Rafael Cadenas: música entregada en el desastre

1 febrero, 2023

«Los pensamientos e intenciones
           de un poeta son su estética» 

José Ortega y Gasset

Si bien el exilio lo acercó a Henri Michaux y al oleaje de los poetas caribeños de lengua francesa, Rafael Cadenas, tempranamente, asumió la austeridad. Los cuadernos del destierro (1960) fue un paréntesis: una exclamación encantatoria y liberadora, «suntuoso reino» necesario para retornar con mejores testimonios al puerto de la revelación cotidiana. Este proceso desinflamatorio ocurriría seis años después con Falsas maniobras, y reiterado en dos colecciones sucesivas publicadas en 1977: Intemperie y Memorial. Lo que siempre estuvo claro desde los inicios fue el hablante poético: la primera persona del singular como punto de partida —o de llegada—, un lugar enunciativo —el lugar de un sujeto precario, al margen— que evitó en él un nosotros completamente despersonalizado, residente de las alturas: «Me entrego a estas arenas donde el brillo rescata./Aquí soy. Sin pensar».

Por encima de su conocida poética (el «Ars poética» que cierra el libro Intemperie), hay otro poema que delinea intensamente la dinámica de su escritura. Dibujando a otro, queriendo ser biógrafo de Rilke, Cadenas ofrece una poética propia; describiendo al poeta checo se describía a sí mismo, queriendo señalar las cualidades del otro, sus pasos, el poder de su mirada; comparándolo sutilmente con el rey Midas, Rafael Cadenas nos daba un autorretrato…Tan bien dibuja Cadenas a Rilke que terminamos por creer de que se trata de un reflejo ante un mismo espejo. Un poema titulado «Rilke» que podría ser el inicio de un gran ensayo sobre Rilke o una biografía de Rilke.

Rafael Cadenas siguió un camino sin google maps; no hay alocuciones, no hay poder manifestado en cargos de burocracia estatal, tampoco fue gestor de complicidades muy bien renumeradas; su poder era otro, como él mismo ha dicho en un poema breve y frecuentemente citado: «ser contraste». Para Cadenas, su manera de moverse como ciudadano, forma parte de su obra poética; aún es posible verlo, como asistente, caviloso, vestido casi siempre con indumentaria marrón, chaqueta de fotógrafo pero sin cámara, con aquel flaco maletín, en recitales, presentaciones y eventos de su ciudad, Caracas; abundan las anécdotas y los afectos que corroboran su forma de relacionarse con los espacios culturales y con la juventud, y especialmente con lo que acontece en su país: «el país de la detención». 

Pocas veces, y de manera tan sutil, se consagra un poema a un verdugo. «A un esbirro», poema incluido en Una isla (1958), señala tempranamente un contexto, el venezolano —la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez— y un posible referente, casi inequívoco: Pedro Estrada, el Chacal de Güiria, director de la Policía Nacional perezjimenista. Otra de las cualidades de Rafael Cadenas: sus poemas no se quedan adheridos al periodo en que fueron escritos; su latencia continúa en otros corazones, pero con la misma sangre originaria: por eso los releemos treinta, cuarenta años más tarde, y trasladamos esas experiencias particulares a nuestras propias circunstancias. Rafael Cadenas es poeta, sobra decirlo, pero no ignoremos su valor como cronista de su época: «Soy/el que observa;/registra/(no tengo/otra tarea)».

Mi primer Cadenas apareció en tiempos de pasillos universitarios. Llegó una antología suya, la clásica de Monte Ávila, grata recomendación de una compañera de estudios; era una época, la nuestra, de escasos 18 años de edad y con entusiastas aspiraciones, nunca realizadas, de estudiar Filosofía en la Universidad Central de Venezuela. Lo segundo nunca se materializó; sin embargo, lo primero, aquella antología, anunció un decir bastante alejado de la abundancia hímnica, apasionada, y que terminó de afianzarse en los gustos de aquel joven sin biblioteca, que frecuentaba el comedor, que casi nunca hablaba. Aquellos versos cortos, secos (resecos para mí), que se interpelaban, que dudaban, desconfiados, decían algo con la firmeza y la fuerza necesarias para evitar que olvidáramos su procedencia. Sentía un dolor en ellos, de algo se resentían. ¿Era posible o viable escribir de esa manera, más prudente, menos lírica? ¿Quién era ese hombre que se mostraba en la portada grisácea del libro? ¿Qué había tras las palabras críticas, aquel prólogo de Luis Miguel Isava? Algo se vaciaba, se desinflaba, caída de pronto. Parecía tocar suelo, quedarse a ras de suelo: reptar. Lo místico, lo ascético, era solo una manera de quedarse en tierra, de hacer más nítido el paisaje, interpretándolo («Debe haber una mirada que nos devuelva la tierra»). Eran versos que, mal leídos por mí, podrían pasar por depresivos, deprimidos, nihilistas: en otras palabras, partidarios del pesimismo. Lo cierto es que estos poemas tenían muy claro su terreno: por un lado, lo que comúnmente se conoce como «conciencia lingüística»; y por el otro costado, quien hablaba era testigo de un desmoronamiento social y espiritual. Pocos años bastaron para el derrumbe republicano. El ave que aparecía no era la paloma con la hoja de olivo en el pico, sino el cuervo —o tordo o mirlo— que surca el cielo como oscuros mandamientos de exterminio: «Pájaros./cruzan/el sosiego//Tal vez/encuentren/al que buscan». No pretendo descalificar: era un ave de mal agüero, no maligna sino premonitoria, ¿por qué no?, que anunciaba y sin falsas expectativas señalaba el incendio detrás de la aparente calma y la ilusoria abundancia. Porque lo visionario en Rafael Cadenas no se queda en mera conjetura, en las cartas echadas por un engañoso tarotista o por el «ideólogo» que apunta a un futuro utópico solo imaginable en tomos de ideología militante: en la poesía de Cadenas el mal anunciado se va materializando; el derrumbe no era ideal sino real, provocado por todos entre silentes o estruendosas excavaciones (complicidades, omisiones…).

Tarde, bastante tarde comprendimos que el hablante poético prevenía, no complacía: su ensayo En torno al lenguaje (1984) es uno de los ejemplos indiscutibles; pero es en su obra poética en la cual se notan estas exhortaciones con todos sus síntomas: el adelgazamiento discursivo, esa inclinación aforística, eran señales que no quisimos o no supimos ver y que Cadenas ya describía en «Avisos»: «Desoye al hombre de garra. Prefiere la palabra que no llega desfigurada hasta ti. Lo que transcurre por debajo con suave circulación». Siempre estuvo allí la advertencia pero el espeso grosor de la saciedad cerraba las ventanas de nuestro tardío siglo veinte, poco a poco, hasta aniquilarlas en el albor del siglo veintiuno, siglo hidrocefálico, subsidiado, malversado, que perfeccionó e ideó nuevas maneras de saqueo y corrupción. Así lo vio Cadenas en 1977, en «Historia», poema de Memorial:

«Abro la ventana y veo un ejército que recoge sus víctimas. Espectros que llevan en sus brazos espectros, y adonde camino descubro sus bocas. La penuria de sus trajes no es nada frente a la de sus ojos, y al pus del heroísmo, ¿qué decir de todo eso? Cuerpos transparentes al sol, con tejido de fantasmas. Si olvido, aún sé que siguen recogiendo víctimas  –apenas comienzan- y no hay fin, durará hasta la noche y todas las noches y mañana y pasado mañana y después y siempre. Dentro, cinco, nueve, cincuenta, doscientos años abriré nuevamente la ventana y la escena no habrá variado. Los espectros serán los mismos otros, pero ella no se alterará, no habrá modificación, una corrección de última hora».     

Rafael Cadenas es un autor de búsquedas continuadas, de infecciones e influencias que por lo general finalizan en la destilación expresiva. Sin llegar a ser, exclusivamente, un poeta del acontecer doméstico, Cadenas posee notables poemas en esa dirección: nítidos, nutridos de experiencia; objetivos, si se quiere; nombro un cuarteto, mis favoritos: «Bungalow», «Matrimonio», «Hotel» y «Conjunto residencial».

«Mandelstam» es el poema de pulcra polifonía. La voz principal es la del poeta ruso, el que está próximo a ser capturado y enviado a los campos de Siberia. Confluyen, sin estorbarse, los referentes culturalistas (Dante, la Hélade, la mitología serenamente nombrada). El poeta ruso se lamenta, da gracias por estar vivo: «Vivo/¿a quién debo este honor?».  El poeta llama a su esposa: «No puedo huir./Esconde/los poemas, Nadezda». Recordamos aquel episodio de destrucción de manuscritos, y la devota y amorosa memorización de los poemas por parte de su mujer, Nadezda, antes de la llegada de la represión soviética.     

Durante un tiempo dejé de leerlo. Suele pasar: algunos autores, por estar tan cerca, obstruyen, obstaculizan…quizás estorban. En esa época, cuando aparecía alguna pregunta que anunciaba su nombre, yo solía repetir: «el mejor libro de Cadenas es Amante». Allí se concentra, tal vez de la mejor manera, las constantes del poeta: la brevedad justa, la omisión puntual, la elipsis, la lucha y confusión del yo que ama, del tú que corresponde o que ignora (siempre ella, la amante, siempre esquiva); el que habla, el que ve y el que recibe el tacto (la que habla, la que oye y la que recibe el tacto). Y siempre el poema adecuado, las manos artesanas, habitación o cadalso:

Se creyó dueño
y ella lo obligó a la más honda encuesta,
a preguntarse qué era en realidad suyo.
Después lo tomó en sus manos
y fue formando su rostro
con el mismo material del extravío, sin desechar nada,
y lo devolvió a los brazos del origen
como a quien se amó sin decírselo.  

Como muchos de su generación, la acústica nerudiana todavía se nota en esa manera de pronunciar el erotismo: «Tú que caminas esta noche en la soledad de la calle, vas llena de besos que no has dado». O posiblemente podamos ver allí una hojeada al Romancero gitano de García Lorca o alguna otra presencia española. De Cadenas hay versos que uno retiene y que recordamos y atesoramos («Un dios perdona, un semidiós no»); y otros —no muchos— que pasan sin rozarnos: aquellos en que la metapoesía trasluce poco y más bien luce fatigada y predecible, quizás, para cortejarnos.

Una considerable cantidad de sus poemas, muchas de sus Anotaciones y no pocos de sus Apuntes se asocian con dos autores nacidos en el Imperio Austrohúngaro: Karl Kraus y Stanislaw Jersy Lec. Suponemos que, de ambos pensadores europeos y de otros tantos (quizás, también, el Elías Canetti de El suplicio de las moscas) provienen sus Dichos (1992). No pocos lectores venezolanos le debemos a Rafael Cadenas nuestros primeros acercamientos a Karl Kraus y su Die Fackel: «Es imposible, y seguramente ocioso, decidir cuál de las dos crisis, si la del mundo moderno o la del lenguaje, tiene prelación. Para Karl Kraus parece ser ésta la que antecede. Digamos, para no meternos en contrapuntos infértiles, que van juntas, apoyándose, sosteniéndose, alimentándose una a otra».

Aunque Cadenas no escribe para deleitarnos lingüísticamente, sus Apuntes sobre San Juan de la Cruz ofrecen ese placer sancionado por el poeta. El sabor que la prosa contenida ofrece, sin duda, obliga a la relectura satisfactoria y gozosa: «¿Qué es la iluminación? En San Juan, la unión con Dios, último tramo del proceso místico. Él y casi todos los místicos señalan una sola vía hacia Dios. No les dejan alternativa a los que creen que hay muchos caminos hacia él, algunos hasta insospechados. Tal vez no haya ninguno, tal vez cuando se prescinde de la idea de camino, de distancia a recorrer, y recobra su intensidad el presente, puede sentirse la cercanía del misterio».

Pero no nos confundamos: Cadenas no es un asceta en su concepción más estricta; su templo se encuentra en su voluntad ciudadana, en el descreimiento hacia fórmulas de dominación discursiva que anteceden al sometimiento ideológico, político, militar y social. Guillermo Sucre lo sintetiza mejor: «Cadenas no es un naïf ni un místico, mucho menos un esteta. Lo que busca es regresar a una relación directa con el mundo y que la palabra sirva a esa relación».

De su poesía puede decirse mucho: asirse de algún costado para el análisis; tan rica en imágenes, tan esforzada, algún elemento se impone o nos escolta. En mi caso, desde hace más de diez años, la cotidiana sal. La fuerza simbólica de la sal tiene orígenes bíblicos: «Entonces la mujer de Lot miró atrás, a espaldas de él, y se volvió estatua de sal» (Génesis 19:17). Y también, es motivo de ofrenda hacia Dios, pacto divino: «Y sazonarás con sal toda ofrenda que presentes, y no harás que falte jamás de tu ofrenda la sal del pacto de tu Dios, en toda ofrenda tuya ofrecerás sal» (Levíticos 2:13). Sacralizada desde sus más remotos inicios, ingrediente principal de holocaustos y hecatombes, Rafael Cadenas hace parte de estos hábitos; sus poemas reflejan las diversas facetas que la sal ha cumplido a través de la historia. No obstante, la importancia que el poeta larense le otorga trasciende esos límites. No será únicamente castigo y ofrenda. Alcanzará sus huesos, su morada, y sus creencias. La sal se desplaza; crea sus misterios y los esparce en los lugares frecuentados por el poeta. Su linaje proviene de la multiplicidad. Esta sustancia cristalizada, tan cotidiana y común, promueve connotaciones, se adentra como fuente vital y estética. La sal, en algunos textos de Los cuadernos del destierro e Intemperie, es materia prima que permite edificar espacios donde el yo poético se desenvuelve, donde se transforma en cumbre iluminada y destructiva: «Con la sal perdida construí una torre llameante». La sal como impronta del misterio, como estigma: «De noche, bajo el acoso de sueños intranquilos, despertaba con un grano de sal en la frente». La sal como efigie, sacralizada, para venerar su esplendor: «El monumento de la sal». La sal como órgano latente, que se incorpora al desamparo nocturno: «Por las vértebras de sal de la noche bogan los mendigos». La sal que satura el drama existencial del poeta: «Vivo sobre la sal, levantándome y cayendo, día tras día».

Su obra ha resonado lo bastante alto desde su paciente vocación de silencio. De esa manera ha calado entre sus más consecuentes lectores y lo sitúan, a pesar de la muy visible modestia del poeta Cadenas, en el plano mayor de la poesía contemporánea en lengua española. Su poesía está codificada con una sencillez en equilibrio con la complejidad alusiva, que mezcla, en el momento justo y sin interrumpir el curso de la lectura, lo erudito de una frase no usual con otra, más llana, con gentilicio verificable. Con ello se destaca que lo poético no está supeditado a un rango lexicográfico, sino a una pulsión, a una necesidad reposada, nunca dicha antes de tiempo y sin la respectiva incubación. Es, en última instancia, una escritura con palabras llenas de lados, en un lenguaje próximo al de todos los días. Esta asociación va uniendo, como eslabones de un collar metafórico, lo conocido con el misterio tantas veces nombrado por Cadenas, ese misterio que no pretende ser inaccesible, iniciático, sino aquel misterio que invita al autoconocimiento:

Si no sabemos qué es el universo tampoco sabremos lo que es un árbol, aunque nos sea familiar, le demos un nombre, que se le adhiere indisolublemente y estemos seguros. En otras palabras, sabemos pero no sabemos; lo que sabemos está incluido en el misterio como una matriz que siempre se nos hurta.

Su papel «contrastante» como poeta, pudiera ser, quién quita, develar la capacidad de socializar y de redescubrir lo no visto del presente en cada ejercicio cotidiano; y acercarnos como ciudadanos, como hombres y mujeres capaces de un entendimiento consensuado, por encima de cualquier cuerpo de dogmas. Cabría añadir una cosa más: la obra entera de Rafael Cadenas —la poética y la ensayística; la más breve y fragmentaria— es un manifiesto en favor de la vida. Música humanitaria entregada en el desastre.  

Texto publicado originalmente en 2018, en la web de la revista POESÍA (Universidad de Carabobo), y luego como epílogo de la antología Las paces, de Rafael Cadenas (El Ángel Editor/El Taller Blanco Ediciones, Ecuador, 2021); y en Alfabeto de humo. Ensayos sobre poesía venezolana (Néstor Mendoza, Ediciones Estival, Maracay, 2022). 

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Maracay, Venezuela, 1985.
Poeta, ensayista y editor. Licenciado en Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura (Universidad de Carabobo). Actualmente cursa la Maestría de Literatura Latinoamericana y del Caribe (Universidad de Los Andes, Venezuela). Editor de El Taller Blanco Ediciones. Ha publicado, hasta ahora, cuatro poemarios: Andamios (Equinoccio, Caracas, 2012), merecedor del IV Premio Nacional Universitario de Literatura 2011; Pasajero (Dcir Ediciones, Caracas, 2015); Ojiva (El Taller Blanco Ediciones, Bogotá, 2019 y 2022), libro que cuenta con una edición alemana: Sprengkopf (Hochroth Heidelberg, 2019), con traducción de Michael Ebmeyer; y Dípticos (Editorial Seshat, Bogotá, 2020). Ha publicado la antología Simulacro. 2007-2020 (Editorial Seshat, Bogotá, 2021). Autor del libro Alfabeto de humo. Ensayos sobre poesía venezolana (Ediciones Estival, Maracay, 2022). Finalista del I Concurso Nacional de Poesía Joven «Rafael Cadenas» 2016. Finalista del XL Premio Internacional de Poesía «Juan Alcaide» (Ciudad Real, España, 2021). Finalista del 5to Premio «Lo Mejor de Nos» (La Vida de Nos/Banesco, Caracas, 2022), para textos de no ficción. Con el texto “El primer lector de Borges” resultó ganador de la Convocatoria de Reseñas (Ediciones El Silencio/Ministerio de Cultura de Colombia, Cali, 2022). Compilador de la antología de poesía colombiana Nos siguen pegando abajo (LP5 Editora, Chile, 2020). Para la editorial ecuatoriana El Ángel Editor, ha preparado y curado antologías de Rafael Cadenas (Las paces, 2021) y Yolanda Pantin (El ciervo, 2022). Actualmente vive en Colombia.

Crédito foto: José Antonio Rosales