Poemas de Carlos Martínez Rivas

25 noviembre, 2022

Selección de José Argüello Lacayo.


RETRATO DE DAMA
CON JOVEN DONANTE

¡Oh seguedad! ¿Acuerdo intenta humano
fatal corregir curso, fácilmente?
Tal ya de su reciente mies villano
divertir pretendió raudo torrente,
mucho le opuso monte, mas en vano,
bien que desenfrenada su corriente,
a cuanta Ceres inundó vecina,
riego le fue la que temió ruina

Góngora.

I

La juventud no tiene donde reclinar la cabeza.
Su pecho es como el mar.
Como el mar que no duerme de día ni de noche.

Lo que está en formación
y no agrupado como la madurez.

Como el mar que en la noche
cuando la tierra duerme como un tronco
da vueltas en su lecho.

Solo.

Retirado a mi tos.
Desde mi lecho que gruñe oigo correr el agua.
Toda el agua que se oye pasar de noche bajo los lechos.
Bajo los puentes.

Las aves del cielo tienen sus nidos. Nidos curiosísimos.
Los zorros y las raposas tienen alegres madrigueras
donde hacen de todo.

La juventud no tiene donde reclinar la cabeza.

Y rompe a hablar. A hablar. Toda la tarde
se la pasó el joven hablando delante de la mujer enorme.

Dejándola para mañana se le pasa la vida.

Y en la Pinacoteca de Munich, bajo el gran hongo, a la afable
sombra de los Viejos Maestros, o en la olla del placer,
derramando en el suelo su futuro
dice a su juventud, a su divino
tesoro dícele: –Solo espero
que pases para servirme de ti.

Y aprender a sentarse.
Empezar a tener una cara.

Lo que hizo Mister Carlyle, el dispéptico.
Lo que hicieron Don Pío Baroja y su boina.
O Emerson (“…una fisonomía bien acabada es
el verdadero y único fin de la Cultura”).
Y todos los otros Octogenarios,
los que no escamotearon su destino:
el propio, el que vuelve al hombre rocín
y acaba sólo gafas, hocico, terco bigote individual.

Los que llegaron hasta el final
y zanjaron el asunto y merecieron
un retrato en su viejo sillón rojo
calvo ya como ellos y hermoso.

Sentados para siempre. Fotogénicos.
Idénticos a su celebridad. Fijos los ojos
como si por encima del vano afanarse de la tribu
lo logrado miraran. ¡Lo logrado!

¿Lo logrado?

¿Y si fuera otra cara la verdadera y no ésta,
sino la otra, la mal hecha, la que no se parece
y es distinta cada vez? La del Hombre
del Trapo en la Cabeza, el que se cortó
la oreja con una navaja de afeitar
para dársela a la menuda prostituta?

Pero él fue solamente un pintor. Uno
entre los otros espantapájaros, minúsculos
en medio del gran viento que choca contra el cielo,
empeñados en añadir un paso más a la larga cadena.

Ocupados en cambiar la Naturaleza, como las estaciones.
Rehaciendo y contrahaciendo el rostro del mundo. El rostro 
del vasto mundo plástico, supermodelado y vacío.

II

​Aludo a,
trato de denunciar
algo sin un significado cabal pero obcecado en su evidencia:

el árbol con piel de caimán.
La esponja con cara de queso de Gruyère,
y viceversa.
El viejo de la esquina, el que vende cordones para zapatos,
peludo de orejas, animal raro,
Nabucodonosor amansado.
Una lora en su estaca moviéndose
peculiarmente. Mostrándonos su ojo
viejo, redondo, lateral.
Los moluscos, temblorosa vida
en la canasta que contemplan
tan serios el niño y la niña.
El perro en la cantina, debajo de su mesa favorita,
temible a causa de su bozal.
Un par de hombres solitarios bañando un caballo
con un cepillo grande a la orilla del mar
en una perdida costa pequeña y abrupta.
Los grandes bueyes lentos de fuerza y peso,
cargados de su propio poder, y los caballos
pastando con sus cuellos inclinados igual que las colinas…

Todo incomprensible (en apariencia) o idílico, pero
​      (inasistido,
no azotado por el error, vivo dentro de un cero
en la potencia de lo sólo evidente.

El mundo plástico, supermodelado y vacío.
Como un infierno ocioso,
abandonado por los demonios,
condenado a la paz.

III

Pues si esta noche el alma.
Si esta noche quisiera el alma hundirse
en la infamia a la ira
hasta el fondo, hasta que el pulgar del pie
brille contra la roca en la tiniebla
del agua; y desde allí
intentara una vez más
bracear, cerrar los ojos,
hundirse aún más hondo, no podría.

La ola de la Tontería, la ola
tumultuosa de los tontos, la ola
atestada y vacía de los tontos
rodeádola ha, hala atrapado.

Inclinada sobre el idioma, sobre
el pastel de ciruelas, lo consume
y consúmese ella disertando.
Y danza. Pero no al son del adufe,
sí del castañeteo de los dientes
que agitados por el rencor y el miedo
producen un curioso tintineo.

Al son del ¡sún-sún! de la calavara.

Y súbito el recuerdo del hogar.
De pronto, como una espina ardiente.
Como el sonido de un clarín de niño
en la traición, en las traiciones de las
que sólo el olvido nos defiende:
sólo otra traición del corazón
nos defiende. Y el pecado futuro,
ya en acción, zumbando desde lejos,
desde antes sabido, realizado y ceniza.

Un pájaro atraviesa la tarde de borde a borde.

Una hoja seca araña el techo de zinc.

Un grifo vierte el tedio.

–Pero conocí una dama.

IV

​Sola en principio y descastada
como un águila. El águila
de Zeus en el exilio, de
paso entre nosotros. El ruido
de sus garras sobre la mesa
y el ojo perspicaz. El ojo
que sólo ve, sin opiniones.

Así el suyo. Como el ojo
del ave: sin respuesta, puro
de voluntad óptica. Ojos
duros, pequeños y desiertos
delante de la ilimitada
extensión del yo varonil.

Rostro intemporal, zoológico.
Lleno de fanatismo, pero
frío, sutil, no sometido,
como escarabajo o bala.

Civilizaciones la han hecho.
Muchas estirpes habrán sido
necesarias delante de ella
como delante de los frutos
soles y siglos. Una hilera 
de siglos como grandes filtros
para que al fin cayera –gota
pura—entre las fuentes públicas
y los hábitos de su raza.

No la dríada de los bosques
ni oréade, breve de seno,
oliendo el aire. No trirreme
a la luz de las olas. Ni algo
que el pueblo de Francia advertía.

Ni tocador lleno de dijes
fríos, colgantes como lluvia,
y revólveres relucientes
que enseñáronme tanto sobre
la naturaleza secreta 
del níquel y el por qué de las uñas
y lo dentado.

​Pero sí
algo que entró en el cielo excluido
de lo sufiente. Sí algo
con la lógica de lo simple,
la forzosidad de lo perfecto,
la inteligibilidad
de lo necesario.

​Ileso
eso se mueve en la tercera
rueda, nosotros aquí abajo
enronquecemos discutiendo.

Sin vacilaciones ni sombras.
Todo respuesta que el enigma
vano de la blancura oculta
y suplanta, el pecho ofrece
un fondo al rayo de la mano.

Tras la aislada frente monótona
(donde ensordece el apagado
barullo del mundo invisible)
se abre el perla, absorto, cóncavo
día solo de una mujer.

Es el interior de la concha.

La Nada femenina. Allí,
aún sin aletas y sin ojos
un caos se defiende, más
cerca del huevo que del pez.

Mordiente sol, limón de oro,
virginidad aceda. Es
la mujer, golpeando, matando
con su pico al hombre cálido.
Su pico de vidrio. El de hielo.

Púdica, insípida y hostil
con la terquedad espantable 
y pacífica de la luz.

La Nada femenina. Sola
ante lo último, lo límpido
donde lo resistente es nácar.

Piedra vestida por la sombra
y desnudada por el sol.

​1949-50. –18- Rue Cassette.—Paris.

                         Eunice Odio

Y añadió:
                  -No podrás ver mi faz pues el
                  hombre no puede verme y vivir.                                                              

Exodo, XXXIII, 20


Una visión legendaria, un elevado discurrir, un pensamiento,
—tal a Avila sus murallas y su gorjeante azul—
la rodeaban defendiéndola
de lo que, extranjero y hostil, podía herir.
Estoy hablando de tu frente. 
 
A los lados están, asomando
como las alas de dos ángeles sumidos por un costado en el muro,
las dos orejas pálidas, acústicas,
precipitándose en el remolino del oído
hasta el fondo. Al estanque del tímpano
en donde se reflejan
el trino del ave, la nota del violín, el soneto.
 
Y sobre la pulida nariz que suele hundirse
nave en el oleaje de la rosa, buscando
una exacta respuesta de olor a su pregunta,
se encienden los dos ojos, desde la telaraña
redonda, minuciosa y azul del iris.
 
Y luego, del lecho fresco de los labios, donde tu juventud
parecía haberse tendido ya a sólo madurar,
de golpe, como el agua en los valles,
todo se lanza hacia los hombros y los senos…
 
Después todo es quietud y desnudez sin fin.
 
(Sólo en el vientre, el vello.
Creciendo allí tal vez por la misma
secreta razón —aún sólo sabida por él— del musgo)
 
Muchacha! tú estás sentada sobre la tierra. Miras. 
Como lebreles tus largas manos posas:
seres armados, guardan la puerta de tu cuerpo.
La dos carreras a la entrada del Jardín.
 
He tratado de decir cómo eres;
de ponerte de nuevo delante de mí
oh muchacha desnuda! forma! perfección!
Porque aunque a menudo te vimos,
apenas nos percatamos de tí.
Hablamos mucho de tu gracia porque eso distraía
pero ¡qué poco sospechamos bajo el cariño de la piel
y entre el ir y venir de tu sangre atareada!
 
Creímos que eras bella solamente para ser
lecho oscuro del sol o chispa de la atmósfera,
y no advertimos cómo sobrellevabas
ese penoso y duro oficio de las cosas bellas
que, tras de su dorada corteza luchan para
salvar al hombre de la Divinidad en bruto.
 
Porque tras de esa membrana, de esa ala de cigarra,
está escondido, tirante, alerta, lo otro. Detenido
de pronto en su exceso cuando todo iba a estallar.
 
Un poco más y el compromiso se habría establecido.
Un poco más y habría sobrevenido eso.
De lo que nadie osa hablar. 
 
Pero de ello, si unos pocos tuvieron noticia es mucho.
Porque tú corriste a ponerte disimuladamente en la puerta,
y entonces ya no te vimos sino a ti, Antifaz!
con un pétalo soportando el golpe del ariete sagrado,
con un dedo menudo y perfecto evitándonos
en un diálogo el mayor de los riesgos.
 
Tú bisel, bisagra, ángulo, eres,
allí el nudo ciego de la lid, del combate
entre lo que intenta revelarse, obtener,
y lo que trata de poner al hombre al amparo
de lo que no podría soportar.
 
Por eso, para hablar de tu cabello, quise
resistir hasta ahora. Para decir
que está detrás de tí como un árbol
y como un árbol mucho follaje y sombra esparce.
Para ocultarnos lo que nos haría enrojecer y temblar:
el ajetreo de los ángeles, las poleas de lo monumental,
y al Dios mismo en plena tarea, con las dos
media-lunas de sudor alrededor de las axilas.
 
A veces a tí misma te esquivamos. 
Tratamos de cubrirte con palabras
y adjetivos espléndidos, por temor
a ver entre tus pliegues algo de lo desconocido,
 
pues ¿qué enorme compromiso no traería
haberlo visto aunque fuera una sola vez? Por temor
a conocerte demasiado, de llegar
a ser demasiado de ti y entrar en relación
con lo que quién nos dice cuánto no sería capaz de exigir?
 
Pero tú entretanto, así,
como una estrella dentro de su armadura,
sonriendo
pones a todo esto un nombre
animador y andadero: belleza.
Y haces que de esta lucha, de esta
cuerda tensa
no brote ni oigamos los cercanos, nada,
nada, sino esa nota pura a la que el corazón
en medio de su afán y su gemir pueda un momento
asirse.
 
                                         Diciembre, 1945  —España

CANTO FÚNEBRE A LA MUERTE
DE JOAQUÍN PASOS

I

Con el redoble de un tambor
en el centro de una pequeña Plaza de Armas,
como si de los funerales de un Héroe se tratara;
así querría comenzar. Y lo mismo
que es ley en el Rito de la Muerte,
de su muerte olvidarme y a su vida,
y a de los otros héroes apagados
que igual que él ardieron aquí abajo, volverme.

Porque son muchos los poetas jóvenes que antaño han
​   (muerto.
A través de los siglos se saludan y oímos
encenderse sus voces como gallos remotos
que desde el fondo de la noche se llaman y responden.

Poco sabemos de ellos: que fueron jóvenes y hollaron
con sus pies esta tierra. Que supieron tocar algún
    (instrumento.
Que sintieron sobre sus cabezas el aire del mar
y contemplaron las colinas. Que amaron a una muchacha
y a este amor se aferraron al extremo de olvidarse de ellas.
Que todo esto lo escribían hasta muy tarde, corrigiéndolo
         (mucho,
pero un día murieron. Y ya sus voces se encienden en la 
           (noche.

II

​Sin embargo nosotros, Joaquín, sabemos
tanto de ti. Sé tanto… Retrocedo
hasta el día aquel en brazos de tu aya
en que, de pronto, te diste cuenta de que existías.
Y ante ese percatarse fuiste y fueron tus ojos
y el ver más puro fue que hasta entonces sobre
los seres se posara. No obstante, los mirabas
sólo con una boba pupila sin destino,
sin retenerlos para el amor o el odio.
(Aún tus mismas manitas sabían ser más hábiles
en eso de coger un objeto y no soltarlo).
Una mañana te llevaron a una peluquería, en donde
te sentaron muy serio, y todo el tiempo
te portaste como una caballerito
y bromearon contigo los clientes. Todo esto
mientras te cortaban los bucles y te hacían
parecer tan distinto.
A la calle saliste después. A la otra calle
y a la otra edad, en la que se le pintan
bigotes a la Gioconda de Leonardo
y se es greñudo y cruel…
Mas luminosa irrumpe pronto la juventud.

Después, todos sabemos lo demás: el impuesto
que las cosas te cobraban. el fluir de los seres
que a tu encuentro acudían por turno, cada uno
con su pregunta
a la que tú debías responder con un nombre
claro, que en sus oídos resonara distinto
entre todos los otros, y poder ser sí mismos;
como sabemos que a Iaokanann llegaban
los hombres más oscuros, a recibir un nombre
con el que desde entonces
pudieran ser llamados por Dios en el desierto.

Y ese fue en adelante tu destino. Por el que no podrías
ya nunca más mirar libremente la tierra.
Un mal negocio, Joaquín. Por él supiste 
que ante todas las cosas en que te detuvieras
el tiempo mandado, temblarías. Que bastaba mirarlas
con los ojos que se te dieron un tiempo decoroso
para que se tornaran atroces:

​el fulgor de un limón.
El peso sordo de una manzana.

El rostro pensativo del hombre.

Los dos senos jadeantes, pálidos, respirando
debajo de la blusa de una muchacha que ha corrido;
la mano que la alcanza. Hasta las mismas palabras…
Todo había una esencia dentro de sí. Un sentido
sentado en su centro, inmóvil, repitiéndose
sin menguar ni crecer,
siempre lleno de sí, como un número.

Y esa lista de nombre y esa suma total tú la tendrías
que hacer para el día de la ira o el premio.
Y al hacerla, pasar tú a ser ella misma.
Porque también te dieron a ti un nombre. Para
que de todo eso lo llenaras como un vaso precioso.
Que de tal modo dentro de ti lo incluyeras
—las noches estrelladas, las flores,
los tejados de las aldeas vistos desde el camino—
que al nombrarlos te nombraras
tú suma total de cuanto vieras.

Y para todo eso sólo se te dieron palabras,
verbos y algunas vagas reglas. Nada tangible.
Ni un solo utensilio de esos que el refriegue
ha vuelto tan lustrosos. Por eso pienso que 
quizás –como a mí a veces—te hubiese gustado más
​(pintar.

Los pintores al menos tienen cosas. Pinceles
que limpian todos los días y que guardan en jarros
de loza y barro que ellos compran.
Cacharros muy pintados y de todas las formas
que ideó para su propio consuelo el hombre simple.
O ser de aquellos otros que tallan la madera;
los que en un mueble esculpen una ninfa que danza
y cuya veste el aire realmente agita.

Pero es cierto que nunca
rigió el hombre su propio destino. Y a la dura 
tarea mandada te entregaste del modo
más honorable que he conocido. Eso sí,
tú sabías bien en qué te habías metido.
A los obreros viste cuando van a la tienda. Observaste
cómo examinan ellos las herramientas y palpan el filo
y entre todas eligen una, la única: la esposa
para el alto lecho de los andamios.

De este modo elegías tú el adjetivo,
la palabra, y el verso cuyos rítmicos
pasos como los de una enemigo acechabas.
Hacer un poema era planear un crimen perfecto.
Era urdir una mentira sin mácula
hecha verdad a fuerza de pureza.

III

Pero ahora te has muerto. Y el chorro de la gracia
​        (contigo.

Mas dicho está, que nunca permitió Dios que aquello
que entre los mortales noblemente ardiera
se perdiese. De esto vive nuestra esperanza.

Difícil es y duro el luchar contra el Olimpo
acuoso de las ranas. Desde muy niños son 
entrenados con gran maestría par el ejercicio de la Nada.

Mucho hay que afanarse porque lo otro
sea advertido. Y aun así, pocos son
los que entre el humo y la burla lo reconocen.

Pero, con todo perseveramos, Joaquinillo. Descuida.

Redoblaremos nuestro rencor ritual, el de la cítara.
Nuestro alegre odio con saltitos.
La nuestra víbora de los gorjeos.

Y el amor ganará.
Tú deja que tu sueño mane tranquilo.

Y si es que a algo has hecho traición muriendo,
allá tú.
No seré yo quien vaya a juzgarte. Yo, que tantas
veces he traicionado.

​Por eso
no levanto mi voz tampoco contra la Muerte.
La pobre, como siempre, asustada de su propio poder
y de tantos ayes en torno al muerto, enrojece.

Tu muerte solamente tú te la sabes.
No atañe a los vivos su enigma, sino el de la vida.
Mientras vivamos sea ella olvidada como si eternos
​(fuéramos,
y esforcémonos.
Tú, desde el Orco, gallo, despiértanos.

IV

Y a igual manera que las abejas de Tebas
–conforme el viejo Eliano cuenta—iban 
a libar miel en labios del joven Píndaro;
llegue este canto hasta la pálida cabeza.
En tu pecho se pose y tu pico su pico hiera
sorbiendo fuego. En torno de tu frente aletee
tejiendo sobre ella una invisible corona.

Sus alas bata con más fuerza y hiendan
un espacio más alto sus nobles giros.
El esfuerzo repita. Y otra vez. Y otra… Y su vuelo
por el cielo se extienda en anchos círculos.

​Madrid, febrero de 1947.

Tren para Chinandega

Allí donde nació mi madre, quiero
hallar esposa y nueva madre mía.
Uncir al resplandor de un ancho día
rural, mi amor final con el primero.

Suave carga será, yugo ligero,
pues amándola a ella ya aprendía
a amar mejor a la otra que vendría
cerca de mí, cuando su adiós postrero

en sequedad dejárame postrado.
Déseme rehacer, de la perdida
profunda unión el desatado nudo,

en nueva lid, con Lía, bien aliado,
lucharé oponiendo a muerte, vida,
embrazando su abrazo por escudo.

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(1924-1998), poeta nicaragüense cuyo fulgurante genio poético descolló desde muy joven con El paraíso recobrado (1943) y La insurrección solitaria (1953), para luego guardar un largo silencio, roto apenas con esporádicas publicaciones en revistas y periódicos y con la aparición -póstuma- de su Poesía reunida (Anamá 2007), compilada y comentada por Pablo Centeno-Gómez. El Centro Nicaragüense de Escritores le publicó en 2012 Como toca un ciego el sueño, selección introducida, anotada y compilada también por Centeno Gómez, autor del más completo estudio sobre su vida y su obra: Carlos Martínez Rivas. Humanidad y sensibilidad artística (CNE, Managua 2014). Martínez Rivas fue un autodidacta de amplísima cultura que residió durante largos años en España, Francia, Estados Unidos y Costa Rica, viniendo finalmente a su tierra natal en 1977, donde residió hasta su muerte. Su intensa y enigmática obra continúa intrigando a los críticos y fascinando a sus lectores.

Fotografía: Claudia Gordillo