Pura sangre dieciochera

1 octubre, 2012

Presentamos el cuento «Pura sangre dieciochera», ganador del Premio Centroamericano de Cuento Carátula 2012, convocado por primera vez, y en el que participaron más de doscientos trabajos. Su autor, el guatemalteco Maurice Echeverría Melville, pertenece a las más jóvenes generaciones de escritores centroamericanos, y como podrán ver, el lenguaje y la estructura del relato tienen una calidad novedosa, que nos demuestra lo que es ya la narrativa de nuestra región en el siglo veintiuno. Sergio Ramírez 


¿Cómo se llama la calle ésa? La del mercado de la placita, a un lado del Gran Teatro. La que va dar a la Muni. Bueno, allí le roban el celular a Héctor, un iphone nuevito. Por mula: iba con la ventana bien abierta. Qué rápidos, qué invisibles se acercan: el Nero y el Catracho. Cuando Héctor se da cuenta, ya le tienen puesto el cuete.

–El celular, culero, ¿dónde tenés el celular? –le gritan.

¿Dónde tiene Héctor el celular? Lo busca sí, atenazado por la impaciencia evidente del ojo / boquita de la pistola. El pánico de la situación contrapuntea la parálisis del tránsito, que está a la espera del semáforo en verde. Apúrate serote o te vas al otro barrio. Pese al nerviosismo, Héctor lo encuentra: el iphone, y sus cuarenta aplicaciones. Se los entrega en seguida. El Nero y el Catracho desaparecen como fantasmas. El semáforo cambia. Mil bocinazos. Este egoísmo general de la gente se hace ver en la manera en qué te tratan mal hasta por ser asaltado. En tanto, Héctor está un poco cagado, pese a todo agradecido. Sigue neciamente su camino.

Héctor llega a su casa, en la zona 14, llama a Cristina su novia para contarle lo que ha pasado, toma una larga ducha caliente, sale a comprarse un chai al Barista de la esquina: se reaburguesa, se reinsulariza; y pone a ver un partido en ESPN, en bata. Si algo nos puede hacer olvidar la condición humana, es el sonido susurrativo de un partido de ESPN. Y una bata, naturalmente.

Y luego se le ocurre: llamar. Por mera curiosidad. Llamar a su iphone, a ver si los ladrones contestan. Así que agarra su blackberry (aparte del iphone Héctor usa una blackberry, hasta qué punto es pretencioso) y marca. Directo a buzón.

Héctor se viste, con el pensamiento tendencial de salir. Conecta con un par de amigos, con quienes va a comer a ese restaurante tai, no sin ponerse una borrachera franca y abierta. Cuando al fin regresa a casa (rebotando contra paredes, quebrando un jarrón de Kalea) decide rellamar a su iphone. Y, sorpresa, le contesta alguien:

–Qué pedo.

Vos me robaste mi celular apura a decir Héctor, procurando enfocar una voz temeraria.

Peráte, responde el otro. Héctor, obediente, espera. Hasta que vuelven a hablarle: qué pedo. Héctor, con disminuida convicción, repite: vos me robaste el celular. Vos Catracho, es el canchito del celular, exclama el ente al otro lado de la línea, a alguien presumiblemente apodado: “Catracho”. Y dice que quiere su celular de vuelta, el verga. Se escuchan risas. Quiero mi celular de vuelta, reafirma Héctor. Cómo así de vuelta. De vuelta. A vos un escopetazo te vamos a meter, compadre, si seguís con esa casaca. Ese celular es mío, fue un gane limpio culero. Héctor, no sabe por qué, replica: te lo compro. ¿Cómo así me lo comprás? Quiero comprarte de vuelta mi celular. Pausa. Por fin, el ladrón anuncia: Orale pues. Y agrega: baa: ¿sabés dónde está la Litía? ¿La Litía, el mercado? Sí pendejo, el mercado. Héctor afirma que sí (aunque por un momento no está seguro). Pues llegáte mañana a las doce, y andá sin nadie carnalito o te soltamos un par de bombazos. ¿Y dónde nos vemos? Nosotros te buscamos. Solo llevá quinientas varas. Y finaliza la llamada.  Héctor se queda pensativo. ¿No es una estupidez tratar de hacer negocio con este gente? ¿Con qué objeto recuperar su iphone? ¿Por qué no simplemente comprar otro? Con un sentimiento carroñero de indefinición, Héctor se echa a dormir.

Al otro día, Héctor se levanta desorientado. Así apendejado por la goma, se hace un café bien cargado. Y sale rumbo a su despacho en Las Margaritas. Estaciona su carro. Saluda a la secretaria. Se sienta en el mullido sillón, el de su oficina. Más tarde, Héctor recordará su cita de La Litía. Y por alguna razón, en vez de desistir, le dirá a su secretaria que le cancele la otra reunión, la de las once. Da la sensación que Héctor está con ganas de tocarle los huevos al diablo. Justo antes de salir hacia La Litía, lo llama la Cristi. Hablan y ella lo nota como distante, como en el cielo.

Ahora Héctor ya está en su carro. Se siente saturado de una oscura libertad, mientras maneja por la Reforma. La música ocupa los rincones del Audi. El sol resplandece en las ventanas de los edificios. Un mendigo se acerca a pedirle dinero. La mano del mendigo es como la mano desnuda de un mono.

19 calle zona 3. La Litía. Una pequeña zona de varias cuadras de comercio: ropa, productos 9.99, mercadería para la clase media baja. Deja Héctor el Audi en un parqueo, cosa de que no le rompan el vidrio. Con dureza fingida, Héctor transita dentro de las tiendas. Más allá, el cementerio general, con su tinglado de zopilotes. Pero eso más allá, aquí son las viviendas hechas almacenes, y la gente enervada comprando cositas. Finalmente, Héctor sale a la acera, y se queda esperando en una esquina, como un idiota. Entonces ella se acerca.

No es una niña, ciertamente, ¿pero una adulta acaso? Se dirige a él: seguíme. Lo dice rápido, embistiendo. Van zigzagueando ambos en las muchedumbres, se meten a cualquiera de los almacenes. ¿Traés el dinero puto? Héctor nota que ella tiene un pequeño, pequeñísimo “XV3” tatuado en el mentón. No es algo que la afee, al contrario. Héctor aísla su rostro del resto de la escena: lo que queda es una imagen casi pura. Luego le entrega el dinero. No sabe por qué pero pregunta: ¿y vos cómo te llamás? Ella duda, pero responde, al final: “Me dicen la Chiki”. Una sonrisa, un instante de perfección, aflora en su cara, y luego se redefine en un rictus de violencia. Ella le da el iphone. Luego desparece entre la gente.

Esa misma noche Héctor sale con la Cristina; van a comer a Dim Sum, en ese nuevo edificio de la Diagonal, cerca por cierto de su oficina. Cristina es bella y huesuda y un poco aburrida. En líneas generales, está con ella no porque la ame, sino porque así se fueron dando las cosas. Hoy Cristina está más aburrida que nunca. En privado y para sí mismo, Héctor desea que la cena termine pronto.

Cuando en efecto termina, la pasa dejando a su casa. Tras lo cual decide llamar a un viejo amigo… Uno de esos expendedores de éxtasis que venden a domicilio. Le pide un par de pildóras. Héctor no es un consumidor avorazado, pero a veces le gusta elevarse un poco. Casi llegan los dos al mismo tiempo a la casa de Héctor. Hacen la transacción. El otro se va, y Héctor hace se mete muy sencillamente una de dos pastillas. Y está muy decente. Héctor supone que ha hecho bien en comprarla y sale a su jardín; en el cielo las estrellas levitan: él ya está medio reventando. Es muy cierto: Héctor se siente cada vez mejor. Toda clase de sensaciones insinuantes y evocadoras ondean en su piel. El cuerpo, ante una fortaleza de tensión, ahora es el laboratorio de las más agudas excitaciones quinestésicas. Una detonación de bienestar. Y es en tal momento cuando su teléfono suena. Para su gran sorpresa, es ella: es la Chiki.

Héctor no lo puedo creer. Ya en la corriente de la droga, Héctor la saluda efusivamente, terminan hablando durante una buena media hora. Ella le propone que se vuelvan a juntar en la Litía, al siguiente día. Y él, en la euforia del éxtasis,  accede.

En la Litía, nuevamente. Héctor otra vez circulando entre prendas y productos, enlatados, juguetes, moviéndose entre otras criaturas, algunas de clase media y otros más bien ricos que han cruzado la frontera del pudor de clase. Pronto Héctor se entera de la presencia de la Chiki; ella se acerca sinuosa, sigilosamente a él, y lo besa directamente. Lo único que él sabe es que le ha gustado este beso húmedo y tramposo. Se van juntos a algún motel de la zona 1, y ahora está ella sobre él balanceándose rítmicamente, exhibiendo sus tatuajes que parece como si gotearan sobre la carne. Él no quería terminar cogiéndose a una pandillera; él no quería traicionar a Cristina; él no quería acudir a esa cita fatídica en la Litía; y sin embargo, lo ha hecho, y el orgasmo es inminente y ella diciendo, ¿te gusta papito?, ¿querés más papito?, él suelta y se deja fluir dentro de ella, y ella lo sabe y lo siente y lo mira con una sonrisa entre tierna y perversa. Una vez consumado todo, la Chiqui se viste. Y si se está vistiendo, ¿es que ya se va? Y si ya se va, ¿es que la volverá a ver de nuevo? “Lleváme a la Litía otra vez”, se limita a decir ella. Así dice, y él siente como que no se quiere apartar aún de ella, pero calla.

Al bajarse del carro, ella le comunica con los ojos enchispados: “No te preocupés; yo te llamo y nos vamos otra vez de vacile”.

Y así lo hacen. Una y otra vez, de hecho, repiten eso de juntarse en el mercado de la Litía, y luego irse a enmotelar. Ella breve y erguida sobre él, perniciosa, siempre cabalgándolo, pozo hacia arriba, diamante tatuado, primera y última, loquita, sensual (¿querés que te chime, querés que te siga chimando?); él abajo, extasiado, fermentándose, en un cuarto cuya vida eran ellos, los dos, encapsulados, sudorosos. Le empieza a comprar regalitos, primero allí mismo en La Litía, luego le da otros más caros, adquiridos en los centros comerciales. Ella los aceptaba sin complacencia, con cierto orgullo, una sonrisa cómplice. Héctor empieza a perder la cabeza por ella, en ese agosto brutal.

Un día, en un acto de franca locura, la lleva a su casa. Ella mira todo con los ojos abiertos, nunca ha estado en un lugar así. Termina mamándosela en la regadera, y solo se detiene para decir te gusta baa canchito. Están los dos en la cama, ella fuma, él toma de una lata de cerveza semicaliente, y ella pronuncia las palabras: 

–Vos me trajiste a tu casa. Ahora yo te llevo a la mía. Te voy a presentar a mi mamá, y a mi hermano. Héctor no puede metabolizar eso que le ha dicho, porque de golpe ella ya se la está mamando de nuevo.

Nuevamente, se juntan en La Litía, pero en vez de agarrar a un motel de la zona 1, se dirigen a otro lado: El Limón.

La colonia El Limón es un nido gélido de hecho de block. Una zona extrema en donde los cuerpos aparecen desmembrados en bolsas y las cabezas en lotes y zanjas en la madrugada. Sumidero de pandillas, las paredes están putrefaccionadas por señas territoriales, y la gente va caminando con un perenne sentimiento de desconfianza en el rostro. Es frecuente escuchar a las madres gritar, mientras abrazan el cuerpo sin vida de algún hijo, ahora asesinado, que no llegó nunca a mayor de edad. Chiki va explicando: “Abrí los ojos. Aquí los dieciocho tenemos el control de la pinta y la calle.”

El audi impecable–espejeante de Héctor refleja toda el miedo y paranoia de la colonia el Limón. Lo dejan arrimado en un punto, a partir del cual siguen a pie, por corredores angostos, grises, zigzagueantes, feos. Por las ventanas, hay ojos obsesivos, viéndolos pasar. La Chiki prende un puro de marihuana: una brasa en el atardecer sin gloria. De vez en cuando, una tiendita cerrada, con un olvidado y cianótico letrero de Tigo o Claro. La Chiki ha emprendido un monólogo sin fin. Aquí la jura no chinga…, el mortero está seguro…, mataron a mi compadre el biboy…, los fuimos a reventar a todos…, hay trama para los que no tienen trama…., somos gangstas de verdad…, no como ustedes, putos con dinero…, los civiles nos respetan y nos tienen miedo… Finalmente, llegan a la casa de la Chiki, enfrente de la cual juegan pelota dos niños oscuros; cuando miran a Héctor, se detienen; lo auscultan, sin aprobación, altivos; la noche ya está entrando, pero es una noche seca, sin saliva; Chiki abre la puerta de metal, comida por un ácido innombrable. Entran.

Lo primero que Héctor discierne es un patojito jugando al playstation. La enormidad del televisor contrasta con la modestia del espacio. El niño le da la bienvenida a ambos con uno de esos típicos y arcanos gestos con que los mareros se identifican. Héctor le pasa la mano en la cabeza al chico, pero éste se aparta sulfurado. Héctor comprende que ha sido un error de su parte: el cariño no es bien recibido en lugares como éste. En tal momento, entra de un cuarto contiguo una señora muy arrugada, presumiblemente la abuela de Chiki, pero resulta que es su madre. La señora está como abrumada por la presencia de Héctor, y lo trata con deferencia exagerada: nunca ha tenido un invitado como él. Va arreglando la casa con urgencia, mientras sigue diciendo a la Chiki me hubieras dicho que ibas a traer visita. No se preocupe, señora, le hubiera querido decir Héctor a la señora. Pero no lo externa. Ella hasta se pone a cocinar –el pollo, el arroz– mientras todos le oyen hablar sin detenerse. Ya calláte vieja serota, hombre, no te para el hocico, le inserta con gran elegancia Chiki. Finalmente, se sientan todos en la mesa, y están en camino de comer, cuando la puerta se abre. La señora se arquea un poco, al ver a su hijo, el hermano de Chiki.

Y Héctor reconoce al mismo que le robó el celular. Ya llegó el mero ranflero, raza, son las palabras de Nero. Se le ven a Nero las lágrimas tatuadas, mitológicas. Y Nero reconoce a Héctor. Qué pasó perro, le dice al invitado. Nero está sin camisa. Cómo estás, replica Héctor más bien murmurando, como confuso por la abrumadora cantidad de tatuajes de Nero. Suave, responde. Pronto Nero saca una botella de aguardiente, y le sirve a Héctor en un vaso dudoso. Tome pues compadre. Héctor se empina el vaso, acaso para sentir que no es tan cobarde como se siente. Tenés huevos de venir aquí, sonríe Nero. En cualquier momento poc poc, ¿me entendés? Somos tiniebla de la dieciocho, nos están buscando los sureños putos, compadre, pero aquí no andamos con pajas, aquí se brinca o se brinca. Tome más guaro, que hoy es mi invitado. Mi trama es tu trama, mi guaro es tu guaro, mi redra es tu redra, ríe Nero largamente.  

La señora también está tomando, y hasta el patojito. La Chiki rola un puro, que hace circular entre los presentes. Se va creando un clima de humo y aguardiente.

Nero es como un animal encendido, gritando sobre el barrio y la raza mientras ingiere más y más licor. Yo tomo por mis lágrimas, compadre. Cuidadito con mi hermana, porque mi hermana es jaina. Me caés bien loco. Te voy a enseñar el saludo de los carnales. Allí estás, perro, pura sangre dieciochera, vida loca.

Al final terminan todos bien borrachos –Héctor, la Chiki, Nero, y hasta la señora, y hasta el patojo. La señora doblada en una cama, y al lado el patojo, inconscientes. Héctor y Nero jugando al playstation. En un momento, Nero saca una pequeña pipa de vidrio, le da de probar a Héctor, que no se atreve negar la invitación: la piedra se desvanece en un instante, Héctor entra en un estado de estupor eufórico.

–¿Tuyo es el carro afuera? Enseñáme esa mierda.

Y ahora Nero y Héctor manejan por la ciudad licuada, delictuosa y nocturna, en el Audi, en donde flota la música como un zumbido brutal. Guatemala es una babosa que demanda ser guillotinada. Arde el Audi y traspasa las viscosidades urbanas con sus diez mil uñas relampagueantes.

Héctor regresa una y otra vez a la colonia el Limón, en donde poco a poco le van conociendo los homies, en particular uno de ellos –el “Catracho”– que es primo del Nero, un hondureño rudo y letal. Aparte de juntarse con Nero y Catracho, Héctor también se va con Chiki a los moteles, en donde alborotan las sábanas. Se puede decir que sigue yendo al bufete, pero es como si no fuera del todo. Se puede decir que sigue frecuentando a Cristina, pero es como si no la viera para nada. Cierta noche, la Chiki le advierte a Héctor: “Un día el Nero te va a pedir un favor. Si querés quedarte conmigo, vas a tener que dárselo.” Héctor asiente.  Otro día, la Chiki le regala a Héctor una pequeña estatuilla de la Santa Muerte, y ésta los observa mientras cogen y sudan.

Semanas más tarde, Héctor recibe un mensaje de texto, cuando está durmiendo en su casa, con Cristina, a altas horas de la noche. Cristina no se despierta, pero él sí que presiente y escucha el amortiguado ronroneo y vibración de su iphone. El mensaje dice: “Mañana vení a mi casa a las tres. Nos vamos de vacile 666. Nero.” A Héctor le cuesta conciliar nuevamente el sueño.

A las tres en punto, Héctor llega a la casa de Nero. Un sentimiento de inquietud lo mitiga, lo achiquita por dentro. Pasá, oye a Nero. Héctor pasa. El Catracho está sentado en un silla. Y la Chiki, pregunta Héctor. No está, contesta Nero. ¿Llevás el mazo?, le pregunta Nero al Catracho. Me extraña, responde éste. Vamos pues. ¿A dónde vamos?, pregunta Héctor. Vos no andés preguntando nada ni me vengás con mates. Se suben los tres al Audi. Héctor no sabe si preguntar la dirección, finalmente lo hace. Vamos a tu zona. ¿Cómo a mi zona? A la zona donde vivís. Un pequeño espanto se anida en el bajo vientre de Héctor. Nero pone un disco de hip hop: la lírica va y viene simétrica y militante. Llevános a tu casa, Nero está forjando un puro de marihuana. Héctor tiene un pésimo presentimiento. Llegan a la casa de Héctor, y éste dice ya llegamos. ¿Aquí vivís? Sí. Bueno, seguí manejando. El carro circula por las calles de la zona 14. Allí paráte. ¿En dónde? Al lado de ese maje, simón, allí. Héctor discierne y comprueba cómo ese maje resulta ser un típico adolescente de la zona 14, caminando tranquilo por la vida. El Nero saca una pistola, inexpresivo. Héctor palidece. El Catracho también ha sacado su arma, y permanece despreciativo en el sillón trasero del vehículo. Cuando ya están suficientemente cerca del adolescente, el Catracho sale y lo encañona, embrocáte allí pendejo, o te reviento, y lo encarama a la parte de atrás. Héctor pisa el acelerador. Suave, andá suave, empieza a decir Nero, o querés que nos caiga la tira. Las calles–avenidas se suceden sin orden. Héctor procura no pensar en lo que acaba de ocurrir, en lo que acaba de tomar parte. Basculeá a ese serote, ordena Nero al Catracho. Le quitan al adolescente la billetera, el reloj, el celular. En la billetera encuentran una tarjeta de débito. Entonces Nero le dice a Héctor, buscá un cajero automático, vamos a quitarle todo a este puto. Héctor busca un cajero, uno que no esté muy visible. El adolescente está cagado. La mirada del Catracho se interesa en su mirada aterrorizada. Lo bajan encañonado, al pobre adolescente, que va con una expresión catatónica. Pero inclusive así procura zafarse, y el Catracho contraataca puyándolo más con el arma. Y entonces se queda quieto, como un gato asustado. Cómo te hagás el pendejo, te suelto dos bombazos, le dice Nero. El adolescente procede a sacar el dinero, del cual Nero se posesiona. Vuelven a meter a la víctima al carro. Unas cuadras más adelante, Nero le pide a Héctor que pare. Y echan del carro al asaltado. Héctor hunde el acelerador. El Nero se pone muy eufórico, enseguida, grita por la ventana. Los tenemos fichados culeros. Los tenemos en la lista negra. Dieciocho en grande. Los juras me pelan la verga. Diez y ocho por siempre. El Catracho fuma piedra, ya. Paséme esa onda, dice Nero, le vamos a dar de fumar a este jomboy por defender el barrio. Y le colocan la pipa a Héctor, que aspira. En el brazo de Nero, hay una virgen y una calavera.

Héctor y la Chiki se van a encerrar a  un motel, y durante dos días fuman piedra. La pequeña boca de la pipa presenta un tono amarilllento. En su manera de fumar el crack, la Chiki presenta un aspecto y tono diabólico, está como destilada de aversión por la existencia toda. Las piedras se desvanecen automáticas, espúreas, inasibles, siempre insatisfactorias. Las paredes verdosas del cuarto ínfimo parecen más cercanas cada vez. Los dos han conseguido establecerse en un estado de ira–terror avanzada. Lo que les cuesta cada vez más es salir a comprar más droga a la calle. Dinero hay, porque Héctor tiene dinero. Pero el miedo, el miedo a toda esa luz del día entrando en sus retinas… Y el teléfono de Héctor recibiendo todas esas llamadas perdidas de Cristina. Y la Chiki cada vez más celosa, más desencajada. Héctor tiene miedo de que la Chiki responda alguna de las llamadas de Cristina, y termine diciendo algo así como Héctor es mío hija de la gran puta, yo sí te voy a ir a buscar con todo y chimba, serota… La Chiki y Héctor se hunden en un mar de humo y sexo, dos sombras afiebradas, buscándose con rencor, como cubiertos de gusanos, adquieren el aspecto de una misma bestia linfática y chillante, con ojos de aguardiente, y manos de saliva sucia, chupándose en la noche. Hasta que él ya no puede más, le resulta imposible entrar en ella, está demasiado cansado y drogado, y ella lo aparta, con desdén, y fuman y fuman, prendidos a la pipa lisa, quemándose los labios, ahogándose en un silencio seco de alambre. Suena el teléfono nuevamente: hoy sí, se levanta bruscamente la Chiki, y ya está gritándole a Cristina, pero resulta que no es Cristina, es el Nero, y el Nero quiere hablar con Héctor, baa apuráte serota a pasarme a Canchito o del pelo te voy a ir a agarrar. Héctor toma el celular con mano pulposa, irreal. Veníte pero ya a la casa, le manda Nero a Héctor. Héctor tiene miedo de salir pero aún más miedo de Nero. Ya sé que es paja que vas a regresar, está diciendo la Chiqui. Con un mortero te voy a estar esperando hijueputa, aunque vaya a dar al penal. A mí me vas a respetar, que yo no soy jaina de nadie, me entendés verga. Si no te mato yo te matará la pandilla… Cada frase que ella suelta es como una navaja, algo que se metaliza duramente en el ambiente. Chiki no termina de gritar, Chiki tira cosas, Chiki está endemoniada. Héctor siente ya asco de ella. Quiere decírselo. Pero nada dice. Simplemente se aleja, por el corredor, por las escaleras, y aún escucha, residualmente, los gritos de ella que son ya lamentos. En un parqueo a dos cuadras, está el Audi esperándolo. Maneja por la ciudad, como a través de un vapor de irrealidad. La ciudad de Guatemala es toda ella una tumba, un matadero en donde niños matan a otros niños y un día no habrá más niños que matar, no habrá nada excepto un rito, una iniciación, un tatuaje.

Nero y Catracho se suben al carro. Ya los dos –ya los tres– están fumando piedra. Especialmente Nero está fumando piedra. Nero prácticamente le arranca la pipa a Héctor, que protesta. Hágale huevos, compradre, a mí no me va a hacer esa cara, cómo así. Si usted aquí está para servir a la clika. Yo estoy de guinda pero no me ando quejando, porque mi alma es de la vida loca y no se anda con mamadas. Soy de la mara eighteen, me entendés, baa. Así que ponéte vivo y sin casaca. Si querés de esta onda te la vas a tener que ganar con puro respeto pandillero. Si quiere ser soldado entonces déjese de pajas. Cien veces me han querido bombear. La cagada es que siempre les veo la cara, a los serotes. Praka praka. Me los bombeo a todos los putos. Puro diezochero de corazón. Te estoy hablando suavecito pero no estoy pidiendo que me hagás el paro, ¿me estás viendo, talega? Si no querías problemas te hubieras quedado en tu mansión. Mirá a tu alrededor… Mirá las paredes…. Los bróderes andan bien claros… Si querés vacilar tenés que trabajar. Todos ustedes ricos de mierda ya tienen luz verde. Poc poc. Nosotros el barrio. Somos todos y somos nadie. No nos ven pero ya estamos allí.

Y Nero sigue hablando mientras guía a Héctor hacia áreas ignoradas de la ciudad. El audi avanza por callecitas huérfanas. Se siente un olorcillo a ilegalidad y muerte. Héctor no sabe ni en qué momento ha entrado a este lugar infernal. De golpe todos en la calle son como Nero, traducen una especie de odio excepcional, decretan una altivez que da miedo. Si Héctor quisiera salir de allí no sabría cómo hacerlo. Finalmente llegan a una casa sobre la cual un color rosa infame se pudre a gusto. Al ingresar en ella, lo primero que Héctor nota es la estatua de Santa Muerte, viéndolo fija con una mirada que es una admonición. Meten a Héctor al cuarto adyacente: allí hay un bulto tapado. El Catracho quita la chamarra con un gesto seco: es una señora, es evidente que de clase alta, y evidentemente con mucho miedo. La señora no entiende lo que está ocurriendo, asume a lo mejor que están trayendo a otro secuestrado. Nadie quiere pagar por esta vieja serota, dice Nero. Así que nos la vamos a bombear. La señora está amordazada, por lo cual no puede gritar, pero está claro que está gritando. Nero ya tiene el arma en la mano… apunta a la señora… y luego con un gesto seco le pasa la pistola a Héctor. ¿De veras creías que te ibas a ganar así nomás a mi hermana, que ibas a entrar al barrio sólo por tu cara de maje? El barrio rifa… El barrio controla… Y vos tenés que hacer algo por el barrio, así que mostrá el orgullo verga. La señora parece que ha entendido, eso se nota en su rostro desteñido, en sus senos convulsivos y temblorosos. Pero a Héctor le cuesta un poco más entender. Héctor siente el peso metálico de la pistola, naufraga en una fuerte indecisión. Pero allí está toda la mirada perfectamente real de Nero. El barrio controla, ha dicho. El Catracho se mueve como bajo el efecto de una música invisible. Héctor sabe lo que tiene que hacer, levanta la pistola, para su sorpresa con un pulso más bien firme.

En ese momento se da un gran estruendo. Héctor no puede evitar soltar el arma, que se dispara sola, en el acto matando a la secuestrada. El Comando Antisecuestros ha irrumpido en la casa, y en el cuarto, poniendo a Nero y Catracho contra el piso, y amarrándoles. A Héctor lo saca alguien abruptamente de allí, no acierta a intuir cómo. Al parecer, el Comando Antisecuestros ya tenía controlados a Nero y Catracho por el rapto de la señora, y en ese momento decidió ingresar en el recinto, para rescatarla.

Lo que el Comando Antisecuestros no se molestó en descifrar es la presencia de Héctor en la casa. Sencillamente asumieron que se trataba de otro secuestrado. Así presentaron el caso ante la prensa, de hecho, y por supuesto Héctor nunca desmintió la versión. Tampoco dijo nada sobre cómo los del Comando Antisecuestros asesinaron extrajudicialmente a Nero y Catracho. Él los había visto ya amarrados en el suelo, así que la historia de que habían muerto en un tiroteo era por demás una mentira. La señora secuestrada, la única que podría haber incriminado a Héctor, había perdido la vida cuando la pistola se disparó sola. Toda estaba bien.

Héctor volvió a su antigua vida. Toda su familia estaba en shock; lo trataron como se trata a un secuestrado cuando vuelve a casa. Lo mismo en el trabajo. Cristina ni decir. Era una simple cuestión de asumir el papel, de hacer alianza con el personaje, de mentir, artísticamente. Los secuestrados tienen algo de inmortales, algo de eternos y mitológicos. Todo el mundo los respeta, aunque muchos de ellos sean unos auténticos hijos de perra.

Lo primero que Héctor hizo fue deshacerse del iphone. Lo agarró a martillazos y tiró luego los pedazos en algún basurero. También se cambió de casa. Cosa que todos a su alrededor celebraron; quizá lo vieron como un acto positivo, un deseo de sanar y seguir adelante y esas cosas. Al poco tiempo, Héctor se reintegra completamente al trabajo, realiza sus labores con renovada alegría.

Tres meses más tarde, Héctor se encuentra en su despacho leyendo el periódico

–el skyline de la ciudad es observable desde su ventana, como la promesa de algo que se expande y asciende– y es cuando se entera de que han matado a la Chiki.

Más precisamente, la han decapitado.

Al parecer unos miembros de la mara Salvatrucha.

Añade el reportero que la occisa estaba embarazada.

Lamentablemente, Héctor no termina de leer la noticia, pues su secretaria le notifica que su jefe lo está llamando.

Mientras Héctor camina hacia la oficina de su jefe, por el pasillo alfombrado, piensa que tiene como ganas de irse a dar una vuelta al mercado de La Litía. ¿Y si se lo propone a Cristina? Pero seguramente Cristina le va a decir no, que los van asaltar y esas cosas. Hay partes de la ciudad que Cristina simplemente no conocerá nunca.

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Guatemala, 1976. Emergió a finales de los noventa junto a un grupo de jóvenes que deseaban galvanizar el ambiente literario de su país. Desde entonces ha engendrado una obra ya prolífica en el ámbito literario, tanto en el genero de la poesía, la novela, y el cuento.