» Recordando a Mario Benedetti: Revoluciones culturales

1 junio, 2009

Mentiría al afirmar que no le debo nada a Mario Benedetti.

No sé en qué momento exacto comencé a poner los libros del poeta uruguayo en la segunda fila de mis estantes y libreras. Intento capturar en qué instante tomé la decisión de meter sus libros de poesía en una caja, junto a las novelas de Isabel Allende y Laura Esquivel.

Creo que fue durante el mismo lapso en que los discos de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Luis Enrique Mejía Godoy fueron devueltos a un rincón menos privilegiado en mi colección.

Mi propia revolución cultural, con el mismo empuje que la de Mao sólo que sazonada por una explosiva mezcla de aburrimiento y desencanto.

Quizás esto resultó algo parecido al cierre de un paréntesis, para así volver sobre los pasos de mis lecturas iniciáticas, establecidas pocos años antes: Kundera, Hesse, Nietzsche, Sabato, reintegrando a mi sique al adolescente existencialista y olvidando al joven adulto que se hinchaba con la retórica y las consignas del movimiento estudiantil universitario, que coincidían con el inicio de la paz (o más bien de la posguerra) en mi país (1997).

Pero mentiría si digo que no le debo nada a Benedetti.

Tanto por el deleite de su prosa (leí con placer su novela La borra del café, también Primavera con una esquina rota, además de cuentos varios) como por los pegajosos poemas que nos hicieron sentir a muchos, en su momento, que la poesía no era algo ni tan aburrido, ni tan lejano. Benedetti nos acercó a los poemas, pues al escribirlos con una estética y una estructura similar a la de las canciones populares, salvó una amplia brecha para muchos de nosotros, adolescentes que carecimos por completo de orientación respecto a la poesía en la escuela.

Benedetti fue como un ritual de paso que nos llevó, a mis amigos y a mí, hacia Juan Gelman, hacia Nicanor Parra y hacia Gonzalo Rojas y Roque Dalton. Hacia Carlos Martínez Rivas y Antonio Cisneros, más adelante. Y luego hacia todo lo demás, donde las bifurcaciones han sido virtualmente infinitas.

Éramos jóvenes que comenzamos de 0, en un país iletrado y que salía de una cruenta guerra, jóvenes que nos habíamos refugiado en el rock, el metal, el grunge y toda su parafernalia narcótica para sortear nuestra ciudad crispada y siempre en llamas. Hablo de mí y un de par de amigos, que quizás también ahora tienen los libros de Benedetti en esas cajas donde se esconden las más diversas cursilerías, esas que avergüenzan nuestros intereses de vanguardia, nuestra vida postindustrial en países preindustriales.

Estoy en París cuando me entero de la muerte de Mario Benedetti. Finjo no darme por aludido, aunque le dedico un minuto personal de silencio. En la mesa del bar “Le gobelet en argent” seguimos hablando de bandes desinnées, reality shows y otras cosas esperpénticas que nos entretienen grandemente.

Al volver a Guatemala lo primero que hago es sacar un libro de Benedetti de esas cajas de la vergüenza. Sigo prefiriendo su prosa, pocos de sus poemas han resistido al criterio que he ido formando sobre la poesía.

Leo sobre el exilio y el “desexilio”, temas que el uruguayo desarrolló mezclando pasión y sabiduría.

Tengo también en mis manos el boleto de avión gracias al cual ahora me iré al Brasil. Esta súbita y misteriosa mezcla alquímica me pone a pensar en otras formas del exilio; fundamentalmente en un exilio originado ya no por un adversario ideológico en el sentido clásico, sino por un malestar cultural y espiritual profundo, que nos impide echar raíces en la propia patria.

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Ciudad de Guatemala, Guatemala, 1979.
Ha publicado los libros Los nombres ocultos, Marca de agua, Poemas sensibles, Testamentofuturo, Síncopes, Caja Negra XX 2012 y Escalera a ninguna parte.

Es colaborador de las revistas Humboldt y Replicante, entre otras.
Mantiene el blog Revólver.