» Recordando a Mario Benedetti: Todos queríamos ser Súper Mario

1 junio, 2009

Se llega a la poesía por dos razones: porque uno tiene algo que decir, o para conquistar con palabras a la mayor cantidad posible de mujeres, sintetizadas quizás en una sola, la ideal (las poetas tendrán su opinión al respecto). En mi caso, al principio, fueron ambos motivos. Contra la poesía (la mejor de todas las locuras por ser la más saludable) no hay antídoto, salvo escribirla cómo y dónde se pueda. Respecto a lo otro, existen dos alternativas. Cuando uno recién empieza puede hacer hablar a sus propias musas, por inservibles que sean, o bien imitar de la mejor y más camuflada manera a otros poetas exitosos en tales sacros menesteres. Se puede, es posible. En la prepa lo vi, no me lo contaron. Vi cómo mis compañeras, indefensas, se enamoraban de Pablo Neruda y Mario Benedetti. ¡Eran esas palabras tan bien ordenadas en forma vertical! La euforia amorosa, cursi y seductora, pasaba por ahí. ¿Cómo era posible? Era, y también era fácil sentir envidia del poder persuasivo de esos vates todopoderosos. Uno, que desesperadamente lo intentaba, haciendo sudar a las metáforas, obligándolas, pidiéndoles por favor, terminaba siempre convertido en el mejor de los fracasos, esto es, en alguien que consigue fracasar completamente. Había algo en la poesía de amor de Neruda y Benedetti, algo que en ese momento no supe definir bien, algo entre lo obvio y el recato que embobecía hasta la fascinación a mis compañeras, incluso a las muy bellas y por lo tanto inaccesibles, quienes caían fulminadas ante el embrujo de una frase que para mí (por una cuestión de estilo, ritmo y aspiraciones formales diferentes) no pasaba de ser ingeniosa, aunque su efectividad, tal como la realidad lo demostraba, resultaba irrefutable.

Con el paso de los años, que cuando uno es adolescente parecen siglos transcurriendo velozmente, constaté que el éxito de Benedetti era, sí, incomparable. Aquella era la voz y el tono que quería oír una generación, en la cual, por razones de edad, estaba yo dentro, por más que a veces pidiera a gritos que me incluyeran fuera. Cuando la más bella de la clase (no digo su nombre pues anda por ahí y es hoy una respetable mujer casada) me preguntó en un cumpleaños (no el de Juan Ángel) si me gustaba Benedetti, yo no quise responder sí sino ser ahí mismo el poeta uruguayo que a golpes de poemas le había perforado el corazón a tan blindada musa, parada allí recitándome uno que –dijo- le encantaba: “Tengo una soledad/tan concurrida/que puedo organizarla/como una procesión/por colores/tamaños/y promesas/por época/por tacto/y por sabor…/Las paredes se van/queda la noche/las nostalgias se van/no queda nada/ya mi rostro de vos/ cierra los ojos/y es una soledad/ tan desolada”. Aunque todavía no había cumplido la mayoría de edad, de repente, viendo cómo el deseo cambiaba de manos, me cansé de ser solo yo, de no ser más que un poeta en vías de desarrollo. Dije, basta de ser E.E. En ese mismo momento quise ser Mario, Súper Mario, el poeta que no rompía corazones sino que los abría con la facilidad de un abrelatas importado, el poeta que había hecho del amor (o lo que eso fuera) una aspiración y un entusiasmo, no un padecimiento. En alguna parte Byron advirtió: “Who does not write to please the women?” (Quién no escribe para complacer a las mujeres). Pocos lograban esa complacencia, sin fisuras, como Benedetti.

Constaté también esa noche de luna llena (pero no era la Luna, sino Benedetti quien indirectamente generaba esa inflación de libido) que mi inalcanzable compañera no solo conocía los poemas de principio a fin, sino que además podía decirlos con énfasis de Cleopatra sureña, como si fuera la destinataria de los mismos, versos que habían pertenecido a Benedetti pero que esa noche fueron posesión de la juventud en toda su ancestral belleza. Cuando uno tiene 15 años y pico, el pico no es el de un pájaro que sabe embelesar con su canto. El que embelesa es el canto de otro, y esa vez, en esos años, quien tenía la flauta mágica era Benedetti. Lo envidié saludablemente en repetidas ocasiones, sobre todo cuando con sensual tarareo ella susurró, “y en la calle codo a codo somos mucho más que dos”, sabiendo que en esos “más que dos” yo quedaba excluido. Nada de “codo a codo”, nada de roces: los cuerpos debían estar a la mayor distancia posible. Hasta la poesía, cuando se lo propone, puede ser injusta.

En aquellos frustrados años de la década de 1970, me pregunté abrumado si era realmente posible conquistar a una muchacha uruguaya (y pensante) sin ser, o escribir, como Mario Benedetti. Me llevó tiempo darme cuenta que sí, que lo era, muy posible, por más que los primeros “NO” y los definitivos “ya no” (igualitos a los de Idea Vilariño) se acumularon desaforadamente como deudas contraídas en una vida anterior. En esa época culminante, y en las que vinieron con otros adolescentes después, la poesía de Benedetti fue detonadora de sensibilidades ciudadanas del planeta hispano, del río Bravo para abajo, tal cual pude constatarlo tantos años después en una fronteriza ciudad mexicana, cuando a las tres de la tarde de un agobiante día estival de 1989 vi a un muchacho sentado en la plaza principal de Reynosa leyendo los Poemas de Amor (antología pirata), atento a las páginas de donde salían lecciones simples para el conocimiento inmediato del más poderoso sentimiento de todos. Como pocos o nadie antes, en carne propia (y subrayo el sustantivo) me tocó aprender esa pedagogía, la primera por más elemental que fuera. Tuve necesidad de saberlo, no para imitarlo, pues no estaba en mis planes (para entonces ya había descubierto al Conde de Lautréamont y a Julio Herrera y Reissig: el otro Uruguay), sino para saber cómo. ¿Cómo podía? ¿Tan simple, y podía? ¿Dónde estaba el truco del poeta que para peor de mis celos literarios era compatriota mío? ¿Compatriotas de países diferentes? ¿Es que sería posible?

En esa simpleza a rajatabla encontré el atributo caracterizador. La táctica y su estrategia. Una nitidez como destino. La poesía de Benedetti expresa sentimientos comunes que cualquiera puede reconocer como suyos –una empatía desmesurada- y que alguna vez, tarde o temprano, habrá padecido con extenuante o nupcial intensidad, aunque no consiguiera expresarlos de tan directa y efectiva manera, igual que bala de goma impactando en la parte menos oscura del corazón. En el efecto está la causa. Benedetti escribió una poesía que cualquier hombre común desearía escribir, pero no sabe cómo. El lo hizo: fue el intermediario. El poeta mexicano Efraín Huerta recomendó no desear la poesía del prójimo, aunque hubo una época en que los poetas en ciernes deseábamos tener los efectos amorosamente contundentes de la poesía de Benedetti, sobre todo cuando la soledad más solitaria llamaba a gritos al lenguaje para que viniera pronto.

En eso, cabe reconocerlo y destacarlo, el poeta de Tacuarembó impuso una gimnasia emocional de carácter colectivo como ninguno antes, al menos en Uruguay. Benedetti les hizo creer a los enamorados, incluso a quienes aprendieron del amor a través de fiascos y fracasos, como este interlocutor, que la poesía resulta imprescindible para vivir mejor, de la misma forma en que también imprescindibles son el aire, el vino, y el silencio después del deseo. Abrió una puerta por la cual quien quiere puede pasar. Abrió otras, aunque a mí nunca me resultaron interesantes (y no importa saber por qué). La paradoja quedó coronada. En un mundo donde la única llave disponible es la de la puerta del paraíso perdido, Benedetti reinventó, en la mejor parte de su poesía amorosa, la llave de los sentimientos colectivos más básicos y supo cómo usarla cuando la puerta en cuestión era la de todos. Conocía el código.

Así pues, en tanto intérprete de la radical simpleza de las emociones, su poesía puede considerarse erudita. Confirmó su eficacia en las cosas de la vida que resultan simples de explicar y expresar, y por ser así son difíciles de convertir en poesía. No es fácil hablar de lo que parece fácil y hacerlo todavía más fácil. Poesía al gusto y al tacto, hecha con las confesiones ínfimas del idioma, cuya trascendencia está en existir en el momento de mayor intensidad de un instante, que es el de un beso, el de un sí a la salida del cine, el de una frase que no puede quedar para mañana. Poesía, pues, como contagio obnubilante: hecha para que aquellos que no saben lo que es poesía, quieran escribir un poema por primera vez.

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Montevideo, Uruguay, 1954.
Publicó los libros de poemas: Valores Personales 1982; La caza nupcial, 1993, 2a. edición 1997; El oro y la liviandad del brillo, 1994; Coto de casa, 1995; Lee un poco más despacio, 1999; Mínimo de mundo visible, 2003, y El cutis patrio, 2004. Libros de ensayo: El disfraz de la modernidad, 1992; Las ruinas de lo imaginario, 1996, y La condición Milli Vanilli. Ensayos de dos siglos, publicado en 2003 en Buenos Aires por Grupo Planeta. En Uruguay ganó dos veces el Premio Nacional de Ensayo: en 1996, por el libro Las ruinas de lo imaginario, y en 2000 por el libro Un plan de indicios. En 1998 obtuvo el Premio Municipal de Poesía por el libro aun inédito Deslenguaje. En 1980 fue el primer escritor uruguayo invitado al International Writing Program, de la universidad de Iowa. Desde entonces radica en Estados Unidos donde edita Hispanic Poetry Review, revista dedicada exclusivamente a la crítica y reseña de poesía escrita en español.