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Ficción: “Quizás, quizás, quizás”

5 febrero, 2024

Ella sabe su belleza, lo ve, le sonríe, se va y a los días él la vuelve a encontrar, tal vez en un parque o en el café de un teatro. La ciudad siempre les ofrece regalos a los solitarios y a los melancólicos, la ciudad no se olvida de ella, para quien tiene miradas misteriosas y desafiantes. 

Siempre que te pregunto

Que cuándo, cómo y dónde

Tú siempre me respondes

Quizás, quizás, quizás.

Por las calles de San José él camina por su cuenta, se pierde entre la gente, con la mirada recorre plazas, templos y edificios, siente el viento fresco en su cara y respira seguro. Últimamente ha estado pensando en los viejos hoteles de finales del siglo XIX, el Washington, el Francés, el Roma, en los viajeros que llegaban a la pequeña ciudad que dejaba de ser aldea. Camina por su cuenta y vuelve a pensar en ella, en sus ojos expresivos, ella que ahora se mezcla con las imágenes de mujeres que vienen de lejos, que han navegado largas distancias por un mar temperamental, ella también le parece temperamental, sensible. Mala costumbre esa de suponer cosas de los demás. Debería decírselo, salir de dudas. 

Y así pasan los días

Y yo desesperando

Y tú, tú contestando

Quizás, quizás, quizás

Ella lo distingue entre los demás, corresponde. Es a él a quien le gustan los boleros, ella no es un personaje de Cabrera Infante, ella no canta boleros, es elegante, baila, pero no canta boleros. Habitaciones cómodas, pisos de madera, ventanas abiertas a la ciudad tendida entre cordilleras. Negocios, mensajes diplomáticos, Europa, los Estados Unidos, Centroamérica. Para viajeros de esos lugares se abrieron los hoteles, se colocaron los sillones de mimbre, se sirvieron las tazas de café. Eso es, se dice. Tal vez un café. 

Estás perdiendo el tiempo

Pensando, pensando

Por lo que más tú quieras

Hasta cuándo, hasta cuándo

El jueves a las cinco de la tarde, un café, en el Melico. Lo piensa, sonríe. Te aviso. Científicos, aventureros, políticos y comerciantes. Ellos también caminaron por esta ciudad; igual que a él, algo les ilusionaba: el dinero, el poder, la novedad, la belleza. A él le ilusiona su belleza, esa sonrisa y esa manera de verlo. Va a aceptar. Entra a una librería, se siente ansioso, ve títulos, portadas, no se puede concentrar, sale a los pocos minutos. Sigue caminando por la avenida, se distrae observando a la gente, la rapidez con la que caminan, lo calladitos que andan, niños de las manos de sus madres, oficinistas, vendedores ambulantes, mujeres y esos músicos callejeros, marimberos que lo sobresaltan con aquel ritmo tan alegre. Ella va a aceptar. Estoy seguro, se dice.

Y así pasan los días

Y yo desesperando

Y tú, tú contestando

Quizás, quizás, quizás

No eran tantos los días que habían pasado, dos o tres. Se sentó en el quiosco del Parque Central, desde ahí intentó reconstruir “la ciudad europea en miniatura”, intentó viajar en el tiempo, más de cien años hacia atrás, las barandas del parque, los árboles, casas amplias, techos de tejas en sus alrededores, balcones en las segundas plantas desde donde se podía ver la vida de todos los días, los encuentros, los apuros de la gente. De aquella época el Washington es el hotel que más le interesa, tan firme, tan bien puesto en aquella esquina, a un costado de la Catedral, diagonal a este parque tan indiferente desde donde ve los carros pasar uno detrás del otro y el Melico al otro lado de la Avenida Segunda, en la esquina el café, ese café, donde estaba la cantina La Perla. Respiró profundo y por fin se levantó de la grada en la que estuvo sentado dejando correr el tiempo, el de ahora y el de antes.      

Siempre que te pregunto

Que cuándo, cómo y dónde

Tú siempre me respondes

Quizás, quizás, quizás

Ella lo recuerda, sale de su trabajo y camina con su bolso bien agarrado, pegadito a la cadera, camina sola, no le parece mala idea, a ella también le gusta caminar por la ciudad. Cruza el Parque Morazán y se decide. Los dos están en San José, se encuentran a pocas cuadras uno del otro, como los hoteles del siglo XIX, todos cerca. Le parece interesante, se ríe para sí. Está decidida, hoy se irá en bus a su casa y ya verá lo que hace con la invitación.    

Estás perdiendo el tiempo

Pensando, pensando

Por lo que más tú quieras

Hasta cuándo, hasta cuándo

La llevaría a uno de esos hoteles, vivirían unos días como turistas en San José, se sorprenderían con las costumbres de la gente de este lugar, con su manera de hablar y de pensar, con su ropa. Desde la habitación, por la mañana, abriría la ventana con vista al parque y a las montañas del norte, se fumaría un cigarro de tabaco negro mientras ella duerme en la cama ancha, su pelo negro descansa sobre la almohada blanquísima, su figura se marca bajo las sábanas, no la molestaría y saldría a caminar un poco, entraría a algún restorán de hotel, se sentaría y sacaría su cuaderno de notas, escribiría sobre lo que ha observado, lo que ha sentido, un poquito de cada cosa. Es bueno escribir enamorado, se diría; pagaría el café y se devolvería a su hotel, subiría las escaleras de madera, caminaría por el pasillo a media luz y sacaría la llave, ella lo estaría esperando sorprendida por su ausencia, él le enseñaría el cuaderno y le intentaría explicar lo bien que le hace escribir en un país extranjero. Después bajarían a desayunar y el día los esperaría con las puertas abiertas.   

Y así pasan los días

Y yo desesperando

Y tú, tú contestando

Quizás, quizás, quizás

Quizás, quizás, quizás

Quizás, quizás, quizás

Ya son las cinco y diez, se angustia, camina rápido, maldice la última llamada que tuvo que atender, la que lo atrasó, llega a las puertas del café del Melico, se encuentra con las mesas vacías, un ambiente de soledad, dos saloneros conversan en la barra mientras otro regresa de una mesa del fondo, él avanza unos pasos, ella lo ve, sonríe y él camina hacia su mesa, la saluda, se disculpa por la hora y ella le dice que diez minutos no son nada. Respira aliviado, por fin dejaron de sonar en su cabeza las voces de Omara Portuondo y de Ibrahim Ferrer cantando aquella letra cruel que escribió el polifacético cubano Osvaldo Farrés en 1946, esa canción, ese bolero torturante que lo mantuvo tan inquieto por varios días, imaginando hoteles del siglo XIX y pensando en ella, tan sensible,  tan misteriosa. 


Álvaro Rojas Salazar
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San José, Costa Rica, 1975. Estudió Psicología, Literatura y Derecho. Es autor de la novela Greytown (2016) y de otros tres libros que se mueven entre la crónica y el ensayo: Telire (2017), Con el lápiz en la mano (2018) y La Boca, el Monte y las novelas (2018).