Personajes en fuga en el apando de José Revueltas
1 octubre, 2023
Algo debo vivir, un solo día / algo me espera al fin / no puedo esperar de alguna esperanza / todo despertar es sollozar (Revueltas, 2014: 91). Estos versos son de José Revueltas (Durango, 20 de noviembre de 1914 – Ciudad de México, 14 de abril 1976), escritor y militante marxista comprometido. Estos versos podrían describir el estado de cualquiera de sus personajes encarcelados, seres angustiados cuyas vidas insoportables los orilla a imaginar, soñar, fugarse de la desgarradora realidad, porque despertar, abrir los ojos, los sentidos a una vida llena de golpes, a la realidad aterradora, implica un eterno dolor.
José Revueltas no era ajeno a la desoladora experiencia de los encarcelados. A lo largo de su vida estuvo tres veces tras las rejas, esto es, casi cinco años entre las Islas Marías, el Tribunal de Menores y el “Palacio Negro” de Lecumberri −hoy Archivo General de la Nación. Fue acusado de ser el intelectual del movimiento estudiantil, en 1968. Y sin pensarlo dos veces, aceptó toda responsabilidad. Tampoco fue ajeno al desprecio y la marginación por parte de líderes de los distintos partidos de izquierda a los que perteneció. Fue injuriado y expulsado por no adherirse a los dogmas del Partido Comunista, pero él, soberbio y humilde, siempre estuvo en constante transformación, no se dejó caer, buscó equilibrios entre ambas pasiones. Cometió errores, indagó hasta hallar, para después defender su postura política, perdió amistades sí, pero su visión de vida jamás la abandonó. Simpatizó con los seres venidos a menos, los proletarios, a quien habría de darles una cabeza (Revueltas, 1962). Fue mediante la literatura y su compromiso como militante que Revueltas se esforzó en cambiar el sistema político social de México. Estas inquietudes las desarrolló en sus escritos. Por ello, su obra literaria forma parte de la narrativa social del siglo xx. Dicha obra es el fundamento de su cólera ideológica, su rabia esencial, su pregunta de por qué unos sí y otros no. Sus personajes, como parte de su estética, son los marginados sociales. Escribe Revueltas, “la atmósfera que forma el novelista, los escenarios que prefiere, las tintas que elige y los tipos que maneja forman su propia estética. Y es su estética lo que manifiesta su actitud ante la vida y el mundo” (Revueltas, 1997: 407).
La visión de Revueltas siempre estuvo marcada por la lucha social y por el análisis dialéctico de las contradicciones de la realidad: reconoció que el dogmatismo era un veneno para el progreso y el pensamiento; tenía un pensamiento utópico, construido con el reconocimiento del caos humano, el desasosiego, la desolación, la soledad, la desesperanza.
Si bien en su última novela, El Apando (Revueltas, 1969), no revisita el tema de la política mexicana, presente en otras de sus novelas −Los muros de agua (1941), Los días terrenales (1949) y Los errores (1964)−, ni aparece ningún personaje militante marxista, como menciona la estudiosa Florence Olivier (2007: 257), sí se muestran las condiciones infrahumanas de los miserables presos en las penitenciarías mexicanas de la década de los sesenta. Polonio, Albino y El Carajo, personajes encarcelados y además “apandados”, es decir, aislados de los demás prisioneros y en la más profunda soledad, carecen de una vida humana; enfrentan una realidad atroz, alejados de la civilización y dentro de un sistema carcelario opresor, donde también los vigilantes están encerrados, “atrapados por la escala zoológica como si alguien, los demás, la humanidad, impiadosamente ya no quisiera ocuparse de su asunto, de ese asunto de ser monos” (Revueltas, 1969: 11). Los tres personajes aún mantienen una esperanza, la de introducir droga a la cárcel y modificar, momentáneamente, su realidad hostil por una placentera, esta vez no mediante la imaginación.
Ocurre lo mismo con La Meche y La Chata, parejas de Albino y Polonio, respectivamente. Ellas también están incapacitadas para coexistir con la realidad brutal; por eso, se fugan de las garras de la celadora. Los personajes evasivos o en fuga son una constante en la obra de Revueltas, como apunta Evodio Escalante: “mientras el significante, a través de una manera particular de agruparse en racimos y formar círculos tapiados, oprime al lector y sella toda posibilidad de escapatoria, los personajes muestran no un punto de llegada (esto sería creer en el paraíso) pero sí un sentido, una dirección de fuga” (Escalante, 1969: 32). En El apando, los personajes buscan paliativos para huir de ese mundo hostil, aun si éstos son efímeros. Los placeres corporales se vuelven válvulas de escape. A través de la droga, la sexualidad, el cortarse las venas los personajes sobreviven.
Mientras llega la droga, última esperanza de los apandados, estos emplean la imaginación para fugarse, como en su momento lo hiciera la “Mulata de Córdoba”,[1] protagonista de una de las más reconocidas leyendas mexicanas. La historia ha sido retomada por varios escritores mexicanos: José Bernardo Cuoto, Heriberto Frías, Xavier Villaurrutia, Agustín Lazo y, entre otros, José Emilio Pacheco. Cada uno ha creado su versión, pero la esencia de la leyenda es la de Soledad, una mulata eternamente joven, que es enjuiciada por practicar hechicería. Es aprehendida por la Santa Inquisición y encarcelada. La prisionera dibuja un velero en la pared, con un pedazo de carbón, y escapa de su celda, dejando a sus vigilantes estupefactos. No se aclara si en realidad huye o si todo es producto de su imaginación. Lo cierto es que se fuga. De igual manera, Albino y Polonio logran huir del “rectángulo de hierro” (Revueltas, 1969: 3) y La Meche y La Chata de su depredadora. La fantasía parece ser la única forma de tolerar la realidad, hasta la llegada del gran día, cuando arribe la droga.
Todos los personajes de El apando muestran una transformación, si fugaz, de su realidad, ni siquiera fugaz, como es el caso de El Carajo, quien parece ser el más apto para enfrentar la muerte, por estar siempre al filo de ésta, gracias a sus continuos deseos y simulacros de suicidio. Además de ser un personaje en fase de animalidad −una característica de la obra de Revueltas−, para satisfacerse recurre a lo inmediato: el ataque a su cuerpo: “famoso en toda la Preventiva por la costumbre que tenía de cortarse las venas cada vez que estaba en el apando, los antebrazos cubiertos de escalonadas una tras de otra igual que en el diapasón de una guitarra, como si estuviera desesperado en absoluto– pero no, pues nunca se mataba” (15). El Carajo es el más deshumanizado, el “que valía un reverendo carajo para todo” (15). Opta por mutilar su cuerpo una y otra vez para salir del apando e ir a la enfermería a recibir su droga, acto que se torna repetitivo, esto es, no hay ningún rastro de imaginación ni de recuerdos agradables en su miserable vida; sólo lo mantiene con vida “la droga como un ángel blanco y sin rostro que lo conduciría de la mano a través de los ríos de la sangre, igual que si corriera un largo palacio sin habitaciones y sin ecos” (16). Los recuerdos de El Carajo no son para huir a un estado placentero; todo lo contrario, son atroces, dolorosos, como uno que evoca de su infancia. Recuerda sentirse igual a una “tarántula maligna” rociada con ácido y retorciéndose, sufriendo, pero sin llegar a la muerte. El único descanso es la alteración de sus sentidos, “esa evasión de los tormentos sin nombre a que estaba sometido y literalmente, cómo debía vender el dolor de su cuerpo, pedazo a pedazo de la piel, a cambio de un lapso indefinido y sin contornos de esa libertad en que naufragaba, a cada nuevo suplicio, más feliz” (34). Después, volver a cortarse y recibir de nuevo la droga.
No ocurre lo mismo con los otros presos. Albino, por ejemplo, es el más desesperado. Aun así, no recurre a la flagelación, sino al exhibicionismo, con tal de entretenerse y entretener a los demás con su danza de vientre. Ofrece, pues, un placer artificial a su público. Muestra el tatuaje de una pareja hindú en pleno acto íntimo, con las piernas, brazos y muslos al aire y su vertiginoso movimiento hipnotizador, que excita a algunos y hace estallar a otros: “que bastaba darle impulso con las adecuadas contracciones y espasmos de los músculos […] para que aquellos miembros dispersos y de caprichosa apariencia, torsos y axilas y pies y pubis y manos y alas y vientres y vellos, adquiriesen una unidad mágica donde se repetía el milagro de la Creación y el copular humano se daba por entero en toda su magnífica y portentosa esplendidez” (26). Ante tal espectáculo, incluso a la madre de El Carajo le provoca cierta excitación sexual. No ocurre igual con el hijo, quien no puede recurrir a mecanismos imaginativos, quizá por su estado de nonato. Polonio por su lado, también se refugia en el recuerdo, aunque a veces éste sea tormentoso, como cuando trae a su imaginación la imagen de la Chata profanada por la celadora:
La Chata aparecía ante sus ojos, jocunda, bestial, con sus muslos cuyas líneas, en lugar de juntarse para incidir en la cuna del sexo, cuando ella unía las piernas, aun dejaban por el contrario un pequeño hueco separado entre las dos paredes de piel sólida, tensa joven estremecedora […] −y aquí sobrevenía una nostalgia concreta, de cuando Polonio andaba libre: los cuartos de hotel olorosos a desinfectantes, las sábanas limpias pero no muy blancas en los hoteles de medio pelo, […]. La Chata recostada sobre el balcón, de espaldas, el cuerpo desnudo bajo una bata ligera y las piernas levemente entreabiertas (22).
La Meche y La Chata encarnan un tipo de comportamiento juvenil femenino de la época; mujeres independientes, extrovertidas, sexualmente libres, “muchachas con poco menos de veinte años, deportivas, elásticas, ágiles y gallardas al mismo tiempo que bestiales” (46). Sus estilos de vida van en contra de la rigidez de la época. Ellas gozan de su autonomía, tanto que visitan a sus amantes presos. Pero dentro de la cárcel, caen víctimas del abuso de poder. Visitar a sus parejas implica un examen vuelto violación. Ante el desfachatado ataque, por parte de las celadoras, deben darle vuelo a la fantasía y huir:
no se podía apartar de la cabeza, precisamente, la danza de Albino.
desvestida ya de su ropa interior Meche presentía los próximos movimientos de la mano de la celadora, y la agitaban entonces, cosa que antes no ocurriera, extrañas e indiscernibles disposiciones de ánimo y una imprecisa prevención, pero en la cual se transparentaba la presencia misma de Albino.
que no la dejaban asumir la orgullosa indiferencia y el desenfado agresivo con los que debiera soportar, paciente, colérica y fría, el manoseo de la mujer entre sus piernas.
porque ya estaban aquí, inexorables, acuciosos, el pulgar y el índice de la celadora que le entreabría los labios (26-28).
No por ello aprobaba el abuso. En su interior, anidan el miedo y el rencor hacia la ofensora, cuyos ojos persiguen a Meche aun después del agravio. Ante la inmoralidad de aquella, para escapar de la realidad hostil a Meche sólo le queda resguardarse en una trasposición de cuerpos:
La mona ya tomaba para sí con un temblor ansioso y un jadeo desacompasado −casi feroz y únicamente por la nariz, igual que Albino−, con lo que el propio vientre de Meche parecía transformarse −o se transformaba, en virtud de una sediciosa trasposición− en el vientre de aquel.
y ahora Meche imaginaba ser ella misma la que en estos momentos hacía danzar su vientre −idénticas, bien que secretas, invisibles oscilaciones− como instrumento de seducción dirigido a la mona (28-29).
Realidad y recuerdo se mezclan en la mente de Albino, “Arqueología de las pasiones, los sentimientos y el pecado”, quebrando ambos planos: “(Pero como que la evocación de Meche en las circunstancias de este momento, se distorsionaba a influjo de nuevos factores, inciertos y llenos de contradicciones, que añadían al recuerdo una atmósfera distinta, un toque original y extraño)” (38). El enfrentamiento de ambos planos le permite a Albino fugarse, así esta fuga, en ocasiones, se alimente de factores reales agresivos y malignos: la presencia de El Carajo y la imagen de la celadora violando a Meche irrumpen en sus recuerdos placenteros. Sin embargo, el poder de su fantasía se impone y convierte lo negativo en raíz de lo gozoso: “violada y prostituida, pero sin que tal cosa constituyera un elemento de rechazo, sino por el contrario, de aproximación, como si le añadiera un atractivo de naturaleza no definida […], esto lo excitaba con un deseo renovado, de apariencia desconocida” (39).
Incluso entre los familiares de los presos hay cabida para la evasión. No ocurre con todos, sino con los de la clase alta. Así, al llegar a la prisión, la señora burguesa se ocupa de separar a su preso de los demás presos, asegura la inocencia de su familiar, su corta estancia en la cárcel, etc., con tal de no asumir la realidad. Quienes la escuchan asienten por mera compasión, pero con el tiempo esa “señora de alcurnia iba modificando poco a poco su actitud y haciendo concesiones a la realidad” (43). Al final, la realidad la alcanza. Termina por aceptar la verdad, incluso cambia su forma de vestir para camuflarse con los demás visitantes.
Ahora bien, Revueltas ha concedido escapes hacia la felicidad a sus personajes, pero condenándolos a permanecer atrapados en la atroz realidad carcelaria. La ilusión de obtener droga a través de la madre de El Carajo fracasa, es decir, no hay manera de aprehender la libertad, ni siquiera a través de la imaginación, ni el recuerdo ni la droga. Les cancela la esperanza y el placer que antes habían disfrutado con el consumo de marihuana:
Los cuerpos del humo desleían sus contornos se enlazaban, construían relieves y estructuras y estelas, sujetos a su propio ordenamiento −el mismo que decide el sistema de los cielos− ya puramente divinos, libres de lo humano, parte de una naturaleza nueva y recién inventada, de la que el sol era el demiurgo, y donde las nebulosas, apenas con un soplo de geometría, antes de toda Creación, ocupaban la libertad de un espacio que se había formado a su propia imagen y semejanza, como un inmenso deseo interminable que no deja de realizarse nunca y no quiere ceñir jamás sus límites a nada que pueda contenerlo, igual que un Dios (36).
Los placeres corporales les separaban de lo brutal. Mas esta vía la cierra Revueltas cuando El Carajo denuncia a su madre en tanto introductora de la droga al penal, lo que impide el único consuelo de los apandados, que, como bien observa Escalante, “sólo abusando del propio ser por las vías de la intensificación se alcanza el más precioso de los bienes: la libertad” (Escalante, 1997: 161). Nada de concesiones: la libertad le está negada al ser humano.
[1] Leyenda mexicana colonial que ha sido contada de generación en generación. Por ello, existen variaciones, pero la leyenda más reproducida es la de una mulata acusada de hechicera y encarcelada en un calabozo. Después de pedir un carbón, dibuja un barco en la pared. Cuando los guardias ven el dibujo, ella les pregunta “¿qué le falta al navío?”, a lo que ellos responden “navegar”. Inmediatamente, la mulata se embarca y se aleja hasta escaparse de sus vigilantes. Véase: <http://www.eluniversalveracruz.com.mx/veracruzanos-personajes/2013/la-mulata-de-cordoba-mas-que-una-leyenda-13514.html>. Xavier Villaurrutia y Agustín Lazo escribieron un guión de ópera en un acto sobre la leyenda. El personaje principal, la Mulata Soledad, es asediada por los jóvenes del pueblo, pero la gente sospecha de ella porque, a pesar del paso del tiempo, no envejece. Creen que tiene lazos con el demonio. Después, aparece otro admirador, en quien ella confía, Anselmo, y le dice “Mi viejo padre moriría / si me casara con mortal. /Ahora ya sabes mi secreto. / No tuve valor de callar.” Pronto, Aurelio, el antiguo amante de Soledad, se mete en la relación para advertirle a Anselmo del peligro que corre estando cerca de la mulata. Aurelio intenta asesinarla, pero en el forcejeo Anselmo recibe un espadazo. Ella huye para refugiarse en el Palacio de la Inquisición, en la Ciudad de México. Ahí enfrenta a un inquisidor que le exige confiese su origen. Ella se niega. Entre los frailes del Palacio se encuentra Anselmo y pide hablar con ella. En algún momento, él le da un carbón para que escriba el nombre impronunciable, el de su padre, pero entonces ella dibuja una embarcación: “Fray Anselmo se esfuma. / La Mulata de Córdoba sube al bajel y, / navegando Desaparece”. Véase <http://www.kareol.es/obras/lamulata/acto1.htm>.
Bibliografía
Escalante, Evodio. José Revueltas: una literatura “del lado moridor”. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas, 1990.
−. “Preposteración y alienación generalizada en El apando de José Revueltas”, en Nocturno en que todo se oye. Sel. y pról. de Edith Negrín. México: Unam, 1999, pp. 153- 162.
−. Prólogo” a José Revueltas. Los días terrenales. Edición Crítica y coord. de Evodio Escalante. Costa Rica: Universidad de Costa Rica, 1997.
Oliver, Florence. “Extravíos novelescos y justificaciones teóricas de un realista marxista”, en Francisco Ramírez y Martín Oyata, El terreno de los días: homenaje a José Revueltas. México: Maporrúa, 2007: pp. 247-257.
Revueltas, José. El apando. México: era, 1969.
−. Los días terrenales. Edición Crítica y coord. de Evodio Escalante. Costa Rica: Universidad de Costa Rica, 1997.
−. Ensayo sobre un proletariado sin cabeza. México: Liga Leninista Espartaco, 1962.
−. El propósito ciego. México: fce, 2014.
México, 1989. Traductora, crítica literaria y profesora de español y literatura en la Universidad de California San Diego. Sus traducciones han sido publicadas en Literal Latin American Voices, Latin American Literary Review, La Palabra y el Hombre, entre otras. Actualmente realiza sus estudios doctorales en la Universidad Veracruzana.
Twitter: @YasmnRojas5