indiscutible jefe era don Pastor Peñalba, hombre bondadoso y afable, optometrista de profesión y pintor de afición. En ese círculo conocí a Chilo, el gracioso caricaturista de La Noticia, al arquitecto español Víctor Sabatis, de imborrable memoria mientras continúe escandalizando, no el pudor, sino el buen gusto con el impúdico adefesio de la mujer del kiosko en el Parque Central, y allí también encontré a un antiguo amigo y distinguido artista con quien siempre me han unido lazos de entrañable y sincero afecto: Ernesto Brown.
Fue por ese tiempo que me nació la idea de buscar y reunir cuantos ejemplares pudiera de pintura e imaginería nacional, colección que pudiera servir de fundamento al estudio del arte nicaragüense. Y a los retratos e imágenes que yo encontré en mi casa como propiedad de mi familia, he procurado ir añadiendo piezas, cuya consecución me ha costado a veces años de persecución y no pocas graciosas peripecias, al tratar de convencer a los dueños, casi siempre apegados a sus antiguos objetos; ofreciendo dinero y a veces trueque por objetos de utilidad doméstica o imágenes modernas. Así fue el caso de una bella Madona del Rosario, inmenso cuadro con las figuras de tamaño natural, cuya adquisición me costó tres años de retórica, en frecuentes visitas a la ancianita dueña. Y que al fin troqué por una estatua moderna de la misma Virgen del Carmen, doscientos pesos en efectivo y una butaca austríaca para que descansara del peso de sus años y de la separación de su Virgen. A esta misma Madona (de belleza muy tipo nicaragüense, sin empaque celestial, humana y aún cercana, como una linda vecina sentada en la puerta de su casa cargando su muchachote rollizo y picaruelo), bastante deteriorada por los años en fondo y manto, que algunos ignorantes retocaron, tuvimos que quitarle unos retoques con especiales faumentos, el pintor Omar de León y el que habla, apareciendo entonces la primitiva pintura, el taburete donde está sentada, una corona imperial en la cabeza de la Virgen, y su blanco pañizuelo muy delicado debajo del manto azul, todo yaciendo perdido debajo del irreverente repello.
Ahora puedo, casi solamente con los cuadros de mi colección, que algo ha crecido a pesar de los escasos medios con que cuento, trazar una línea bastante continuada y precisa de nuestra pintura, señalando los principales puntos que marcan su evolutivo desarrollo. Intentémoslo, en forma somera, apuntando los más importantes nombres con los más imprescindibles datos para dar siquiera una idea del conjunto.
Partiendo desde los primitivos, caligráficos dibujos de los petroglifos, cuyo descubrimiento y estudio tanto ha impulsado en nuestro país el Hermano Hildebert, de las Escuelas Cristianas, pasando por la estatuaria pétrea monumental, representando dioses o héroes con el Totem, o animal símbolo de las preferencias cinegéticas del clan, la pintura propiamente dicha nace en la cerámica y en los códices, puesto que hasta ahora no hemos encontrado murales, ni creemos que existe ninguno, pues conquistadores y cronistas minuciosos y objetivos nos darían razón de su existencia, aunque sí hablan de los códices, cuya destrucción en Managua, por orden del Padre Verdelete, nos la refieren como obra de celo religioso, para destruir la influencia demoníaca de los supersticiosos indígenas. La única muestra de esa primitiva pintura que ha llegado a nosotros en numerosos ejemplares, es la pintura sobre cerámica, especialmente en idolillos, pebeteros, ánforas, cazuelas y platos típicos, cuyo estudio ha sido clasificado en razón de sus diferentes técnicas, materiales, formas y sitios de origen por distinguidos científicos extranjeros, y cuyos más bellos ejemplares sólo pueden admirarse desgraciadamente en museos del exterior. Yo he tenido oportunidad de ver con los envidiosos ojos de mi patriotismo piezas de deslumbradora belleza en Berlín y Hamburgo y sé que aún en recientes épocas ha habido extranjeros que por falta de leyes o de su efectiva aplicación, o burlando ambas cosas con influencia o dinero, han logrado sacar de nuestras fronteras inmensas y preciosas colecciones de ese inapreciable tesoro de nuestro arte precolombino, con el que luego comercian en otras tierras.
La conquista española, de tenebrosas y aterradoras páginas de inmisericorde crueldad por parte de los conquistadores, fue atemperada y equilibrada por la apostólica caridad de los frailes, casi siempre en lucha con sus coterráneos para defender a los indios a quienes ya desde el principio reconocieron como una raza noble e inteligente, y cuya capacidad y cualidades aprovecharon y estimularon, enseñándoles todas las disciplinas profesionales, artesanales y artísticas conocidas en la Europa de ese tiempo, con lo cual se formó, no solo el mestizaje de la sangre y de la raza, sino el de la cultura y el espíritu, componente que, incorporando luego otras corrientes raciales y culturales, principalmente la de la raza negra venida a nuestras tierras del África milenaria en los cargamentos de esclavos, dio como producto el tipo de hombre y cultura americana, que es el tipo total y universal, síntesis de todas las razas y culturas del mundo.
De esa época de iniciador mestizaje hay todavía bellas muestras en algunas iglesias, especialmente en imaginería, y yo creo poseer la más primitiva pintura colonial, probablemente del siglo XV, en tela sobre tabla, con figuras estilizadas de colores planos y línea muy pura, con toques de oro en joyas y adornos y cierta inexplicable reminiscencia oriental que he encontrado en numerosas de nuestras pinturas primitivas. Las figuras representando San José, la Virgen y el Niño, sentados en respetables sillones, y, a ambos lados, en figuras más pequeñas y a más bajo nivel, también sentados en sillones, un caballero y una dama, con trajes de la época, adornados con golillas y puños de encaje y bastón en la mano del caballero, que bien pudieran representar a gobernadores u otros empingorotados señorones, haciendo de ésta lo que en Europa se llama Pintura Votiva, donde se sitúa a la par de las divinas figuras retratos de los donantes, fundadores o protectores de iglesias y conventos.
Anónimos pintores, algunos de los cuales deben haber sido legos en conventos, nos dejaron preciosas tallas y pinturas de asuntos religiosos, en su mayoría vírgenes con el niño, asunto de su predilección, ya que plausiblemente la Maternidad de la Virgen María sustituyó su disculpable devoción a la Diosa de la Fecundidad, símbolo de la fuerza motriz del universo en todas las religiones del mundo.
El primer pintor que conocemos ya con nombre y apellido es don Adolfo León, artista masayés de extraordinarios méritos de quien conozco cuadros religiosos y retratos (poseo, entre otros, el de una dama anciana, vestida con güipil bordado y enagua floreada, teniendo en su regazo a su nieta, niña sonrosada con la frescura de una flor. Pero el más importante de esa época es, sin discusión, el leonés don Toribio Jerez, hermano del Gral. Máximo Jerez, una de las más contradictorias y apasionantes figuras de nuestra historia. Político y guerrero como su hermano, aunque de menos cuantía, participó a su lado en las turbulentas peripecias de nuestra historia, sin la extraordinaria cultura de su hermano, cuyos inmensos conocimientos, afirma don Enrique Guzmán, le llevaron a la convicción que aquel hombre era más sabio profesor que hábil político, con un carácter complicado de enredismo criollo, del cual comenta un poco acremente el mismo Guzmán, pero con cierta nobleza y generosa sinceridad que lo enaltece, al decir de don Pedro Joaquín Chamorro en su obra sobre Jerez, citando testimonios de sus protestas a la tortuosa política del caudillo leonés. Era don Toribio, pintor por naturaleza, que fabricaba sus propias pinturas según antiguos secretos con tierras y vegetales, y con una tan prodigiosa memoria fotográfica que podía reproducir fielmente después de muchos años, retratos de gente fallecida por encargo de sus familiares. Su dibujo, aunque un poco seco y tieso en los miembros y algo incorrecto en articulaciones y manos, acusa vigor y firmeza en las facciones y profundidad en el carácter. Se recorría Nicaragua entera pintando retratos en casas acomodadas, puesto que los he encontrado numerosos en muchas ciudades. Su pincelada es muy fina y de muy delgado empaste, que, con la materia de la misma, la expone a desprenderse y deteriorarse con facilidad. El color bastante pobre, es austero y sobrio, y el conjunto es siempre de gran dignidad. Poseo muchos cuadros de don Toribio, y son excepcionalmente hermosos por el carácter, el de mi bisabuela doña Mercedes Wallope de Noguera, el de mi abuela doña Tomasa Noguera de Fernández, y el de mi padre don Fernando Fernández, niño de cinco o seis años.
Entre don Toribio y don Adolfo León, verdaderos cimientos de la pintura nicaragüense, y nuestro arte contemporáneo, debemos situar muchos nombres y movimientos que mantuvieron siempre encendida en nuestro país la llama del Arte. Hay uno especialmente notable, de apellido Abella, paisajista de rico colorido y romántico carácter, de cuya paleta hay dos escenas en el Museo Nacional de Managua, teniendo yo en mi colección una que perteneció al Dr. Juan Ignacio Urtecho y me fue legada por su hija, la Srita. Ritana Urtecho. Esta misma representa una escena de casa pobre en los alrededores de Granada, con la típica apariencia de esa clase de viviendas, con payasos y zopilotes y enlodados caminos, y esa luz clara y purísima del paisaje granadino que todos los pintores y artistas, aún extranjeros, han notado siempre como su principal característica.
En León vivió y pintó el maestro Juan Bautista Cuadra, más excelente aún como dibujante que como pintor, y cuyo asombroso claroscuro en el dibujo pudiéramos comparar con el de algunos renacentistas. En Masaya, Pedro Ortíz, de quien quedan agradables paisajes, y en Granada don José María Arana, caballero de la más distinguida familia y pintor por afición que dejó gratos cuadros con pintorescos rincones de Granada. En esa línea debemos recordar también a don Carlos Bolaños Álvarez y a don Cayetano Ruiz Ibargüen, que pintó con algún éxito aún fuera de nuestras fronteras, y, sobre todo, a don Alejandro Alonso Rochi, quien con mayor cultura pictórica que los anteriores e indiscutibles triunfos, sobre todo de tipo económico, ha cultivado el género de “naturaleza muerta”, el “bodegón,” como lo llaman los españoles, mereciendo sus flores elevados precios en el mercado artístico y un bello poema de nuestro Salomón de la Selva, titulado A las flores de Alonso Rochi.
Fundada la Escuela de Bellas Artes, de la cual fue gran impulsador y protector el Dr. Emilio Lacayo Lacayo, llegó a ser su director el Prof. Genaro Amador Lira, quien había estudiado en México a la par de Cayetano Ruiz Ibargüen y sobresalido en pequeñas tallas de madera representando animales en movimiento, y cuya obra más notable fue la formación de dos escultores que honran el arte nacional con esculturas de gran vigor y belleza: me refiero a Edith Grön y Fernando Saravia, el último por muchos años profesor de escultura de la Escuela de Bellas Artes.
Con Rodrigo Peñalba, a quien conocí antes de su viaje a Europa, cuando ambos estudiábamos donde Matamoros, y a quien visité en su estudio cuando supe su regreso a Nicaragua, he cultivado desde entonces una gran amistad. Recuerdo que, en mi primera visita, comentando sus cuadros, saqué a relucir nombres de pintores contemporáneos, Rouault y Matisse entre otros, y mi conocimiento de ellos le entusiasmó tanto que, llamando a su padre, mi antiguo amigo don Pastor, le dijo que yo era probablemente la única persona en Nicaragua, junto con él, que conocía de esas cosas. Rodrigo Peñalba es, sin discusión ninguna, no sólo el mejor pintor nicaragüense, sino el creador de una escuela y una generación de pintores y artistas a quien él creó y modeló, produciendo en nuestro país ese fenómeno ya notable, incluso desde fuera, de un pléyade de distinguidos nombres cuyas facciones y características individuales él descubrió y respetó con insuperable maestría, porque poseía esa primordial cualidad del verdadero maestro: saber desaparecer o hacerse al lado de la obra del discípulo, cultivando la verdadera y a veces borrosa personalidad de éste, sin ningún egoísmo. Y así ha sido la labor de Peñalba en doble dirección. Cultivando su propia y excelente pintura, digna del mayor encomio, especialmente en los cuadros de su primera época, en retratos y apuntes de sus hijos, el bello y famoso retrato de Mimmí Hammer (que mereció ser robado, honor no compartido con ninguna otra pintura nicaragüense) y el cuadro Las Molenderas, en que aprovecha al máximo la inspiración de lo autóctono nicaragüense. La otra dirección en que se ha prodigado Peñalba es como apunté interiormente: la formación de ese conjunto de jóvenes valores, cuya calidad y número no ha podido menos que llamar la atención de inteligentes críticos y conocedores de allende de nuestras fronteras, que han descubierto este movimiento de tipo grupal que, parejo con el movimiento de poesía moderna, constituye un verdadero fenómeno cultural en la tierra de Darío.
Los nombres ya suficientemente conocidos de los componentes de este grupo son, en su primera generación: Armando Morales, granadino, cuya auténtica calidad le hizo sobresalir desde el principio, ganando luego muchos premios y becas en el extranjero, donde sus cuadros se cotizan en altos precios. Su pintura era, a mi juicio, superior en su primera época, de la cual son inolvidables ejemplares los cuadros La Estampida y Jaula con pájaros. Omar de León, de desbordante imaginación poética (escribe poesía de estupenda calidad) es versátil e infatigable en audaces y misteriosas búsquedas. Su pintura, como la de Picasso, habría de clasificarse en diferentes y diferenciados períodos. Francisco Pérez Carrillo, Cesar Augusto Caracas y Noel Flores, los tres primeros becados en la Academia de San Marcos de Florencia, ahora prestando su concurso en la enseñanza del Arte; Guillermo Rivas Navas, de exquisita elegancia decorativa en sus cuadros, y, de ese tiempo, Ligia Acosta, Mimmí Hammer, Ramona de Caracas y Jaime Villa, que formaban compacto grupo de dorada bohemia en alegres tertulias y fiestas de amable recordación.
La nueva generación, que ya ha dado mucho que hablar y de la cual se espera aún más, la componen: Leoncio Sáenz, cuyas extrañas tintas expresan telúricos misterios; Genaro Lugo, justamente premiado por extraordinarios cuadros en el Concurso del Centenario Dariano; Izquierdo, guatemalteco de origen y de nicaragüense formación; Alejandro Aróstegui, de extranjera formación y médula nicaragüense; Orlando Sobalvarro, verdadera realidad y mayor promesa; Silvio Miranda, con magnífico color y excelentes aptitudes para el retrato; Alberto Icaza, Leonel Vanegas, Héctor Marín, y otros cuyos éxitos futuros habrán de traer gloria a Nicaragua.
Y en aparte y con mayúsculas floridas, como diría el Padre Pallais, la trinidad de nuestras primitivas, de las que no debería hablar ahora, porque de ellas habría que hablar aparte, en una charla dedicada a ellas: Doña Salvadora Henríquez de Noguera, dama ya fallecida en San Carlos, Río San Juan; doña Asilia Guillén, ya demasiado conocida y elogiada dentro y fuera de nuestras fronteras para poder añadir nada a su justo elogio, y doña Adela Vargas de Icaza, que en su corto tiempo y escasos cuadros revela la extraordinaria calidad de su exuberante fantasía de primitiva.
Algunos nombres han podido escapárseme. Pero creo que he dejado alguna idea de esta realidad viva y tangible que es ya, a mi juicio, la pintura nicaragüense. Que sigan buscando nuestros pintores, dentro de la tierra exuberante que nos dio la vida, la verdadera raíz y el cimiento de nuestra auténtica expresión, y que la expresen con la luz clara de Nicaragua, luz fulgurante y cegadora que carga de vibraciones emotivas los colores y las superficies, que hace brillar la piel de las frutas y de las mejillas, y hace brotar llamas de las aguas inquietas de nuestros lagos y de nuestros ríos. No debe ser obscura y tenebrosa la pintura de una tierra tan milagrosamente iluminada, y, con Rubén, tan enamorado de la pintura en sus poemas a Velázquez y a Goya, vamos a cazar colores, como en el poema al pintor mejicano Alfredo Ramos Martínez:
Vamos a cazar colores,
vamos a cazar
entre troncos y entre flores,
arte singular.
Junio 21, 1967
Poeta, dibujante y dramaturgo nicaragüense nacido en Granada (1918-1982). Estudió artes plásticas en la School of Fine Arts de San Francisco de California y en la Arts Students League de Nueva York. Su casa-museo fue centro de animadas tertulias intelectuales y artísticas. Pablo Antonio Cuadra lo llamó “habitante de los cinco continentes del arte”. Fue director del Museo Nacional y profesor de artes plásticas. Se le honró con la Orden Cultural Rubén Darío y recibió en 1970 el Premio Nacional Rubén Darío. En 1995 se publicó una selección de su obra literaria bajo el título Y aunque es de noche…, incluyendo poesía, teatro, cuento y páginas de arte. En 2015 se dedicó a su memoria el XI Festival Internacional de Poesía de Granada.