Praga – Berlín. 11:36

1 octubre, 2023

El tranvía resonó en la pequeña curva de la calle Narodni frente al Hotel Thalia. El ruido metálico trepó por la fachada, introduciéndose en la habitación de Armando Valdés, quien dejó de afeitarse y aguzó el oído; esperaba una llamada de la recepción. Al comprobar que el sonido venía de la calle, volvió los ojos al espejo. 

Con lentos movimientos de su maquinilla, se quitó la crema de afeitar. Cada tanto la sacudía bajo el caliente chorro del grifo. Terminó de afeitarse, se enjuagó la cara y se limpió con la toalla de mano. Después, con la misma toalla desempañó el espejo y vio su rostro entre el vapor y las gotas de agua. No había envejecido mal, incluso su rostro actual le acomodaba más que el del pasado. Creía que en su primera vejez alcanzaba por fin las facciones de un adulto. Su cara de niño, peor aún, de niño extraño, de bicho raro, hicieron que en más de una ocasión no se lo tomara en serio. Nunca se le olvidaría cuando el presidente se interrumpió en mitad de una reunión y le preguntó al ministro, desde la rigidez de su vestimenta militar:

― ¿Y este niño?

―Es nuestro genio. 

Armando sintió el respaldo del hombre que, recién llegado de Chicago, lo reclutó casi de las aulas de la Universidad de Chile para embarcarlo en el gobierno de la Junta. 

Detrás de él, sobre la cama desecha, se veía abierta su maletita negra.  En el interior estaba su ropa doblada en perfecto orden.

A cada lado de la cama había un velador de madera oscura, casi negra, igual al piso de tablas. Sobre el velador derecho comenzó a parpadear una pequeña luz en el teléfono; lo hizo tres veces antes de sonar el timbre. Armando se volvió y avanzó hasta el umbral del baño. Vestía un pantalón gris y una camiseta blanca sin mangas. Desde el marco de la puerta escuchó el curioso sonido del aparato.

*

Blanka corrió escalera arriba en la estación Narodni Trida del Metro. No acostumbraba trabajar tan temprano, pero el acuerdo económico fue convincente. Extrañó su café matinal, que no tuvo tiempo de tomar, cuando el frío mordió su rostro en los últimos escalones.

En la calle la gente se agrupaba ante el mostrador de un comercio de alimentos. Blanka miró el cielo, calculando que en cualquier momento podría nevar. Pensó que el impermeable beige solicitado por el cliente no estaba mal. Como el de la Deneuve en Los paraguas de Cherburgo, le había dicho por teléfono la noche anterior. Buscó una imagen en su celular y comprobó que su compañera de cuarto tenía uno similar. Observó en la foto a la preciosa rubia que lo llevaba puesto y volvió a cuestionarse un cambio de color en su pelo y tal vez su nombre por uno más seductor. Mientras caminaba por la vereda techada, dudó si su elección había sido correcta. Desde que se llamaba Blanka, cultivando una imagen natural, el tipo de clientes cambió. Esa fue su intención inicial, apuntar a una clientela elegante, que además del sexo buscasen compañía y delicadeza. Aunque habían disminuido los hombres violentos y las situaciones de peligro, sus nuevos clientes eran extraños, de gustos peculiares, que a veces ni siquiera involucraban tener sexo. Al principio lo vio como dinero fácil, seguro, pero más tarde en esa extrañeza percibió algo indefinible que le ponía los pelos de punta. 

Se detuvo a unos metros del hotel y apoyándose en una vitrina se cambio las zapatillas por unos zapatos de taco alto que sacó de su cartera. Ingresó con desplante al lobby del hotel y con rapidez observó a las personas que circulaban: una pareja de ancianos frente al computador, quizás alemanes; unos jóvenes americanos mal vestidos, estudiando con el conserje el mapa de Praga. Detrás del mesón había dos empleados, un joven y una mujer de mediana edad. Se acercó al hombre, siempre lo hacia así. 

―Habitación 344, con el señor Valdés ―dijo sin dudar.

El joven la recorrió con la mirada y le pidió esperar un momento, luego marcó el numero sin quitarle los ojos de encima.

*

Blanka subió por las escaleras hasta el tercer piso, cuidándose de pisar en la alfombra. Creía recordar el hotel, pero no estaba del todo segura. A veces se le confundían; las cadenas hoteleras habían uniformado los interiores de sus antiguos edificios. Frente a la puerta miró su reloj de pulsera, después dio dos suaves golpes. 

Armando tomó la maleta abierta y la dejó en el suelo, al costado de la cama, para luego estirar el cubrecama sobre las sabanas revueltas. Se dio cuenta de que estaba en camiseta y tomó la camisa que había dejado en la silla frente al escritorio, colocándosela a toda velocidad. Cuando terminaba con el botón de la manga izquierda escuchó dos suaves golpes.

Blanka vio abrirse la puerta de la habitación 334.

Se encontró con un rostro extraño, envejecido como si se tratara de esos ridículos maquillajes que usan en las películas para envejecer a los actores jóvenes. Blanka pensó que esos signos de vejez prematura no ocultaban al niño que fue. Su pelo era entrecano, escaso y fino. Ojos celestes, apagados, que amarilleaban cerca de los lagrimales. De baja estatura, levemente inferior a la suya con los tacos; piel blanca con mejillas sonrojadas quizás por la calefacción de la pieza. Llevaba un pantalón de tela gris y la camisa abrochada con un botón corrido hacía que el cuello se viera graciosamente desnivelado. Después de cerrar la puerta, lo sintió temblar ligeramente cuando sus dedos desabrocharon la camisa para volver a abotonarla correctamente. Le pareció inofensivo. 

Dobre Jitro ―había susurrado ella cuando Armando la dejó entrar.  

Era una muchacha con los rasgos de una niña. Su belleza era aún mayor que en la pantalla del computador, lo que no le sorprendió. Para él no había belleza en las imágenes de un computador, ya que no expresaban nada, sólo una luz molesta. Ahora la tenía enfrente, respiraba, olía, en su interior latía un corazón. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando Blanka le desabotonó la camisa, iba a detenerla, pero se dio cuenta de que únicamente le corregía el botón corrido. Con destreza abotonó la camisa y le niveló el cuello. Mientras lo hacía, Armando observó su piel blanca y tersa. Tenía unos ojos azules oscuros y el pelo negro, largo, le caía liso más abajo de sus hombros. No recordaba haber estado en presencia de una mujer así.

Le pidió que esperase un segundo mientras terminaba con la maleta, ofreciéndole si quería algo del frigobar. Ella sacó una botella de agua y se sentó en la silla junto al escritorio.  Apenas se dirigían la palabra. Blanka estudiaba la habitación, balanceando un pie y tomando de la botella pequeños sorbos de agua. Él apoyó su rodilla sobre la maleta y la cerró.

― ¿Estoy bien así? ―preguntó Blanka en un inglés correcto. 

Armando levantó su rostro y la miró. Blanka volvió a preguntar:

― ¿Estoy bien así?

Por debajo del impermeable beige se entreveía su cuerpo largo y delgado.

―Estás perfecta ―contestó Armando con timidez, en su inglés seguro pero mal pronunciado.

Blanka le sonrió. Armando recorrió la habitación, luego se asomó al baño y cerró la puerta. Revisando los bolsillos de su chaqueta, le dijo:

―¿Vamos?

Ella le señaló el computador encendido a sus espaldas, en el escritorio, y después tomó otro poco de agua. Armando se agarró la cabeza con sus manos. 

―Qué tonto, me salvaste. Gracias ―y caminó hacia el ordenador. 

―Eso es un extra ―dijo Blanka, soltando una ligera risa para aclarar que era una broma.

Esperó la reacción de él: con una leve tardanza, rió de vuelta. Las risas mutuas cortaron la tensión, relajándose ambos desde ese momento. 

Armando le pidió permiso a Blanka. Quien se puso de pie dejando libre el escritorio, donde él se sentó frente al aparato. Mientras movía el mouse pensó en que no tenía razones para estar nervioso; era una tontería. En la pantalla apareció la carpeta de correos que revisó la noche anterior. Vio un nuevo correo de Vanesa, la hija de su mujer. 

Miró de reojo a Blanka, quien permanecía apoyada en la ventana.

―Definitivamente no he estado en este hotel ―se dijo ella, observando la calle.

Los correos de Vanesa habían comenzado a los pocos días de su viaje, tomándalo por sorpresa. Su relación con los dos hijos de su mujer siempre fue correcta, aunque distante. A pesar de vivir con ellos numerosos años, de haberlos visto crecer, pasar por la universidad, casarse y formar sus familias, ni siquiera intentó cruzar esa distancia. Era un extraño en una familia con un pasado que le era ajeno. La muerte del padre los acorazó con recuerdos que con el tiempo idealizaron, gracias al desgaste de la memoria. Continuó siendo así tras la muerte de Eliana, su pareja. En el esfuerzo de Vanesa por hacerlo sentir parte de esa familia ajena había algo falso, obligatorio. Armando, luego de enviudar, volvió a su rutina de hombre solo anterior al día en que conoció a Eliana, retomándola con una facilidad mayor de lo que esperaba. Fue como si volviese a su departamento después de un largo viaje, encontrando todo en su lugar, exactamente donde había dejado cada cosa. 

Recordó su respuesta de la noche anterior a la pregunta de Vanesa acerca de en qué lugar estaba. Tras disculparse por no escribirle antes, le informó que en Praga. Y allí se detuvo. En Praga, nada más, y luego observó la barra titilando en espera de su próxima palabra. Aguardó un largo rato, bien humorado por la media botella de vino de Bohemia que se tomó relajando sus costumbres. Al final le mandó sus saludos y empezó a busca a Blanka, no sin dificultad, en Internet. 

*

Al cabo de unos minutos iban en un taxi por Volsizka y luego doblaron a la izquierda por Ostrovni, una calle pequeña. Blanka le habló al chofer en checo. Era un hombre mayor, completamente calvo, quien la miró con furia a través del espejo retrovisor y le contestó bruscamente. Se produjo un dialogo, mientras Armando la miraba en silencio. Estaba espléndida a la luz invernal, en ese barrio antiguo de calles angostas, en donde no cabía más de un auto en circulación. El dialogo en checo se cortó abruptamente cuando el taxista, de mala manera, dobló por una calle de mayores dimensiones, en la que aumentó la velocidad.

―La rapidez es un extra también ―dijo Blanka a Armando.

―Gracias nuevamente ―repuso él, seguro de que ella fue la elección correcta.

El auto siguió con rapidez su ruta, mientras dejaba atrás el casco histórico. A lo lejos Armando divisó las torres repartidas por la ciudad, junto a las que paseó en los días anteriores, oculto entre las hordas de turistas. En su mayoría eran jóvenes hablando a gritos e hipnotizados por sus celulares. Sin embargo, recordó esas caminatas como si las hubiera realizado en completa soledad, contemplando los arcos y fachadas de piedra, los puentes sobre el río Vltava, su agua batida y fría.

*

No estaba seguro de que hubiese una pendiente.  Por la ventanilla veía un vecindario cubierto por la prístina blancura de un cielo que amenazaba con nevar, y era un hecho que se hallaba debajo y a la izquierda de la calle.

Blanka le preguntó por su siguiente destino, interrumpiendo su cavilación. Armando tenía la certeza de que recordaría ese viaje, porque era lo que había ido a buscar: recuerdos que no se perdieran en la monotonía de años indistintos, que no cambiaran y de los cuales no avergonzarse.

―Berlín es maravilloso ―le contestó Blanka―, me gustaría vivir allá algún día.

Armando la escuchaba tranquilamente, sin abandonar sus pensamientos.

―Así es que eres abogado. ¿De los buenos o los malos? ―preguntó ella, con simpatía.

―Un poco de cada uno ―contestó Armando, jugando.

Nunca pensó en su profesión como algo bueno o malo, pero se tomó con humor el comentario de Blanka. Sabía que era de los buenos, pero no en las categorías de la bondad y la maldad. Era bueno en lo que hacía o hizo, aunque eso también comenzaba a borrarse. En esos años de trabajo en el ministerio, ese cambio de paradigma que logró introducir al sustituir la protección al trabajador por la protección a la fuente de trabajo, que los enorgulleció por años, dejaría de existir, y no solo como algo que se da con las transformaciones naturales del tiempo, sino que seria erradicado como un legado del cual cabía avergonzarse.

Avanzando por la ciudad se sobresaltó con el chirrido de un tranvía cerca de su puerta. Blanka lo notó y dijo:

―Acá son todos unos locos para manejar.

A lo lejos divisó la estación con sus dos arcos góticos. A la derecha vio un edificio de color cemento, rectangular y tosco, y más allá una explanada atravesada por los rieles, bajo una madeja de cables. A pesar de su esfuerzo por controlarlos, los nervios volvieron a apoderarse de él.

Nunca dudó de que hacía lo correcto. Cuando lo reclutaron los graduados en Chicago era joven, estúpidamente ambicioso, y más que nada extraño y solitario. Le preguntaron si quería hacer algo por su país, lo cual lo transformó en un perfecto técnico y durante años eso fue: un técnico.

«Modificación del decreto de negociación colectiva».

«Modificación del decreto de justicia arbitral». 

Todos los días fueron iguales, uno tras otro. ¿Sabía lo que ocurría? No estaba seguro o no lo recordaba. Sólo retenía los pasillos fríos, los largos silencios en contraste con las discusiones hasta bien entrada la noche. Es verdad que se preguntó si lo sabía cuando todo se supo, contestándose que no, pero con dudas. Era posible que, ante la nueva información, sus conocimientos quedasen sepultados. Quizás lo que antes el grupo apoyaba o prefería no ahondar, después fue cristalinamente inaceptable. Nunca tomó una decisión, simplemente guardó silencio. Se casó con una viuda, abrió su oficina y las nacientes empresas contaron con sus servicios en el aspecto laboral. Pero para él ya no fue lo mismo, desde ese momento trabajó sólo por dinero. 

El taxi entró en un estacionamiento semicircular y se detuvo ante la puerta de la estación. El taxista esperó a que Armando sacase la maleta de la cajuela. Blanka estaba a su lado cuando el chofer, después de recibir su pago, partió a toda velocidad maldiciéndola a gritos.

―Estúpido ―murmuró ella en inglés, mirando el auto que se alejaba. 

Armando la observó con admiración. Le gustaba esa especie de arrojo en ella que ahora descubría. 

―Perdón ―dijo Blanka―. Me pongo así cuando no bebo mi café por la mañana.

Armando miró su reloj.

―El tren sale a las 11 con 36 minutos ―dijo―. Vamos por ese café.

*

Eran las 11 y 28 de la mañana. En el andén seis Blanka sostenía con ambas manos un café a medio tomar para procurarse calor. Armando, señalando el piso, le explicaba el sitio que debía ocupar. Su decepción inicial, al enterarse de que el tren no paraba bajo la cúpula del andén principal, se fue disipando mientras miraba a su alrededor. La red de cables sobre los bloques de cemento junto a la vía, generaba una atmósfera de extrañeza y precariedad. El lugar no había sido tocado por el tiempo y menos por la modernidad. Eran pasajeros de la historia, de la parte que él eligiera. Por ejemplo, un momento antes de la Revolución de Terciopelo y de Havel. Las paredes eran de aire y el viento se deslizaba sin misericordia por la superficie. También por el impermeable de Blanka y su propia chaqueta. Pero la intensidad del frío lo alegró; era algo no vivido con anterioridad.

― ¿Te abrazo? ―preguntó Blanka.

Armando no entendió la pregunta, no estaba familiarizado con la palabra «hug». 

Blanka se le acercó, rodeándolo con sus brazos.

A hug ―indicó, haciendo un gesto con los brazos.

― ¡Ah, sí!  ―exclamó―. Por supuesto, un abrazo.

― ¿Y un beso? ―sonrió ella.

Armando la miró a los ojos.

―Como quieras ―respondió. 

―Ok ―dijo la mujer y guardó silencio, como si se reservase su siguiente palabra.

Había descartado cualquier peligro en él. Pero estar allí, en ese andén y a esa hora del día, junto a aquel desconocido de un país exótico, del que no había oído más de dos frases, le pareció extraño. Armando se dio cuenta de su turbación y pensó que era el momento de pagarle. En su ingenuidad y poca experiencia, no había encontrado antes la ocasión de entregarle el dinero sin provocarle incomodidad. Sacó de su bolsillo interior un sobre con el logo del hotel y se lo alargó apresuradamente, como si fuera un intercambio secreto, algo que no podía ser visto por los otros pasajeros. Vio a unos metros a una señora mayor, con la cabeza envuelta en un pañuelo azul y dorado; y más allá a una pareja joven: ella llevaba de la mano a un niño forrado en una parca de nylon y él sujetaba a un enorme perro con una correa.

Blanka recibió el sobre con una fría gratitud. Lo abrió y comenzó a contar los billetes sin sacarlos. Mientras lo hacía, Armando miró hacia otro lado, casi dándole la espalda. Dobló el sobre y lo metió en un bolsillo de su cartera.

―Está bien ―concluyó. 

Armando no dijo nada, como si nada hubiese sucedido.

― ¿Lo tienes claro? ―preguntó pasado un instante― ¿Podrás hacerlo?

―Sí, no te preocupes — contestó, y señaló de memoria, sin errores, las indicaciones que Armando le hiciese hace un momento.

Ella sabía cómo trabajar sin preguntar, sin indagar ni comentar. Hacía lo que el cliente pedía con presteza, si sus requerimientos no traspasaban sus límites. Y el requerimiento en esta ocasión, pensó inquieta, era la belleza. 

―No va a nevar ―dijo para matar el tiempo.

― ¿Estás segura? ―repuso Armando mirando el cielo.

―Pensé que sucedería, pero ya no. Sólo tendremos un día helado. 

Por el altavoz se oyó un anuncio incomprensible para Armando. Era una voz de mujer de bajísimo tono, que parecía surgir de una nube.

―Ahí viene ―señaló Blanka.

Armando miró en la dirección que apuntaba, hacia su izquierda. El frente de la locomotora no le dijo nada, era un rectángulo plano, cortado por el parabrisas también rectangular en la parte superior. Al fondo, por detrás de la locomotora, vio un edificio que le recordó un hospital. Pero lo que más llamo su atención fue el silencio con que el tren se acercaba, no percibió ningún sonido hasta que avanzó por entre los bloques de cemento del andén. El crepitar de las ruedas sobre los rieles aceleró su corazón. La locomotora pasó de largo y observó los carros plateados, apreciando en su interior el pasillo de los camarotes. La máquina se detuvo con un agudo chirrido, molesto para los oídos. Una ráfaga de viendo los despeinó y Blanka volvió a acomodarse el cabello con una mano. Armando se despreocupó del suyo, prefirió mirarla con detención, profundamente.

La familia con el niño y el perro se acercó a una de las puertas; el perro se movía en círculos nerviosamente, obligando al hombre a luchar para controlarlo. La señora con el pañuelo se subió sin titubear en el vagón anterior al que estaba enfrente de ellos. Caminaron lentamente hacia su puerta. Armando apretó el botón del costado, abriéndose inmediatamente con un silbido como un latigazo. Sus ojos volvieron a encontrarse. Blanka se le acercó de a poco, primero sin quitarle la mirada, luego bajándola y rodeándolo con sus brazos. Armando soltó su maleta y la abrazó a su vez. El viento les pegaba sin afectarlos y del altoparlante salieron de nuevo los anuncios indescifrables. 

Armando intentó controlar los temblores de su cuerpo, luego se dejó ir; el cabello de ella revoloteaba acariciándole la cara y su olor lo inundaba. Supo intensamente dónde se encontraba: en Praga, eran las 11 y 36 en Hlavní Nádraží y se dirigía a Berlín; a su lado estaba Blanka y jamás la volvería a ver. Ella levantó la cabeza, reencontrándose con sus ojos que parecían temblar al igual que su cuerpo. Le tocó las mejillas y luego sostuvo su cara con ambas manos. Armando las sintió frías y delicadas. Blanka se acercó más y lo besó junto a la boca tiernamente, por un largo rato, hasta que el tren emitió un crujido y el altoparlante volvió a emitir palabras. 

Él se apartó con la sensación de dejarlo todo pendiente. Subió al tren mirándola y la locomotora volvió a crujir, poniéndose lentamente en marcha. Blanka lo observaba junto a la puerta, que se cerró nuevamente como un latigazo. Entre ellos se interpuso el vidrio y desde el lado de Blanka también el reflejo de un cielo frío y sin nieve, y como flotando en éste vio a Armando con su pelo enmarañado y los ojos tristes fijos en ella. Se conmovió, invadiéndola una sensación melancólica y temerosa, de miedo a la vida, a la pena que irradiaba ese hombre. Comenzó a caminar junto de la puerta cada vez más rápido, para no abandonarlo. Armando se sorprendió y necesitó sujetarse de una manilla, sin tener claro si por el movimiento del tren o la emoción. Otra vez supo con intensidad dónde estaba: en Praga, saliendo de Hlavní Nádraží rumbo a Berlín. Blanka, envuelta en su impermeable beige, corría a su lado y él nunca la olvidaría.

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Vive en Santiago de Chile. Es autor del libro de cuentos La velocidad del agua (Ojo Literario) por el cual se adjudicó la beca del Fondo nacional de fomento del Libro y la lectura en el área de creación. También es autor de la novela La geografia dell` esilio (Edizioni Ensemble). En paralelo a la escritura de ficción se dedica a la reseña literaria en el diario digital El Mostrador.