Selección poética

1 octubre, 2023
  • Los poemas  pertenecen al libro inédito Manual para ahogados


Manuel de Sousa Sepúlveda
(Bernardo Gomes de Brito, História Trágico-Marítima)

No te dicen que hay muchas maneras de ahogarse. 
Te convencen de que hay una sola, de que
tienes una única oportunidad para hacerlo,
de que no se puede fallar. Basta con abrir la boca 
y rendirse, aseguran. El agua hará el resto.
El salitre te comerá la piel, te ahuecará
los huesos. Pesarás como un ancla de carne idiota
en brazos de quien sea lo bastante precipitado
como para intentar rescatarte. Sin embargo, no
es así: hay tantas, tantas maneras
de ahogarse. Te ahogas cuando naufragas
pero sobrevives por la merced inexplicable
del mar, que nunca es regalo sino deuda:
un charco que se lleva en el pecho, por dentro
y que va creciendo cada día. Te ahogas cuando
atraviesas pantanos y marañas 
de árboles que nunca has visto, acosado
por tropas hostiles, con el peso sordomudo
de tu familia a cuestas. Te ahogas 
cuando entierras a tu hijo menor en un país
cuyo nombre desconoces, hijo rama flaca,
hijo pellejo tieso, arrebatado por el imperio
de la fiebre. Te ahogas cuando despiertas 
un día y en tu paladar solamente queda pólvora 
y mugre, cuando vas y miras tu mano izquierda y 
es la mano de un extraño. Cuando en el ojo
encharcado de una vaca descubres 
todo el silencio de dios. Te ahogas cuando
uno a uno tus soldados caen, tus sirvientes
caen, tu esposa y el resto de tus hijos caen
y sólo te queda el fruto perplejo del cuerpo.

Güiria
(10°34′26.4″ N 62°17′53.88″ W)

El cementerio municipal de Güiria
está a dos cuadras del mar.
Tres, si tomas el camino largo. 
Puedes verlo cuando volteas hacia el este:
una masa plomiza que se levanta
como si fuera una misma
ola, un mismo puño encendido.
La hierba del cementerio 
crece por todas partes, te llega
hasta las rodillas, a veces más.
Hace años que nadie la poda. No
hace falta: así se mueve como 
un oleaje en miniatura, verde y 
amarillento, secándose 
bajo la flema del sol. La gente viene
y entierra a sus familiares, a
sus vecinos, que el agua les regresó
vueltos extranjeros. Primero aparecieron
tres cuerpos sobre la arena. Luego 
once más. Cinco. Nueve. Uno. De nuevo tres. 
Habían zarpado una semana antes, camino
a Trinidad y Tobago. Se dice que naufragaron
en el camino, que una ola bruta los volcó.
Se dice que llegaron a la playa de Chaguaramas
y echaron a correr; las autoridades
los persiguieron y apresaron 
y depositaron en contenedores industriales
comidos por el óxido: hornos flacos
estrujados por el calor. Habían pagado trescientos
dólares por estar allí. Luego los mandaron de vuelta
y en el regreso una ventolera los hizo zozobrar.
Se dice que los engulló la boca de un animal
que habita en el Golfo de Paria, una serpiente 
monstruosa. Se dice que nunca
se fueron, que nunca zarparon porque ahora mira
cómo tienen la boca llena de tierra
del cementerio municipal de Güiria. 
Los ahogados mismos no dicen nada. Están
enterrados con los pies hacia el mar, como
si vinieran desde la playa
huyendo y se hubieran desplomado aquí.
Treintaidós cuerpos que no desarrollaron 
agallas con suficiente rapidez, que no 
supieron cómo trocar sus brazos y piernas
por aletas. Es su culpa, dicen los aduaneros
en rueda de prensa, es su culpa por
aventurarse al agua, siendo animales terrestres. 
Treintaidós entierros en el cementerio municipal 
de Güiria, a dos pasos o tres del mar. Pagaron 
nueve mil seiscientos dólares por estar allí. 

Jan Nepomucký
(Bohuslav Balbín, Vita B. Ioannis Nepomuceni Martyris)

Dieron la alarma: el santo
revivía. Todo empezó por su lengua,
que hasta entonces había sido poco más
que un lagarto dormido. 
La lengua del santo estaba viva. 
Fresca. Húmeda. Se percató
el conserje de la iglesia mientras 
hacía la limpieza esa mañana. El féretro
de cristal donde descansaba el santo
dejaba ver su boca entreabierta, sus
labios mullidos, algo de su dentadura
irremediable. Y la lengua, claro.
El reptil que había despertado y ahora
se asomaba fuera de su caverna. El hombre
fue a avisar al cura. El cura al obispo y este
al cardenal. Rápidamente una comisión 
de médicos y sacerdotes apareció en la iglesia
para inspeccionar la lengua incorrupta. 
Constataron su humedad, su flexibilidad,
su textura esponjosa. Notaron el charco
de baba que se había formado en su raíz,
como un pozo de agua arrodillada. Insólita
pila bautismal. Unos de los examinadores
notó cómo la piel del santo había recuperado
su suavidad; otro, cómo se desentumecían
sus miembros de madera tosca; aún otro, 
cómo se le notaba en la cara una mueca
de dolor abierto. La vida empezaba 
a pasar sobre él su barniz, a extenderse 
por su cuerpo como una gangrena invertida. 
Alarmados, resolvieron arrojarlo nuevamente
al Vitava: aplicar el mismo remedio
de la ocasión anterior. Así fue cómo el santo
fue a parar al torrente por una segunda vez,
a ese río que cabalga a lomos de su sombra. 
Ahí tirado, ya no sueña con el cielo: 
los peces no saben soñar con barcos.

Nueva Cádiz
(10°49′20.08″ N 64°8′31.62″W)

Habíamos venido a buscar perlas.

Nos dijeron que podían encontrarse
en la arena, sueltas, como si brotaran
del suelo o como si alguien las pusiera allí
durante la madrugada. Rocío feroz,
curtido. Fruto pueril de las costas. 
Gratuito, nos aseguraban, como todo
lo que se da en esas tierras. 

Así llegamos a esta isla
que de lejos parece un cráneo sumergido. 
Pronto descubrimos que no era tan fácil: 
teníamos que desgajar
cada perla de una rama invisible, 
arrancarle esa víscera tenaz a las ostras
a punta de cuchillo. Y antes
conseguir la patente,
alquilar un bote, 
comprar vituallas. Porque si no,
¿cómo van a vender luego las perlas?, nos decían,
¿cómo navegar hasta allá afuera?, nos decían,
¿cómo alimentarse entre zambullida
y zambullida?

Cómo, es verdad. 

Nos lanzábamos desnudos, con el filo
en una mano y una bolsa en la otra:
lo justo para robarle al mar
lo que el mar no sabía dar por sí mismo.

Aguantábamos hasta dos minutos
allá abajo, hundidos en ese color peligroso,
soportando los dedos puntuales
que nos descosían por dentro,
el espolón del aire retenido
en el pecho. Había que tener
cuidado: una manta podía picarte,
dejarte su cansancio en las piernas
y entonces ya no volvías. Salíamos 
con los ojos inyectados de sangre,
los brazos como dos juncos enclenques 
y un traqueteo en la garganta.

Íbamos todos los días, incluso 
cuando el oleaje era un metal ciego,
cuando el cielo parecía una canoa volteada.
Todo por unas semillas de agua dura. 
Poco a poco, el océano nos las cobraba: no sabíamos
que nos daba las perlas en préstamo. Perdíamos 
el oído, se nos nublaba la vista y ya no
se volvía a despejar. De tanto retener el aire, 
algunos olvidábamos cómo respirar. 

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Caracas, 1987. Entre otros, autor de los libros de poesía Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Valencia, Pre-Textos, 2015; traducido al alemán por Geraldine Gutiérrez-Wienken y Marcus Roloff como Aus dem Kopf durch die Nacht y publicado por Parasitenpresse en 2021), La ciencia de las despedidas (Valencia, Pre-Textos, 2018; traducido al inglés por Robin Myers como The Science of Departures, publicado por Kenning Editions en 2021 y finalista del National Translation Award in Poetry) y Nuevas cartas náuticas (Valencia, Pre-Textos, 2022), así como los volúmenes de prosa Clarice Lispector: el lugar de la poesía (Santiago de Chile, Ril Editores, 2019), 23 shots (Caracas, Dcir Ediciones, 2021) y Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria (Ciudad de México, Dirección de Literatura UNAM / Periódico de Poesía, 2019). Entre otras, ha publicado traducciones de Marguerite Duras, Antonin Artaud, Charles Wright, Mário de Andrade, Hart Crane, Pascal Quignard, Mark Strand, Lorna Goodison, Louise Glück, Yusef Komunyakaa, Anne Boyer, Nicholas Laughlin, Shara McCallum, Jamaica Kincaid, Frankétienne, Safiya Sinclair y Patrick Chamoiseau. Su trabajo poético ha sido reunido en las antologías Ai margini di un mondo sconosciuto (Roma, Edizioni Fili d'Aquilone, 2018; traducción de Alessio Brandolini) y De ningún viaje se vuelve (Guadalajara, Mantis Editores, 2019). Tiene un doctorado de la New York University.

Crédito foto: Elisa Díaz Castelo