Rafael Cadenas: un recuerdo Rilkeano

1 febrero, 2023

Rafael Cadenas

El presente texto fue leído originalmente, en su primera versión el 12 de diciembre de 2022 en el homenaje que la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, le rindió al maestro para celebrar su magnífica trayectoria de docente y de poeta. Ha sido modificado parcialmente para la presente edición.

Hace más de cuarenta años, al entrar en un aula de la escuela donde comenzaba mis estudios de Letras -me parece recordar que se trataba de la antigua Sala de Alemán- para recibir mi primera clase de Poesía y poetas, me encontré cara a cara con el maestro, sin haber leído su obra todavía y sin saber quién era, como me ocurriría en ese primer semestre con otras figuras bien conocidas y reconocidas de nuestra literatura como Hanni Ossott, Ida Gramcko, María Fernanda Palacios, Rafael Guillent Pérez o Adriano González León, entre otros. Tal era, entonces, el tamaño de mi ignorancia. Recuerdo la atmósfera un poco enrarecida de la sala, el silencio parsimonioso que todos los que allí estábamos manteníamos, respetuosos y expectantes, atentos a lo que, debido al trabajo deformador de la memoria, me parece ahora, debía de ser algo así como la imprecisa, vaga espera de un oráculo.

Como todo oráculo, las palabras que lenta y espaciadamente pronunciaba el maestro me parecieron, al principio, enigmas, acertijos, laberintos que tendría que aprender a recorrer para descifrar ciertos misterios que nos imponía y nos proponía, de buenas a primeras, la poesía. Era, no recuerdo cuál, una de las enjundiosas y espléndidas Elegías duinesas. El maestro leía un fragmento y se detenía y callaba largamente, mientras parecía perderse en una lontananza de conjeturas secretas. Emergía de su silencio con alguna frase suelta, la pausada apreciación de una imagen o de un concepto. Y callaba largamente.

En un momento dado de aquella lenta lectura vespertina su silencio se prolongó más de lo que yo estaba preparado para resistir, a mis escasos veintiún años de estudiante ansioso e impaciente. Sentí el impulso perverso de decir algo para llenar el vacío que yo atribuí en aquel momento, no sé muy bien por qué, a una especie de lapsus o de laguna en la reflexión del maestro y se me metió en la cabeza, temerario de mí, que debía intervenir para ayudarlo a salir de lo que yo consideré, entonces, un bache, y me atreví a plantear alguna vaga conjetura acerca de un probable panteísmo rilkeano.

¿De dónde había surgido en mi mente aquella palabra aureolada de cierta petulancia ingenuamente erudita? El hecho es que emití mi opinión y, al hacerlo, con una seguridad que a mí mismo me sobrecogió de espanto, rompí el silencio perfecto que el maestro cultivaba con sereno aislamiento, metido en sus propias cavilaciones.

Nunca olvidaré -aunque la memoria siempre altera y modifica lo que ávida conserva- el semblante del maestro saliendo de su interior retiro y mirándome a la cara con un gesto rebosante de fastidio y quizás, un poco, de sorprendida incomodidad. Inmediatamente puso en duda, con paciencia, mi comentario. No lo refutó, entiéndase, de buenas a primeras. Recibió lo que dije con una cierta perplejidad melancólica, como quien es sacado de su ensimismamiento en un ensueño de repente y, un poco aturdido, trata de precisar lo que ha alterado su concentración o su inmersión cavilosa, soñadora, sin dejar que esa irrupción lo afecte demasiado, y sin dictar, enfático, ningún juicio concluyente.  Lo que más le molestó, creo recordar, fue la propia, emperifollada, palabra panteísmo. Enemigo de toda categoría estereotipada, como descubrí a la larga, consentía la importancia innegable de la comunión con lo creado que palpita en la poesía y en el pensamiento de Rilke, pero rechazaba que se lo calificara de ese modo. En cualquier caso, me insinuaba, era necesario, primero, ponerse a pensar en el significado de aquella palabra antes de utilizarla como signo distintivo de la compleja filosofía que impregna toda la obra del poeta checo. Lo hizo de una manera sutil, pero inapelable. Yo me sentí, más que corregido, reconfortado. Algo me decía que no estaba tan desencaminado al decir lo que dije. Mi pecado había sido un pecado de importunidad, no de impertinencia. O al menos así me lo hizo sentir. Y por encima de todo, no permitió que me sintiera avergonzado de mi temerario, aunque solidario, cometido: rescatar al maestro de lo que yo concebí, en aquel momento, como una suerte de ataque de mutismo.

No entendía todavía el valor del silencio en la empresa de leer un poema, el valor de la pausa meditativa que permite distanciarse acompasadamente de las palabras para paladear y sopesar en ellas lo que traen de profundo y de trascendente en su sustancia.

Aquella fue la primera lección de lectura que me brindó el maestro. Desde entonces he tratado de domar el impulso espontáneo de decidir, a las primeras de cambio, la naturaleza de un verso, de una cadencia, de una imagen, de una idea en el poema. Desde entonces he leído a Rilke con devoción, dispuesto a prolongar mis visitas a su poesía sin apresurar nada, tratando de mantener a raya aquella ansiedad de comprensión que me inquietaba cuando aún no había aprendido que el poema no se debe entender sino atender, sometiéndose a él, escuchándolo sin perturbar demasiado, con inquisiciones prematuras, la resonancia plural que le da su consistencia.

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Caracas, 1958.
Poeta, ensayista y crítico literario. Profesor y Jefe del Departamento de Teoría de la Literatura de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela desde 1989. Investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos desde 1995. Profesor invitado en Brown University, 1993, y en Rutgers, 2006. Profesor de los Diplomados en Historia del Arte Occidental, en Arte Contemporáneo, en Arte Contemporáneo Latinoamericano y en Estudios Europeos de la Universidad Metropolitana.
En 2016 curó la exposición del artista venezolano Andrés Michelena, Elíptico, en la Sala Mendoza de Caracas. Desde 2017 lleva adelante el taller de collage que se desarrolla en el Centro Documental de esta misma institución. Ha publicado una aproximación al collage: Cuerpos constelados. Tentativas alegóricas sobre el collage (2015). Elipsis sublime. Epifanías políticas en la obra de Andrés Michelena, recoge, en el catálogo que la acompaña, sus reflexiones como curador de la exposición de este artista venezolano. Fenomenología del bolero (1990, 1991, 2009), El semiólogo salvaje (1997, 2017) y La espiral incesante, Lezama y sus herederos (2010, 2015) se cuentan entre sus libros de investigación literaria. Entre sus poemarios pueden señalarse: Árbol que crece torcido (1984, 2014), Estación de tránsito (1992) y Estancias (2009) y Poesía reunida (1984-2008). Como artista visual ha participado con sus collages en las exposiciones individuales: Escrituras, Periférico Caracas, G8, 2006; Pares mínimos, Sala Mendoza, La Librería, Caracas, 2014; Intervenciones, La Poeteca, Caracas, 2019.

Crédito foto: Federico Prieto