1. Reflexiones sobre el guion cinematográfico

1 agosto, 2007

Presentamos a continuación un verdadero taller para guionistas de cine impartido por Roa Bastos quien confiesa en la introducción que a su salida de Buenos Aires hacia Francia dejó no menos de una docena de libros de cine no filmados como saldo de una larga batalla perdida. Este texto poco conocido,  escrito en 1993 y enviado por Mirta Roa, para leer por partes, es una verdadera delicia para los amantes del cine y de la literatura.


 La naturaleza del guión y el papel que corresponde al guionista en la realización de un film son, probablemente, pese a su importancia, de las cuestiones peor definidas en la historia del cine. Numerosos factores de orden técnico y cultural se han confabulado para ello; en primer lugar, el vaivén pendular que la expresión cinematográfica ha experimentado a lo largo de su desarrollo acercándose o alejándose de la literatura. El guión, script en el inglés, scénario en francés, se escribe o se bosqueja con palabras, y este lastre del lenguaje verbal ha afectado a veces negativamente sus funciones de suministrar el soporte del relato que al fin traducirá en su leguaje visual; o sea su canevas o cañamazo inicial.
         En segundo lugar, la discusión del específico fílmico  -tan debatido por los teóricos del cine puro- ha chocado de un modo persistente con el origen y la naturaleza literaria del guión; por último, los condicionamientos económicos del cine como industria afectan de raíz al cine como arte (en el que los productores son los que tienen por lo general la última palabra). En este proceso complejo de la elaboración de un film, el guión, el libreto, o como quiera llamársele, sólo interviene como un elemento más, pese a ser un factor importante en la elaboración cinematográfica.
         En Argentina, por ejemplo, donde trabajé como guionista de cine por más de quince años (en la década del ’50 y parte de los ’60) no se podía comenzar la empresa de producir un film sin tener previamente el guión (sobre todo en los casos de una idea original y no de adaptación de una obra determinada. Y esto ocurre también, con ciertas variantes más o menos parecidas, en los grandes centros de producción cinematográfica. No siempre los productores, más atentos a su interés de invertir sumas considerables en la producción de un film con el más alto porcentaje de rentabilidad posible, son capaces de evaluar el valor intrínseco y potencial del proyecto o de la idea cinematográfica que un director les propone. Y, aún así, el guión como pieza inicial del proyecto no es suficiente garantía para su realización.
         De este modo, lo que podría llamar el tiempo de mi “carrera” de guionista se puede contar mas vale por los guiones rechazados que por los aceptados y filmados. Cuando en 1976 viajé a Francia para hacerme cargo de la cátedra de literatura hispanoamericana para la que me habían contratado en la Universidad de Toulouse, dejé en Buenos Aires no menos de una docena de libros de cine no filmados (el libro es obra más extensa, pormenorizada y documentada que el guión) como saldo de una larga batalla perdida.
         Recuerdo que entre ellos había adaptaciones de obras realmente importantes en la historia de la sociedad argentina: La guerra del desierto; La colonización judía en Argentina; la gran obra de Sarmiento, Civilización y barbarie, con la alucinante historia de Facundo Quiroga, El tigre de los llanos, como centro argumental; la historia mítica y fantástica de La ciudad de los Césares, en la Patagonia, una historia del general Lavalle en su lucha contra Juan Manuel de Rosas inspirada en el final de la obra de Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas; un documental sobre los ferrocarriles argentinos; un documental sobre el andinismo; una adaptación del gran poema nacional, el Martín Fierro en la que interpolaba la biografía de Isidoro Tadeo Cruz, escrita por Jorge Luis Borges, según la cual el mítico Cruz, de la partida que persigue a Fierro, en una súbita conversión en el fuego del combate, se pasa al bando del perseguido y pelea con él hasta la muerte. Yo hacía morir a Cruz para salvar a Fierro.
         A Borges le gustó esta idea, pero tardó en darme su consentimiento; al fin me lo dio diciéndome con cierta ironía: “Ojalá que se haya metido usted en camisa de once varas”. No me metí en ella, pero casi me meten a mí en una camisa de fuerza. El film no se realizó. El proyecto y el libro horrorizaron desde el principio a los productores que sólo querían ganar dinero pero no exponerse a riesgos innecesarios.
         Había en el lote abandonado en Buenos Aires varios otros libros, guiones y sinopsis de adaptaciones de obras literarias. Todos ellos me llevaron años de investigación y de laboriosos trabajos de puesta en escena, porque me gustaba ver sobre el papel la película futura “proyectada” en todos sus detalles, al menos tal cual la imaginaba yo. A eso se sumaban las precauciones que se debían tomar en muchos sentidos y la lucha contra la autocensura, dado que cada una de estas obras exigía la suma de responsabilidades para el guionista que se atreviera con insensato coraje o inconsciencia  a estos temas espinosos y conflictivos. Creo que mi coraje era simple ingenuidad; es decir, un “coraje de película”.

Además de tales libros de cine, quedaron asimismo librados a su suerte grandes cuadernos con ideas concebidas directamente para el cine, bibliografías y anotaciones críticas, todos mis trabajos teóricos y prácticos como profesor de Guión en la Universidad de la Plata.
         Con el dinero que me pagaron por los derechos de adaptación de Hijo de hombre empecé a comprarme los indispensables artilugios de estudio. Tenía en mi gabinete de trabajo una moviola vieja comprada a los estudios de la Sono Film; en este artilugio de montaje estudiaba como a la lupa, fotograma por fotograma, las películas de los grandes del cine y ensayaba los+ principios del montaje que es uno de los procedimientos más creativos y difíciles en la elaboración de un film.
         Había logrado adquirir copias de fragmentos de filmes de los principales clásicos rusos, ingles, franceses y norteamericanos, y me sentía particularmente orgulloso de una copia entera de El ciudadano comprada a una cinemateca.
         Disponía asimismo de una venerable cámara Arriflex (que se comió todos mis ahorros.) Con ella hacía mis ensayos con respecto al secreto de las tomas, de las angulaciones, de las luces y la utilización del tiempo y del espacio cinematográficos en las tomas, desde un close up a las innumerables posibilidades de la profundidad de campo, inaugurada por Orson Wels. La gramática del cine no puede aprenderse de otra manera.
         Me sentía también muy orgulloso de tres machetes mazorqueros que había adquirido a un anticuario porteño cuando andaba trabajando en la vida de Rosas y de Lavalle. Los machetes bruñidos como alfanjes japoneses ornaban las paredes de mi apartamento sobre un fondo pintado al rojo vivo, en torno a una efigie del Restaurador y otra del general Lavalle que mis visitantes admiraban sorprendidos de esta aparente y absurda “alianza” o cohabitación iconográfica. Los machetes eran tan filosos como una navaja. A la vista de mis visitantes me recortaba las uñas con sus puntas. Me preguntaban si yo era partidario de los Federales de Rosas o de los Salvajes Unitarios de Lavalle. Les respondía con cierto misterio: “Soy partidario de la unidad de los contrarios que hace vibrar la lira y disparar el arco”.
         Cuando debí viajar a Francia en 1976 comenzaban en Buenos Aires los secuestros de la guerra sucia. En previsión de estos “allanamientos”, la víspera de mi partida, regalé o vendí a vil precio todo mi tesoro cinematográfico y literario. Me pasé toda una noche arrojando por los incineradores de basura esos libros de cine que hablé. Arrojé al fuego los copiosos originales de mi novela Yo El Supremo que se hallaban en una hinchada carpeta. También arroje al incinerador una novela que había crecido clandestinamente como una planta parásita en medio de las laboriosas e interminables  cinco mil carillas de los originales de Yo El Supremo, sin que yo me apercibiera de ello, y que la tenía guardada en otra carpeta bajo el provocativo título Mi reino, el terror. Así titulé provisionalmente un relato parásito.
         Me sorprendió la existencia de esta especie de pesadilla dentro de otra pesadilla, que era como la otra cara de El Supremo, la cara oculta del horror y de la crueldad sin límites. Pensaba trabajar en esa novela adventicia que se me había dado por añadidura. El fuego consumió este inútil trabajo y de seguro ahorró a la literatura paraguaya una obra mediocre y prescindible. De todos modos, desde mi lejano refugio en Toulouse suelo pensar con nostalgia en estos despojos que son las inevitables mutilaciones de los exilios forzosos.
         Lamenté, sobre  todo como narrador, la pérdida de una serie completa de cuentos de ambiente porteño con los cuales había tratado yo de hacer mi iniciación de exiliado en la misteriosa Buenos Aires de los años ’50 bajo el signo carismático de Perón. La serie se titulaba, creo, Cuentos de un “cabecita negra” paraguayo en Buenos Aires. Título provisorio que no hubo necesidad de emplear puesto que los originales habían desaparecido.

Pero estas anécdotas no son más que episodios triviales de un guionista en cierto modo afortunado puesto que había perdido sus papeles pero había salvado su vida. Volvamos al tema del guión.

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