Poemas inéditos: Breve historia del alba. Premio Adonáis.
1 febrero, 2007
Reciente ganador del Adonáis con Breve Historia del Alba, este poeta salvadoreña ha cultivado la novela y el cuento infantil además de la poesía. En todos los géneros ha obtenido premios muy importantes en su país. Es Gran Maestre de la Poesía de El Salvador y pertenece a una generación que se distancia de la del compromiso, aún sin una tendencia definida, pero que está más apegada a lo concreto de lo que algunos críticos señalan. Versos como estos lo demuestran:
La muerte no vale mucho aquí
sólo un poco más que el árbol que se derrumba
sobre sí mismo en la profundidad del bosque,
sin que nadie le note,
pero debería tener un valor similar al de esa torre
que se derrumba por el sonido incalculable
de un millar de trompetas
Transeúnte
Parado en la acera, a la orilla de esta calle
ituada a su vez al norte de esta ciudad
donde puede morir un hombre y su muerte
tendría la misma importancia
que la aspiración de una pequeña dama
que percibe un leve aroma blanco que jamás
podría ser el aroma de la nieve.
La muerte no vale mucho aquí,
sólo un poco más que el árbol que se derrumba
sobre sí mismo en la profundidad del bosque,
sin que nadie le note,
pero debería tener un valor similar al de esa torre
que se derrumba por el sonido incalculable
de un millar de trompetas.
Los gritos aquí, lo mismo que palomas oscuras,
penden de los aleros o llegan a morir a los techos
de edificios y casas donde el ratón y el musgo se conocen.
El viento es el único abrigo aquí, el único edredón.
Los autos pasan como mínimas olas a mis pies.
Atrás de mí los transeúntes y la noche son lo mismo.
Los faroles se han encendido como ojos repentinos
que recobran la vista.
La muerte es la única abundancia cotidiana.
Vuelvo a moverme, camino en línea recta,
ni a izquierda ni a derecha volteo,
la sombra de un muchacho se enreda a mis pies
como algún día un niño lo hizo en las piernas de una madre
cuyos ojos no miraban el mundo sino la oscuridad.
Mi paseo me lleva hasta una esquina. Me detengo.
Pienso que las estaciones andan y se detienen en ese lugar
donde debían de llegar y que jamás se equivocan de sitio.
Quisiera ser el invierno estacionado en esta esquina distante,
la femenina primavera o el enfebrecido verano me interesan muy poco,
el otoño sólo le interesa a mis ojos y unos ojos no pueden ser un alma,
si mi alma fuese un martillo yo mismo sería un yunque y el martillo que golpea ese
yunque,
si fuese un animal sería una lombriz que repta en recónditos lugares,
cavernas parecidas a la inmensidad antes de la creación;
si fuese un árbol no sería un árbol sino una multitud de bambúes,
amarillos y esbeltos como las uñas de algún enfermo inútil.
Me siento, me recuesto en el piso, veo la noche establecida,
los astros que no puedo leer y la negrura que no puedo explicar ni poseer.
Quienes me observan prefieren ver un cuerpo tendido y no la eternidad
que se abre en el cielo como unos brazos llenos de amor en torno de otro cuerpo,
poco antes de cerrarse;
prefieren ver la ingenuidad colmando el rostro de la inerte inmundicia,
el hambre dibujando unos pómulos que algunas vez fueron manzanas frescas,
prefieren observar la palidez de lo insano y el orgullo de la demencia
antes que el mapa de la creación que sobre cada una de sus cabezas baja
como lo haría una corona interminable y espléndida sobre la cabeza de un rey.
Me siento. Me levanto. Cruzo una calle. Me detengo en la acera,
en esta acera donde podría morir y no doblaría una campana anunciando mi
muerte
ni se doblaría una rodilla ni caería una lágrima ni se oiría una oración.
Los automóviles son relámpagos en la oscuridad que se reafirma. Me doy cuenta de que soy el sedimento de esa oscuridad y me sonrío y creo
saber que he descubierto la importancia de una existencia,
el fin absoluto de la misma, el motivo por el que un hombre fue creado.
Debiera de haber ángeles abrazando mis pies.
Debiera de haber una docena de bellísimos niños besándome las manos.
Debiera de haber un millar de mujeres humedeciéndome el cabello con perfume
finísimo.
Debiera de haber música de panderos a mi espalda y al frente.
Debiera de ser esta una playa flanqueada por palmeras y no una triste calle.
Debo decir que mi aliento me ha descubierto a veces el olor de la muerte.
Y pensar que fui bello como el cachorro blanco de un León poderoso.
Atrás de mí los seres y la noche no pueden ni deben ser distintos.
Mi discurso es la niebla que baja de los árboles.
El Engaño (de Breve Historia del Alba)
Primero vio el árbol y luego escuchó el pájaro.
Era un pino alto y viejo y robusto,
amarillo y verde a un tiempo y tupido en sus ramas.
Él se acercó.
El canto del pájaro era brusco y hermoso
de la misma forma que un río lo es en el invierno.
El día había pasado de la frescura a la tibieza
pues se acercaba el mediodía.
Él buscó entre las ramas el plumaje y el pico,
miró aquí y allá, más cerca del tronco y más lejos,
se movió buscando a la derecha y a la izquierda
y a la izquierda otra vez y a la derecha,
el ave seguía cantando y el árbol creciendo.
Súbitamente, al mover la cabeza, en un hueco
que formaba el follaje, entre una rama delgada y otra rama,
se halló al sol por entero,
un terrible astro duro cincelado sin tregua por las primeras manos
en un extraño oro incomparable.
Él quedó ciego.
El día se hizo blanco.
¿Me pregunto quién era de los dos el maligno:
si el pájaro o el árbol?
Visión (inédito)
Te veo de la misma forma que el viajero ve desde lejos
a la ciudad desconocida
A la cual, antes de llegar, ha visto solo en sueños.
La oscura ciudad posee un nombre que desconozco
Pero que sé es igual al tuyo.
Una torre que se eleva a través de infinitas espaldas de mármol
Sostiene una antorcha inmensa
que ilumina el mar que en sus playas se duerme,
Y así he de suponer que tus ojos proveen de luz,
como albas gemelas y fortuitas,
El horizonte que frente a ti se abre como un gran abanico.
Mi deseo es hacer que esta voz se vuelva un abrigo para cubrirte toda,
Y que mis palabras se conviertan en extrañas palomas
Que lleguen anidar en tu cabello
Como la lluvia anida en los altísimos árboles antiguos.
( de “Tarde de Martes”)
Miniatura Asombrosa
Alguien puso unas semillas en mi mano:
treinta árboles mañana,
un bosque cincuenta años más tarde;
aves encontrarán el sur en esos árboles
y lobos encontrarán cobijo
y las hormigas crecerán como un cuerpo
entre las raíces ciegas y soñolientas
y alguna vez una casa y otra casa
construirán esas maderas
y el invierno bajará en sedimentos
y el otoño con su total hastío
pondrá sus pies pesados
sobre los troncos gruesos y no los vencerá.
Nada hará que se quiebren.
Y dentro de cien años cien hombres
serán hombres felices amando a sus mujeres
bajo esos techos amplios,
un perfume de bosque flotara todavía
en los hijos que lleguen,
el mundo será el mundo y la noche la noche
las lechuzas de entonces tendrán ojos más grandes
y comerán gorriones lo mismo que alacranes
y el ratón será mínimo como un insecto extraño,
su pálida pelambre lo volverá invisible
de noviembre a febrero, y no tendrá enemigo:
ni el águila ni el hombre, si acaso, la serpiente.
Treinta árboles mañana,
flores malvas y rojas creciendo en ese bosque…
Ayer, unas semillas que alguien puso en mi mano
y que yo lancé al cielo.
Los Hermanos
De mis hermanos me queda uno solo:
rollizo como un sol adolescente.
Tiene los brazos largos como una bienvenida.
Y todavía sueña.
Ayer lo abracé tanto que me abracé a mí mismo.
Fue uno de esos abrazos que más que llenar queman.
Los demás se me han ido,
permanecen en mí como siluetas.
Si pronuncio sus nombres nadie viene,
no pueden escuchar cuando los llamo
y no sé si vendrían si me oyeran.
Y hay algo más terrible:
esos rostros hermosos de hace tiempo
son como cuencos necios
acumulando niebla.
Si una tarde sombría los encuentro
me miraré en sus ojos y ya no veré al niño:
veré a un hombre que no sabré quién sea.
De mis hermanos me queda uno solo
los demás se me han vuelto
fotografías sepias.
Y hay algo más terrible todavía:
que he sabido que ya no los extraño
y que ya no me importa si regresan.
Gracia
Viniste como el rayo
un instante de Dios entre dos noches,
por eso no te has ido, por eso no te marchas a pesar de esta hora
de columnas hostiles que rodean mi cuerpo destrozado entre fangos.
Es viento, viento muerto lo que tiembla en los árboles,
son voces, voces muertas, las que hablan en la sombra,
son dedos, dedos largos los que limpian los labios
de ese rastro brioso de amapolas oscuras.
Pero tú permaneces intacta en tu hermosura,
en tu belleza intrínseca que te recoge el pelo con pañuelos de humo.
Viuda de los claveles, gaviota de la noche, luz más alta del día,
vas volando por mares que existirán mañana,
iluminas los puertos que nadie ha construido,
das un brillo dorado a las crines del viento
y recoges el cuerpo donde me hallo tendido
y repites mi nombre…
Yo escucho algo muy lejos
un susurro venido de un cielo más distante,
una oración levísima de palabras enormes
pronunciadas con una dulzura interminable,
con un amor terrible que casi me da miedo.
Nuestros días oscuros nos llevan de la mano,
nos abrigan con sábanas que desollan el pecho más llano de la nieve,
pero no te has marchado, permaneces haciéndote más grande
iluminando el día
desde mi oscuridad.
La Ciudad
Ciudad solo en la niebla: tus hijos no te amamos,
hacia fuera del valle que te cerca creciste
y entonces engulliste la luz con tu poniente:
cuatro muros terribles que detienen el alba.
Te tendiste en los cerros como un cuerpo maligno.
Sin existir existes, regresas en los sueños,
un rumor de carruajes es el viento en las frondas,
joven, diáfana, breve, ataviada con pálidos
faroles como teas, en tu espalda el invierno
como un cabello oscuro, y en tus sienes plateadas
dos lentísimos ríos que te cuentan historias.
Iglesias derrumbadas son tus ojos cerrados.
Líneas de antiguos trenes se hacen mueca en tu boca.
Ciudad emancipada por columnas de humo
que hacia la noche avanzan como agujas de sombra,
por ellas van tus muertos escalando lentísimos:
tú te has quedado ciega, no puedes observarlos
pero sientes el frío como un presentimiento
cuando una mano trémula, sin quererlo, te toca.
Una lágrima sube: tu catedral sin alma
ni siquiera sospecha que alguna vez fue hermosa,
no comprende su aspecto, ese su cuerpo solemne
saturado de ropas, ni esa estación terrible
que la hizo un espejismo rodeado de palomas.
No comprende las voces que en sus salones lanzan,
en lenguajes extraños, sus letanías sórdidas.
Sus columnas no saben sostener la mañana.
Sus campanas no entienden por qué razones doblan.
Ciudad toda de esquinas, ámbito de esos cuerpos
que en prematuras muertes ven transcurrir los días
como lentos tranvías que ahora nadie aborda,
gran salón adornado con niños tan extraños
cuyos pálidos cuerpos ya no producen sombra,
tus trenes no regresan ni tus ríos podrían
reflejar algún rostro, si un rostro se asomara.
Tus carretas cruzaron la frontera nocturna:
sus siluetas se alejan, se dilatan, se borran.
Tu antiguo señorío se quedó en las postales
que nadie enviará nunca. Los sueños no retornan.
Ciudad solo en la niebla, gélido hogar que avanzas
por un valle sin vida desgranando esos panes
cuyas migajas ácimas se anudan en alfombras,
como un manto sombrío caes sobre los rostros
de tus hijos dormidos, y en sus sueños te nombran,
quizás te llaman madre, pero la noche pasa
y la luz te disipa: no existes en la aurora.
La aurora es esa túnica que olvidaste vestirte.
Desnuda como el frío, caminas y te encorvas:
ayer eras la niña, ciudad solo en la niebla,
pero hoy eres la anciana que el tiempo mismo ignora.
Tu nombre no posee más verdad que mi nombre:
un chasquido de lengua paladeando un idioma.
Realidades siniestras se abren ante nosotros,
que andamos sin ir juntos, triste ciudad insólita.
La Débil Luz
La observo entre los árboles pasearse,
es una sola imagen
pero resulta numerosa.
Pareciera que no posee márgenes,
que tiene diez espaldas y diez mantos la cubren:
caen de ella diez largas
cabelleras oscuras, livianas y asombrosas.
Se acaricia el cabello, de pronto tiene brazos
y piernas que me abrazan
y labios que se atreven
se inclinan
y me tocan.
Es una sola imagen, pero ya no va sola.
Es una niña apenas
y ya sabe
qué márgenes separan
su débil luz
de mi terrible sombra
Poeta y narrador salvadoreño. En el ámbito de la narrativa ha publicado La habitación al fondo de la casa (2013) y en 2015 su obra Noviembre recibió el Premio de la Real Academia Española a la mejor novela publicada ese año. También ha escrito la novela juvenil de ciencia ficción El sueño de Mariana (2008, Premio Nacional de Novela de El Salvador), y los libros infantiles El premio inesperado (2007), Los otros mundos (2009) y El hechizo del mago (publicado en la colección del Premio Charles Perrault de Cuento Infantil y por la que Galán fue merecedor del Premio Nacional de Teatro Infantil el mismo año). En su trayectoria cuenta con diversas distinciones, como el Premio Nacional de Novela Corta de El Salvador (2006), el Premio Adonáis (2006), el Premio Antonio Machado (2009), el Jaime Sabines para obra publicada (2011) y el Premio Casa de América de Poesía (2016). Con Gran Travesía ha publicado la trilogía El país de la niebla compuesta por La ruta de las abejas, La caída de Porthos Embilea y El domador de tornados. Una serie que reinventa los tópicos de la tierra media y crea una nueva expresividad para la fantasía en nuestra lengua.