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Poemas de Equinoccio

25 noviembre, 2022

Albricias por Jorge Galán, escritor salvadoreño, ganador del Premio de Literatura Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco 2022.

Su obra «Equinoccio» ha sido seleccionada por la «expresión personalísima de una naturaleza dolida y celebrante, y de una ciudad demencial que se embiste a sí misma”.


Todos nosotros

Frente al acantilado, en el borde de todos los bordes del mundo,

observo la caída, abajo, donde las águilas merodean en círculos
y el aire se vuelve viento, y el viento robusto embiste
como un toro de humo, asesinando la mañana.
La exhausta espuma también es océano incalculable.

Fuimos enormes alguna vez. Fuimos el nombre oculto del frío,
fuimos el júbilo, atravesábamos las llanuras sin mirar atrás
bajo la mirada del colibrí, que era un ave y el brillo de una moneda.

Oh sí, todo sucedió cuando el sur era una habitación al fondo
y no teníamos miedo porque confundíamos el miedo con el frío,
y cenábamos nuestra propia cosecha de tomates
y contábamos todo el día la historia de nuestro mundo en ciernes,
y sabíamos silbar, y sabíamos golpear la luz con un bate, y sabíamos
que podíamos asesinar y comer una zarigüeya, si era necesario.

Éramos entonces el ojo el tornado. Y en el ojo del ratón
distinguimos la tarde que caía, la calle que llegaba hasta el cielo,
la llanura y el ruido que provocan miles de tiovivos
sonando a la vez en la oscuridad.

Todo eso éramos, todo eso fuimos alguna vez, a la intemperie
sin nada que esperar, pero en la posibilidad de todas las cosas.

Cuánto ha pasado. Cuánto se ha detenido. Cuánta sombra deshecha
en la fuente seca colmada por el polvo blanco de la muerte.
La ceniza es la única madre que nos persigue. Oh sí,
la única madre que nos susurra una invocación, nos llama
y no deja de llamarnos desde el otro lado de la tormenta.

Un ruido de perdices asesinadas salta del tejado hasta el jardín.
Mantenles como lluvias lentísimas caen de la mesa con una sola taza.

Si observo hacia atrás, sigue allí el borde de todos los bordes del mundo.
Y sé que debería cerrar los ojos y dejarme caer.
Dejarme caer como el muchacho sobre los brazos de la multitud,
como el aire de marzo sobre la deliciosa hierba.

Equinoccio

Ahora el norte se acerca al mundo de poniente.
Convalecen las aguas.
La liebre suelta el dorso del ratón y corre guarida abajo.
Hay restos de garzas en los esteros del este,
restos de ballenas en los mares del norte, nada
está fuera del círculo, apretados
como muchos seres en una sola silueta,
persistimos esperando el final, la segunda venida,
la fiesta dolorosa.
El sol destroza los cipreses.
Las hojas se secan dos veces en el aire.
Aire muerto bajo pies numerosos,
pisoteadas brisas de ciudad, destripadas
por el peso de aquello que declina.
La luz convalece como la trucha en el hocico del oso.
Tiembla una mariposa sobre la tumba nueva.
Un latido de sal, un peso efímero.
Tres inviernos se acumulan
sobre un pequeño cubo de basura.
Pañuelos apuñados en una caja igual que crías
de un animal diminuto, tan insignificante
que es incapaz de provocar algo de compasión.
El ocaso se enciende como una bombilla.
Me alejo del ruido de los vecinos
y camino en medio de la calle, insolente como niebla,
como un hombre de niebla, inútil y sombrío,
mientras escupo guijarros de oscuridad en los cristales
de las casas vecinas.
La ceniza me mancha los zapatos.
Presiento miles de estufas encendidas.
Siento crecer el pelaje de las ovejas como campos de flores.
Sobre las muchas colinas desoladas,
vagan lentas siluetas que no miran atrás.

Ciudad

La piedra creció como un árbol y un poco más,
creció en un día o dos, se enfrentó al cielo
y siguió creciendo, llegó a los diez, a los cien metros
en un solo día, y luego se combó
hasta convertirse en una cúpula repleta de salientes.
Era como la armadura de un animal
y quizá era en verdad un animal
que nos engulló mientras dormíamos,
mientras soñábamos la muerte,
y nos encontrábamos en su estómago.
A trechos gris, a trechos blanca, a trechos
dorada y brillante como una inmensa pepita de oro,
creímos que la piedra no era una sola sino muchas
que habían crecido juntas, una multitud
de piedras, a veces menos blandas, otras
menos hermosas. Algunos trataron de escalar
sus inmensas paredes, sin conseguirlo.
Dentro murieron los insectos, las flores.
Murió sobre todo la luz. Y un aroma de lámparas
llenó todos los espacios vacíos.
Cada vaso y cada boca y cada oreja
se llenaron de humo. Y fuimos seres de humo.
Pero aprendimos a vivir así, en la oscuridad.
Pintamos la piedra con hermosos paisajes
y hermosos seres, pintamos la piedra
con todo aquello que recordábamos haber visto.
Escuchamos caer la lluvia. Escuchamos
la llegada de la nieve. Oímos
un bisonte subir y habitar más arriba de todo.
Una estampida de elefantes hizo caer
filosas estalactitas un octubre y otro noviembre.
Un enorme carro se posó el día de navidad
y confundimos pisadas de reno con tambores lejanos.
Encendimos fogatas cada mañana.
Soplamos el fuego hasta calentar nuestro aliento.
Aprendimos a mirar en la falta de luz.
Nos volvimos siluetas que se movían en la sombra.
Un mundo de siluetas amaneció entre nosotros.
Nos dimos nombres distintos, nos llamamos
ruido, nos llamamos alto, bajo, nos llamamos
dientes de sable y oso de sombra y calavera.
Brisa era nuestra madre y Tornado nuestro padre,
creímos tener un padre y una madre comunes,
y fuimos los hijos de la oscuridad,
nuestro lenguaje se volvió parecido al del arroyo,
nuestros manos se volvieron enormes,
nuestros ojos aprendieron a encenderse y apagarse
como los cuerpos de las libélulas,
nuestro cabello imitó a las ramas de la encina
y olía como a trigo recién segado en verano.
Aprendimos a contar hermosas historias sobre los días de luz
y hablábamos de la luz como se habla de los sueños,
cómo se habla de una tierra remota del pasado,
un lugar en la tempestad más allá del continente de niebla,
más allá de los países del frío.
Pronto, nos olvidamos de esperar
y olvidamos también el nombre de los días.
Aves que no saben si no gritar fueron nuestras estrellas.
Lo son aún, pero todo está bien en nuestra casa;
en nuestra sombra, donde pertenecemos.

Las mariposas

La migración de mariposas reposó en el arbusto
y el patio se llenó de movimiento.
Estábamos asomados a la ventana
cuando se levantaron todas a la vez.
Madre dijo que parecían un alma
que abandonaba el cuerpo de un muerto.
Más tarde, las mariposas cayeron en la colina
como una extraña nieve, como luz tibia
convertida en temblorosa nieve vespertina.
Y así siguieron toda la noche, entre los tejados
y los puentes, saliendo y entrando de la ciudad
como un enorme grupo de viajantes
que no encuentran consuelo.

Olvido

El ruido del río que no pasa, agua negra que transporta
cabezas de elefante y de niño,
nos recuerda lo que no acaba nunca,
lo que no posee un comienzo, una cicatriz
que se adentra entre la maleza y la eternidad.

Invocamos lo que no está presente. Oímos en la noche
el ulular y el graznido, pero no vemos ni al cuervo ni a la lechuza,
pertenecen a un pasado que no es individual
aunque actúe como un recuerdo.

¿Quién de nosotros murió de frío bajo la primera nevada?

El agua aún corre cabeza abajo, pies arriba.
La pata del caballo resuena en el desván como un eco
de lo que en el establo sucede, alejado de la vista del resto.
Se cuece en la cocina lo que el bosque nos deja como ofrenda.

¿Somos descendientes de un dios que abandonó al arroyo
y la quietud bajo el fresno, internándose para siempre
en el valle como quien reconoce en la tempestad a un igual?

Jamás sabremos lo que nos hizo abandonar los campos,
el bosque, la altura de la colina, para venir hasta aquí y establecerlos,
volvernos voces plurales que imitaron la bandada del estornino
y destruyeron al padre árbol para tallar seres que decidimos adorar
y les adoramos como antes suplicamos al padre árbol de todos.

Y ahora ni siquiera podemos recordar el nombre del fuego
o saber lo que observa el venado en la oscuridad profunda de la cueva
o qué astro desaparece cuando damos la espalda.

Se rompen los tornados en el filo violento de los enormes edificios.

Lagunas artificiales llenas de peces muertos
como ojos que miran un campo de batalla desde una colina,
se esparcen en las afueras de las luminosas resplandecientes ciudades.
Tratan de embellecer lo que ya ha sido bello una vez.
Y nada hay más inútil. Oh no,
nada podrá restablecer la primera armonía.

El vacío

No hay color este día, este año. En todo se evapora la superficie,
y la belleza se deshace sobre el contorno que antes cubría.
El blanco solo existe en detrimento de lo gris,
como un retroceso, como un mirar atrás.
Violetas que no saben el extraño significado de su nombre,
pequeños lagos semejantes a parches de metal,
y un ruido de poleas que surge cuando emerge la luna.
Junto al arroyo, otro delgado arroyo transparente,
una muda de piel, sin peces, sin reflejo de sauces o de cielos.
Al fondo, un volcán en cuya sombra ha crecido una ciudad
como una infección. Nos parece una imperfección del paisaje.
Un promontorio enorme sobre la llanura de nubes.
Crecen palabras secas en la pared del patio.

El recuerdo

Conocíamos tan poco que llamábamos
árbol al árbol, y ni siquiera
podíamos entender el sonido del viento al caer
sobre la noche de los sauces.

Estrellas puestas a secar en los alféizares
y domingos doblados y guardados en un cajón.

Conocíamos tan poco que nos sentábamos
a esperar la llegada del invierno
como quien esperaba un autobús.
Una plegaria era entonces el mediodía,
y la sombra de una cruz en el piso era la iglesia.

Sabíamos tan poco que no reconocíamos
el sabor del frío en el aire, ni entendíamos
que el viento era una madeja blanca.

La vida no era un espectáculo de luces.
Un cinturón de cuero que cae sobre el tornado
y lo rompe era la vida. Una inútil fogata
que aniquila lo que intentaba proteger.

Cuatro nortes reunidos al final de un solo camino
que bordea un país, pero jamás se adentra.

Los campos se secaban hasta extinguirse,
mientras nuestro susurro se convertía en aullido,

pero nada había en la primavera para nosotros,
pues aquello que nos pertenecía, las tierras baldías
en el oeste, la colina ardiendo, las sombras
cayendo sobre el volcán como aves suicidas y salvajes,
los patos de pico semejantes a puntas de puñal,

la piedra con la forma de una pirámide, el campo de maíz,
el azúcar que recogíamos durante la noche
y dejábamos en costales que cargaban nuestras madres
y nuestros padres, el ruido de la carreta
yendo a través de los campos secos de algodón,

el día de lluvia, la lluvia misma como una herida blanca,
la alfombra de flores bajo el maquilishuat gigante,
el hilo delgado que salía de la boca abierta
del anciano que agonizaba sin haber visto el mar,
la gaviota que dejaba caer sus huevos en el acantilado
como gotas de un llanto absurdo y, por tanto,
sin motivo, todo aquello que nos proveía
de una ascendencia y un hogar,
no podía existir en el día de primavera,
porque aquí la primavera no existía, pues no ha existido nunca,

lo que madura aprende a hacerlo en la oscuridad,
el verano ha sido solo una silueta en el jardín,
la brisa del mar escala el acantilado solo para lanzarse otra vez,
viento suicida cuya costumbre es el huracán,
aliento efímero que se queda toda la noche en el tejado,
destrucción, ceniza tibia bajo infantiles pies,

por eso aquello genuinamente nuestro es el invierno,
esa extraña paz que nos hizo buscar un hogar en la niebla
y nos engañó para que quisiéramos quedarnos,
igual que el pez que cree haber encontrado un estanque
en el estómago de la gaviota,
y habita allí mientras es deglutido.

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Poeta y narrador salvadoreño. En el ámbito de la narrativa ha publicado La habitación al fondo de la casa (2013) y en 2015 su obra Noviembre recibió el Premio de la Real Academia Española a la mejor novela publicada ese año. También ha escrito la novela juvenil de ciencia ficción El sueño de Mariana (2008, Premio Nacional de Novela de El Salvador), y los libros infantiles El premio inesperado (2007), Los otros mundos (2009) y El hechizo del mago (publicado en la colección del Premio Charles Perrault de Cuento Infantil y por la que Galán fue merecedor del Premio Nacional de Teatro Infantil el mismo año). En su trayectoria cuenta con diversas distinciones, como el Premio Nacional de Novela Corta de El Salvador (2006), el Premio Adonáis (2006), el Premio Antonio Machado (2009), el Jaime Sabines para obra publicada (2011) y el Premio Casa de América de Poesía (2016). Con Gran Travesía ha publicado la trilogía El país de la niebla compuesta por La ruta de las abejas, La caída de Porthos Embilea y El domador de tornados. Una serie que reinventa los tópicos de la tierra media y crea una nueva expresividad para la fantasía en nuestra lengua.