Rafael Murillo Selva: un señor muy viejo con unas alas enormes 

1 junio, 2024


–¿Cómo está?
–Pues estudiando. Estudiando a Morazán. 

***

Rafael Murillo Selva tiene 88 años, aunque él ya no lleva el registro. De su cara aguileña, cervantina, sobresalen sus lentes, dándole el aspecto justo entre bohemio y académico. Lleva suéter, bufanda y sombrero; como si lo que estuviera a punto de presentarnos —su vida— fuera una obra que conlleva un viaje en el tiempo. Uno en el que se puede llegar a soportar mucho frío y mucho sol. 

–¿Usted tiene 86 años? 

–No sé –responde. 

No es un problema de memoria, parece más bien un desinterés muy genuino.

–Contemos. Nació en 1934 dice acá. 

La cuenta sale rápido:

–88 tiene. 

–¿88? 

–Sí. 

–Bueno –dice, resignado–. Puta, cómo es la vida, parece un minuto. 

Pero hay que verlo, habría que grabarlo, como él mismo dice, cuando las muchachas del restaurante Crisol —cómplices suyas— lanzan un anzuelo disfrazado de una salsa. Una de Jerry Rivera, una de Héctor Lavoe, una de Gilberto Santa Rosa, y entonces Rafael, quien seguramente triplica en edad a los presentes, se para. 

–Disculpe –dice–. Tengo un problema: no puedo escuchar esta música sin bailar. Es que no puedo. 

Las muchachas se ríen detrás de la barra, saben lo que está a punto de suceder. Y no hace falta pareja, solo volumen, que le suban el volumen, pide, cuando mucho antes de que la voz adolescente de Jerry Rivera comience a resonar por todo el restaurante, él ya está dando vueltas. 

–Yo no sé bailar –dice bailando–, es mi cuerpo que sabe; yo solo lo dejo. 

La escena se repite cada vez que viene, según me cuentan después. Alza los hombros con fuerza, como si tirara de ellos un ventrílocuo; da dos pasos para atrás y dos de regreso para adelante; cierra los ojos y se gira como si fuera el mismo Johnny Pacheco en un escenario. Disfruta. Goza. Baila. 

Después vuelve a sentarse, se excusa, como si fuera impropio que a su edad hiciera eso.

–Yo les digo que tendrían que cobrar. Grabarme al menos y vender mis videos. 

Las muchachas se ríen detrás suyo; no son aplausos, pero se les parecen.

–Podría venir uno o dos días a la semana y ellas anunciarme así: En San Juancito, Honduras, hay un señor muy viejito que baila salsa como si tuviera veinte.

Y es verdad, si Rafael Murillo Selva tiene 88 años es por una convención nuestra, pero una convención con la que, como en tantas otras cosas, él no está de acuerdo. Porque si algo lo define, más que la salsa, es el no estar de acuerdo. Es el haber sido y ser, todavía, un rebelde. 

–¿Usted es el más grande director de teatro hondureño?

–No. Yo soy bailarín y actor. Lo de director y dramaturgo lo hice, pero a la fuerza. 

***

Para llegar al teatro, hay que llegar antes a San Juancito. Un antiguo pueblo minero al que uno podría llegar sin toparse con un solo carro en los 45 minutos de carretera que toma llegar hasta su entrada. En su esplendor, a mitad del siglo XX, San Juancito llegó a tener más de 30,000 habitantes; entonces más que la capital, Tegucigalpa. Manejado por la Rosario Mining Company durante más de cincuenta años —según se cuenta, en sus oficinas se escogía hasta los alcaldes—, el pueblo tuvo luz eléctrica, agua potable, cine y telégrafo antes que cualquier ciudad del país; así como la primera embotelladora de Pepsi en Centroamérica y la primera embajada de Estados Unidos en Honduras. Pero eso ya solo existe en los libros de Historia. En el renglón del presente, acá no llegan ni los autobuses interurbanos; las minas, la embotelladora, el cine y la embajada hoy son solo museos del olvido; hoy en día, el pueblo apenas roza los 1,500 habitantes. Todavía ostenta, eso sí, la relevancia de ser la imagen que figura en la parte de atrás del billete hondureño de mayor denominación, el billete de quinientos lempiras. 

–Pregunte por mí o por el restaurante, aquí todos nos conocemos –dice Rafael Murillo Selva por teléfono para dar la dirección. 

Al apenas llegar, se ve el puente y el restaurante Crisol. También se le puede ver a él, que, aunque no constata la hora y no lleva reloj, está parado en la puerta como esperando. 

Como si se tratara de su Ítaca personal, desde hace doce años vive aquí, en San Juancito; después de Bogotá, Quito, París, Nepal y cien ciudades más. Aunque no es una escena teatral ni es el dueño del restaurante, él da instrucciones a las tres muchachas que buscan dónde poder sentarnos. Dirige, siempre dirige. Las meseras que siguen sus instrucciones le llaman «Don Rafaelito». 

–Se ve que aquí lo consienten. 

–Con dinero todo mundo es consentido –dice don Rafaelito. 

***

Para llegar al teatro, Rafael Murillo tuvo que estar antes en el Colegio Salesiano San Miguel, donde lo expulsaron por hacerle una pregunta al Padre Ruíz, un filósofo de la orden de San Juan Bosco. 

–¿Cuál era esa pregunta?

–Yo rezaba a diario, me confesaba. Pero un día tuve una duda y le pregunté: «Padre, ¿quién creó a Dios?» 

Después de esa irreverencia, ingresó al Instituto Central Vicente Cáceres, que entonces también era internado y de donde se fugaba por las noches para ir a los bares y prostíbulos de Comayagüela. De ahí también lo echaron. 

–Si me salía del Central, mi vida estaba acabada. Yo lo sabía. Entonces me le hinqué por primera vez a un ser humano en mi vida, me le hinqué a don Abelardo, el director, para suplicarle. Y él me dijo que, si accedía a no volver a salir en todo el año del colegio, me podía dejar. Y accedí. Eso me salvó. Ahí descubrí el teatro. 

Cuenta que fue el compositor hondureño Horacio Cadalso, entonces un adolescente compañero de Rafael, quien le propuso dirigir juntos la obra «Bataclán», una especie de vodevil que era tradición montar en las fiestas del Central. Pero solo fue eso, porque después de graduarse del colegio volvió a embarcarse en una parranda que parecía interminable.

Eran principios de los años cincuenta, por las noches dormía en el Parque Central o en prostíbulos cuyos nombres aún resuenan en su memoria, así como era común verlo involucrado en peleas callejeras en el Barrio Abajo de la capital. «Flores de Navidad, ese era uno de los prostíbulos. El otro se llamaba El Íntimo», dice. 

–Maravillosa vida. Ni un puto centavo tenía. 

En medio de aquella ofuscación, como él la llama, y en desacuerdo consigo mismo, en 1955 se fue a buscar a Esteban Mendoza, un diplomático hondureño. 

–Me le pegué como una chinche a don Esteban y le pedí que me sacara del país, que me mandara donde fuera. 

Mendoza le dio tres opciones: Chile, México y Colombia. Rafael descartó Chile por desinterés, y dice que esquivó México para evitar caer en las garras del tequila y de las rancheras. Colombia le parecía un país clerical, casi un convento, donde seguro lograría corregir la vida. Don Esteban le consiguió un puesto como mecanógrafo de la embajada hondureña en Bogotá. Apenas llegó, y decidió matricularse en la facultad de Leyes de la Universidad Nacional en el año 1956.

–Cuál convento. Qué va a ser convento. Encima me pagaban doscientos dólares, que entonces era lo que ganaba un ministro en Colombia. ¿Se imagina lo que gastaba en póker, mujeres y alcohol?

Fue entonces, viviendo con el sueldo de un ministro, trabajando de dos a cinco de la tarde con permiso del embajador para estudiar por las mañanas, que, además, lo nombran agregado cultural y adquiere, por primera vez, rango diplomático. 

–Yo era el niño bonito de la embajada; declamaba en los actos. Una especie de charlatán. 

Por entonces, tras varios años de conflictos, en 1960 el estudiantado de la Universidad Nacional de Colombia hizo uso de un nuevo medio de expresión política: la huelga. Lo utilizaron para presionar la salida del rector y lograr una reunión con el presidente de la República y la conformación de una comisión de reforma universitaria. Rafael era un estudiante de tercer año de Derecho, que nunca se había involucrado en la política estudiantil. 

–Yo caí como de accidente –dice–. Iba pasando y vi que estaban reunidos los estudiantes, entonces intervine con unas palabras. 

Fue después de esas palabras dirigidas a todo el grupo de estudiantes que uno de ellos gritó: 

–«¡Este! Este es el líder. Nombrémoslo». 

Rafael se ríe, pero asegura que la historia es cierta: 

–Me escogieron líder y me nombraron presidente del Comité de Huelga de la universidad; así, de un día para otro. 

La respuesta de la embajada, que vio como su agregado cultural era el dirigente estudiantil más importante de Colombia, no se hizo esperar. 

–La huelga fue adquiriendo una fuerza enorme, hasta casi paralizar el país –dice–. Al embajador no le gustó. 

Miralda Santos, embajador, olanchano y odontólogo, lo llamó a su oficina. Le puso quinientos dólares en la mano, entonces más del doble del sueldo que ostentaba, y le exigió regresar a Honduras. 

–¿Cómo iba a traicionar la confianza de los estudiantes? –se pregunta–. Lo pensé, la verdad que lo pensé. Y decidí asumir la huelga. 

En Colombia, y también en Honduras, los diarios comenzaron a acusarlo de ser un agente de Fidel Castro. 

–Yo he recibido muchos honores en mi trayectoria. Pero entonces me hicieron el honor más grande que he recibido en mi vida, del que más orgulloso me siento: el Gobierno de Colombia me declaró «non-grato». 

Después se defiende:

–Lo peor es que yo eso de lo social, lo de servir, a mí eso me lo inculcó la Iglesia, en el San Miguel. 

***

Mientras hablamos, un hombre junto con su hijo se acerca a la mesa del Crisol y le piden una foto a Rafael Murillo Selva. 

–Usted es un maestro, doctor –argumentó el hombre. 

–Cuál doctor. No me diga doctor, mire que a Ramos Soto (el exdiputado nacionalista) también le dicen así. 

Se sienta, dice que en San Juancito le piden fotografiarse a cada rato, lo que le hace creer que su trabajo no ha sido en vano: «He pensado en actuar como los indígenas guatemaltecos, que extienden la mano pidiendo un dólar antes de cada foto. Son las exigencias del mercado», dice. 

Mientras come la comida especial que le preparan en Crisol, donde almuerza todos los días, Rafael retoma el cuento de su vida. 

Después de alcanzar con la huelga los objetivos de los estudiantes, continuó sus estudios de Derecho en la Universidad Nacional. Esto a pesar de que Ramón Villeda Morales le había decomisado su pasaporte y lo había expulsado de la embajada, «con justicia y con razón», dice él. 

Básicamente un indocumentado, resolvió conseguir un salvoconducto gracias a su amigo Camilo Torres Restrepo, entonces capellán de la Universidad Nacional, pionero de la Teología de la Liberación y miembro fundador del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en Colombia. 

Un día de esos se acordó de aquello que se llamaba teatro, algo que lo había sacudido en su juventud, antes de la huelga y de la embajada, y decidió actuar en la universidad para una directora francesa que viajaba de visita por Colombia. Lo hizo, dice, con el propósito de demostrarle a los estudiantes que eso del teatro «no era cosa de maricas». 

–Y de ahí ya nunca solté más el teatro. 

En 1966, junto a otros estudiantes de la Universidad Nacional, fundaron el Teatro La Candelaria, uno de los teatros históricos de Latinoamérica; también actuó en películas como El Río de las Tumbas, de Julio Luzardo, y siguió haciendo teatro hasta que su vida, otra vez, se vio amenazada. 

–Perdí a dos íntimos amigos míos –dice–. Pero prefiero no hablar de esto. Es una historia muy desgarradora para mí. El caso es que yo también fui amenazado por miembros de las fuerzas policiales. Me dijeron que no respondían por mi vida si seguía en Colombia. Entonces me fui. 

–¿Hacia dónde?

–Pues a Cuba. Allá, a cortar caña con el Che.

***

Al fondo suena La Flaca, de Jarabe de Palo, cuando vuelve a asegurar que nunca fue infiltrado de Fidel y que no lo conoció. Pero sí admite que fue en 1967 que llegó a la isla, cuando Fidel, estaba entusiasmado con la idea de que Cuba fuera la «azucarera del mundo». Las fotos de Fidel y del Che Guevara arremangados con un machete cortando caña lograron su propósito de atraer a voluntarios para la misión imposible de Castro; muchos eran intelectuales atraídos por la utopía revolucionaria de América. Rafael, que entonces ya era reconocido por algunas de sus obras, fue uno de ellos.

–¿Cómo fue eso de cortar caña en Cuba?

–Bello –dice, viendo hacia el horizonte como si estuviéramos frente a un cañaveral –. Ahí tengo fotos. Yo llegué por recomendación de Marta Traba (crítica de arte argentina, considerada una de las figuras de vanguardia de los años setenta), pero me quedé cortando caña más de la cuenta –dice, y levanta el puño como en señal de victoria–. Las pláticas después de la jornada eran magníficas, con intelectuales marxistas del más alto nivel. Había uno al que le llamábamos «El Dialéctico»; agarraba el machete y decía «esta es la tesis», cortaba la caña y decía «esta es la antítesis», y después tiraba la caña y exclamaba: «Fin. Esa es la Revolución».

Pero la aventura cubana no duró mucho, apenas seis meses. Regresó a Colombia a graduarse en Derecho, de ahí voló a Praga y después a París.

Eran principios de los setenta cuando conoció a Miguel Ángel Asturias y a Pablo Neruda, entonces embajadores de Guatemala y Chile respectivamente, de quienes guarda un grato recuerdo y libros autografiados por ambos en las conversaciones que tuvieron.

–Hay anécdotas tan importantes en la vida –dice, recordando–. Para mí las cosas que le cuento son una revelación.

En París siguió haciendo teatro con Roger Planchon —entonces considerado uno de los mejores directores de teatro en Europa—, a la vez que se ganó una beca del Gobierno Francés para estudiar una maestría en Historia Económica en la Universidad de la Sorbona. Pero eso no le impidió dejar su lado más rebelde y se embarcó en otras aventuras subversivas, como la Revolución de los Claveles, en Portugal.

–Ahí nació Sara, mi primera hija. Sara es sobrina de quien después fue el primer ministro de Canadá, Jean Chrétien. Pero eso a mí no me importaba… —remarca.

Después de muchas horas conversando, don Rafael parece preocupado, como si una amenaza invisible volviera a rondarlo. Entonces cuenta que en aquellos años estuvo preso. Fue por un malentendido en un pequeño pueblo en la frontera de España, dice, y donde recuerda haberse hecho amigo del carcelero y su familia. Aunque él no descarta que aquella fuera una trampa que le habían tendido por su pasado como líder estudiantil.

–Hacía mucho frío en la celda –dice, tomándose el cuello como si volviera a estar allí–, yo la llamaba «mi oficina». Y el director del centro penitenciario y hasta su familia se hicieron mis amigos a pura conversación. Es que yo platico mucho. Él era franquista, imagínese, pero buena persona. Por eso no hay que crearse opiniones absolutas de nadie.

Todavía conserva su absolución del caso. Y cuenta que más de treinta años después, en una cita en la embajada de Estados Unidos, le preguntaron por aquello:

–Imagínese, treinta años después. ¿Qué hubiera pasado si no guardo ese papel? La vida se puede salvar por una coincidencia.

En 1971 viajó a la India y cruzó Nepal a pie por «el gusto de caminar», dice él, hasta finalmente llegar a Sri Lanka, donde dirigió Sebastián sale de compras (del dramaturgo guatemalteco Manuel José Arce) junto con actores de la isla asiática.

–Era como estar en una Torre de Babel –dice–. Yo dirigía en francés, mi traductora pasaba del francés al inglés, y del inglés pasaba al cingalés.

Después relata que fue expulsado del país por quien entonces fue la primera mujer en llegar a ser primer ministra en el mundo.

–Fue maravilloso, tanto que hasta me echó del país Madame Bandaranaike (primer ministra) porque adujo que yo estaba haciendo cosas indebidas con la ética budista. Pero no era así, no era así.

Aunque es difícil de comprobar si realmente lo echó del país la primer ministra, Rafael guarda fotografías de aquella época.

–Por esos días me dije: «¿A dónde quiere vivir, señor Murillo? No joda, decídase».

Entonces dice que lo pensó hasta que, con pena, como si fuera alguien que le teme a la persona con la que habla, se respondió:

–«Pues… en Honduras».

Así decide volver a Honduras y fundar el Teatro Experimental Universitario La Merced (TEUM).

–Vine e hice mi teatro… Bueno, hicimos –se corrige–: El teatro siempre se hace entre varios.

Y es que el TEUM fue el lugar donde se reunían, entre otros, los pintores Ezequiel Padilla, Aníbal Cruz, Gustavo Armijo; los escritores Rigoberto Paredes, José Luis Quesada, Eduardo Bähr; el ballet garífuna y muchos otros artistas que rescataron el edificio y lo volvieron uno de los teatros más emblemáticos de Tegucigalpa a mitad de los setenta.

–Nosotros lo encontramos lleno de mierda. Lo pintamos, lo arreglamos, lo bañamos –dice, como si el edificio fuera una persona.

Ahí, en el escenario del TEUM, fue donde Murillo Selva desarrolló algunas de sus más emblemáticas obras, muchas de las cuales no guarda registros.

–Yo, como le dije, no soy dramaturgo. El teatro no es papel, el teatro es cuerpo. Yo escribía mis obras por necesidad, porque se necesitaban textos y no había, pero esos papeles se perdieron.

Pero, más allá de las obras, aquel teatro experimental fue el caldo de cultivo de muchos artistas de toda índole, que veían en ese espacio un refugio para desarrollar las aventuras de su imaginación. Una de las locuras más grandes que ahí sucedieron resulta casi imposible de creer, pero se hizo: Rafael Murillo Selva casó a dos personas en una obra de teatro, legalmente y sin que el público supiera de antemano que se trataba de un auténtico matrimonio. En la colección de historias Una serie de eventos desafortunados del estadounidense Lemony Snicket, sucede algo extraordinariamente parecido. El malvado Conde Olaf, un actor de teatro, monta una falsa obra con el fin de casarse con su sobrina para poder heredar así la fortuna que le habían dejado sus padres. La serie de Snicket ha recaudado millones como libro, como película y ahora como serie de Netflix. Snicket publicó su primera historia en 1999, más de veinte años después de que Rafael Murillo Selva casara frente a un público a una pareja de amigos.

–El TEUM era un emporio de ebriedad y lucidez –dice, y se ríe.

***

El colombiano Ramiro Osorio, quien después llegó a ser ministro de Cultura de su país, cruzaba por Honduras junto con su pareja, una mexicana de apellido Cepeda, cuando le pidió a Rafael Murillo Selva, a quien había conocido en Colombia y era un viejo amigo, ser su padrino de bodas. Era cerca de 1975, según recuerda Rafael.

–Pero, ¿cómo se van a casar?, les preguntó; no, pues lo normal, dicen. No… No…, les digo. No puede ser normal. Hay que ver cómo hacemos un matrimonio especial.

Tanto Osorio como Cepeda actuaban en El Burgués gentilhombre, una obra de Moliére, que se presentaba por esos días en el TEUM.

–La obra se prestaba para el jazz –explica Rafael–. Como eso de cambiar escenas sin perder el hilo general. Y me voy a convencer a mi primo, José Selva, que era secretario del distrito donde se casaban las parejas en la Alcaldía.

José Selva le dijo que aquello era una barbaridad, que el matrimonio era una cosa muy seria.

–Es que va a ser serio.

–Es que no se puede. Hay que casarlos aquí, en la Alcaldía; a lo civil es aquí –sentenció José, que era conocido por su responsabilidad.

Dice que fue una de las pocas veces que haber estudiado Derecho le sirvió para algo.

–Yo conocía el Código Civil y recordaba una parte donde decía que los cónyuges, en circunstancias especiales, podían contraer nupcias en sus lugares de trabajo. ¿Ajá, y cuál es el lugar de trabajo de unos cómicos? ¡El teatro!

José, fiel a sus principios, no pudo hacer otra cosa que ceder a los argumentos enmarcados en la ley que le daba su primo.

–Lo convencí a José, un gran hombre –dice–, que encima fue secretario municipal como veinte años y era muy respetado.

Había alrededor de 150 personas reunidas esa noche en el Teatro Experimental Universitario La Merced, cuando en una escena amorosa un estudiante (interpretado por Ramiro Osorio) pide la mano de la hija (interpretada por Cristina Cepeda) de un hombre adinerado, quien era interpretado por el mismo Rafael Murillo Selva.

–Qué va, mi hija se va a casar con un míster. No con un pobre –replicó el padre a la petición, y salió de la escena.

El estudiante, entonces, se giró al público y exclamó:

–Ya ven ustedes los que son los prejuicios. Y, sin embargo, nos vamos a casar. ¿Quién de ustedes aquí quiere casarnos?.

José Selva, instruido por su primo Rafael, esperaba en la primera fila del teatro para intervenir.

–José estaba ahí con el notario –cuenta Rafael, entre risas, cuarenta años después–, y entró con el Código Civil a la escena.

Unos tambores garífunas bajaron desde el techo y Eduardo Bähr, el escritor hondureño, apareció para servir como testigo, así como el mismo Murillo Selva; pero el público todavía no entendía, seguía confundido, cuando una señora del público, en un acto totalmente espontáneo, se paró y casi al borde del escándalo, dijo:

–¡Pero sí es cierto que se están casando! Yo conozco a don José Selva, trabaja en la Alcaldía hace años, y don José no puede prestarse a un juego como este.

–Sí. Este matrimonio es real –contestó José Selva–, porque estas personas pagaron los impuestos municipales hoy por la mañana.

La gente comenzó a subirse al escenario a abrazar a la pareja, Ramiro y Cristina, y José consumó el acto. Se sirvió trago, se bailó, se llevaron flores y se volvió una fiesta abierta que terminó a las tres de la mañana.

La historia resulta difícil de creer, supera la realidad en maneras que harían dudar a cualquiera, pero hasta para el más real maravilloso de los momentos existen las pruebas y las referencias. En una entrevista, Osorio cuenta haberse casado en Tegucigalpa con Cristina Cepeda; así como la redacción del Diario El Tiempo de Bogotá cuenta el suceso de «la boda en un teatro» en una publicación de 1996. De ese matrimonio «especial» nació Amaranta Osorio, actriz mexicana.

–Y así era el TEUM –dice Rafael–: completamente libre.

–¿Por qué cerró el TEUM y por qué se fue otra vez?

Él mira hacia otro lado, sin dar explicaciones, después dice:

–Le voy a decir algo que me dijo un taxista: «En Honduras somos como los cangrejos del mercado. ¿Los ha visto? Está uno de ellos por salir del barril donde esperan ser comidos, cuando el resto, que lo ve a punto de salir, lo jala».

Después dice:

–Eso mismo me decía Medardo Mejía, pero, en otras palabras: «Es que, aquí, así somos». Claro que el taxista lo decía mejor.

***

–No regresé con amor, sino como un deber. Claro que, después, el deber y el amor se parecen. Lo que pensé es que yo era el del problema, no la gente. Usted es el del problema, dije, usted es el que tiene que aprender a vivir en este lodazal si quiere hacer algo. En Honduras tiene que hacer su batalla. Entonces volví, volví con Loubavagu. 

Después de cerrar el TEUM y haber regresado por un tiempo a París, Rafael volvió a Honduras a «descubrir el mundo garífuna». En un pueblo del departamento de Colón, andando de «patechucho» (caminante), como dice él, presenció un velorio de este pueblo afrocaribeño. 

–Por Dios, esto es lo que ando buscando. Fue una revelación para mí –dice que pensó.

Ahí decidió emprender, junto con los garífunas y el apoyo de la Inter American Foundation, su obra más ambiciosa, la que lo terminó de afianzar como el director y dramaturgo más importante de Honduras y, sin duda, uno de los más originales del continente. Se titula Loubavagu en garífuna; en español se conoce como El otro lado lejano. Una obra que comenzó en 1979, cuando escuchó a Rosa Arzú, una garífuna de Santa Fe, declamando un poema. 

–Esta mujer sabe actuar, pero no sabe que lo sabe –se dijo Rafael. Y decidió que ella fuera la primera actriz en incorporarse a su proyecto. 

Juntos viajaron a la aldea de Santa Fe, donde no encontraron entusiasmo por más que trataron de convencer a un grupo de garífunas de actuar una obra que fuera representativa de la cultura garinagu, como le llaman ellos mismos. 

Fue en el departamento de Colón, comunidad de Guadalupe, donde sus anhelos pudieron afianzarse; ahí encontró un grupo que primero fue solo de mujeres, pero en el que después se incorporaron los hombres e incluso los jóvenes de la comunidad.

–Actúe una flor –les pedía Murillo Selva, ante la mirada incrédula de los garífunas, que solo conocían el azadón y la pesca. 

–¿Cómo voy a actuar una flor, doctor? –preguntaban. 

Pero lo lograron, dice él. Lo lograron. Hoy han pasado más de cuarenta años de aquel día, y de la obra incluso se han hecho dos tesis de doctorado, una en Francia y otra en Costa Rica.

–Ahora se habla de ese teatro en todo el mundo, pero eso aquí surgió, es una propuesta hondureña –dice. 

«Teatro comunitario» lo llamaron los académicos, y es un tipo de comedia que busca empoderar a poblaciones vulnerables; pero para Rafael es el único teatro que conoce. En 1975 él ya había montado El Bolívar descalzo junto con los campesinos boyacenses de Colombia, una obra que buscaba representar la Guerra Libertadora de Simón Bolívar a través de la tradición oral de los boyacenses, actuada por ellos mismos y en plazas públicas de Bogotá. La obra mostraba a un Bolívar distinto: mujeriego, bebedor y humano, muy distinto al de los libros de los historiadores, narrada por don Jesús Barrera, una suerte de Homero boyacense que hablaba de Bolívar como de un tío lejano, contando a toda velocidad y con detalle las batallas que Bolívar libró en tierras colombianas. La obra fue una novedad en Bogotá; la Plaza de Bolívar, en el centro histórico, se llenaba a diario de espectadores ansiosos por presenciarla. El trabajo le llevó meses. 

Para Loubavagu, dice, fueron casi dos años instalado en la aldea de Guadalupe, desarrollando junto con el grupo —que se llamó a sí mismo «Superación Garífuna»— ejercicios para desinhibir el cuerpo, para soltar la rigidez de sus músculos acostumbrados a la dureza del azadón y el mortero; para hacer, con el cuerpo, el teatro que Rafael buscaba desarrollar. En un extenso y valioso documental, Hasta que el teatro nos hizo ver, de René Pauck, se documenta aquel épico montaje. 

–Haber hecho la obra, ver la lucha de nuestros antepasados, me ayudó a mí a seguir mis estudios –dice en el documental Rosa Arzú, entonces actriz y hoy enfermera por más de treinta años del IHSS en Tegucigalpa. 

Durante 35 años, la obra se presentó en América, Asia y Europa, fueron más de mil funciones, llegando a ganar concursos y cambiando la vida de estos actores y actrices, incluso de la misma aldea de Guadalupe, donde el grupo de teatro Superación Garífuna logró, gracias a los ingresos de la obra, poner alumbrado eléctrico y agua potable a la aldea. En 1988 se hizo un proyecto habitacional, donde se construyeron 17 casas para los participantes del proyecto. 

–Se hicieron para que las compañeras garífunas supieran que el teatro no ha sido en vano –dice Rafael–, que quedaron con algo concreto, con una casita decente.

–En España, en Panamá, la gente se desesperaba por vernos –dice un garífuna en el documental de René Pauck, que está completo en YouTube–. No creo que nos mintieran cuando se subían al escenario para felicitarnos. 

–Uno de los objetivos de mi teatro es que la gente se independice de mí, darles alas –dice Rafael Murillo, sentado en el restaurante Crisol de San Juancito, casi medio siglo después de haber montado aquella historia. 

La mayoría de los garífunas que actuaron en el primer montaje de Loubavagu ya fallecieron, pero la obra se ha seguido presentando con sus hijos y nietos. Artistas como Pilo Tejeda admiten que fue gracias a esa obra que nació el baile de la Punta como un baile popular, bien orquestado. 

–Es mucho lo que ha hecho usted por los garífunas, ¿usted entiende la lengua garífuna?

–Cuando me insultan, sí. 

***

Los años siguientes fue subdirector de la Unesco para América Latina, embajador de Honduras en Colombia y Ecuador, y asesor presidencial de Manuel Zelaya Rosales. 

Al puesto de subdirector de la Unesco renunció a pesar de que, de permanecer en el cargo un par de años, habría obtenido una pensión vitalicia de más de dos mil dólares. 

–Ni un día de mi vida vale ese dinero –contestó cuando el director le pidió que reconsiderara su renuncia. 

Al ser consultado sobre su trabajo junto con Manuel Zelaya, responde:

–Creí que en Mel Zelaya se podía encontrar un político distinto. Nunca le cobré un peso por mi asesoría. Un asesor al que le pagan ya no puede decir lo que piensa. Lo más importante, en toda mi vida, es la libertad. 

Después de asesorar durante su primera campaña a Manuel Zelaya, en 2007 fue nombrado embajador en Colombia por Honduras, donde trabajó junto con la primera dama Lina María Moreno, esposa de Álvaro Uribe: 

–Con la primera dama trabajé montando una obra con niños con síndrome de down –dice, y se pregunta a sí mismo–: «¿Cómo? Imposible», pues, lo hicimos. Un milagro. Después comencé a oler cosas raras de Uribe, entonces pedí traslado a Ecuador, donde me agarró el golpe (golpe de Estado de 2009 a Manuel Zelaya). 

Después del golpe de Estado, siguió en la embajada en Ecuador (que no era reconocida por el Gobierno de Rafael Correa) hasta diciembre de 2009. Y entonces, como con un viejo amor, regresó a Honduras. Regresó para volver a montar Loubavagu y otras obras que nunca escribió. 

–Yo nunca escribí mis textos porque, para mí, la vida es la escena y la escena es la vida. Y la vida no hay que encarcelarla entre palabras–dice Rafael en una entrevista de hace unos años–. Sin embargo, fue un error –dice discutiendo consigo mismo–, porque se perdieron cinco o seis obras del teatro nacional, que ya es escaso. 

***

Después de almorzar en el Crisol, donde las muchachas lo despiden diciéndole que lo esperan «mañana», Rafael camina hasta su casa, una pequeña y agradable casa rústica al final de una empinada colina que él sube casi a diario y sin problemas. Al entrar, destacan las máscaras, vestimentas, sombreros y regalos de todos los países. 

–Se ve que ha viajado.

–Sí, he viajado mucho.

Ahí, después del pueblo y del restaurante, dentro de su casa, están los teatros. Uno es físico: un pequeño anfiteatro, que mandó a construir para poder ensayar junto con los niños del pueblo de San Juancito, con quienes ha montado obras como Historia de una Ceiba, la que le llevó «7 largos meses para que un grupo de niños y niñas oriundos del pueblo minero de San Juancito culminaran uno de sus sueños infantiles: protagonizar una obra de teatro que cuenta la historia minera de Honduras, combinando humor, talento, sarcasmo y esperanza», reza una nota del 2002 publicada en el diario La Tribuna. Pero en su casa también está el otro teatro: el de los afiches de todas sus obras, pinturas, retratos; el teatro de la vida que ha llevado; el teatro de más de 65 años de carrera. En fin: el teatro hondureño. 

Arriba, en la mesa de su sala de estar, hay varios libros sobre Francisco Morazán, a quien estudia sin cesar.

–Me he encontrado un libro sobre Morazán escrito por Ramón Rosa que es una maravilla –dice, y se lamenta–. ¿Le dije que estoy estudiándolo? Es una lástima que en este país no se enseñe, no se hable de esta gente. Imagínese que todavía no existe una cátedra Roberto Sosa (poeta hondureño, único ganador del Premio Casa de las Américas). 

Después abre el libro de Rosa y muestra algunos fragmentos. Hay uno, subrayado por Rafael, en el que se lee: «Más de una vez le vimos verter (a Morazán) lágrimas de dolor cuando marchaba a una Campaña, pero se conformaba con decir: Sufro, pero primero tuve patria que familia». 

***

En «Ítaca», del poeta griego Kavafis, se lee:

Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.

A esas palabras parece haberse atenido Rafael, quien, ahora, después de tantos años se detiene frente al anfiteatro construido en su hogar. Aunque está vacío, a él le basta un minuto para llenarlo de recuerdos, y de la forma más natural actúa una despedida a un público imaginario. 

–Adiós. Gracias, gracias… –dice alzando su mano–. Solo un loco hace un teatro en su casa.

Después se acerca a uno de los afiches de una obra montada en San Juancito hace más de veinte años y señala la imagen de un joven actor. 

–Este era un niño de acá, del pueblo –cuenta–. Cuando vino por primera vez, las niñas me decían que no lo dejara actuar por juco (sucio). Pero yo lo quise meter igual, fue extraordinario. Hoy, es gerente de un banco en Tegucigalpa. Eso lo hizo el teatro.

Después observa otra vez a su alrededor: los afiches, los recortes de periódicos de muchos países —Colombia, Italia, España— y, por último, el anfiteatro donde solo quedan las macetas con plantas que él se dedica a cuidar. 

–Debería escribir sus memorias. 

–¿Para qué? –responde–. Es más importante estudiar a Morazán.

(Este perfil forma parte del libro Seres Imaginados (Efímera, 2024). 

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Tegucigalpa, Honduras, 1995
Escritor y periodista. Lanzó su primer libro de poemas, El mar no deja olvidar, en 2013. Sus cuentos y notas se han publicado en distintos países de Iberoamérica. En 2020 un jurado integrado por Sergio Ramírez, Socorro Venegas y Juan Casamayor le otorgó el VIII Premio Centroamericano Carátula de Cuento y una residencia de escritor en la Universidad Autónoma de Nuevo León, México. Su Twitter es: @lezamabarcenas