
Poemas de Carlos Illescas
3 febrero, 2025
Con el poemario Usted es la culpable, del cual ofrecemos una sección completa, el poeta guatemalteco Carlos Illescas se hizo acreedor del prestigioso Premio Xavier Villaurrutia en 1983. En dicho libro, Illescas explora varias facetas de la tradición castellana de la poesía amorosa dando preponderancia a dos formas métricas: el soneto, por un lado, y, por otro, la octava real. En la sección “Usted, crucifixión de sombras”, la octava real transforma el hecho amoroso en un acto de tintes épicos, donde el deseo y sufrimiento del amado por la amada se compara con el martirio de Jesucristo. Del mismo modo, entregamos al lector un poema del libro Poemas y hospitales, poemario en el cual el guatemalteco explora la medicina desde la poesía, intercambiando el tecnicismo científico por el imaginario poético.
Usted, crucifixión de sombras
Dios, con vuestro poder empiezo este Desconsuelo,
el cual hago cantando, a fin de consolarme…
Ramón Llull
1
Acaba de entonar su canto, oílo
con claro acento diáfano, lo juro.
un bagazo de sombra. Con sigilo
su cautivo eco perseguí a lo oscuro
de un viejo corazón. Buscaba asilo
entre el penasco sensitivo y duro
que, por usted Señora, en su ansiedad
reduce a luz difusa oscuridad.
Era una nota sostenida y pura:
cuajarón de miserias pero altiva;
asombro no mostraba en su ardentura
pero sí forma pasional y esquiva,
de objeto sordo que al buscar la oscura
visión de un alma que se dice viva,
mi luz apaga y luego se convierte
en anuncio cercano de la muerte.
2
Usted lo sabe amada mía. Claro
es mi destino entre sus manos; muero
porque sí muerto en mar, en ola, en faro,
bajo el terrible ayuno de su acero.
Desnazco a mi caballo, su reparo
es de la tierra que abomino fiero
porque su luz, Señora mía, crece,
mientras la mía sin cesar padece.
Producto de imaginaciones vengo
con paso desigual, sin más propósito
que oír la sombra entre mi canto rengo,
a dejar a su puerta un niño expósito
que hubo de engendrar mi corazón. Tengo,
Señora, que salvarlo. A su depósito
confío su precaria vida, tanto
como canta mi sombra hacia su llanto.
3
Entre sus manos dejo su ternura,
su día en el dolor articulado:
dejo su carne, traigo su conjura
de ser pequeño Cristo transformado.
Usted inyéctele su azul locura
mientras palpa su cuerpo lacerado
y percibe en la sombra de su ovario
la música infinita del Calvario.
Sobre un madero clávelo, inclemente
corónelo de espinas aceradas;
pregúntele despacio cómo siente
sus dulces y divinas puñaladas.
Amorosa destrócele la frente;
las entrañas, de usted enamoradas.
Óigale decir: «Muero, luego existo».
en tanto reza Usted ante aquel Cristo.
4
Vuelve el sonido a revelar su guerra
de sombras. Fiebre de penumbras, arde:
la música es un puño que se cierra
en torno a mi garganta, o la cobarde
humana condición de ser la tierra
de quien alienta, nace y muere tarde
porque es Usted, sin más, la ley severa
que me ha prescrito que de amores muera.
Así es. De amores muero sin lamentos
de ociosa artesanía; muero y quiero
que vayan mis suspiros a los vientos.
Vientos quiero que mueran si me muero
sin pretender dejar mis aspavientos
de pobre moribundo en el sendero.
Sendero que yo quiero. (Sus pisadas
son pisadas de amor ensangrentadas).
5
Es un cuajo de sombras el que late,
repite y desestima mi baraja.
Es un grito de amor en el combate,
un manotazo frío hacia la caja;
es el musgo entonando el jubilate
a la existencia coja que trabaja,
en su risa morada de azucena,
el veneno de amor que me envenena.
Es todo mal, Señora, que enemista
virtud de un corazón hendido a pulso;
es dulzura atonal de la amatista,
un tajo a contralumbre y el convulso
sentimiento saudoso del artista,
esclavo sanguinoso del impulso,
que desea comérsela a Usted
y con su sangre mitigar su sed.
6
Arden las sombras, lujo intemporal
del espacio cuajado de serpientes.
Tango negro desata en vendaval
vasos de lumbre, cálidos nepentes.
Corre Justine seguida por el mal
desgarradas las fauces y los dientes
hincados en la carne de la diosa;
¿es flor la sangre, bella y primorosa?
Que no es el ruiseñor quien canta, oílo,
exquisita Madam Legere, lo juro;
era un puñal de amanecido filo
a cuya voz la carne de lo oscuro
caminos al morir halla un estilo.
Por eso entre su umbría me inauguro
seguro de nacer a mayor vida
si usted, amor, me hiere con su herida.
7
¿Tal vez la alondra mañanera? Nunca
el cuajarón de sombras se produjo
melificando notas. La espelunca
abierta entre la carne se condujo
más bien, Amor, sobre la umbría trunca.
La voz sin luz, Señora, que sedujo
mi corazón comido de gusanos
fue el cálido puñal entre sus manos.
De Poemas de hospital
A Raúl y Anita Villaseñor,
suscriptores de mi siempredad
Hay pacientes
que especializan su agonía
emitiendo estertores criptolálicos.
(Nadie entiende lo que dicen.)
Amables y sonrientes enfermeras
aplican con unción sus manos
en el cuerpo del terrestre
a fin de capturar los acecidos.
Cercanamente hijos, esposa, nietos,
nueras, yernos, hermanos, tíos,
choznos, amigos y compadres,
cada quien, ya bien medido el turno,
vierte la luz del pensamiento
diciendo qué es la vida
y cómo se marcha tan callando.
Los médicos, albeantes uniformes,
se consultan: quaterback, pasadores,
tacles y demás parafernalia;
consuelan a la esposa cuyas voces
mezclan los naipes de otros llantos.
Molinos de viento derribados
son los estertores,
también hallazgo de alfabetos
carente de vocales
y sobrantes guturados o pigmentos
consonantes, también clavos de olor,
aceitunas negras rebanadas, ajos,
para sopas sin aliento.
Son los estertores angustia
agazapada en los ojos de enfermeras
penas cosechadas en abril:
blancas, rosa, amor, ajenjo,
color del alma son sus uniformes
bajo cielos poblados de palomas
tras las manos aleteantes.
Nadie muere aquí predica
el hervidero gutural
de quien por fin vislumbra
paz, libertad sin ataduras, Dios.
Tales cosas traducen sin sentido
al estertor, parientes míos,
que por motivos tan oceánicos
me he tomado la licencia
de llamarle criptolálico.
Guatemala, 1918-México, 1998.
Perteneció a la generación de poetas de los años 40, caracterizada por difundir a los grandes autores europeos y suramericanos. En 1954, su rebeldía frente al gobierno totalitario de su país, lo obligó a exiliarse en México donde vivió el resto de su vida, produciendo allí la mayor parte de su obra. Parte de su extensa obra está contenida en las siguientes publicaciones: "Cuadernos. Friso de otoño" (1958); "Ejercicios" (1959); "Los cuadernos de Marsias" (1973); "Manual de simios y otros poemas" (1977); "El mar es una llaga" (1979); "Fragmentos reunidos" (1981); "Requiem del obsceno" (1982); "Usted es la culpable" (1983); "Llama de mí" (1984) y "Palabra en tierra" (1997). Entre los galardones recibidos se destacan el Premio Xavier Villaurrutia (1983) y la Orden Miguel Ángel Asturias (1997).