Ilustración de @daf_r0909
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Sergio Ramírez: Adiós a la utopía

5 agosto, 2022

La siguiente es un entrevista hecha hace más de 20 años. Fue en Cartagena de Indias, en el único taller que dictó Sergio Ramírez para la fundación de su amigo García Márquez. En ella conversa de su obra literaria y de su visión política. A tantos años de este diálogo sorprende la clarividencia y coherencia del entrevistado ante procesos que estaban por llegar.


Sergio Ramírez es uno de esos personajes envueltos, como en múltiples capas, por los comentarios que los demás hacen sobre él. Semeja una suerte de rompecabezas humano del que cada uno facilita una nueva pieza para su construcción. En Cartagena de Indias los quince periodistas internacionales que acudieron a su taller sobre literatura no hicieron otra cosa que cuchichear acerca del personaje, con  el sentido lúdico de quien crea un carácter encima del real. Que si el hombre fue sandinista, que si llegó a la vicepresidencia de Nicaragua durante el gobierno de Daniel Ortega, que si también fue Jefe de la Bancada Sandinista en el Parlamento hasta 1994, que si nunca sostuvo un arma entre sus manos, que si se ha arrepentido de ese pasado utópico, que si ahora se ha dedicado como nunca a cimentar su carrera literaria y así sucesivamente…

Pese a todo, el primer encontronazo con la realidad es más que contradictorio. Como en el cuento que abre su libro de relatos Catalina y Catalina, Sergio es un gigantón de cuerpo entero. También se le reconoce como una persona calmosa, reflexiva, de esas que gesticulan lentamente antes de pronunciar cualquier palabra.

Ramírez es un escritor regido por un método digno de academia militar: Todos los días se levanta a las 5:30 de la mañana, camina hasta las 7, luego desayuna, para media hora después leer por internet la prensa internacional. Solventados los preliminares, a las 8 de la mañana empieza escribir hasta la una de la tarde. «Son horarios continuos en los que no admito ninguna interrupción –dice. Cierro mi teléfono y no estoy para nadie. Pasada la una de la tarde sí atiendo, pero a las otras cosas pesadas y administrativas de la literatura: traducciones, invitaciones, talleres… Para eso tengo una asistenta que me ayuda, pero que está lejos de mí: al otro extremo de Managua.»

Es posible que, dentro de su cosmos personal, Cartagena de Indias haya atentado contra su rígido orden establecido.  En medio de una humedad que se pegaba y deslizaba por   las paredes, Sergio pescó una de las gripes más apocalípticas que pudo agarrar en su vida. Una afección que, entre toses, agotamientos, fiebres y ahogos repentinos, tuvo en jaque al  gran gigantón.

*  *  *

Ramírez no es celoso de compartir sus conocimientos. Por el contrario, ante la mirada siempre atenta de su mujer Gertrudis, mejor conocida como Tulita, Sergio compartía muchas de sus conclusiones con sus alumnos. Una de ellas era casi única: para mentir en la literatura se necesita acumular pequeñas verdades. Ahora bien, ¿la ecuación también sería válida en materia política?

«Yo  creo  todo  lo  contrario  –defendía  Ramírez–.  La mentira en la literatura construye toda la verdad. Mientras que en la política destruye toda credibilidad. Es legítimo mentir en la literatura, mas no en la política. Claro, tampoco hablamos  de una regla respetada. Solo es una norma ética. Creo que    la política está llena de malos mentirosos. Y la literatura está llena de buenos mentirosos, que saben conseguir la calidad del texto literario.»

Si alguien podía tener cierta autoridad en la materia era él. En su texto Mentiras verdaderas ya derrocha sus con- sideraciones acerca de las grandes falsedades que hacían grande una obra. Tan solo con el ejemplo del jumento de Sancho Panza le bastaba para desenmascarar el fallo de un personaje, que aparecía y desaparecía de escena sin ningún tipo de efecto especial. Este hecho, dentro de la historia quijotesca, siempre fascinó a un escritor que ya se había dado  de frente con más de un molino de viento.

«Es que cada vez que revisamos la situación de América Latina, se trate de políticos con proyectos mesiánicos o con promesas de arreglarlo todo, yo creo que los primeros en sufrir grandes frustraciones son ellos mismos. Se terminan dando cuenta de que la situación se tarda en cambiar, de que el poder que tienen no es el que necesitan… Hay cosas que más allá de determinadas fronteras no pueden pasar,   y que el tiempo se agota. Estamos en una etapa en la que los gobernantes cambian. Antes no podían hacerlo. Solo se quedaban con el respaldo del ejército por 10 o 15 años. Ahora deben ser electos.»

Pero incluso existen quienes entran a la política a sabiendas de considerar imposible el cumplimiento de sus promesas.

Sí. Las campañas electorales están empedradas de promesas. Me parece que ciertos políticos quisieran poder cumplir alguna de ellas. Lo que sucede es que el hecho de ser presidente en América Latina no basta para sobrevivir. En el espíritu humano el sentido de la sobrevivencia sigue siendo importante. Ahora en cualquier país latinoamericano hay 80 o 100 presidentes desde la Independencia. Difícilmente, recordaremos cuatro o cinco.

¿Cree que es tan imprescindible el hecho de que un intelectual latinoamericano opine, que no obvie la historia pública del escenario en el que le ha tocado vivir?

Creo que son dos cosas que hay que tener en cuenta: el escritor que no puede soslayar la historia pública al escribir un texto de creación literaria. Y por otro lado la posición de los escritores frente a los fenómenos de la vida pública… Antes estábamos claros que los intelectuales opinaban y mostraban su responsabilidad frente a determinados asuntos públicos. Trataban de fijar una ética de la conducta pública. Hoy ocurre menos. En la actualidad las opiniones de los intelectuales son menos abundantes, aunque hay algunos que se mantienen mucho en la línea de opinar como Carlos Fuentes. 

*  *  *

En el pasado Ramírez fue un lector voraz de libros revolucionarios como La madre de Máximo Gorki. Un texto que incluso era lectura obligada para toda la izquierda latinoamericana de mediados del siglo XX. Ahora, a tantos años de su participación en la creación de un  ideal  resquebrajado con el tiempo, Sergio va con más cuidado y elige lecturas tan originales y asépticas como las del recientemente fallecido autor alemán W.G. Sebald. «Siempre he tratado de ser un lector muy aguzado en mi sentido crítico –explica ante  un eventual malentendido–. Y trato de escoger, en lo que leo, lo que para mí sobrevive literariamente. Mi relectura de La madre es como la de Barbuse de El infierno, que no es un libro político. Me pareció que La madre no se sostenía porque es un libro muy parecido a un cuadro de Guayasamín. Este pintor me parece demasiado obvio, demasiado estridente. Esas lágrimas gruesas, esas caras de furia de los proletarios… Me dice muy poco. Esta madre como heroína política tampoco  responde  al  canon  que  yo  quiero  en la literatura como transposición compleja, múltiple de los personajes; no los personajes utilizados como instrumento de propaganda. Pero claro, en un escritor como Gorki siempre se encontrarán cosas buenas, como sus memorias sobre la infancia, adolescencia y juventud. Creo que un escritor sobrevive mejor de las críticas que le caerán en la posteridad si se mantiene puro. No debe adherirse a ningún sistema, a ninguna ideología porque eso se vuelve muy frágil. Las ideologías y los sistemas cambian. Tienden a desaparecer. Lo que queda son las opiniones de los escritores.»

Esto es algo obvio: ¿cuál arma revolucionaria le parece más eficaz: el fusil o la pluma?

Siempre va ser la pluma. El fusil tendrá valor en circunstancias específicas y muy concretas. El gran error de la revolución sandinista fue, una vez habiendo utilizado los fusiles para derrocar a Somoza, mantenerlos para forzar un cambio con el que no toda la sociedad estaba de acuerdo. Aquí los fusiles tuvieron un uso indebido que duró hasta los años 90. Yo creo que los escritores y los intelectuales nunca deben ser intelectuales orgánicos del poder. Lo digo por mi propia experiencia. El hecho de utilizar la pluma debe suponer una completa libertad de criterios e independencia. El poder siempre es mezquino, siempre reclama sacrificios y pleitesía. Es natural eso, pero no para que el escritor se lo plantee en la vida como su propia conducta. Siempre traté de defenderme con esta libertad creadora. No había dudas de que yo era parte del poder. Lo que se me hizo más difícil. Pero sí puedo decir con orgullo que nunca estuvo en mí utilizar el poder para acallar a nadie o para exigir una línea de conducta ideológica o política para con la revolución. En el proceso nicaragüense la mayoría de los escritores se alinearon con la revolución. Esto fue un fenómeno. Pero de allí no resultó que los artistas hayan hecho alguna especie de realismo sandinista. Nunca ocurrió eso.

Ramírez parece deletrear cada palabra con notable escrupulosidad. Es innegable que en medio de ese tipo de temas, no venga la imagen de un Daniel Ortega que intentaba tan solo unos meses atrás volver a la presidencia con un discurso diametralmente opuesto al que le dio la silla en su primera ocasión. Si se juega con las metáforas, su último movimiento podría equipararse al de un escritor que intenta publicar por tercera vez una novela mal redactada. «Lo que sucede es que ya no podrá volver a escribir bien –afirma su ex vicepresidente con toda seguridad–. El problema es que en la literatura un novelista nunca se retira. Escribe hasta el último día de su vida. En la política es todo lo contrario. Un político tiene que retirarse cuando se agotan sus posibilidades. El problema con Daniel Ortega es que él no tiene adónde volver o ir. Su vida es y está en la política. No tiene un hogar adonde apartarse. Eso seguirá en su conducta por  un futuro. Va ser muy difícil que se baje de ese caballo.»

Tan pronto termina la frase, es fácil notar el sentido lúdico y jocoso que el escritor le da a los refranes. Del caballo, sin ningún problema, puede decir que hasta al mono más listo se le cae el sapote y de allí salta a algún título de una canción. No es de extrañar. Su apellido es de una estirpe de músicos. Sus recuerdos, al respecto, son más que puntuales: en el patio de la casa de su abuelo todos sus tíos preparaban los números de la famosa Orquesta Ramírez. Quizá por tal razón, uno de sus libros se llama Adiós muchachos y el que está en preparación llevará por título Sombras nada más. ¿Y Venezuela? ¿Si se le antojara escribir una obra sobre la situación actual del país qué canción cuadraría mejor?

«Tal vez es muy pronto para decir cuál va a ser el final de esta canción que se está tocando en Venezuela –sonríe. Yo veo en Hugo Chávez lo mismo que veo en Daniel Ortega. Hay un empecinamiento en un liderazgo mesiánico para el cual no tiene retirada. O está en el poder o no está en ninguna parte. Eso es lo primero que empieza a dañar la posibilidad de que se entienda con la demás gente. Cuando yo oigo a Chávez blandiendo el machete y amenazando con él, al igual que lo hacía Noriega contra los oligarcas y traidores a la patria, lo veo cortándose puentes de poder gobernar a una sociedad democrática. No es posible hacerlo discriminando a la gente, por muy ricos y empresarios que sean. En una sociedad todo el mundo tiene una función que cumplir.

No es cierto que alguien como Chávez vaya a poder gobernar sin esa gente y esos sectores de la clase media que se le han vuelto en contra. Fue un despropósito.»

¿No le molesta cuándo le malinterpretan sus libros?

No. En la medida en la que un libro empieza a circular, te expones a distintas maneras de entenderlo. Eso es con- secuencia de que el texto está circulando ante la mirada de mucha gente. No lo veo como algo que me moleste.

El Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en alguna ocasión lo citó a usted y a su libro testimonio Adiós muchachos.

¿Sí? ¿Y qué dijo?

Qué había que aprender a hacer la revolución como lo ponía usted en su libro. ¿No le molesta que lo citen con fines proselitistas?

Bueno, es raro que comente eso de mi libro. Allí digo otras cosas… Alguien bromeó que en Venezuela sacaron una recomendación: Adiós muchachos puede ser un buen regalo para Chávez… Bueno, eso también son gajes del oficio. Yo he aprendido a vivir con la política y con los políticos. Obviamente, a mí me gusta Chávez como personaje. Si alguna vez me encontrara con él lo trataría con cariño. Vale la pena hablar con él. He pasado por la política y puedo decir que conozco a distancia a los políticos latinoamericanos. Pero no es un mundo que a mí me sorprenda.

*  * *

Existen muchas preguntas, simples en apariencias, pero que formuladas dan para múltiples consideraciones. Sartre  en su momento llenó páginas para revelar para qué servía     la literatura. Sin embargo, el simple hecho de explicar el por qué un escritor escribe es capaz de resultar en silencios prolongados o interminables balbuceos.

«Yo escribo para causarle alegría a la gente y para que me reconozcan en mis libros –dice Ramírez para pasar la prueba–. Uno siempre, cuando se sienta en la computadora, escribe para un lector abstracto que luego se concreta. El mejor momento es cuando firmo libros en las librerías y se me aparece alguien con todos mis libros, algunos de ellos manoseados. Ese es el mejor momento para un escritor: reconocerse en un lector, que uno vive en las bibliotecas de las casas. Para mí es el mayor triunfo de la escritura.»

Allí Ramírez se engolosina y su enorme majestad posa sus brazos detrás de la nuca para conversar acerca de la construcción de muchas de sus historias. Así se confiesa fanático de la crónica roja para elaborar tramas como la de su obra Castigo divino, reconoce su morbo por lo que pueden decir los extras de cine en sus diálogos de relleno, habla con pasión de su manía para introducirse como personaje de ficción dentro de su narrativa, manifiesta una total complacencia por poseer una intuición capaz de proporcionarle el final de la novela que aún no ha escrito y luego habla de casos reales de deportistas que le influyeron en la hechura de relatos. «Muchas veces las cosas suceden antes de que uno las invente –reconoce. Me encanta el ambiente de los estadios, todo ese universo que se genera. La diferencia es que el béisbol es un juego reflexivo. Entre jugada y jugada cada espectador se vuelve manager. Mientras que en el fútbol no hay tiempo para la reflexión.»

Ramírez tose repetidamente. Mira la hora de su reloj, pero es incapaz de decir que se acabó la entrevista. El hecho es notable y por decoro se da por concluida la plática. Mientras se le extiende la mano y se escucha cuán agradecido está por el encuentro, Ramírez dice casi en susurros, desde su escritorio, y con completa humildad:

«No quiero pasar a la historia como un buen político. Me gustaría que la gente sepa que participé en una revolución, que quise ayudar a la causa. Pero quiero ser recordado como escritor, aunque para eso me falta mucho trabajo. Por lo menos, antes me reconocían más como Vicepresidente de Nicaragua.»

Cartagena  de Indias
2001

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Escritor, editor y periodista venezolano. En la actualidad dicta clases de cine y literatura en la Universidad de Houston y dirige la revista Carátula. La novela La vida alegre (Alfaguara, 2020) es su libro más reciente. Su Twitter/X: @dcenteno1