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Relatos de Río de Janeiro

5 junio, 2023

Traducción: Agata Orzeszek

Ya en la primera escena hubo un cadáver.

El autobús ralentizó, luego frenó suavemente. Detrás de las ventanillas se veía un coche de policía y un confuso ir y venir de gentes que apartaban la vista tras mirar en una determinada dirección. Cuando el autobús reemprendió la marcha vi un gran charco de color rojo oscuro alrededor de la cabeza de un hombre en el suelo. A su lado, dos policías. Demasiado breve fue la parada junto al lugar del crimen para saber si era joven o viejo, negro o blanco. Me pareció bien vestido. Recuerdo que fue una mañana soleada en un buen barrio del centro de la ciudad. El hombre abatido a tiros yacía delante de un lujoso edificio de oficinas, tal vez un hotel.

Aquel mismo día, bien entrada la tarde, iba a repetir una de esas carreras de sesenta metros para las que me había entrenado en mis años de colegio. Tres jóvenes altos de piel oscura me seguían a una distancia de cinco pasos. Fue una escena como las que se muestran en las películas documentales sobre la violencia urbana en Brasil: una cámara oculta de la policía observa a unos ladrones callejeros adolescentes al acecho de una víctima entre los transeúntes. Pistola contra la sien, navaja contra el vientre, bolsillos del revés, relojes y anillos fuera. Si la víctima tiene mala suerte u opone resistencia, muere. Si entrega las prendas, tiene muchas posibilidades de sobrevivir. La benévola ley de la jungla urbana.

A la jungla amazónica van los brasileños a pescar pirañas y cazar cocodrilos. En Río de Janeiro o São Paulo son ellos los animales de presa. Moverse por la jungla exige conocimiento, atención doble, cuatro ojos y seis sentidos. En la selva amazónica hay que saber qué agua se puede beber y qué agua mata en un instante. Hay que conocer el olor de la cobra, el color y la forma de la tarántula venenosa para evitar un encuentro con la muerte. La jungla urbana guarda mucho parecido: hay lugares y encuentros de los que no se sale con vida.

En su vida diaria la gente recorre sus caminos habituales: al trabajo, a la compra, a buscar a los niños al colegio, también peligrosos, pero sabe cómo moverse por ellos. Sabe en qué calles esperan pequeños navajeros sin techo capaces de desplumar a su víctima en un santiamén. Sabe junto a qué taberna se produjo el último tiroteo y qué plaza controlan los camellos de polvo blanco. Sabe cómo reconocer a distancia al depredador al acecho y encontrar un escondrijo ante el peligro. Sabe que no hay que pasear la vista a izquierda y derecha, ni vacilar como un viajero despistado. Por la jungla urbana se camina a paso firme, aunque tampoco demasiado rápido ni nervioso.

Si aquella tarde hubiera paseado admirando despreocupadamente los encantos de la Avenida Atlántica, habría desempeñado el papel de víctima en el archiconocido guion de caza callejera. Pero recordaba demasiado bien la escena de la mañana, así como las advertencias de amigos y la sugerente metáfora de «la jungla urbana». En Río soy ese animal, esa posible presa. Con los cuatro ojos divisé a tiempo a los cazadores. Hui. Se vieron obligados a buscar otra presa.

Relatos de los «años dorados»
Negros con harapos limpios componen melodías alegres

En São Paulo es posible pasar por un barrio «normal» y de pronto encontrarse en una favela. Las miserables chabolas pueden surgir por doquier, plantarse ante las narices. En Río las favelas están pegadas a las colinas, que, tanto si entran abruptamente en el mar como si se dibujan en el fondo del paisaje, marcan la frontera entre dos mundos.

En los buenos viejos tiempos se iba a las colinas para divertirse, bailar, beber vino. Por aquel entonces, en los años cincuenta, el bandidaje era una cuestión marginal. Además, los viejos capos de la droga, los de antes de la eclosión del narcotráfico, eran menos violentos y crueles que los niños armados de hoy.

«¡Viejos buenos tiempos!» ¡Años dorados! Podías ir a la playa sin que nadie te pegase, violase o matase. Podías pasear durante largas horas nocturnas por la Avenida Atlántica sin pensar sino en la muchacha que tomabas de la mano. Río parecía un paraíso. Había pobreza, pero no miseria. Gentes de las dos partes de la ciudad se relacionaban; había amistad y hospitalidad. «Quem mora lá no morro / Já vive pertinho do céu», repetían las palabras de la popular canción de Herivelto Martins.

En diciembre del 51 el Jornal do Brasil registró en Río cuatro agresiones en todo el mes.

Stefan Zweig, quien en los años cuarenta observaba las favelas de Río, escribiría después que no había encontrado allí una sola persona triste. Testimonio parecido dejaría Claude Levi-Strauss: «Los míseros vivían asentados en los morros, en las favelas, donde una población de negros cubiertos de andrajos desteñidos inventaba en la guitarra esas melodías avispadas que en los días de Carnaval bajan de las alturas e invaden el centro de la capital junto con ellos.»[1]

Los años dorados de Río de Janeiro se conocen en el mundo como la época de artistas bohemios: Tom Jobim, Vinícius de Moraes, Astrud y João Gilberto. Garota de Ipanema, Samba de uma nota só, Corcovado… En los viejos buenos tiempos eran famosas las veladas regadas con caipirinha en casa del escritor Aníbal Machado a las que acudían las figuras más destacadas del momento, incluidos los futuros premios Nobel Albert Camus y Pablo Neruda. La puerta no se cerraba nunca.

Una noche del 59 se presentaron en una fiesta cinco jóvenes elegantemente vestidos y exquisitamente educados que acabaron llevándose de allí todos los objetos de valor. Las maneras de los ladrones aún eran anticuadas, pero el descaro ya moderno. Aquel incidente fue un anuncio simbólico de tiempos nuevos, mucho peores. Coincidía con el comienzo de la gran migración del interior a la ciudad. Luego llegaría la violencia política de la dictadura, y como remate, alguien esparció por toda la ciudad el polvo blanco.

Relato lleno de sangre
Jane dos Santos muere estrechando la Biblia contra el pecho

El 23 de julio de 1993 ante la monumental iglesia de la Candelaria, del siglo XVIII, se detuvieron dos coches sin matrícula. En el atrio dormían sobre unos cartones, como siempre, niños de las calles adyacentes. De los coches descendieron seis hombres. Despertaron a los sin techo provocando una reyerta.

Por la mañana los cuerpos ensangrentados de cinco niños yacían abandonados delante de la iglesia. Otros tres, a kilómetro y medio, ante el Museo de Arte Moderno. Todos tenían las cabezas agujereadas. Los ejecutores habían disparado con precisión y desde distancia corta.

Es así como se «limpia» la ciudad de «basura». Acabada la jornada laboral, por encargo de vecinos y pequeños comerciantes —y también por iniciativa propia, por venganza— los policías administran «justicia» a hambrientos pequeños delincuentes. Si muere un no delincuente, mala suerte.

Un mes más tarde, el domingo 28 de agosto, un escuadrón policial de la muerte irrumpió en la favela de Vigário Geral, zona norte de Río. Todo empezó a las once de la noche en la plaza Corsega, a pie de la montaña, en la entrada a la favela, donde los policías hirieron a una muchacha que pasaba por allí y mataron a su hombre. Un poco más allá, en la plaza Catole do Rocha, incendiaron cinco puestos de refrescos y perritos calientes. Luego condujeron colina arriba.

A las 23:45 se detuvieron ante un bar donde ocho favelados brindaban por la selección nacional de fútbol que aquel día había ganado a Bolivia. Los policías les pidieron documentación. En cuanto se la dieron, inesperadamente abrieron fuego. Siete cadáveres. El objetivo siguiente: la casa de enfrente. La habitaba la familia Cardoso dos Santos, fieles de la Iglesia Pentecostal Assembléia de Deus. Todavía no todos estaban dormidos cuando los «agentes del orden» irrumpieron en su casa. Jane dos Santos murió estrechando la Biblia contra el pecho. Además de ella, los policías asesinaron a siete personas. Cinco hijos de Jane y Gilberto lograron escapar. No había manera de perseguirlos por el laberinto de la favela en plena noche.

Al mismo tiempo, en otro lugar del asentamiento un segundo comando abatía a tiros a otros cinco habitantes.

El saldo de aquella noche: veintiún muertos.

Pronto salió a la luz que la razzia era la venganza por la muerte de cuatro policías. Los habían matado veinticuatro horas antes en la plaza Catole do Rocha, en el mismo lugar en que los vengadores incendiaron los puestos de perritos calientes. Aquellos cuatro acechaban allí un transporte de heroína de São Paulo. Pero los narcotraficantes ganaron la partida. Los policías no habían informado de su acción a la comisaría; no pretendían detener a nadie, esperaban cobrar una mordida.

Ninguna de las veintiuna víctimas tenía nada que ver con el narcotráfico.

Pocos días después, de la iglesia de la Candelaria partió una marcha de protesta contra la violencia encabezada por vecinos de la favela. Los manifestantes recorrieron los treinta kilómetros que separaban el centro de Vigário Geral. El mismo día, en el Centro de Negocios se reunió un grupo de personas de la «mejor» parte de la ciudad: intelectuales, empresarios, editores de prensa… Los unos no sabían nada de los otros. Sólo sabían que algo se tenía que hacer.

Primer relato de Viva Río
Toda la ciudad se viste de blanco, banderas blancas en las ventanas,
cintas blancas en los coches

—¿Qué ocurre aquí? En Río ya no se puede vivir.

Rubem César Fernandes habla con la calma de un hombre que lo ha visto y vivido todo. Largo pelo blanco peinado hacia atrás, rostro moreno, buena estatura, pasada la cincuentena. Las mujeres dicen que es apuesto; los hombres, que tiene carisma de líder.

Como joven comunista, en los años sesenta evitó ser encarcelado y torturado refugiándose en un paraíso terrenal comunista: Polonia. En el 68, siendo estudiante de la Universidad de Varsovia, se curó del comunismo para siempre. Y otra vez a huir. Ésta, a Estados Unidos. Filósofo y antropólogo, se doctoró por la Universidad de Columbia de Nueva York. Viajó mucho por el mundo como solicitado visiting professor. Últimamente se hizo «muy de Río», y no abandona la ciudad. Jefe del Instituto de Estudios de la Religión, lidera Viva Río, el más importante movimiento brasileño contra la violencia.

La sede de esta ONG es un hervidero desde primera hora de la mañana. La gente acude constantemente; por la ropa se ve que son pobres. Los teléfonos no paran de sonar; hay un incesante ir y venir. De momento no sé a qué se debe tanto ajetreo, aunque enseguida lo aclara la decoración de la pared. En el cartel se ve el hit de la temporada: una camiseta con una flor roja y el eslogan: «Río, deja esta arma», y debajo: «Apoyo la ley que prohíbe la venta de armas en Brasil.».

—Después de la Candelaria y Vigário Geral no sabíamos qué hacer —cuenta Rubem César—. La ciudad ya era invivible. Nos preguntábamos cómo llamar al movimiento de protesta contra la muerte y la violencia. Alguien dijo ¡Viva Río!

El 17 de diciembre de 1993 fue la fecha de su primera acción: «Parar para empezar de nuevo.» Toda la ciudad se vistió de blanco, banderas blancas en las ventanas, cintas blancas en los coches. Al mediodía todo el mundo paró dos minutos en silencio. En la oficina, en casa, en el coche.

—Increíble, nadie se esperaba que se paralizara la ciudad entera —Rubem César no puede disimular la emoción a pesar de que han pasado ya dos años desde aquel día—. Tuvimos un buen comienzo. Lo primero fue tomar conciencia de lo más importante: todos estamos contagiados de violencia, todos somos violentos.

Viva Río logró que el parlamento local promulgara una ley que prohibía la venta de armas en el estado de Río de Janeiro. Mediante sus políticos, el lobby de los fabricantes de armas la recurrió ante el Tribunal Supremo.

—Esperamos el veredicto. ¡Hoy Río, mañana todo Brasil!

El principio fundamental: abordar el mundo de la violencia sin violencia, sin espíritu guerrero, combatirla con la no violencia.

Zuenir Ventura, escritor, influyente comentarista del Jornal do Brasil y cofundador del movimiento, describe la vida de Río como una suerte de guerra civil. Pero distinta de las que conocemos de los manuales de historia.

—Es una guerra posmoderna, cuyo curso depende tanto del arte de la guerra como del derecho y la economía. Los grupos gobernantes, o sea, los ricos, no se dan cuenta de que en caso de un enfrentamiento las «clases peligrosas», o sea, los pobres, se hallan en una situación estratégica mejor que los bárbaros que arrasaron Roma en el siglo V. Nuestros «bárbaros» ya están intramuros, entre nosotros, por todas partes, y sus hordas poseen armas modernas y emplazamientos de tiro privilegiados en las colinas.

Zuenir y Rubem César opinan que sólo existe un método de erradicar la violencia: llenar el abismo que separa a los «bárbaros» de los «romanos». Un trabajo para generaciones.

Y los «romanos» de Río se pusieron manos a la obra. Con el dinero obtenido de hombres de negocios y de las autoridades municipales, empezaron a abrir senderos que ahora constituyen la única posibilidad de pasar por las favelas sin tener que llevar una navaja o una pistola. Los «bárbaros» que nunca fueron a la escuela o la abandonaron pronto ahora pueden estudiar primaria y secundaria en telecursos. Para muchos es la primera oportunidad que les ofrece la vida. La esposa maltratada, en vez de recurrir a la lenta justicia institucional o la cruel justicia de los capos de la droga, puede acudir al gabinete jurídico-mediador de Viva Río, donde unos «romanos» buenos le gestionarán un acuerdo con el marido o la separación. Pequeños emprendedores de las favelas pueden beneficiarse de créditos a bajo interés. Otro sendero por abrir son los seguros: de vida, de accidentes, de entierro; los de salud plantearán más dificultad por su alto precio.

—¿Quieres ver de qué te hablo? —me pregunta un colaborador de Rubem César—. ¿Quieres ver cómo viven los «bárbaros»?

Quería. Fui a Maré.

Relatos «bárbaros»
El excluido tiene que sobrevivir con un dólar al día

Salimos de la autopista que lleva al aeropuerto internacional de la Isla del Gobernador. La vista a través de la ventanilla empezaba a estropearse. Hasta hacía un momento se veía el azul del cielo, el verde de las palmeras y el blanco luminoso de la arena. Y ahora, calles cada vez más sucias, edificios desconchados, cada vez más niños harapientos. El cambio, aunque chocante, se produjo paulatinamente, pues en Río de Janeiro es tenue la frontera entre el mundo de la opulencia y el de la miseria. Antes de descender a los infiernos, uno tiene tiempo para acostumbrarse a la fealdad, la suciedad y el olor dulzón.

Tenía las manos sudadas y, a pesar del calor, frías. Sabía que un extraño no podía entrar en una favela.

—Estás con nosotros —me tranquilizaba Eucrezio, un joven profesor de Viva Río, filósofo admirador de Heidegger.

En la favela, extraño significa espía de la policía o de una banda rival de narcotráfico, intruso que viene a husmear y al que conviene cortar la nariz. En Maré manda el Comando Vermelho, una de las dos bandas más importantes de Río. Su jefe, Ué, dicta órdenes desde la cárcel por teléfono móvil. Es el Comando Vermelho quien decide si los profesores de Viva Río darán clases o no. Cuando hubo guerra de bandas en Maré, los cursos fueron suspendidos. Aunque no preguntados, serían los gángsters quienes decidirían si iba a poder ver tranquilamente cómo vivían los «bárbaros». Por casualidad podría presenciar algo que no debía. Y entonces… Más valía no pensar en ello.

Entramos en «territorio enemigo». Calor y polvo. La carretera, sin asfaltar. El código de circulación, desconocido: coches circulando en contrasentido, gente cruzando por doquier, niños de ancha sonrisa correteando por la «carretera». No distinguí entre ellos ninguno blanco. Los primeros cientos de metros no recuerdan la favela tradicional: tiendas y pequeños talleres, todo gris, cubierto de hollín y polvo. Da la impresión del extrarradio de un pueblo pobre.

Un poco más allá se hace cargo do nosotros Jorge, un mulato cuarentón, simpático aunque con suspicacia en la mirada, que lidera la asociación de vecinos de Maré.

—Conmigo estás a salvo. Ven, te enseñaré cómo vivimos.

Desde la «calle» se ve poco. Las casas de los «bárbaros», como avergonzadas, están alejadas del centro. Cartón y tablones de madera clavados y cubiertos de hojalata o tela asfáltica. Visité varias de esas casas, todas idénticas: el suelo de tierra, y las camas y demás enseres, sacados de la basura. Forman filas de barracas entre las cuales hay un sendero de, como mucho, dos metros. A vista de pájaro parecería un campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Una «casa» junto a la contigua, compartiendo pared medianera.

Si vives en un edificio de viviendas, puedes no saber nada de tus vecinos: quiénes son, dónde trabajan, si son felices… En Maré todo el mundo lo sabe todo de los demás. Si toses o riñes con tu mujer, se enteran hasta en la cuarta «casa». Lo mismo pasa de noche, cuando llega el tiempo del amor. No hay lugar para la vida privada, para la intimidad. La madre que se levanta a las cinco de la mañana para ir a trabajar deja a los niños sin temor alguno: los vecinos se encargarán de vigilarlos. La geografía del espacio genera solidaridad, hermandad y comunidad. Pero también agresión, odio y violencia.

Pregunto a Jorge por el Comando Vermelho, por las guerras de bandas, por cómo convivir con gángsters.

—¿Narcotráfico? Aquí no hay. ¿Guerras? He oído comentar que las hubo, pero ahora hay calma.

Jorge me presenta a Marcus. Veinticuatro años, apenas tres cursos de primaria. Vende jugos a los conductores parados en semáforo rojo.

—¿Drogas? ¿Violencia? No sé, no he oído hablar de eso.

Semejantes conversaciones se repiten a cada momento. Eucrezio de Viva Río me explicará más tarde el porqué de esta ley del silencio.

—Tú te dejaste caer por ahí y te fuiste, ellos se quedarán. ¿Sabes qué les pasaría si se enteran de que alguien se había ido de la lengua?

Alguien llama a Jorge a un lado, y me quedo a solas junto a la barraca de Everaldo, que es negro y tiene veinticuatro años. Un ambiente familiar, delante de la «casa» corretean unos niños, tres de los cuales son suyos. Su mujer, su madre y sus tías dan una calurosa bienvenida al visitante de otro planeta. Los niños piden que les saque una foto. Hablamos de cosas sin importancia mientras esbozamos sonrisas de cortesía. Me asaltan serias dudas de si lograré enterarme de cómo se vive junto al submundo de la droga cuando Everaldo se pone a hablar, inesperadamente y por iniciativa propia:

—¿Quieres saber lo que realmente pasa aquí? Ni te lo imaginas. No dejo que mis hijos jueguen en la calle. Hace unas semanas mataron por casualidad a un niño de un disparo. Las armas están por todas partes, la droga en cada esquina.

—¿Aquí también? —señalo hacia las barracas vecinas. Everaldo no contesta. Al cabo de un buen rato dice:

—Esto es más tranquilo.

—¿Consumes a veces?

—Nunca —dice con un nudo en la garganta. Como si quisiera gritar: «¡Aquí no se puede vivir, sácame de aquí, socorro!»

Nació en Río, en un barrio pobre, pero que no era una favela. Sus padres se vieron obligados a abandonar la vieja casa porque no se podían permitir seguir pagando el alquiler. Llevan varios años viviendo en Maré. Everaldo trabaja en un taller de coches como ayudante. Apenas le llega el sueldo para dar de comer a sus hijos. Cuando llueve su casa se inunda. Y los aguaceros de Río son famosos.

—Quisiera vivir allí —y señala en dirección a la ciudad—. Pero esto nunca ocurrirá.

No sabía qué decirle. Tenía colgada del cuello una cámara de fotos que valía lo mismo que el sustento de su familia durante varios meses. Al sustento de la mía contribuiría el reportaje que iba a escribir de aquella visita. Podía mostrarle mi simpatía, compasión y solidaridad, pero era alguien de allí. Del mundo de los restaurantes que a diario tiran toneladas de comida, de clubes nocturnos con conciertos de bossa nova, de lujosas casas separadas de los «bárbaros» por vallas de acero y vigilantes con el arma cargada. ¿Soy capaz de entender el mundo de Everaldo? Incluso las necesidades fisiológicas e higiénicas las satisfacemos de forma diferente. Los que vivimos en el lado mejor de la vida vamos por la mañana a un excusado separado de un cuarto de baño limpio con bañera y ducha. Tomamos entre las manos jabones perfumados, usamos papel higiénico fino, mezclamos agua fría con agua caliente para conseguir la temperatura ideal. En Maré cincuenta familias van a un mismo retrete: tres agujeros en el suelo

—Saca una foto de esto, muestra cómo vivimos.

¿De dónde sale esta gente? ¿Por qué vive en estas condiciones?

Hay quienes opinan que Brasil es un país que desde la colonia sólo ha cambiado la capa exterior, sin tocar la vieja estructura social. En tiempos, la sociedad se dividía entre grandes terratenientes y esclavos hacinados en casuchas de madera. Hace cien años los amos les dieron la libertad y los expulsaron de sus latifundios. Algunos expulsados empezaron a instalarse en las grandes ciudades, cosa que durante los primeros cincuenta años no había sido ninguna catástrofe. La mayoría encontró trabajo en el interior como jornaleros del campo. La revolución, el auténtico terremoto, aún estaba por llegar.

El desarrollo de la tecnología y el paso a la agricultura de monocultivo forzaron una nueva ola de migración de los latifundios. Los fazendeiros necesitaban mano de obra tan sólo dos veces al año: en la siembra y en la recolección. Los descendientes de los esclavos volvían a desplazarse. En los años cincuenta erigieron la nueva capital, Brasilia. En los sesenta y setenta talaron bosques y construyeron la autopista transamazónica. Otros buscaron casa y trabajo en las grandes ciudades, donde, sin embargo, ya no había empleo ni infraestructura para todos. En las colinas de Río y el extrarradio de São Paulo empezaron a crecer megafavelas, territorios de megamiseria, megaviolencia y megasuciedad. Megatodo. En 1950 dos tercios de la población aún vivían en el campo. A finales de los noventa un 80% ya vivía en megaciudades. Con la apertura de la economía y la implantación de nuevas tecnologías, el mercado de trabajo se fue encogiendo aún más. Hoy dos terceras partes de los brasileños viven en la miseria o extrema pobreza, o cuentan con unos ingresos que no alcanzan sino para el gasto diario mínimo.

Alguien escribió una vez que Brasil era «Belindia»: un pequeño pedazo de bienestar como el belga rodeado de un mar de miseria como la india de Calcuta. Mi hotel de Copacabana era Bélgica, Maré era Calcuta, y su habitante Everaldo, un excluido (categoría que Giorgio Agamben llama homo sacer).

Invento léxico para describir a los más pobres, el «excluido» tiene que sobrevivir con un dólar al día. O con menos. Personas así representan entre un 25 y un 30% de la población del Brasil de hoy. El excluido vive al margen de la civilización; no goza de los bienes de consumo y de las ventajas de la educación; la mano del Estado no alcanza su mundo. Es como un peregrino que atraviesa el mundo civilizado, pero sin participar en él. No le pertenece. A veces ni siquiera entiende lo que se le dice.

Clovis Rossi, destacado columnista brasileño, me contó el experimento que un amigo suyo había hecho en una de las favelas. Paró a un chico que iba en una primitiva carreta y le pidió que lo llevara. Empezó a charlar con él y… se dio con un muro. El muchacho no había entendido una palabra de lo que le decía el «investigador», el cual, a su vez, a duras penas reconocía palabras sueltas del chico. Y eso a pesar de que desde pequeños hablaban la misma lengua. Uno usaba un portugués sin reglas gramaticales y fonéticas pero con expresiones desconocidas en el lado mejor de la vida, y el otro, el lenguaje empleado en los libros, los periódicos y la televisión.

Es posible hablar el mismo idioma y pertenecer a dos mundos entre los cuales no existe puente alguno ni ningún modo de comunicarse. Cuando hablaba con los «bárbaros» de Maré no las tenía todas conmigo en lo referente a la comprensión; no sabía si no entendía parte de sus relatos a causa de mi imperfecto portugués o porque hablaban en argot. Las más de las veces tuve la impresión de que no sabían formular sus pensamientos.

—Es porque son ustedes de planetas diferentes —me explicaría más tarde Clovis Rossi.

Aparte de Everaldo, que tenía claro que quería vivir allí, ningún otro interlocutor me supo decir con qué soñaba. ¿Qué vida se tiene que llevar para no tener sueños? ¿Es posible vivir sin soñar?

En Maré comprobé algo más: los «bárbaros» normales, es decir, no gángsters, no son peligrosos ni agresivos. Al contrario: son amistosos, hospitalarios e incluso efusivos. Everaldo por poco se me ofende cuando le dije que no se molestara en prepararme un café. A un kilómetro escaso más allá unas chiquillas con niños recién nacidos en brazos me invitaban calurosamente:

—Ven a nuestra casa.

—¿Cuántos años tienes?

—Once.

Segundo relato de Viva Río
No intentes comprenderlo; aquí no hay lógica, sino crueldad pura
y dura

Visité en Maré una escuela gestionada por Viva Río. Correspondía a cómo siempre había imaginado un local secreto de un ejército clandestino o una guerrilla del Tercer Mundo. De la calle la separaba una alta tapia con una rendija que daba cabida a persona y media. Parecía que detrás de la tapia no había nada, como mucho un vertedero. Cuando nos disponíamos Eucrezio y yo a entrar por la abertura apareció en ella un «guardia». Al oír que veníamos de parte de Jorge de Viva Río, nos condujo a través de un laberinto de patios, escaleras y zaguanes. No me habría sorprendido si al final, en lugar de alumnos y pizarra, hubiera visto a unos señores limpiando metralletas o preparando papelinas de coca.

En el cuarto sí había alumnos, entre los doce y los cuarenta años, y un retrato de Ronaldo, el futbolista más famoso de la década. Era uno de ellos. Con la diferencia de que tuvo éxito.

Maurina, una alumna negra del norte y madre de dos hijos (de veintidós y veintiún años), tenía mucho interés en comunicarme algo. Que por primera vez en su vida alguien le había dado la oportunidad de estudiar. Que al volver a casa enseñaba a sus hijos lo que había aprendido en clase. También era una oportunidad para ellos. No tenía planes de futuro. Sólo sabía que quería estudiar, estudiar y estudiar. Era la primera «bárbara» en cuya mirada vi una chispa de felicidad.

Claudelina, la maestra, que llevaba apenas un par de años a los hijos de Maurina:

—La mayoría de estos alumnos viene de familias desestructuradas por el alcohol y las drogas. Muchos niños no conocen a su padre. Fíjate, hoy la clase está prácticamente vacía. Once en lugar de treinta. No sé dónde están ni por qué no han venido. Espero que no haya sido por la droga.

Claudelina, aunque originaria de Maré, no tenía miedo a hablar. Cuando estalla una guerra entre el Comando Vermelho y el Terceiro Comando, los gángsters pueden matar a una maestra por el mero hecho de dar clases en la parte de la favela controlada por el enemigo.

—¿Por qué?

—No intentes comprenderlo. En su comportamiento no hay lógica, sólo crueldad.

Durante la última guerra entre comandos abatieron a tiros a un hombre joven. Sin motivo alguno. No tenía nada que ver ni con drogas ni con bandas. La gente tiene miedo de decir en voz alta estas cosas. Más vale no opinar, fingir que no se sabe nada. En otra ocasión uno de los comandos disparó una ráfaga contra un autobús que llevaba maestros a una parte «enemiga» de la favela. Al día siguiente se tuvo que buscar otra ruta.

—Cuando empezó a actuar Viva Río, los capos de la droga nos temían —me contaría más tarde el joven abogado Pedro Strozenberg—. Veían en nosotros espías y potenciales testigos de sus crímenes. No tardaron en darse cuenta de que hacíamos cosas buenas para la comunidad, para sus vecinos, tías, tíos, padres… Aun así, en algunas favelas tuvimos que cerrar nuestras oficinas; había demasiado peligro. Los narcotraficantes no nos aceptaron. Y son ellos los que mandan.

Relatos gangsteriles
La regla fundamental: no ves nada, no oyes nada, no sabes nada de la
droga

Un día en Vigário Geral (allí donde la policía había matado a veintiún favelados) un coche atropelló a una niña de dos años. Agonizaba. No había ningún hospital cerca; y aun si lo hubiera habría sido necesario pagar una mordida. ¿Y de dónde sacar el dinero? Acudió en su auxilio un capo de la droga. Pasados unos minutos, su limusina llevaba a la niña a un hospital de la ciudad. El capo pagó, y salvaron a la niña.

—Intenta decir a su madre que los narcos son malos —me dice Zuenir Ventura—. Para ella son salvadores.

Ningún «romano» conoce mejor que él el mundo de los «bárbaros». Para conocer sus leyes, Ventura vivió casi un año en Vigário Geral. Se ganó la confianza de los favelados e, incluso, de uno de los capos de la droga.

—El territorio de una favela —continúa Ventura— es un dominio regido por los capos del narcotráfico. La naturaleza no soporta el vacío, y los capos no hacen sino llenar la laguna que debería ocupar el Estado. Y si el Estado se lava las manos… Como no hay servicios de sanidad públicos, la vida de una niña mortalmente herida está en manos de Dios. O del capo de turno.

Los capos son dictadores que imponen sus leyes a la vida de la comunidad. Su regla fundamental: no ves nada, no oyes nada, no sabes nada de la droga. Si una mañana te topas con el cadáver de tu vecino, mantén la boca cerrada. Tú, a lo tuyo. Los capos pueden ser crueles; su poder, como el de toda dictadura, se asienta en la fuerza.

Unos son más amables —como el que salvó la vida a la niña—, otros menos, como aquel mafioso que dictó una ley especial para las mujeres: era suya toda mujer que después de las veintiuna horas estuviera fuera de casa, ya en la calle, ya en un bar, ya en un autobús. Si por alguna razón no vuelve a tiempo del trabajo o de una visita, y la pescan, pasará la noche con el capo o con uno de sus sicarios. O más de uno, como suele ser habitual.

Rocinha_ocupação.2008

La relación entre los vecinos y las bandas es compleja y nada clara. Oficialmente ninguna comunidad mantiene contactos con el mundo de la delincuencia o los limita al mínimo. En Rocinha, la favela más grande de América Latina (más de 200.000 habitantes), me contaron que los capos presentaban a sus candidatos al comité de vecinos, y que unas veces ganaban las votaciones y otras no. Se sabe que junto con los líderes de la comunidad resuelven litigios, ayudan en casos de necesidad y constituyen la última instancia; son policía, fiscal y juez. Sigo sin saber hasta hoy si Jorge de Maré y Carlinhos de Rocinha no quisieron hablar del narcotráfico por miedo o por otra causa.

—El observar las guerras entre bandas, los grandes tiroteos, los cadáveres y la sangre no significa enterarse de mucho —cuenta Ventura con el tono de un sabio que transmite un conocimiento secreto—. La guerra no es lo más importante. Lo que importa es el negocio. No es el espíritu guerrero lo que guía la actividad de los gangs, sino el mercado. Luchan por los puntos de venta. Si el Comando Vermelho tiene mil bocas de fumo en las que la venta va bien y de pronto aparecen camellos del Terceiro Comando, estalla la guerra. La sangre empieza a correr sólo cuando no logran delimitar las fronteras de sus zonas de influencia. Se suman al conflicto policías que exigen mordidas, y así la guerra se hace permanente. En el fondo es una guerra económica. Los gángsters de las colinas adoran trabajar en paz y silencio. El ruido de disparos perjudica al negocio. Por eso están dispuestos a pagar grandes sumas —por ejemplo, a la policía— a cambio de tranquilidad. La guerra es mala porque ahuyenta a los clientes.

La calidad del polvo que los narcotraficantes venden en Río constituye una buena ilustración de las leyes que rigen el mercado. Se podría decir que se preocupan por la salud de sus clientes. En Río sólo circulan la cocaína y la marihuana, drogas de buena calidad. Los idiotas de São Paulo venden crac a los yonquis, y el crac, fabricado con desechos, no es otra cosa que veneno que no tarda en matar a los clientes. Y la vida de éstos tiene un gran valor, enorme, y hay que conservarla. La coca es ideal para alcanzar este objetivo: crea dependencia pero no mata demasiado deprisa. Antes de morir, el cliente comprará la droga con regularidad y durante muchos años.

Hay que luchar por él, aunque a veces sea necesario matarlo. Por ejemplo, cuando no paga las deudas. Se puede contraer una deuda, cómo no, pero con un plazo de devolución improrrogable. Quien no paga a tiempo deja de ser cliente. Es decir, muere. ¿Indulgencia? ¿Piedad? Imposible, romperían las reglas del mercado.

El mercado también determina la estructura de la organización, que empieza por un punto de venta. Cada uno de ellos tiene su propia «seguridad». Muchos tienen un gerente que los administra. (Incluso la nomenclatura es económica, no militar.) El gerente es el capo de su territorio. Tiene potestad para matar a deudores y traidores. La traición es lo peor. El favelado que la cometa o un amigo que haya trabajado para la policía acabará conociendo el infierno en la tierra. Antes de dejarle morir, le cortarán las orejas, la nariz, los brazos y las piernas; lo someterán a las torturas más atroces.

La de los capos a veces es crueldad pura, pero habitualmente cumple una función social. Una esposa maltratada durante años por su marido, cuando ya no aguanta más se dirige en busca de justicia al amo de la colina, cuyos muchachos aplican el castigo: pegan una paliza al macho maltratador o, sencillamente, lo matan.

¿Que quiénes son? Chicos de dieciséis, dieciocho o veinte años sin formación, sin trabajo, sin perspectiva alguna. El padre sale a las cuatro de la madrugada al trabajo —si lo tiene— y vuelve entrada la noche con cuatro monedas. Su hijo gana en la banda en un día lo que el padre gana en una o dos semanas. A los «bárbaros» jóvenes les fascina la vida que llevan sus compañeros metidos en el narcotráfico. Los atrae el poder y el chasquido del arma al ser cargada. Y también el mito del Robin Hood que roba a los ricos para ayudar a los pobres. Los seduce el misticismo de la lucha, el aura de heroísmo y sacrificio. Además, ¿cómo desaprovechar una ocasión para disparar a un poli malo? Y las mujeres… Para las muchachas de la favela los «soldados» son héroes. El derecho a llevar armas da fama y fuerza. Y ellos saben que no vivirán mucho, que están destinados a morir jóvenes. Les interesa únicamente el hoy, la batalla de hoy, la noche que hoy pasarán con una mujer. El mañana es algo que saben fuera de su alcance.

Si su propia vida no tiene valor para ellos ¿qué decir de la vida de otros?

¿Les gustaría vivir de otra manera? Flavio Negão, un capo de Vigário Geral, veintitantos años, contó a Zuenir Ventura su infancia y adolescencia en el mundo de violencia, cómo mataba y mandaba matar. Conocía su fin, sólo ignoraba la fecha. Preguntado por su hijo pequeño, contestó que no le gustaría que siguiera sus pasos. «Me gustaría que estudiara.»

Flavio había sido el amo de la colina, de la que no podía bajar por temor a la cárcel. De modo que había sido amo y preso a la vez. Preso de la colina. Y por casualidad también fue su víctima. Murió en un tiroteo con la policía. Ni siquiera sabían a quién habían abatido.

Relatos de polis malos
La tortura, una práctica habitual

A veces los policías son peores que los capos. Y el peor de todos era Amaury Kruel. La historia de ese general —y comandante de la Policía Municipal en los años dorados de Río de Janeiro— recuerda un thriller de Hollywood.

Además del cargo que ostentaba, controlaba casinos y casas de apuestas clandestinos, sacaba tajada de hoteles, prostitución, contrabando, gabinetes de videntes, tráfico de drogas y locales de abortos ilegales. Fundó el escuadrón de la muerte de funesta memoria que «limpiaba» la ciudad de «desperdicios humanos». «Prefiero ver a cinco marginados muertos antes que a un policía», rezaba la famosa frase de Kruel, toda una declaración de principios. ¿Para qué molestarse en cazar ladrones si se los podía «juzgar» directamente en la calle? Una filosofía que ha sobrevivido a su fundador y que profesaban los policías de los «incidentes» ante la Candelaria y en Vigário Geral; y que, según algunos sondeos, cuenta con el apoyo de uno de cada cinco o seis cariocas.

Un reportero sacó a la luz la vida secreta del general. Se llamaba Edmar Morel. Llevaba a cabo una investigación privada al mismo tiempo que, paralela e independientemente, llevaba la suya una comisión parlamentaria designada por el presidente Juscelino Kubitschek (1956-1960). A pesar de súplicas y amenazas, Morel fue publicando sucesivas entregas de su serial en torno a la corrupción del primer «agente del orden» de Río. Guardaba un as bajo la manga, o al menos así le parecía: unas grabaciones que comprometían al general. La comisión parlamentaria, en cambio, no tenía nada, y Kruel podía dormir tranquilo.

Y, sin embargo, acabó cayendo. Lo perdió el sentirse impune. Sucedió así: Meneses Cortés, uno de los miembros de la comisión, recibió un soplo de que unos policías armados hasta los dientes habían secuestrado a dos vendedores que habían desvelado a Morel las prácticas mafiosas del general. Cortés irrumpió en el despacho de Kruel exigiendo explicaciones y recibió… un puñetazo. Agredir físicamente a un miembro de la comisión fue ir demasiado lejos. Se vio obligado a dimitir. En el juicio, sin embargo, el tribunal lo exoneró por falta de pruebas. El as del periodista, la cinta con la grabación, resultó ser una triste sota. Fueron condenados dos policías y dos hoteleros. Los primeros por corrupción pasiva y los segundos por corrupción activa. Sucedió en 1959.

Kruel cayó de pie. Lo nombraron comandante de la guarnición de São Paulo, y más tarde llegaría incluso a ser hombre de confianza de João Goulart. Cuando este último estaba siendo derrocado por un golpe militar en el 64, en el momento crítico Kruel se puso del lado de los más fuertes. El viejo mafioso con uniforme policial se convirtió en un pilar del gobierno de los generales.

Zuenir Ventura lo considera el precursor de la actual corrupción en el seno de la policía y de las impunes masacres, como la de Vigário Geral, que los agentes llevan a cabo en los barrios de la miseria.

Visité al jefe de los policías de Río. El doctor Luiz Eduardo Soares era un poli atípico. Antropólogo y sociólogo, no hace mucho cofundaba Viva Río. Cuando hablábamos, ocupaba el cargo de subsecretario en el gobierno del estado de Río de Janeiro. Dedicó años al estudio de la violencia urbana. El doctor Soares tiene una teoría propia sobre las fuentes de la brutalidad en el Brasil de hoy. La gran revolución y el apartheid sociales es de lo que más se habla. Pero él sostiene, además, que la violencia policial de los tiempos de Kruel y la política de la época de la dictadura destruyeron la cultura republicana.

—O, mejor dicho, no le permitieron formarse, echar raíces. La cultura republicana no sólo apuesta por la responsabilidad individual del propio destino, sino que también pondera valores colectivos. Habla del bien común, de la justicia. En los años sesenta Brasil vivió una gran revolución social. De país agrario se convirtió en país de gente urbana. Este gran cambio, quizás aún más grande que el que había traído a Rusia la revolución de 1917, se produjo bajo gobiernos autoritarios. La dictadura creó un modelo de resolver todo conflicto social por la fuerza e inoculó a la población el convencimiento de que los funcionarios públicos eran impunes (escuadrones de la muerte, la tortura). Promocionó un modelo de vida egoísta: «Me interesan exclusivamente mi destino, mi propiedad, mi dinero.»

Igual que en el siglo XIX, para los pobres, o sea, la mayoría, el Estado se convirtió en un ente extraño y peligroso, en instrumento de dominación. Los funcionarios de ese Estado a menudo son simples delincuentes. Pasa en todas partes, pero en Brasil el fenómeno es parte del sistema.

Pocas semanas después de mi llegada a Río, el más importante semanario del país, Veja, publicó un informe estremecedor sobre la delincuencia en el seno de la policía. Un par de ejemplos: Un sargento de la Policía Militar carioca reconoce haber participado en el asesinato de una estudiante de veinte años a la que previamente había violado. Cuatro agentes detuvieron en São Paulo a tres adultos que volvían de una fiesta nocturna. Sus cuerpos fueron hallados dos semanas más tarde en un torrente cercano. En el estado de Minas Gerais las autoridades acusan de asesinato a un oficial de policía, así como de torturar a los detenidos.

—La tortura es la práctica habitual de la policía. Varios detenidos me mostraron huellas de palizas. Otros se quejaron de que les arrancaban declaraciones con electricidad —me contó un abogado, pidiéndome que guardara su anonimato.

Por si acaso. Los que denuncian a malhechores de uniforme con demasiada frecuencia sufren accidentes. Odinaura Silva, madre de un chico asesinado por policías de Río, fue asesinada poco después de acusarlos del crimen. Francisco Nogueira de Carvalho, abogado y defensor de los derechos humanos en Natal, zona norte, fue lisa y llanamente ejecutado por un escuadrón de la muerte. El letrado llevaba una investigación propia con vistas a desenmascarar crímenes de las «fuerzas del orden».

El informe de Veja demuestra que uno de cada diez policías está involucrado en actividades criminales.

¿Cómo combatir el bandidaje en la policía? El doctor Soares opina que sin este paso previo se pueden olvidar de luchar contra las bandas callejeras y la corrupción.

—El asunto se presenta así: no recibimos denuncias de los ciudadanos, o sea, nos falta la fuente fundamental de información sobre los delitos. Sin esa información no podemos diagnosticar, investigar y perseguir el crimen. Sin un diagnóstico correcto, no sabemos qué métodos emplear ni podemos confeccionar un plan global de actuación. Y no tenemos información porque la gente no quiere colaborar con nosotros. No se denuncia un 80% de asaltos, robos y violaciones. La gente cree que acudir a la policía significa perder tiempo o quizás incluso exponerse a represalias.

En ese momento me acordé de la callada por respuesta de los «bárbaros» de Maré en cuanto les preguntaba por la policía, igual que cuando lo hacía por los narcos. La policía, sencillamente, da miedo.

—¿Más miedo que los narcos?

—Entre los favelados —Zuenir Ventura vuelve a explicarme ese mundo tan extraño e incomprensible— suscita pánico. Una parte del cuerpo, la peor, conocida por el nombre de polícia mineira, se compone de tipos que exigen rescates. Secuestran, por ejemplo, al jefe de un gang, lo llevan al extrarradio y le dicen el precio: cincuenta o cien mil dólares. Éste llama por el móvil a sus colegas, que en dos horas aparecen con la suma en metálico. A la tercera o la cuarta los narcos montan una emboscada y matan a los policías. En los compañeros de los polis muertos se despierta el espíritu de venganza. Entonces irrumpe en la favela un escuadrón de la muerte que asalta casas, viola a mujeres y masacra a personas inocentes; como en Vigário Geral. Por eso la gente de las favelas teme a todos los policías, sin hacer distinciones. ¿Cómo distinguir al honrado? Los narcos al menos tienen principios, cierto que gangsteriles pero principios a fin de cuentas. Los favelados los entienden; no en vano los capos de la droga no son otros que sus vecinos a los que quizás varios años atrás habían limpiado los mocos. Saben más o menos a qué atenerse. Los policías malhechores, en cambio, no tienen ningún principio.

En aquellos dos meses de viaje por Brasil no me ocurrió nada desagradable ni realmente peligroso. En Río visité favelas controladas por comandos narcos; en São Paulo, el caminho da morte, famoso por el número de asesinatos que se cometen en el terrible barrio de Sapopemba. Nadie me asaltó ni abordó ni secuestró. La única nota desagradable fue el encuentro con unos policías de Recife, zona nordeste. Regresaba por la noche al hotel. Una patrulla dio el alto al taxi en que iba. Armados hasta los dientes, con chalecos antibalas y metralletas listas para disparar, los policías nos mandaron bajar. Exigieron documentación. Mala suerte, no la llevaba encima. «Has quebrantado la ley. ¡Estás detenido!» Ya me veía metido en el calabozo de una comisaría de Recife: una celda estrecha compartida con ladrones, navajeros, violadores, y, entre ellos, yo, un extranjero. De nada me habría servido explicar que llevar pasaporte en un país como Brasil equivalía a exponerse a perderlo, decirles «Vayamos juntos al hotel, allí lo podrán comprobar todo». Me imaginé la prisa que se darían en comprobar quién era y qué hacía allí. Era un sábado. No empezarían antes del lunes. ¿Y si hubieran tenido cosas más urgentes que atender? Más valía no pensar… Me salvó un amigo que les enseñó su carnet de abogado.

—¿Sabes? Ser abogado en Brasil facilita las cosas. Quizá sólo querían una mordida. ¿Pero aceptarla ante un abogado? Quizá te querían detener. Pero… ¿hacerlo ante un abogado?

Por un momento sentí —no, más bien imaginé— lo que sentían los indefensos «bárbaros». Por un breve momento me había encontrado en su lugar.

Cuando me despedía de Rubem César le dije algo así:

En esta temible ciudad la historia de Viva Río parece escrita por un guionista de Hollywood. En un mundo corroído por la corrupción, la violencia y el crimen surge un héroe que en solitario lucha contra el mal. Bello, noble, constante. Incluso cuando no alberga esperanzas. Y con un final feliz, por supuesto. La única diferencia estriba en que de momento no conocemos el final. No sabemos si será feliz.

Rubem César esbozó una sonrisa. Creo que de agrado.

Un mes más tarde, en otra ciudad, leí en la primera página de un diario que el Tribunal Supremo había revocado la ley que prohibía la venta de armas promulgada por el parlamento del estado de Río de Janeiro. Pocos días después, el coronel retirado Carlos Cerqueira, antecesor del doctor Soares en el cargo de jefe de la policía, fue asesinado de un tiro en el ojo ante el Instituto de Criminología, sito en el centro de la ciudad. En las imágenes televisivas tenía el mismo aspecto que el hombre de la primera escena que había visto años atrás. Resultaría ser su asesino un sargento de policía, de cuarenta y cinco años.

Pensé que en Río nunca dejarían de oírse disparos.

1999


[1] Traducción de Noelia Bastard (Tristes trópicos, Buenos Aires, Ed. Eudeba, 1970).

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Varsovia, 1967. Escritor y cronista de Polonia; galardonado por sus trabajos de varios premios, entre ellos: El Premio Literario “Juliusz” (2022) por la mejor biografía “Desterrado. 21 escenas de la vida de Zygmunt Bauman” y “Grand Press”, “El Periodista del Año” (2010) por su famoso y reconocido internacionalmente libro “Kapuściński non-fiction” (traducido a 9 idiomas). Escribe acerca de los problemas del Sur Global, sobre todo América Latina. Sus libros sobre estos temas son “La fiebre latinoamericana” (2004), “La muerte en Amazonia” (2013), “Los excluidos” (2016).

Foto de Mateusz Skwarczek