Conferencia sobre Rubén Darío
1 abril, 2021
Rubén Darío tiene esto: que cuando se juntan dos o más que hablan en español; que sienten en español; que piensan en español; es decir, que recuerdan y que esperan en español, su presencia es casi palpable, ahí está él, en una palabra, en un giro de frase, en un verso o en la substancia de un verso, tan hondamente se metió en el idioma, se lo apropió, le puso sello suyo, le dio música suya. Ello se advierte en el idioma literario, prosa o verso; pero también digo, en el idioma hablado de pan llevar y de comercio cotidiano. De modo que, así como decimos el idioma de Cervantes, para significar y rendir homenaje al mayor de los Padres de la Lengua, al mayor de sus dioses creadores, sin que ello constituya menosprecio de quienes más antes que Cervantes y junto con Cervantes forjaron esta riqueza y magnificencia y sutileza que es nuestro idioma, así podemos sin zaherir a nadie, pero con entera justeza, decir el idioma de Darío. Porque no hay más que oírnos hablar o que leernos para percatarnos de que no hablamos como hablara ni escribimos como escribió Cervantes, y sí como habló y escribió Rubén Darío. O, mejor aún, escribimos y hablamos con el sentido libertador del idioma, que Rubén Darío nos legó, y que es un sentido que bellamente se ajusta con nuestro afán en los demás dominios del interés humano.
En la solemne evocación que es la del Ateneo Americano de Washington y la de Nicaragua, Darío viene así, a esta bonita Unión Panamericana, a pasearse con derecho las galerías que adornan los bustos de los libertadores de nuestros pueblos y forjadores de nuestras naciones, cuya presencia en efigie da a estos mármoles cierta majestad y grandeza de templo. Propongo pues, a la meditación de ustedes, como imagen y significación del Nuevo Mundo, la consagración de nuestras repúblicas no sólo a la libertad política y administrativa de la fuerza pública y de los recursos materiales, sino también a la libertad del idioma, en virtud de Rubén Darío.
Por supuesto que en ese movimiento de liberación que viene de hace más de un siglo y que va al porvenir, ni Bolívar logró él solo el triunfo, ni nadie aisladamente salió con buen éxito de la empresa que le tocara, sino que cada héroe grande luchó y laboró junto con muchos más, en grupo, en hermandad, en asociación, o, como a veces se dice en literatura, formando escuela. Así, al mencionar a José Martí por ejemplo, cómo podríamos olvidar a Narciso López, a Máximo, o a ese gran señor que fue el mulato Maceo, a quien todavía hace unos veinte años hallé que se le recordaba con admiración por la gallardía de su persona, en el lindo país que es Costa Rica, que se precia, más que ningún otro de los países nuestros, de la blancura de su gente. Y el propio Darío, al recordar a Costa Rica en su autobiografía, dice que un día vio salir de un hotel, acompañado de una mujer muy blanca y de cuerpo fino, española, a un gran negro elegante. “Era dice Antonio Maceo, famoso en la guerra cubana». (Autobiografía, Cap. XXIII). Con cada héroe, además de una bella mujer, va y viene numerosa escolta de sus pares. No anda don Miguel Hidalgo y Costilla, el Cura Hidalgo, solitario por los campos de la gloria, sino que lo rodean eternamente jóvenes y hombres maduros, hombres y mujeres, cada uno y cada una de prestancia propia: La Corregidora de Querétaro, los Aldama, y el tan grande como él sino más grande que él, Morelos y los Bravo, y, semejantes a los mirmidones de Aquiles, las tropas negras de aquel gran sitio de Cautla. Y así Rubén Darío, en su gran gesta libertadora del idioma. De manera que recordarlo y honrarlo, es recordar y honrar a don Ramón del Valle Inclán, a los Machado, en España, y a los Modernistas todos de aquel y de este lado del mar, al argentino Lugones, al colombiano Valencia, al uruguayo Rodó, a cuántos más que no necesitamos mencionar por nombre por más que esa recitación sería hermosa letanía, debiendo nosotros, aquí y ahora, mencionar, enalteciéndolo, sólo a uno más: al que fue y ha sido y sigue siendo, junto a Rubén Darío, como junto a Simón Bolívar fue el Mariscal don Antonio José de Sucre, espíritu casi puro, de juventud y belleza inagotables, Juan Ramón Jiménez, que está fijo en la imaginación hispanoamericana como lo vio y lo admiró Darío cuando le dedicó, cuando escribió para él y por él, aquellos versos de «Torres de Dios, poetas, rompeolas de las eternidades». En presencia de Juan Ramón Jiménez, hay que andarse con tino cómo hablemos, de Rubén Darío, y cómo hablemos de la poesía.
Pero aun sin la presencia del eximio poeta que aquí nos acompaña y generosamente nos da lustre de honor para que a su lado no nos opaquemos enteramente, decía yo que Darío tiene eso de estar siempre presente cuando dos o más de alma española se reúnen. Y no sólo por Juan Ramón Jiménez, sino por Darío mismo, conviene que al hablar de él hablemos quedo, no vaya a ser que nos oiga todo lo que digamos y se imagine que le violamos el derecho que todo ser humano tiene a que no lo manoseen los necios o los simplemente curiosos. Sea en sigilo pues, esto que quiero decir ahora: que a Darío le encanta esta ceremonia, presente que está en ella, porque en vida le gustaba más que a nadie que yo sepa, lo fastuoso y lo formal, lo pomposo y de gran manejo de los actos diplomáticos: vestir uniforme de fina tela galonada de oro, como los toreros y los obispos eficientes; tocarse con bicornio, llevar espadín. Esto lo llenaba de júbilo sin que fuera óbice para que más de una vez abominara tremendamente de los diplomáticos ociosos que nada hacen por el bien de sus países. Lo nicaragüense se le salía a Darío en su amor al boato; como se le salía, en todo lo que era y lo que hacía. Y tal vez era mala intención la de don Miguel de Unamuno, pero su visión fue certera cuando creyó ver a Darío con penacho de pluma de colores. A Darío le debe de estar doliendo sólo, que a este acto no hayan venido como iban a la Corte Real de España, en su tiempo, los señores embajadores americanos. Porque esto de vestir sencillamente, es contrario a nuestro espíritu, es cosa de puritanos y calvinistas, de herejes, en suma. De modo que, ¡por Dios!, ya que hemos claudicado hasta vestir los cuerpos a lo protestante, no nos halle Darío claudicando también en el espíritu y pretendiendo una sencillez que no se aviene con nuestra índole verdadera, ni con nuestro idioma. Acompañe a cuanto digamos de Darío, un ruido largo de sedas principescas y cardenalicias.
Claro está que a nosotros los vivos nos importan mucho estas solemnidades a que se viene dedicando El Ateneo Americano de Washington. Yo no podría decir, empero, si a todos los conmemorados les importa nada todo esto. A Darío sí. Donde quiera que esté en la inmortalidad, desde allí se asoma y mira con sus ojos profundos aguzados, y oye con su fino oído, y respira con sus anchas narices tropicales el aliento que respiramos. Porque ya era tiempo, excelentísimos señores Embajadores, que a Rubén Darío se le consagrase un homenaje como éste, en este país, para en cierto modo comenzar a pagarse una deuda de esta gran república para el gran poeta hispanoamericano.
Porque parece mentira que Darío visitase varias veces esta hospitalaria nación, y que jamás hubiera sido invitado a esta ciudad capital, ni este Gobierno hubiera tenido con él deferencia alguna ni le hubiese rendido ningún honor. Se dirá que no acostumbran los gobiernos esas gentilezas. Es lástima. Los gobiernos se pierden mucho. La falta de tal costumbre prueba, si alguna prueba fuese necesaria, lo lejanos que están de la perfección a que ellos mismos confiesan aspirar. ¡Caramba! no entender los gobiernos lo que valen los gobernantes del espíritu, y ver a esos mismos gobiernos desgañitarse para hacer creer que son directores espirituales de sus pueblos. Cuando Darío vino a esta región de América en 1914 era Presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson, hombre que mucho se afanó sinceramente por comprendernos a los hispanoamericanos; que se desveló a veces por querer sondearnos el alma y ganarnos la confianza que todavía, y es natural, les esquivamos a los dirigentes políticos de esta gran potencia, y pienso que Woodrow Wilson habría alcanzado mucho de lo que anhelaba, respecto de nosotros, si invita a Rubén Darlo a la Casa Blanca y se pasa una velada escuchándolo. Porque está bien que hagan caso omiso los gobernantes políticos de los gobernantes espirituales, si los gobernantes políticos no pretendieran asumir la función de dirigentes del espíritu. Cosa que podemos decir aquí, donde hubo un Presidente poeta, Abraham Lincoln, cuya prosa a veces se encauzaba en cántico por su ritmo y su rima (“Earnestly we ask, fervently we pray, that this mighty scourge of war soon may pass away”) y donde otro Presidente que ya se empareja con Lincoln, Franklin D. Roosevelt, se rodeaba no sólo de peritos en estadística y expertos en finanzas y duchos en estratagemas electorales, sino también tenía a su lado a poetas y filósofos. Augusto no sólo fundaba su fuerza en la habilidad y la lealtad, sino también en la amistad de Virgilio y de Horacio. David y Salomón eran poetas. Es bueno pues, que al conjuro de El Ateneo, se reúnan aquí los embajadores hispanoamericanos, expresidente alguno, presidentes que han de ser otros más, a rendir homenaje a la poesía en la persona del príncipe de los poetas de habla castellana.
Pero decía que era justo y bello este homenaje, en lo que tiene de comienzo de reparación a Rubén Darío de parte de este país. Porque cuando Darío vino a Nueva York en 1914 y algunos amigos suyos hallaron apropiado que en la Universidad de Columbia leyera algún poema, él escribió la última de sus grandes composiciones, que en realidad jamás llegó a terminar, el poema Pax cuyo texto original, a veces en tinta, a veces en lápiz, todo de su puño y letra, con muchas enmiendas y correcciones y adiciones toda una demostración de lo cuidadosamente que componía me lo regaló y yo, a mi vez, lo di a la benemérita Hispanic Society of America de mi querido Archer M. Huntington. Y bien, llegó la noche del acto en la Universidad. Oh dolor. Para la presentación del exquisito poeta no se halló disponible más que una vieja sala de clases de química, lo más destartalado imaginable, una especie de anfiteatro con graderías que convergían hacia un mostrador largo lleno de retortas, de grifos larguiruchos para el agua y de quemadores Bunsen, con un fondo formado por un gran pizarrón ya blanquecino de viejo. Y detrás de ese mostrador tuvo el poeta que presentarse y leer sus versos. Presidía la ceremonia el anciano Profesor Cohn, Jefe entonces del Departamento de Idiomas Romances, maestro de francés, idioma al que estaba supeditado el español. Y de público no había arriba de catorce personas: Mr. Huntington con su señora; no sé quién más de Norteamérica; el Dr. Luis H. Debayle, de Nicaragua; el Dr. Luis Felipe Corea, también nicaragüense; y un puñado de periodistas dominicanos. Desde antes de llegar Rubén Darío a aquel desolador lugar fétido a cosas de la química orgánica, ya estaban en lo alto del anfiteatro dos jóvenes, estudiantes al parecer, de raza china o japonesa, que quién sabe qué esperaban, porque, al empezar Darío a leer su poema, se bajaron de puntillas, chirriándoles los zapatos, y se fueron. Darío siguió leyendo, leyendo; y a mí me pareció que se le partía el corazón. «¡Pace, pace, pace! Así clamaba el italiano. Así voy gritando ahora, alma en el alma, mano en la mano, a los países de la Aurora!». En los países de la aurora no amanecía todavía y quién sabe cuándo llegue a amanecer. De todos modos, esta noche que yo hubiera querido fastuosa, sea una especie de reparación por aquella infausta noche.
Y en ese poema Pax está la preocupación de Darío hacia Caín. Allí pinta al asesino de su hermano in actu. Dice así Darío:
La quijada del rumiante
en la mano de Caín
sobre la frente de Abel,
con muy mala zoología, si es que era quijada de asno el arma del fratricida en vez de quijada de buey, pero con bella secuencia de proposiciones que le dan movimiento de acción dramática al verso. «La quijada del rumiante/ en la mano de Caín/ sobre la frente de Abel», compendiando así nuestra dolorosa historia política de la América española y de España misma, y del mundo entero, historia toda llena de cuartelazos y revoluciones, de asesinatos y asaltos del poder, de guerras entre pueblos y odios de facciones dentro de cada nación. ¡Caín, terrible símbolo! Pero con esta explicación que es preciso subrayar: que al decir Caín decimos hermano, y que pese a nuestras más crueles rencillas dejamos a salvo la salvadora calidad fraterna. Caín, sí; dolorosamente sí. Caín, pero no Judas. Ya esto es un orgullo. Que hasta cuando más duro es Darío, te enorgullece. Abel podía perdonar. Yo creo que perdonó. Lo imperdonable es vender al justo, vender a la patria, vender al hermano. En nombre de Darío, ¡haya perdón y reconciliación, haya hermandad en nuestra América!
Nadie comprenderá bien a Rubén Darío si no compagina y resuelve estas cosas que él tenía, por ejemplo, su amor al boato y lo ceremonioso, a lo superficial y oropelesco, como la diplomacia formalista de relumbros y, a la vez, la profunda preocupación por las guerras y su odio a la guerra que las madres odian como dijo Horacio Flaco, a quien Darío cita textualmente: matribus detestata, y especialmente la guerra fratricida. Mucho se ha dicho de Rubén Darío y sus reformas y aciertos métricos; de Rubén Darío y su cariño por los refinamientos afrancesados; de Rubén Darío y su renovación de los clásicos castellanos junto con su adopción de los modernistas franceses. Lo más importante de Rubén Darío, empero, tal vez sea esta preocupación contra la guerra que he señalado y que, tan vibrante como su terror por la muerte, recorre con estremecimiento de barra toda su poesía.
II
Por lo demás, Darío era de alma desnuda hombre de las más claras transparencias. De una limpieza nunca mancillada sino por las plebeyas manos que tan frecuentemente han osado eso que sobre todas las cosas debemos rehuir: el manosearlo. Por lo que, después de haber rendido pleitesía a Juan Ramón Jiménez, convengan ustedes conmigo, señores convocados en esta Unión Panamericana, en recordar aquí y traerlo aquí en nuestra intención, a ese otro gran amigo de Rubén Darío, que aún vive, a Don Manuel Ugarte, por más que y a pesar de que alguna vez interrogó a nuestras conciencias preguntándonos: «¿Qué es la Oficina de las Repúblicas Americanas sino el esbozo y el germen de un futuro ministerio de Colonias?» (El Porvenir de la América Española página 148 de la edición definitiva, de 1920). Porque con Manuel Ugarte tenemos, en relación con Rubén Darío, una deuda impagable quienes a Darío amamos y respetamos. Me refiero a lo que sobre el poeta escribió el formidable argentino, en su libro sobre los Escritores Iberoamericanos de 1900 que publicó en México en 1947, donde dijo que «sobre Darío se han escrito muchas fantasías malévolas con el único fin de atraer la atención sobre el comentarista que las firmaba», añadiendo que por eso quería, él, Ugarte, «dejar testimonio de que esta gran figura de nuestras letras, fue en la vida diaria un hombre bueno, sano, sincero, que no tuvo más defecto que su sensibilidad»; «Darío no hizo en Europa nada ─sigue declarando Manuel Ugarte─ y nosotros podemos añadir que ni en Europa ni en parte alguna, ─no hizo nada que se le pueda reprochar…Como testigo de la vida de Darío durante largos años, como familiar de su casa, puedo afirmar ─concluye el gran testigo─ que el alcohol no lo disminuía… aun en los peores momentos, conservaba esa dignidad muda, esa altivez distante que algunos tomaban por desdén. Pocos hombres he visto tan orgullosos. Y un hombre orgulloso no se envilece nunca».
Por ahí también se le asomaba a Rubén Darío lo nicaragüense legítimo, lo iberoamericano, lo español, en suma: en el orgullo. Cuando en mi juventud, y ya él en decadencia de su afligida carne, lo traté muy de cerca, en Nueva York en 1914 y 1915, fui testigo más de una vez de ese orgullo tenaz y pertinaz. Lo visitaba muchas veces el grande y bueno Archer Milton Huntington, multimillonario amante de lo español y de cuanto más es bello en el mundo, y llegaba a ver a Darío, vistiendo de frac, con una inmensa pechera que a mí me espantaba, en la que lucían unos inmensos granates. Y era de ver con qué reverencia saludaba al poeta que no se levantaba del sillón en el que se arrellenaba. Huntington tomaba la mano extendida ─mano, más que de marqués, de verdadero rey─ y la besaba. Y bien, Darío estaba en la miseria. Darío estaba enfermo. La sombra de la muerte lo rondaba, tímida ella también en su presencia. Quienes rodeaban a Darío lo instaban para que le expusiera su situación a Huntington, y le pidiera. ¿Pero cómo iba Darío a pedir la limosna necesaria? Y era tal el orgullo de Darío que Huntington le rendía el homenaje de no advertir que no estaba en el Waldorf Astoria de aquella época, que era señorial, ni siquiera en el Astor, que también era hotel de gran menage, pero ni siquiera en un albergue cómodo, sino en un oscuro pequeño apartamiento de muebles bien mugrosos.
Sea pues, el retrato que Manuel Ugarte ha trazado de Darío, el retrato definitivo del poeta y del hombre, condiciones inseparables. Y a Ugarte citémoslo una vez más. Él ha dicho que «más que la destreza para escribir, se impone la elevación de espíritu». La elevación de espíritu que tan lealmente y tan valientemente mantuvo Darío y que es esencia que este Ateneo Americano quiere servir en la noble y larga vida que le deseamos.
Y junto con el retrato de Darío de los que lo han traicionado y falsificado, abominemos de quienes le han creído el poeta de la cajita de música, que alguien ha dicho, obsequioso de la rima bonita y del metro petimetre, y sepamos verlo de cuerpo entero, en su plenitud y grandeza verdadera, antes que el poeta de las marquesas de porcelana, y que el poeta recordador de los nicaragüenses bueyes de oro, al poeta de las más profundas inquietudes humanas y de los más hondos problemas de los pueblos hispanoamericanos y de todos los pueblos.
A Rubén Darío lo podemos describir con versos suyos propios. Él ha escrito:
Vióse pasar un hombre cantando en alta voz,
y así fue él. Parecía que nadie ni lugar alguno podía detenerlo. En ninguna parte arraigó, en ninguna parte tuvo verdadero hogar. Él nació en Nicaragua, y hasta que murió Nicaragua lo enterró. Nicaragua no lo pudo retener jamás. Él pasó por El Salvador y antes, de niño de pecho, había pasado por Honduras. Luego pasaría por Chile, pasaría por Panamá, pasaría por Nueva York varias veces, pasaría por España y por Francia, pasaría por Colombia y por la República Argentina, pasaría por el Brasil, errante siempre ¿sabéis cómo? ¿Me atreveré a decirlo? Errante siempre, como el Ángel del Perdón tras la sombra eternamente atormentada y fugitiva de Caín.
Volver a Darío, evocarlo, honrarlo, volverlo a sentir cerca, vivo, volverlo a amar, es y debe ser hacer profesión de odio a la guerra, profesión de amor a la paz, en el nombre de Cristo y por piedad del hombre. La poesía de Darío, medio olvidada quizás en este aspecto, recobre así plenitud de actualidad. Y también es bueno que sea en esta ciudad, a la sombra del Capitolio donde se declaran las guerras y se ratifican las paces, donde se junten casi protocolariamente con embajadores de los Estados Unidos los hispanoamericanos; porque aquí es donde más tesoneramente se labora por la paz del mundo, y donde más aprisa se va desvaneciendo la sombra de Caín, que fue cainita aquel imperialismo por el que ayer combatimos a los Estados Unidos. Y ello se comprenderá a la luz de otros versos de Darío, de la más honda significación para nuestros pueblos, y que parecen contrariarnos unos a otros; digo los versos de la Oda a Roosevelt y los de la Salutación al Águila, en que han querido ver contradicción quienes no han comprendido que también la América del Norte y la América Hispana son pueblos hermanos: es decir, pueblos de fratricidas luchas, pero también de fraternal reconciliación, de fraternal unión. Para la conquista de Hispanoamérica todo lo tendrá este pueblo, el más poderoso de la tierra y de la historia, faltándole sólo una cosa: Dios. Pero cuando abandona el espíritu conquistador, de predominio, de imperio, entonces se le saluda con amor de hermano. No hay contradicción en los poemas de Darío sino en las mentes de quienes quisieran que habiendo estado en pugna con los Estados Unidos una vez, nos mantuviéramos inflexiblemente en pugna para siempre jamás. Pero ese no fue nunca ni el pensar, ni el sentir, de Rubén Darío. Y esto lo podemos y debemos decir a voz en cuello, para que el mismo Darío nos oiga y sepa que lo entendemos y seguimos, especialmente ahora cuando los Estados Unidos han hecho la más formal renuncia a todo imperialismo, cambiando, por la enunciación del Presidente Truman de su Punto Cuarto y que ojalá no sea traicionada, la doctrina imperialista por la doctrina de la responsabilidad fraternal.
Era señores, conforme con la definición de Bertrand Russell, la doctrina imperialista, ésta: que cuando países de desarrollo atrasado poseen recursos naturales que no saben explotar, pero que los países adelantados necesitan, es el privilegio de los países adelantados arrebatar por la fuerza, si es necesario, esos recursos y aun destruir a los pueblos atrasados si no bastara con dominarlos y subyugarlos. El Presidente Truman, en cambio, ha pronunciado la doctrina de que cuando los pueblos atrasados poseen recursos naturales que no saben o no pueden explotar, los pueblos adelantados están en la obligación de ayudarlos.
Lea poemas de Salomón de la Selva en esta edición [aquí]
1Salomón de la Selva pronunció esta conferencia durante un acto solemne celebrado en el Salón de las Américas de la Unión Panamericana de Washington en 1950, probablemente el lunes 6 de febrero, en conmemoración del aniversario de la muerte de Rubén Darío. Sobresalía la asistencia del poeta español Juan Ramón Jiménez y del cuerpo diplomático latinoamericano. La convocatoria fue realizada por el Ateneo Americano de Washington, presidido activamente por el notable intelectual hondureño Rafael Heliodoro Valle, embajador de su país ante Estados Unidos, y bajo la presidencia honoraria de Juan Ramón Jiménez, residente entonces en Washington. El Ateneo había sido inaugurado el 12 de octubre de 1949 y funcionaba sin instalaciones propias, bajos los auspicios de la Unión Panamericana y otras instituciones culturales afines. Salomón de la Selva lo ratifica: “En la solemne evocación que es la del Ateneo Americano de Washington y la de Nicaragua, Darío viene así, a esta bonita Unión Panamericana, a pasearse con derecho las galerías que adornan los bustos de los libertadores de nuestros pueblos y forjadores de nuestras naciones, cuya presencia en efigie da a estos mármoles cierta majestad y grandeza de templo”. Y reitera luego: “Es bueno pues, que al conjuro de El Ateneo, se reúnan aquí los embajadores hispanoamericanos”. Y más adelante: “Convengan ustedes conmigo, señores convocados en esta Unión Panamericana”.
(León, 1893 - París, 1959)
Poeta nicaragüense que escribió en inglés y español. Ensayista, diplomático y político, su obra influyó decisivamente en la evolución de la poesía de su país. Entre sus obras merecen destacarse Tropical town and other poems (1918), El soldado desconocido (1922), Evocación de Horacio (1949), Evocación de Píndaro (1957) y Versos y versiones nobles y sentimentales (1964), entre otros títulos.