Paseos por la geografía literaria: una guía para viajeros mentales

5 agosto, 2022

Usualmente cuando pensamos en el verano, visualizamos una temporada llena de fiestas, descanso, viajes a la playa o a otras regiones, tiempo de convivencia familiar o con los amigos. Pero estas actividades de ocio conllevan necesariamente un gasto que no todas las familias están dispuestas a afrontar. Pero, ¿por qué somos personas tan limitadas a la hora de pensar en el ocio?

Nunca hay que confundir el ocio con la ociosidad, que no es otra cosa que la desidia generalizada. Sin embargo, el ocio también es aquel tiempo que pasamos permitiéndonos leer esos libros pendientes que tenemos apilados. El verano también es esa temporada que nos permite visitar museos, teatros, galerías y centros culturales que, por su horario habitual, a veces se nos dificulta dado nuestro apretado horario cotidiano.

Por otro lado, las vacaciones no necesariamente significan una gran inversión del magro presupuesto familiar. Muchos cursos y talleres se ofrecen en diversos foros presenciales y virtuales en los que bien podríamos enfocar el tiempo libre que el calendario nos ha ofrecido. Asimismo, solemos asociar los días de asueto con el hecho de viajar y conocer otros sitios, o, como mínimo, salir de casa a deambular sin rumbo fijo.

¿Acaso es necesario movernos de nuestro espacio geográfico para poder viajar? Para el viajero sin límites, el único impedimento es la imaginación. Usted, sin trasladarse fuera de la comodidad de su hogar, podría aprovechar para turistear por regiones insospechadas de su mente. De hecho, la oferta de las agencias turísticas y de las aerolíneas se ve francamente estrecha cuando la comparamos con el itinerario de las ideas desbocadas. Por ello, en este ensayo le propongo que tomemos un tour por la geografía literaria…

Un buen libro o una cuidadosa selección de películas podrían llevarnos a destinos y aventuras indómitas donde no se requieren pasaportes, vacunas ni cambios de moneda. O, si lo prefiere, usted puede activarse: desempolve esa vieja colección de discos, ponga la música de su elección y escriba sus pensamientos.

Evite largas filas, congestionamientos viales. Es más, evite a su vecino, pues es bastante probable que se lo encuentre en aquel sitio donde usted pretende huir del tedio y de la cotidianidad. Ahórrese insolaciones y cáncer de piel, recuerde que el mejor protector solar se encuentra bajo techo, en ese raído sofá que, de tanto verlo, le ha hecho olvidar que es una nave hacia los mundos que se ocultan en su cerebro. ¡Buen viaje…!

Primera parada: El síndrome del viajero

El escritor francés Henri Beyle (mejor conocido como Stendhal), no solo firmó algunas de las grandes obras de la literatura universal como sus novelas Rojo y negro y La cartuja de Parma, sino que también pergeñó ensayos, crónicas y diarios de viaje, como el que nos ocupa el día de hoy, donde relata su visita a Italia, en específico a la ciudad de Florencia.

En uno de sus textos, escrito tras su visita a dicha ciudad en 1817, relata lo que le ocurrió mientras se encontraba dentro de la catedral: estando de pie contemplando la arquitectura, comenzó a sentir mareos, temblores, sudoración y palpitaciones, algo a lo que el denominó “síndrome del viajero” (también llamado síndrome de Florencia o mejor conocido como síndrome de Stendhal), una enfermedad psicosomática provocada por la prolongada exposición del individuo a obras de arte, especialmente cuando éstas son de una singular belleza, produciendo una abismal y vertiginosa experiencia estética.

Curiosamente, el cuadro clínico que describe esta afección no fue establecido sino hasta 1979, cuando la psiquiatra italiana Graziella Magherini se centró en el párrafo en donde lo menciona para estudiarlo a profundidad. El término poco a poco se volvió común en el mundo del arte y la cultura, sin que faltaran los escépticos que atribuían al malestar una simple cuestión de pose o pretensión snob.

Sin embargo, el asunto es totalmente real, y puede ser experimentado por cualquiera con un sentido de apreciación estética. Por ejemplo, si usted ha derramado una lágrima viendo una película o ha sentido erizarse su piel al escuchar una sublime pieza de música, fácilmente puede imaginar cómo una persona con nervios, estrés o sensibilidad extrema sería una posible víctima de este mal, bastante común en los museos y en las salas de conciertos.

Y es que el viajero existe en una realidad alterna, habita otro tiempo incluso antes de partir al periplo de la aventura. El insomnio y la ansiedad son frecuentes, pues el viajante entra en una disposición mental que, aun estando dentro del hogar, altera la percepción de la realidad, como si ya no estuviera en ese sitio; es decir, como si ya hubiera partido. Tal sugestión podría ser la causante del síndrome de Stendhal, aunque es preferible pensar que es otro de los insondables misterios que nos aguardan cuando nos desplazamos en busca de un ideal, corriendo no sólo al encuentro de lo hermoso o lo bello, sino también abrazando todo aquello que tiene de siniestro el arte.

Segunda parada: la bitácora de viaje

Si anteriormente me referí a los malestares propios de un ser itinerante, mencionando el “síndrome del viajero” para ejemplificar la psique o condición mental en la que uno entra al desplazarse de un lugar a otro en busca de emociones o experiencias estéticas, tendría que agregar otro resultado de este movimiento, mucho más benévolo que dicho malestar psicosomático: aquel que dispara las energías creativas en pos de plasmar dichas vicisitudes ya sea mediante fotografías, pinturas o, como en este caso, en una bitácora del viajero.

No pocos son los ejemplos en la historia de la literatura, ya que las memorias de un escritor en situación de exilio, estancia o traslado también son un género propio. Después de todo, ¿quién no ha leído u oído escuchar de los viajes de Marco Polo? O de textos menos famosos, como los relatos londinenses de Charles Dickens, o del viaje sentimental por Francia e Italia del británico Laurence Sterne, o de los febriles y enloquecidos diarios del ron de Hunter Thompson, o del viaje a la Patagonia que realizó Bruce Chatwin, entre tantos otros que han dejado constancia de sus periplos vitales y literarios.

No obstante, aunque este género está inscrito dentro de la tradición realista de la crónica, por lo regular existen diarios de viaje que exploran el terreno de la ficción. Tan sólo por mencionar algunos ejemplos ilustres, tenemos ese compendio de cuentos titulado “Crónicas marcianas”, que da cuenta de la enorme imaginación de Ray Bradbury al contarnos paso a paso la colonización del planeta vecino, o las propias aventuras de Simbad el marino, insertas en ese prodigio de la fantasía oriental llamado “Las mil y una noches”, de autoría anónima.

Históricamente, los diarios de viaje o las bitácoras han servido como recurso literario para contar de forma realista y precisa una situación por demás increíble, dotándola de una verosimilitud capaz de poner en pausa nuestra natural incredulidad. De tal herramienta narrativa se han valido no pocos autores de fantasía y ciencia ficción, como Julio Verne, Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Theodore Sturgeon, Isaac Asimov y tantos otros, que se han valido de este truco para arrastrarnos a los vericuetos de sus retorcidos y fascinantes universos imaginarios.

Como vemos, las vacaciones o el turismo bien pueden estimular ese resorte que impulse la creatividad o la invención, ya sea en tono realista o ficticio, pues en las manos adecuadas, un simple diario sin interés alguno puede convertirse en una pieza de orfebrería literaria, en especial si la pluma tiene esa tinta indeleble que solo el oficio de un escritor puede legar a la posteridad.

Tercera parada: de los libros viajeros

No sé si a usted le haya pasado esto con frecuencia: cuando un lector se va de vacaciones, además de su ropa y demás enseres, suele empacar libros entre sus pertenencias. A veces se logra el cometido de leerlos, pero siendo sinceros en la mayoría de los casos uno sabe que no tendrá tiempo y que sólo está cargando peso inútil en la maleta. ¿Por qué hacemos esto a sabiendas de que será complicado lograrlo?

La respuesta, por lo común, es la siguiente: “por si acaso”. Y es que viajar siempre supone el inicio de una nueva aventura. Lo mismo que comenzar un libro que no se ha leído. Uno nunca sabe si en el aeropuerto será necesario tener un libro a la mano en la sala de espera o para distraerse durante el vuelo. También en los largos viajes en autobús, donde dependiendo del trayecto podría ser vital tener algo para leer, siempre y cuando no se vaya por carreteras sinuosas que compliquen la lectura.

Como latinoamericano, admiro mucho a los turistas europeos y canadienses que son capaces de irse al otro lado del planeta tan sólo para instalarse en una playa paradisiaca y poder leer bajo el sol, ajenos a todo lo que ocurre a su alrededor. Aunque claro, resulta sencillo hacerlo dependiendo del autor y la complejidad del texto; aquí me atrevo a externar una opinión personal y es que, en mi limitada y seguramente errada percepción, los lectores norteamericanos tienen pésimo gusto literario, ya que por lo regular prefieren solazarse en la lectura de sendos bestsellers (algunos promotores de la lectura dirían que lo importante es leer).

El libro es el compañero ideal en tanto que no se enfrasca en monótonas conversaciones, como algunas personas que podríamos tener en el asiento de al lado que buscan romper el hielo y sólo destrozan nuestra paciencia. No, el libro no pide nuestra atención, sino todo lo contrario: nuestra atención pide a gritos un libro para poder abstraernos del mundanal ruido.

Esos libros que nos han acompañado, son precisamente los que a la postre resultan inolvidables. Recuerdo con cariño “El adversario”, de Emmanuel Carrere, con el cual atravesé todo México leyendo en el asiento trasero de un auto durante un viaje familiar. O “84, Charing Cross Road”, de Helene Hanff, el cual adquirí en la librería del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid para tener algo en qué entretenerme en el tren camino a Barcelona. O “Diario poco decente de una jovencita”, de Jacques Cellard, que le di prestado a una amiga antes de su viaje por Europa, un libro que daba por perdido y que contra todo pronóstico regresó a mí lleno de postales, tickets y souvenirs de los sitios que ella había visitado, una intervención libresca que jamás hubiera pasado por mi mente. Después de todo, ahora que lo pienso, es innegable que el libro es el viajero por antonomasia, ya que no sólo nos pasea por la geografía literaria del mundo, sino por el continente de la imaginación.

Cuarta parada: de los viajes en tren

Todavía recuerdo la primera vez que viajé en tren. Si mi memoria no me falla, fue a principios de los noventa, cuando aún operaban las líneas ferroviarias en mi ciudad de origen. Ignoro la razón de que mi familia haya decidido una forma tan anacrónica para hacer la ruta que tantas veces habíamos hecho en auto. Supongo que, próxima a cerrarse la vieja estación, decidieron llevarnos a conocer el tren para experimentar, aunque fuera por mera curiosidad y por última vez, la aventura de avanzar a toda máquina sobre los rieles que a primera vista parecían converger al final del horizonte, sin nunca llegar a tocarse.

No sería sino hasta muchos años después que experimentaría una sensación similar viajando en el tren ligero de la ciudad de México, o en un tren minero que ahora sirve para hacer turismo en el norte del país. Y cómo olvidar el famoso tren que parte de Guadalajara hacia Tequila, Jalisco, donde te atiborran de bebidas alcohólicas suficientes para hacerte caer del vagón…

Todos esos caminos explotan más la nostalgia de viajar a la antigua, sin que realmente importe cómo o hacia dónde. Y es que, si bien en México usar el ferrocarril es algo atípico, en ciudades al otro lado del Atlántico es cosa de todos los días. Ahí se viaja a 300km por hora, en asientos cómodos y reclinables, en vagones con baño y dos pisos, con wifi y servicio de bar a bordo, en bólidos electromagnéticos que ya ni siquiera tocan la tierra.

Mas sin importar los nuevos modos de movilidad, hay algo que esencialmente no ha cambiado ni cambiará: la posibilidad de sentarse y mirar el mundo a través de una ventana, pues a diferencia de las rutas automovilísticas, los trenes se mueven por senderos que ofrecen algunos de los paisajes más hermosos del mundo, sin importar si se trata de la campiña francesa, los nevados Alpes suizos o alguno de los tantos pueblos congelados  en el tiempo que pueden encontrarse en parajes inhóspitos tanto en Alemania como en Italia.

Esas fugaces visiones que se suceden una tras otra no son menos que inspiradoras. No es casualidad que en el terreno de la ficción existan trenes o viajes inolvidables, como el Expreso de Oriente de Agatha Christie donde se cometiera un flagrante asesinato, o aquel del viaje en tren relatado en el “Ulises Criollo”, donde de manera autobiográfica, José Vasconcelos nos describe la geografía del país que visitó y conoció a cabalidad en su propia época. Sea como sea, al tiempo que escribo estas líneas, observo por la ventana del vagón de mi memoria cómo caen unos inmaculados copos de nieve, y entonces no puedo evitar preguntarme, ¿qué estación seguirá en la ruta de nuestras vidas?

Quinta parada: de los viajes en el tiempo

A menudo pensamos en el viaje como un mero concepto de desplazamiento geográfico, es decir, un traslado corporal hacia un sitio fuera del habitual. En otras acepciones, el viaje puede significar una experiencia mental o espiritual de índole subjetiva y tal vez trascendental. Pero, ¿qué hay acerca de los viajes en el tiempo? ¿Son posibles o todo es un asunto puramente fantástico?

Desde la aparición en 1895 de “La máquina del tiempo”, novela de ciencia ficción de H.G. Wells, la posibilidad de movernos hacia el pasado o el futuro ha fascinado la imaginación del ser humano. Y aunque técnicamente y en teoría esto todavía no es posible, lo cierto es que existe un método bastante eficaz y sencillo para viajar en el tiempo, tal vez no hacia adelante (por ahora), sino hacia el pasado.

Y es que el viajero experimentado en estos menesteres, es aquel que se ha tomado la molestia de informarse sobre el suelo que está pisando. Esto es, que el viaje hacia el pasado efectivamente es moverse a través del tiempo, apuntando el timón para poner rumbo hacia la Historia (así, con mayúscula).

Después de todo, ¿qué es la historia sino una nave capaz de transportarnos mentalmente hacia atrás de nuestro propio tiempo? En ese sentido, el que se documenta con respecto al lugar a visitar no es otra cosa que un psiconauta, un viajero que ha iniciado su travesía incluso antes de lanzarse por los caminos que ya han iluminado su psique por anticipado.

Imagine usted, caro lector, la posibilidad de ser consciente sobre los sitios fundamentales a donde nuestros pasos nos han llevado. La perspectiva de saber que caminamos hoy por palacios que fueron construidos con dolor, sangre y violencia. Que cada piedra y cada ladrillo esconden graves sacrificios hechos antes de nuestra época.

La sensación de andar por ciudades milenarias preservadas por un capricho de la naturaleza, o en ruinas que permiten adivinar la majestuosidad que alguna vez tuvieron, es simplemente un sentimiento capaz de producir el arrobamiento estético necesario para conmoverse hasta las lágrimas, todo en aras de una visión que solemos pensar que ya se ha visto hasta la saciedad.

Es ahí donde la sorpresa toma por asalto a la expectativa, dándole un par de cachetadas a las elucubraciones mentales y a toda noción previa, para dejar paso a edificios míticos salpicados de crónicas legendarias que, de inmediato, nos llevan a cientos o miles de años en el pasado, logrando así nuestro ansiado viaje en el tiempo sin necesidad de máquinas o artilugios cuánticos. Luego entonces, ¿cuál será su próximo destino?

Última parada: la verdad sobre el asunto de los viajes mentales

A la hora de viajar sólo consideramos el aspecto geográfico del mismo, o sea, el desplazamiento corporal que ya he referido hacia otras latitudes. Si dejamos de limitarnos, podremos comprobar que existe otra alternativa para viajar muy socorrida por propios y extraños: esta no es otra que a través de la mente. Sin caer en elucubraciones metafísicas o espirituales, para el viaje mental lo único que se requiere es una gran imaginación por parte del viajero, o, en su defecto, un catalizador que nos permita esa abstracción del pensamiento tan necesaria para visitar sitios insospechados.

Basta con informarse del lugar a visitar con bastante antelación, de tal forma que en el instante que usted lo desee pueda cerrar los ojos y transportarse ipso facto a otro sitio, ya sea que este se ubique en la propia realidad o en el universo de la fantasía. Incluso, algunos entendidos son capaces de viajar dentro de sus propios sueños -asunto que no es del domino general-, a menos que usted domine dicha técnica surrealista tan socorrida en la primera mitad del siglo XX por algunos de los artistas más interesantes de su extraña generación.

Lo anterior, al ser de extrema complejidad, puede lograrse mediante la abstracción literaria, lo cual significa que, mediante la lectura de algún libro de su elección, el usuario pueda no sólo imaginarse en otro espacio geográfico, sino en una época distinta a la propia. Sobra decir que esta forma de viajar es bastante económica, muy necesaria en tiempos de vacas flacas o cuando apenas se es un estudiante sin los amplios recursos presupuestales para visitar otros países o regiones del planeta.

Dentro del terreno de los viajes mentales, también existen los traslados imaginarios propiciados por experiencias psicotrópicas disparadas por alguna droga química o enteógena, tal y como se describe en el polémico -y no menos famoso- libro de Carlos Castaneda “Las enseñanzas de Don Juan” y todos los que le siguieron a dicha ficción antropológica que no pocos han tomado por verdadera. Esta aerolínea neuronal es la menos segura de todas, pues el excesivo uso del impulso neurotransmisor se puede caer en cualquier momento.

Luego de este recorrido, se puede concluir que sea cual sea la forma de viaje de su elección, lo único cierto es que el ser humano apenas utiliza un mínimo porcentaje de su capacidad intelectual, razón por la cual no sale sobrando la posibilidad de adentrarnos en los traslados “alternativos” aquí descritos, entre otras muchas opciones que aún desconocemos y que sólo algunos seres excepcionales en la historia han logrado alcanzar. Máxime si esto implica no sólo movernos a otro espacio, sino turistear en los alrededores del ignoto multiverso contenido en nuestra cabeza.

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México, 1984.
Es periodista y promotor cultural, editor y narrador. Su trabajo ha sido publicado en periódicos, revistas y en libros de su autoría como “Tercera llamada” y “Cuentos, minificciones y aforismos del descaro”. Actualmente es colaborador de diversos medios y director editorial de la revista Soma, Arte y Cultura (www.yucatancultura.com) Contacto: [email protected]