Parranda perpetua

18 mayo, 2023
    • Ganador del XI Premio Centroamericano de Cuento Carátula 2023

“Mano, solo tenés que mantenerle la mirada, sonreír, y esa puta se te acerca”, le digo exaltado a Randy y él me mira entre extrañado y satisfecho como si siempre hubiera sabido que esas palabras, esas emociones están dentro de mí.

“Está bueno…, no te preocupés”, responde Randy serio y quiero pensar que concentrado. Antes de que cierre la puerta del auto que alquilamos le espeto con una sonrisa perversa, “No vayás a emborracharte, culero”. Randy voltea a verme tocando su cadena de oro con devoción como si fuera un rosario, me sonríe de lado, ya agrandado y lo veo entrar al bar Malembe con su caminado de malandro sabroso que los brasileiros llamarían “gingado”, pero que en Randy es otra cosa.

Hace un par de domingos llegó a visitarme a la hora del almuerzo como por casualidad, pero yo sabía que tenía hambre. Mientras le echaba agua al caldo le pregunté, “¿Por qué no vendés tu cadena de oro?”, y el apartamento vacío, casi sin muebles, se pobló de un silencio que me perturbó. “Pero qué estupideces dices, dime…, y después qué, me harto bien una o dos semanas y después qué”. No le respondí, continué removiendo el caldo como si estuviera espeso y temiera que se pegara al fondo de la olla. Mientras almorzábamos, sobre la mesa que improvisé con la caja de cartón que contuvo la lavadora de la vecina, Randy murmuró, “La cadena fue lo único que me dejó mi papá”. Quise verlo a los ojos, pero los tenía fijos en la cuchara que hacía un remolino en el caldo. “No sabía mano, disculpá”, esperé unos momentos y en un gesto espontáneo, quizás porque habíamos avanzado a una zona más sincera, le mostré la nota de desalojo del apartamento. Randy leyó el documento y murmuró, “Estamos jodidos”.

El bar Malembe es frecuentado por las mismas personas. La misma mara progre de la Universidad y de la cultura. Los antirracistas, antifascistas, antimachistas que se encuentran para beber y dialogar, pero en realidad para seducirse, y en medio de todos, la reina de la seducción y la putería, Sara, mi ex mujer, y al lado suyo, quien otrora fue su instructora en la bohemia de Salvador, Aninha, una cincuentona, quien cada viernes se desvive por levantarse a un hombre negro, cualquier hombre negro, y llevarlo a su apartamento en Pituba. Y esta vez será Randy. Lo visualizo en la barra sorbiendo la única cerveza que ha de beber, reconcentrado, volteando el rostro a las mesas con un aire soñador, como le he recomendado, deparándose como sin quererlo con la mesa de Aninha e Sara, ambas anhelantes y atentas a los guiños, y durante unos segundos le sostiene la mirada a Aninha, sonriendo, seductor, apenas por una de las comisuras de los labios. Sara dentro de sí sintiéndose un poco mal porque no fue ella la elegida, pues, aunque diga que no compite con mujeres en el fondo sí lo hace y aunque le parezca innecesario y reprochable, sí quiere ser el objeto de todos los deseos. Randy, sabiendo que ya hizo el primero de los movimientos planeados, voltea hacia la barra y durante unos instantes contempla las botellas, fijándose particularmente en una de ron añejo Bacardí, y quizás piense que fue el ron, sus efectos, lo que suscitó todo, lo que lo tiene ahí aguardando, porque después del almuerzo de hace dos semanas que nos dejó con hambre saqué una botella de ron, un ron barato de veinte reales y con el logo de un pirata medio enceguecido por el metanol, y sin preguntarle si quería beber serví los tragos en vasos plásticos y los bebimos introspectivos, saboreándolos, dejando que hicieran efecto, y en algún momento el silencio me resultó insoportable, pero no, la verdad me moría de ganas de hablar de Sara, un soliloquio que apenas se justificaba en el alcohol, aunque no estuviéramos ni borrachos, quejándome de ella, “Ni esperó a que mi lado de la cama se enfriara para empezar a meter hombres y más hombres…, imaginate, desde que nos separamos se ha acostado con una docena de pisados”, digo patético, sorbiendo la mitad del trago de ron.

“Pero, ¿tú cómo sabes?”, me preguntó atónito Randy y a mí me dio vergüenza responderle; engullí de golpe la otra mitad del vaso y confesé, “Es que me sigo acostando con ella y la culera me cuenta de los hombres cuando estamos acostados y yo no puedo pedirle que se calle”.

“¿Y por qué no?”

“No sé, es como un morbo, como si prefiriera saberlo, como si así supiera qué está sucediendo en su vida”.

“Pero, ¿te calienta que te cuente?”.

“Creo que no, pero sí me la imagino”.

Randy meneó el vaso y bebió el ron todo de golpe, sin mudar con ningún tremor facial su expresión de tristeza. La misma expresión que le instruí a poner ahora que Aninha se le aproxima, un poco ebria, con un trago de gin en la mano, un menjurje complejo con chile malagueta, rajas de canela y esencia de cardamomo.

“¿Y cómo sabes que se me acercará?”, me preguntó Randy, ya prendido por el ron, fingiendo modestia, pues en el fondo se concibe irresistible.

“Mano, cómo te lo puedo poner…, Aninha solo se mete con hombres negros”, le dije un poco receloso, temiendo ofenderlo.

“¿Cómo así? ¿Por qué?”

“Es raro, un poco perturbador, la verdad. Pues ella es profesora de la U e investiga relaciones etno-raciales. Su discurso es antiracista radical, al punto que no entra en restaurantes o bares donde no haya clientes negros…”.

“Sí, pero eso la hace…, ¿cómo te lo digo? …, hmmm…, una buena persona”, profirió Randy, sarcástico, un poco impaciente.

“Pero perate…, no me dejaste terminar. Dale dos o tres tragos y ya se comienza a notar, por sus comentarios, que lo que realmente la enloquece es la negritud, como si lo que realmente deseara es ser negra y como no puede serlo o quizás más por ello su deseo sexual se proyecta a los hombres negros”.

Randy rio, un poco incómodo y complementó, “Conozco personas así en Salvador…, más de las que te imaginas”, trasluciendo cierto desprecio que tiene que disimular ahora que Aninha le haga las mismas preguntas que le hace a todos los hombres que aborda, “Você sempre vem aqui?”, sabiendo de antemano que no, pues nunca lo ha visto antes y ella y Sara siempre están ahí, “Por que você gosta do bar?”, llevando la conversación a su fuerte, a los temas de la negritud y la matriz africana, donde podrá deslumbrarlo o causar una polémica que la excitará. “Qual é sua bebida favorita?”, abriéndole una puerta a Randy para que él se las ingenie y le diga que nunca ha bebido gin, que en Cuba le es impagable y en Salvador le parece demasiado caro, haciéndola sentir mal por su trago burgués y por ende blanco, y ella ofreciéndole pagarle uno y él diciéndole que no, que ni invitado, que el precio en el bar le parece absurdo, propiciando que ella, como sin quererlo, le diga que tiene una botella en su casa y que ella misma le preparará los tragos, ufanándose de que son los mejores de Salvador, mil veces mejor que esa mediocridad que se está tomando.

“Es ella la que tiene que decirte que vayan para su casa, es ella la que debe pedir el Uber”, le dije a Randy y él apenas asentía, sabiéndolo oscuramente todo, aunque ya estuviera borracho y el ruido de las ratas peleándose en el basurero de la calle sin salida nos ofuscasen.

Aninha lo deja en la barra y vuelve a su mesa donde cuchichea con Sara, quien la felicita con expresiones genéricas y un poco absurdas, dándole una mirada felina, despidiéndose de ella y de súbito sintiéndose sola y con más ansiedad por levantar, como si solo otro cuerpo, de hombre o mujer, pudieran justificar su noche, su individualidad que va descubriendo en medio de esa promiscuidad caótica que me enerva y me fascina.

Veo, desde el auto, a Randy saliendo con Aninha del bar. La noche de Salvador está clara y fresca y las personas que suben la ladera del Carmo lucen festivas y hermosas, plácidas en esa parranda perpetua que es la ciudad. Aguardan un poco en la acera y Aninha, riéndose de algo que Randy le dijo, comienza a bailar discretamente, y a la distancia vislumbro en él, mientras repasa con los dedos cada segmento de su cadena de oro, un lamparazo de deseo y satisfacción y sé que no hay nada que le encante más que seducir mujeres.

“No te la tenés que coger…”, le dije, riendo, sabiendo que él había aceptado la misión, “pero sí la tenés que dejar en su cama”; Randy, a esa altura de la noche, a ese volumen de ron barato, apenas asentía, haciendo unos pucheros que nunca hacía sobrio.

Un Volkswagen blanco los recoge. No los sigo inmediatamente. Apenas dejo que se marchen. Durante unos instantes fantaseo con bajarme del auto, entrar en Malembe, colisionar de lleno con la mirada de Sara, quien se sorprenderá primero al reconocerme y luego no sé si cerrará su mirada con altivez, queriéndome transmitir que estoy invadiendo su espacio, que soy un obstáculo para lo que se propone esa noche, o quizás me mirará con ternura como siempre me vio cuando me identificaba llegar de lejos pese a su miopía. Y si fuera con ternura, iría hacia ella, entregado, inevitablemente, como siempre fui cuando me miraba así. Pero no me bajo, cálculo que ya pasó suficiente tiempo desde que el Volkswagen se marchó. Enciendo el auto, pongo la marcha y entro en la Baixa dos Sapateiros desolada y con islas de luz. La calle es habitada por seres escurridizos, recogiendo latas, hurgando la basura o entrando furtivamente en los callejones. No pongo música, aunque sé que me tranquilizaría. Bajo las ventanas y dejo que la locomoción del auto y el ruido de la ciudad semidormida entren a raudales. Conduzco por el margen del Dique do Tororó y recuerdo que un par de semanas atrás lo recorrí a pie, sosteniéndome la quijada, padeciendo un dolor de muelas que me hacía hincarme, procurando la Unidade Odontológica de Pronto Atendimento. Atravieso la Vasco da Gama y a vendavales, ante algunas calles que entran a Federação, escucho el alucine del pagode, la percusión trasnochada y desquiciante. Cruzo antes de llegar a la orla de Rio Vermelho y entro en la Avenida Juracy Magalhães temiendo que la policía me pare en algún momento y que en mi rostro se note que estoy urdiendo algo ilícito. Giro el volante levemente a la derecha y entro a la Avenida Antônio Magalhães con un nudo en el estómago, pues era el mismo camino que tomaba para ir a la casa de Sara, de madrugada y a bordo de Uber siniestros, cuando ella me llamaba borracha y balbuceaba que quería dormir conmigo. Sin tráfico, a altas horas de la noche, se siente tan bien conducir un auto, atravesando Salvador, una ciudad que he padecido y disfrutado, siendo una más de sus ánimas ebrias y sensuales. Pienso, mientras accedo a Pituba y rápidamente encuentro la calle de Aninha, estacionándome a unos 50 metros del predio donde vive, que quizás el crimen me haga finalmente soteropolitano, como si estuviera a punto de vivir la última de las posibilidades humanas que la ciudad puede ofrecer. Apago el auto, subo las ventanas y con la vista en el quinto piso me dispongo a aguardar. Lamento no tener el hábito de fumar.

“Tenés que ponerle el polvo de la pastilla en un descuido suyo. Mejor si ya está algo borracha y el trago tiene agua tónica para que cualquier efervescencia no le parezca rara”, le dije a Randy, mostrándole las pastillas que me recetaron contra el insomnio crónico. Él me observó impresionado y creo que se contuvo para no preguntarme cómo era posible que tuviera todo tan estructurado.

“Después de que se duerma, vas a la sala y colocás el cuadro, la xilografía, en la caja de pizza que debe estar en el basurero de la cocina, debajo del lavaplatos”.

“¿Y si la caja de pizza no está?”, preguntó Randy con la voz pastosa.

“Tiene que estar. Te lo garantizo”, le respondí envalentonado y quizás un poco furioso, pues recordé que Sara, mientras yacíamos en su cama, me había dicho, en el tono confidencial que me aterra y me aproxima, que desde que nos separamos comía pizza con Aninha antes de salir de juerga. Sentí que quiso herirme, así como lo hacía cuando me contaba de sus amantes, pero en otro nivel, porque lo que en realidad quería decirme es que ya no se limitaba más por mí, que sus apetitos ya no se condicionaban a mí, a mi intolerancia a la lactosa, como si yo hubiera sido un yugo y ahora que ya no estamos juntos pudiera vivir todo lo que la vida le ofrecía a su carne.

Estoy ansioso y siento que Randy ya se demoró demasiado. Tamborileo el manubrio e inspecciono la calle desierta en los retrovisores. No tomo el celular porque sé que en el fondo solo querré ver los stories de Instagram de Sara, una mezcla de colocaciones políticas y exhibiciones de sí misma, practicando yoga o arreglada para una fiesta. A veces me pregunto, yo que me jacto de conocerla tanto, qué sentirá cuando sube una foto de esas y sus seguidores reaccionan con fueguitos, “Maravilhosa”, “Deusa” o afines. ¿Se sentirá enaltecida, deseada, llenando un vacío que yo nunca supe ocupar? No lo sé y me siento ridículo solo de preguntármelo. 

“El portero estará medio dormido, apenas decile “boa noite” sin meterle ese acento caribeño que siempre metés cuando le hablás a las mujeres, y te abre la puerta del predio sin decirte nada”, le dije riendo a Randy, quien apenas sonrió, él ya más dormido que despierto.

Finalmente veo la silueta de Randy cortando la noche bien iluminada de Pituba. Enciendo el motor. A medida que se acerca casi corriendo al auto, vislumbro, primero, la caja de pizza y luego que su rostro está desencajado. Pone la caja en el asiento trasero y ordena “Vámonos de aquí”. En un instante pienso una docena de situaciones: mató a Aninha, lo descubrieron y la policía viene por nosotros, está herido, robó el cuadro, pero ahora no quiere dividirlo y planea matarme; no obstante, pongo en marcha el carro sin preguntarle nada. Entramos en la Avenida Antônio Magalhães. Randy suspira y me dice con una inflexión de odio, “Eres una mierda…, no me avisaste que esa mujer es hija de santo”.

“No lo es”, respondo seco, atento al camino, viendo el retrovisor central.

“¿Entonces por qué su casa está llena de estatuillas de Elegua?”, la voz le tiembla un poco y coloca sus manos sobre el rostro, sintiéndose maldito.

“Mano, no sé, creo que está obsesionada con Exú. Además, las figuras que tiene, en todas, el orixá tiene una erección enorme”.

“Menos en el cuadro”, murmura Randy y la voz se escurre entre sus dedos.

Estaciono en la calle sin salida de mi conjunto. Las ratas chillan en el basurero. Randy baja y vomita sobre uno de los neumáticos. Yo no me quedo a ver si se encuentra bien. Subo febril a mi apartamento con la caja de pizza, la pongo sobre la mesa de cartón y me maravillo, con arrobamiento primero y con codicia después, ante la xilografía “Visitação de Exú à rua do Açouguinho”. Un Carybé auténtico que Aninha heredó de su madre y el cual exhibía, hasta hace unas horas atrás, con pleitesía en medio de su sala. Yo lo había visto decenas de veces, cuando Aninha nos invitaba a cenar con Sara u organizaba veladas de música y vino con otros amigos, y, sin embargo, siempre parecía que era la primera vez que lo miraba. Ahora está entre mis manos, atemporal, exacto. Arrebatado por la emoción, lo cuelgo en un clavo que ocasionalmente uso para instalar un tiro al blanco cuando me aburro o cuando vienen a beber los pocos amigos que tengo. En esa austeridad, habitando mi apartamento vacío y colgado en la pared con la pintura en parte descolorida, en parte enmohecida, el cuadro toma otras dimensiones y el Exú, recostado en un muro, calmo y condescendiente en medio de las prostitutas que huyen desnudas y despavoridas, obtiene un relieve insospechado, un significado que está a punto de revelarse, como un sendero que se insinúa apenas entre las rocas yermas de la cima de una montaña y que conduce a la desgracia o a la vida y que forzosamente hay que tomar porque no hay manera de volver.

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Guatemala, 1993. Actualmente cursa el doctorado en Ecología en la Universidade Federal da Bahia, en Salvador de Bahía, Brasil. En 2016 publicó su primer libro de cuentos Un bolero lleva tu nombre, merecedor del primer lugar del certamen literario BAM Letras 2016.