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TAN CERCA Y TAN LEJOS: América Latina y Europa en el siglo XXI

1 junio, 2013

Presentamos en éste número de Carátula, la conferencia brindada por el Dr. Sergio Ramírez el pasado 13 de Mayo, en París, en el marco del Ciclo Temático Europa-América Latina: nuevas visiones, nuevas cartografías, con el auspicio del Ministerio Francés de Asuntos Extranjeros y Europeos, la Universidad de Cergy-Pontoise y la Maison de Amerique Latine.


Para Gustavo Guerrero

Siempre oí decir que el término América Latina había sido una invención francesa incubada en los tiempos del expansionismo imperial de Napoleón III, quien ambicionaba tanto una sucursal de su imperio en México como un canal interoceánico a través de Nicaragua, cuyo trazo él mismo diseñó. Pero hace poco he averiguado que aquella denominación que hasta hoy día nos identifica resulta ser la obra de emigrantes latinoamericanos  que nunca han faltado en París.

El 22 de junio de 1856 se celebró una asamblea en la que participó una treintena de asistentes, para repudiar la ocupación de Nicaragua por la falange filibustera del fundamentalista sureño William Walker, quien ya había fracasado en apoderarse del estado de Sonora en México. Tras hacerse elegir presidente de mi país por sus propios mercenarios, restableció la esclavitud e instauró el inglés como idioma oficial, mientras el presidente Franklin Pierce se fingía desentendido.

Fue entonces cuando en uno de los ardientes discursos de esa noche, el chileno Francisco Bilbao habló por primera vez de “la raza latino-americana”, para oponerla a la raza anglosajona de Estados Unidos, que se había apropiado del nombre de América. Ese mismo año,  el 26 de septiembre de 1856, el colombiano José María Torres Caicedo, también exiliado en París, publicó el poema “Las Dos Américas” donde esta contradicción vuelve a hacerse patente:           

La raza de la América Latina
Al frente tiene la sajona raza.
Enemiga mortal que ya amenaza
Su libertad destruir y su pendón.

Esta contradicción, que definiría la suerte de América Latina para el porvenir, había sido expresada ya por el propio Bolívar en su carta al encargado de negocios de Inglaterra, Patricio Campbell, escrita en Guayaquil el 5 de agosto de 1829, cuando afirma que “los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar a la América de miserias en nombre de la libertad”, una frase muchas veces citada para llevar agua a distintos molinos.  Y la reivindicación del nombre de América Latina sería luego elaborado por los pensadores liberales de la segunda mitad del siglo diecinueve, Carlos Calvo de Argentina, Juan Montalvo de Ecuador, Cecilio Acosta de Venezuela, los puertorriqueños Ramón Betances y José María de Hostos, y por fin José Martí y Rubén Darío, hasta llegar a la síntesis nacionalista de José Vasconcelos que buscaba reivindicar el mestizaje: “por mi raza hablará el espíritu”.

Ganamos una identidad en base a una confrontación, más que gracias a un catálogo de valores comunes, o a la existencia de instituciones firmes y bien definidas, entre cuartelazos, asonadas y guerras civiles. Y esta misma identidad defensiva, de lo latinoamericano al antiimperialismo, alimentó las luchas ideológicas a lo largo de la guerra fría, con el tiempo ha llegado a volverse retórica, y subsiste como bandera de combate para lo que ha dado en llamarse el nuevo socialismo, o bolivarianismo, aun cuando la correlación geopolítica en el mundo ha cambiado, lo mismo que la propia influencia de Estados Unidos en América Latina, que parece hoy más diluida como potencia agresiva, o agresora, que décadas atrás.

Empezando por la influencia económica, es manifiesto su retroceso como partícipe en el comercio latinoamericano, y aunque sigue ocupando aún el primer sitio, esta participación ha decrecido  del 58 al 39 por ciento, en tanto que China ha subido rápidamente al tercer lugar en calidad de proveedor para el conjunto de la región. Según Carl Meacham, hoy en día, “América Latina es el segundo destino más importante, después de Europa, para la inversión extranjera china, y el país asiático, a su vez, se encuentra entre los principales mercados de exportación para la región”. Y Estados Unidos no ha hecho ningún alegato geopolítico en contra de la presencia de China en su viejo patio trasero.

Estamos ya muy lejos del siglo diecinueve, cuando se incubaron todas esas ideas que aún alimentan lo que debo seguir llamando nuestra identidad defensiva, y lejos de la guerra fría, cuando tomaron sustancia en una confrontación que llevó a diversos conflictos armados, y Estados Unidos se alineó contra la insurgencia marxista y respaldó sin condiciones a las dictaduras de derecha. Su política de seguridad respecto a América Latina, sin atención al color ideológico de los gobiernos, se basa hoy en la cooperación para enfrentar el tráfico de drogas, el crimen organizado y el terrorismo, y para atajar la inmigración hacia sus fronteras; y así mismo, impulsa el libre comercio.

Ninguna de sus coordenadas estratégicas pasa por la exigencia de un marco de democracia institucional y respeto a los derechos humanos como alguna vez en el pasado reciente, durante la administración Carter, por ejemplo, y más allá de la retórica confrontativa esta política abre un espacio de convivencia con gobiernos de corte autoritario, lo que podríamos llamar autocracias electas.

Las fronteras económicas se abren, el mundo se ha vuelto global, las hegemonías bipolares, o únicas, se han derrumbado, empezando por la de Estados Unidos, y cada vez más nos damos cuenta de que nuestra pretensión de identidad latinoamericana, en un territorio de vastos confines, fue siempre más ideológica que otra cosa; baste citar las fraternidades francmasonas que inspiradas en el credo liberal conspiraron en distintos países para prender la llama de la independencia desde comienzos del siglo diecinueve, igual que el Che Guevara trataría de crear después una fraternidad de movimientos armados de liberación inspirados en el credo marxista, en la segunda mitad del siglo veinte.

Yo diría entonces que la relación que se crea entre América Latina y Europa, en términos modernos, también es ideológica. El pensamiento que alimentó la independencia fue europeo, de Rousseau, a Locke, a Montesquieu, a Voltaire, y tanto las ideas que inspiraron la revolución francesa, como la independencia de Estados Unidos, fueron decisivas a la hora de la independencia de nuestros propios países. Los libros de aquellos pensadores eran artículos de contrabando y viajaban a caballo en las alforjas de los  próceres, o  los copiaban en los mismos tomos de cuarto mayor forrados en lona marinera donde llevaban su contabilidad doméstica.

Eran ideas exóticas, y sus símbolos también lo eran. El gorro frigio de los sans culotte se quedó hasta hoy días en los escudos de armas de las nuevas repúblicas, desde Argentina, hasta Bolivia, Colombia, Cuba, Haití, El Salvador,  y Nicaragua, y figuró en el de la República Federal de Centroamérica, un símbolo persistente de la libertad tantas veces malversado. Porque las ideas que definían el estado moderno en el siglo diecinueve y se asentaron en las nuevas constituciones, siguieron siendo exóticas por mucho tiempo, y en no pocos sentidos lo son aún,  imperio de las ley, balance de poderes, gobiernos republicanos y democráticos.

Me parece que al hablar de un relación bilateral entre Europa y América Latina, vista desde la perspectiva de dos grandes comunidades, cada una de las cuales comparte principios políticos comunes inspirados en la misma filosofía fundacional, y al mismo tiempo un espacio institucional común, salta de por medio esta asimetría democrática. En muchos sentidos, seguimos siendo decimonónicos porque la institucionalidad no ha progresado la suficiente, y es fácil que debajo de las pretensiones de modernidad surja siempre la figura autoritaria del caudillo.

Seguirá habiendo en el futuro en América Latina gobiernos más o menos democráticos, basados en concepciones ideológicas diferentes, no en reglas institucionales identificables. De esta manera hemos entrado en el siglo veintiuno, y no creo que podamos apartarnos a corto plazo de semejante perspectiva. Seguimos hablando de proyectos. Un proyecto peronista de derecha, un proyecto peronista de izquierda. Un proyecto bolivariano, o ahora un proyecto chavista, o postchavista. Un proyecto sandinista, o ahora orteguista.

En un ensayo de 1986 sobre Democracia en América Latina, Albert Hirschman sostiene algo que sigue siendo válido hoy, y es que nuestra cultura política se basa en el hecho de “tener opiniones fuertes y preconcebidas sobre casi cualquier cosa”, es decir, el síndrome autoritario que  a su vez pretende la unanimidad del criterio social, lo que es una forma de exclusión que necesariamente castiga la disidencia. Es necesario, por tanto, «sustituir las formas utópicas, rousseaunianas, la exigencia de unanimidad y voluntad popular, como sustentos de legitimidad democrática”, afirma.

El mismo Hirschman abre una interrogante que cobra peso hoy día, cuando propone disociar la fortaleza de la democracia del crecimiento económico. No es necesario que una sociedad democrática, con instituciones fuertes, sea necesariamente próspera. La democracia debe sobrevivir aún en situación de pobreza, o de crisis, como es el reto hoy mismo en Europa, en países como Grecia, Chipre, España y Portugal; que la instituciones democráticas no sólo sobrevivan incólumes ante la crisis, sino que puedan guiarlas hasta su solución.

Pero la propuesta contraria viene a ser un desafío peligroso al modelo democrático sin apellidos al que todos aspiramos. Si China, cuya presencia en el ámbito económico latinoamericano es cada vez mayor, en cuanto a abastecedor de mercancías, comprador de materias primas e inversionista, representa un modelo económico exitoso, con un régimen autoritario y cerrado de partido único que administra la tolerancia a favor de la propia conveniencia del estado, la pregunta tentadora viene a ser: ¿por qué apegarse al modelo democrático europeo, si el modelo chino demuestra que el liderazgo autocrático rinde tan buenos frutos para llevar adelante proyectos de largo plazo?  Es una pregunta tentadora para nuestros caudillos de nuevo cuño, dispuesto a reelegirse sin término.

Tanto en África como en América Latina, China se guía por un apetito voraz de materias primas y alimentos, sin consideraciones al medio ambiente, y si sumamos el creciente abastecimiento de sus productos terminados, tenemos a la vista dos factores tradicionales en que se basó la expansión de las economías metropolitanas en el siglo diecinueve, y que aparecen hoy insertados entre las novedades del mundo tecnológico global. Pues con todo lo que la globalización representa en cuanto a un nuevo orden internacional del trabajo, dislocación de la producción, comunicaciones instantáneas, transacciones financieras virtuales, no ha disminuido y, por el contrario ha aumentado, la importancia del comercio de mercancías, que es la base de la relación entre América Latina y China.

La economía del conocimiento, con todos sus alcances cibernéticos, ha puesto un nuevo piso a una economía mundial cada vez más estratificada, pero no ha sustituido a las bases tradcionales de esa economía. De ahí la importancia del petróleo, del que Brasil y Venezuela son dueños de formidables yacimientos, y las nuevas tecnologías para su explotación que están también reconfigurando la geoeconomía mundial, junto con la búsqueda acelerada de fuentes alternativas de energía.

De modo que América Latina tendrá en el tiempo venidero tres sueños antes de despertar de verdad: el viejo sueño americano que representa Estados Unidos, remozado ahora en forma de tratados de libre comercio, un paraíso abierto para las mercancías pero cerrado para los inmigrantes; el sueño europeo, democracia plena y bienestar social, y como afirma Jeremy Rifkin, “defensa del medio ambiente, acción internacional pacífica y gusto por la calidad de vida”; y ahora el sueño chino: te compro todo y me vendes todo y ambos nos hacemos ricos sin hacernos preguntas embarazosas.

Viendo de cara a la relación con Europa, la siguiente pregunta también es crucial: ¿se contentará Europa en América Latina con una diversidad de modelos políticos, que van del autoritarismo electoral y el populismo benefactor de Venezuela o Nicaragua, a la democracia efectiva y sin apellidos de Chile, Costa Rica u Uruguay, países donde la institucionalidad garantiza las alternancias ideológicas en el poder? ¿Y tendrá más peso la geoeconomía que la geopolítica?

Por otro lado, hay que tomar en cuenta que los bloques o comunidades de países dominados por la izquierda del nuevo socialismo seguirán formándose en base a presupuesto de identidad ideológica, en el que el antiimperialismo seguirá teniendo un peso retórico, pero aglutinador. La incipiente Comunidad de Naciones de América Latina y el Caribe (CELAC), ha surgido no sólo porque la tradicional Organización de Estados Americanos (OEA), es obsoleta e inoperante, sino porque excluye a Estados Unidos, un presupuesto ideológico central en la política exterior del  extinto presidente Chávez, aunque Estados Unidos represente el veinte por ciento del mercado petrolero de Venezuela, y su única fuente líquida de ingreso de divisas.

¿Cómo deberemos ver en el futuro las relaciones entre Europa y América Latina? En menos de dos décadas, afirma Javier Valenzuela, lo que habrá en el mundo es una «guerra de tronos”, como en la edad media, “con múltiples reinos, señoríos y ciudades de fuerzas más o menos semejantes, compitiendo implacablemente unos con otros sin que ninguno pueda imponerse con rotundidad”.

Un desorden político mundial, consecuencia de la falta de hegemonías.  Entre las veinte economías más importantes, los Estados Unidos habrán pasado de acaparar un tercio del PIB mundial, a una cuarta parte. De modo que no podremos ignorar las realidades de la multipolaridad en un mundo al mismo tiempo global, en el que unos autores pasan a la penumbra en la escena, y otros se acercan a los reflectores, y porque tienen poder económico terminarán reclamando su propia zona de influencia, y su propio estatus, como en el caso de Brasil y México, que demandan ya un asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

No un asiento para América Latina como región, algo que en algún momento del año pasado propuso el antiguo secretario general de la ONU, Kofi Annan, pues en términos políticos América Latina se vuelve una entidad poco homogénea en el mundo de los nuevos repartos, igual que tampoco China podría representar a la India, ni Francia e Inglaterra al resto de los países de la Unión Europea.

Pero, además, el sueño europeo, protegido bajo el manto protector de una moneda común, ha sido inquietado de pronto por la pesadilla de la fractura continental entre norte y sur, un norte rico dueño de los instrumentos financieros, y un sur abierto a los riesgos inminentes de la quiebra financiera, el desempleo, la pobreza, la inestabilidad, y la creciente inconformidad con el modelo político.

De modo que tanto en Europa como en América Latina tendremos ahora un norte y un sur. El nuestro será siempre el viejo norte anglosajón por el que tuvimos que empezar a llamarnos América Latina, y del que nos separa una frontera que aún hoy en día, aunque las hegemonías hayan cambiado en el mundo en muchos sentidos, sigue siendo implacable, en primer lugar para los inmigrantes pobres.

El futuro no será homogéneo en América Latina, como no lo será en Europa. Es cierto que Brasil y Nicaragua pertenecen al mismo continente, pero las distancias entre ambos son insalvables. También lo son con países como Chile o Perú, que crece a pasos agigantados.  Brasil, la décima economía mundial hoy en día, juega un creciente doble papel, en el escenario mundial y en la propia América Latina, dueño de fronteras comunes con  todos los países en América del Sur excepto Ecuador y Chile. La economía Argentina, antes tan próspera e independiente, depende ahora en mucho de Brasil.

Pero si las predicciones se cumplen, México habrá superado a Brasil en cuanto al tamaño de su economía para el año de 2022, según unas, o bastante más antes, según otras, lo que le daría una influencia aún más sólida sobre los países centroamericanos, y una relación más ventajosa con Estados Unidos dentro del Tratado de Libre Comercio entre ambos y Canadá, para no hablar sino de sus vecinos más próximos.

Si seguimos con las comparaciones, aún Costa Rica, al lado mismo de Nicaragua, con una dimensión territorial menor, tiene una economía diez veces más grande, y cuadruplica a Nicaragua en ingreso per cápita, con niveles mucho más elevados de desarrollo social.

Como se ve, la pertenencia territorial a una región vasta, ofrece cada vez menos señales de identidad reales. Las cifras hablan mejor en ese paisaje múltiple que los viejos afectos sentimentales. Y las comparaciones valen a ambos lados del Atlántico. El ingreso per cápita de Argentina y Portugal se haya hoy día equiparado en una medianía decente, pero ambos países están sujetos a crisis; Portugal se haya lejos de Alemania como socio en cuanto a riqueza, y Colombia ya ha superado a Argentina en cuanto a la cuantía de su Producto Interno Bruto. Se trata de una movilidad de la que habrá que esperar aún muchas sorpresas.

Chile, Costa Rica y Uruguay tienen niveles de pobreza inferiores al veinte por ciento, y Brasil se propone reducirla a la mitad para dentro de dos años.  En cambio la mitad de la población en Haití, Honduras, Nicaragua, Bolivia, Guatemala y Paraguay sigue siendo muy pobre, y la violencia es la peor de las consecuencias de la miseria no sólo en estos países marginales, sino también en Venezuela, donde la dilapidación de la riqueza del petróleo es la que genera violencia, lo mismo que en México la pobreza estructural se suma al auge de los carteles del narcotráfico dejando cada año miles de muertos. Y es la violencia, y la estructura feudal del país, la que convierte a Guatemala en un estado que camina con muletas, su sistema judicial intervenido por las Naciones Unidas.

Pero tampoco el futuro será homogéneo en Europa. De acuerdo a Susanne Gratius, el índice de pobreza en España habrá crecido hasta el cuarenta por ciento para el año 2022, y que en Grecia, Italia y Portugal estos índices ronden hoy el veinte por ciento “indican el declive social provocado por los severos programas de ajuste que ocasionaron una constante reducción de los ingresos y una recesión que ya dura más de cinco años”. Y “en Alemania”, afirma, “el país económicamente más estable de la UE y uno de los pocos que sigue creciendo, la clase media se ha reducido, aumentando la disparidad entre ricos y pobres”.

Las asimetrías, o simetrías, tienden por tanto a comunicarse a través del Atlántico. Hoy en día tenemos otra vez una inmigración española calificada hacia América Latina, como ocurrió tras la caída del gobierno republicano, de la que se están beneficiando México, Argentina, Chile, Brasil, y el flujo de inmigrantes latinoamericanos hacia España ha menguado.

La clase media tiende hoy a crecer en países como Brasil, Perú, Colombia y Panamá, y se deteriora en España, Portugal e Italia. El fantasma de la pobreza ya no tiene su territorio solamente de nuestro lado del Atlántico, y es posible que veamos de este lado todo lo que en América Latina traen consigo el desempleo y las condiciones deterioradas de vida, violencia callejera, guerra de pandillas juveniles, la extensión del narcotráfico con su propia violencia, y en el terreno político  la emergencia del populismo mesiánico, como está ocurriendo ya en Italia y en Grecia.

Más allá de los vínculos históricos y culturales, la relación privilegiada de España con América Latina ha tenido una base sustanciosa en los generosos programas de cooperación que abarcan desde la salud y la educación, hasta la preservación de bienes culturales. La drástica reducción de estos fondos como consecuencia de la crisis interna debilitará esta relación, y por tanto el papel de España como interlocutor de Europa con América Latina.

La Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión entre la Unión Europea y Estados Unidos, el inicio de cuya negociación se iniciará en junio de este año, se convertiría en un hecho trascendental en un mundo de relaciones tan múltiples y dispersas, abriendo la perspectiva de un formidable espacio económico común que abarcaría nada menos que la mitas del PIB del planeta. Para lograrlo, ambas partes  deberán remover primero el formidable obstáculo de las viejas políticas proteccionistas en la agricultura. Es lo que ha hecho fracasar hasta ahora el Acuerdo de Asociación entre el Mercosur y la Unión Europea, junto con otros asuntos como el de la propiedad intelectual.

En tiempos de crisis para los dos partes, por primera vez se habla en términos trasatlánticos más allá de la defensa militar. El acuerdo supondría la multiplicación de las oportunidades de empleo y el crecimiento en ambas orillas del Atlántico Norte. Pero quizás sería conveniente no olvidar que en la otra orilla están también los países de América Latina, que igualmente pertenecen al ámbito Atlántico, igual que pertenecen los países de África.

De este modo se podría llegar a tener un diálogo del Gran Atlántico, que abra un ámbito nunca antes imaginado de disponibilidad concertada de recursos humanos y naturales, de tecnologías y mercancías, de conocimiento y desarrollo. Un diálogo que a la vez fuera norte-norte y sur-sur, y sur-norte y norte-sur, con expresiones regionales, subregionales y bilaterales, pero bajo el gran denominador común de un acuerdo marco, que fuera a la vez económico, político y social.

Estados Unidos y la Unión Europea pueden expresarse como interlocutores directos. Sin embargo, nuestras propias realidades en América Latina lo impiden. En el futuro inmediato, Brasil tendrá un peso gravitacional sobre mecanismos de integración económica como UNASUR y el MERCOSUR, y México un liderazgo mayor en Centroamérica y el Caribe. Mientras tanto, hay otras piezas activas, como la Comunidad Andina de Naciones (CAN), el Sistema de Integración Centroamericana (SICA) y la Comunidad del Caribe (CARICOM), que reúnen diferentes consensos. Está por verse si el liderazgo de Venezuela, ejercido a través de la provisión gratuita y concesional de petróleo puede sostenerse a largo plazo,  y si la alianza del ALBA no perderá vigencia en cuanto proyecto político, mientras, el liderazgo de la CELAC quedaría bajo disputa entre Brasil y México.

Pero el papel de Venezuela tampoco se evaporaría. Con las reservas de petróleo y gas natural más ricas del mundo, un adecuado modelo de desarrollo económico capaz de potenciar sus recursos le daría en el futuro relevancia no sólo en América Latina, sino también en el escenario mundial.

Ya hay en curso una negociación para la firma de un acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Canadá, y existe un Tratado de Asociación con México, y otro con Centroamérica, el único acuerdo conseguido hasta ahora por Europa con una región en nuestra orilla. Es un mosaico que debe completarse por piezas, porque la realidad pone coto a la aspiración de los acuerdos globales, debo insistir, con una América Latina tan vasta, tan diversa, y de pesos tan disímiles.  Pero una gran unión de mercados como la propuesta entre La Unión Europea y Estados Unidos, podría abrir la oportunidad de uniformar, o comunicar, los acuerdos ya suscritos entre ambos y sus distintas contrapartes en América Latina.

El hecho de tener dos orillas, hacia el Atlántico y hacia el Pacífico, es para América Latina un recurso geopolítico y geoeconómico que nunca antes había sido tomado en cuenta. El Pacífico era una realidad lejana, aún en tiempos de la emergencia del Japón como la gran potencia económica oriental, pero hoy la región mira hacia ambos lados, sobre todo porque China representa una oportunidad de mercado de proporciones gigantescas, como nunca lo fue el Japón.

Mucho se habla actualmente del desplazamiento del eje hegemónico mundial desde el Atlántico hacia el Pacífico y se augura que éste será el siglo del Pacífico. Sea no real esta predicción,  América Latina tiene ya, y los tendrá en el futuro, tres grandes socios obligados, Asia, Europa, y Estados Unidos. Y hay que fijarse en la calidad de estas relaciones, vistas de manera individual.

Asia es un gran mercado. Pero la exportación de materias primas hacia China no es un modelo comercial que pueda echar raíces a largo plazo, sujeto a contingencias de precios, o a las necesidades del propio crecimiento de aquel país, que podrían llegar a ser menores en el futuro. En la medida en que el desarrollo tecnológico prevalezca, a América Latina le interesarán  más las exportaciones con valor agregado que la sobre explotación de los recursos naturales y el daño al medio ambiente, cuya preservación es hoy un valor esencial para el desarrollo sostenible. Desde ya, las exportaciones latinoamericanas hacia Europa y Estados Unidos, empezando por México, son más elaboradas y diversificadas, excepto las que provienen de países más pequeños que concentran su oferta en productos agrícolas tradicionales.

Pero ese no quiere decir que los países con mejor capacidad de desarrollo, y de participación en los mercados, no seguirán mirando hacia el Pacífico, y viéndose también como parte de aquella otra orilla, como es el caso de Colombia, México, Perú y Chile, que formaron desde 2011 la Alianza del Pacífico; y así mismo, todos ellos menos Colombia son parte del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, que busca la firma de un acuerdo de libre comercio transregional.

En el pasado reciente hemos vivido de pronósticos fallidos, empezando por la unipolaridad mundial de los Estados Unidos tras la caída del muro de Berlín, algo que llegó a ser denominado como el fin de la historia cuando más bien una nueva historia, diversa, contradictoria y sorpresiva, estaba empezando. El pronóstico del ascenso imbatible del Japón hacia la primacía también fue fallido, cuando China no aparecía para nada en el mapa mundial. Hoy se dice que para el año 2050 ningún país europeo, ni si quiera Alemania, figurará entre las diez economías más importantes del globo, pero en esa lista sí estarán  Brasil y México.

En mundo sin una Europa relevante no es pensable, ni tampoco deseable. Quizás se tratará de una Europa distinta la que tendremos a la mitad de este siglo, y también tendremos una América Latina distinta. Pero, haciendo también por mi parte un pronóstico, ambas regiones se hallarán bajo la identidad común de instituciones democráticas firmes, lejos de los modelos ligados a autocracias engendradas por crisis económicas o por falsas esperanzas.

La modernidad de América Latina, lo mismo que su prosperidad, sólo será posible si se logra dejar atrás los modelos personalistas para que las instituciones arraiguen de manera firme, mientras al mismo tiempo se multiplica la inversión en educación para transformar la calidad de los empleos y expandir la clase media. La pobreza y la desigualdad, y lo mismo la marginalidad provocada por la falta de acceso a una educación de calidad, son el caldo de cultivo del caudillismo, un mal que nos persigue desde el fondo oscuro de la historia.

Siempre que nos preguntemos por nuestra identidad, encontraremos en Europa en el sustrato de nuestra cultura y de nuestra historia, por mucho que en medio de la vocinglería retórica a la que seguimos siendo adictos, se reniegue de esta herencia que es parte indisoluble de nuestro patrimonio esencial. Nuestras lenguas son europeas, y nuestra literatura se nutrió de los modelos europeos, para hacer luego un viaje de regreso. Y parte esencial de esa herencia son los valores políticos ligados a la ida de democracia y  a los derechos esenciales del individuo como ser social, que alentaron las luchas por la independencia.

Claro que ha habido a lo largo de nuestras historia grandes fracasos a la hora de incorporar esos valores a nuestra vida social, pero siempre han estado allí, y seguirán estando, porque no hay otros que puedan reemplazarlos. La democracia no es sustituible, y por eso los proyectos mesiánicos son por naturaleza perecederos, aunque siempre hayamos pagado un costo muy alto por ellos.

La democracia, los derechos humanos, la equidad social, la justa distribución de la riqueza, la defensa del medio ambiente, son parte del legado europeo que debe alentar a la sociedad latinoamericana moderna que, por su parte, se ve hoy sujeta a la benéfica participación de movimientos sociales y políticos que encarnan los sentimientos y reivindicaciones de mayorías y minorías alternativas, empezando por el avance de la participación de las mujeres, históricamente postergadas y aún víctimas de la violencia sistemática, herencia de la vieja égida patriarcal; lo mismo que las etnias indígenas, componentes esenciales de no pocas naciones latinoamericanas y caribeñas, donde el concepto de sociedad plurinacional se arraiga cada vez más; sin olvidar los movimientos de los homosexuales que hoy reivindican sus derechos, en desafío de la discriminación.

Las relaciones entre Europa y América Latina no pueden limitarse, por supuesto, al libre intercambio de mercancías, que tampoco es de gran magnitud, apenas el seis por ciento del comercio de Europa fuera de sus fronteras, aunque por supuesto deberá seguir creciendo. Una relación destinada a durar se sustenta en valores compartidos, y por eso me parece que los acuerdos de unión, como el firmado con Centroamérica, lleva una visión más amplia que la de los simples acuerdos de libre intercambio, al incluir el imperio del estado de derecho, el fortalecimiento institucional, la cohesión social, el desarrollo sostenible, y el uso de la cooperación para remover los obstáculos estructurales.

Mencioné al principio que la denominación de América Latina nació como fruto de una contradicción frente al proyecto de dominio de los Estados Unidos, que sucedió a las pretensiones imperiales de Inglaterra, la gran potencia colonial que tanto tuvo que ver con la historia de nuestros países, desde Argentina hasta el Caribe, igual que vivimos el largo dominio colonial de España que tuvo su final definitivo en 1898 cuando perdió Cuba y Puerto Rico.

Con Estados Unidos, ya dije, sigue existiendo ese conflicto muchas veces retórico de sustrato ideológico, imperialismo antiimperialismo, que tuvo su último punto de tensión durante la guerra centroamericana de los años ochenta del siglo pasado, y las invasiones militares de Grenada y Panamá.

Pero tampoco hay que olvidar, como señala José Antonio Sanahuja, que la “asociación de valores compartidos” entre Europa y América Latina, se ha basado en una búsqueda identidad común en la que, al menos en parte, el “otro diferente” era Estados Unidos, aunque se trate de actores colocados todos en el plano occidental. “La relación birregional, y en especial la UE ante su contraparte latinoamericana, ha querido ser una alternativa a Estados Unidos, ofreciendo un modelo económico y social distinto al modelo neoliberal estadounidense”. La pregunta es, si el modelo europeo, visto en su conjunto, se mantiene invariable en su dimensión humanista para ofrecer una alternativa de este tipo, y si sus componentes permanecerán incólumes, empezando por la economía social de mercado, tan diferente de la economía consumista de mercado.

De todos modos, no puede ignorarse que el acercamiento de Europa a América Latina no ha tenido nunca un componente geopolítico marcado por un proyecto de dominación política, militar o económica. Esto es obvio. Tampoco parece tener  China un proyecto semejante, pero nadie asegura que en el futuro no vaya a tenerlo, no respecto a América Latina únicamente, sino también en relación a África y a Asia misma. Es muy difícil aspirar a ser la primera potencia económica, industrial y financiera del mundo, sin aspirar al mismo tiempo, cualquiera que sea el plazo, a ser la primera potencia militar y política, sin un modelo democrático que exportar, desde un sistema vertical con una propuesta ideológica obsoleta.

También hay una identidad que surge de la crisis. América Latina, a pesar de que crece económicamente en estos últimos años, no termina de resolver el asunto de la institucionalidad democrática, como hemos dicho, y eso es ya en sí mismo una crisis. El autoritarismo es la marca de esa crisis. Pero del otro lado está también la crisis europea, que no sólo es financiera. Josep Ramoneda habla de “una crisis sistémica del capitalismo, de dimensiones económicas, políticas, sociales y morales”. Las crisis  traen consigo riesgos, pero también la oportunidad de que nazcan ideas renovadoras de cambio, desafiando los viejos paradigmas.

Desde esta orilla europea del Atlántico, se necesita un cambio de visión profundo respecto a la otra orilla, que permita dispersar ese viejo paisaje muchas veces homogéneo, adquirido gracias a prejuicios y visiones anquilosadas. Esa visión a veces simplista, a veces ingenua de América Latina, no corresponde si quiera al siglo veinte, que ya pasó, sino al siglo diecinueve, y va desde la literatura a la política. El realismo mágico es una invención europea, no latinoamericana. Tenemos una literatura rica y diversa, en sociedad ricas y diversas, llenas de contrastes y contradicciones. Somos demasiado vastos para ser homogéneos, pero nos sentimos dueños de una identidad común, y esa identidad sólo existirá mientras la buscamos. En la diversidad está nuestra identidad. Es necesario cambiarse los viejos lentes para vernos mejor.

De manera que dentro de las asimetrías, diversidades y variantes que los tiempos imponen en un mundo de muchos polos, alianzas e influencias cruzadas, y por muchos cambios que ambas partes experimenten en sus realidades internas, viviremos juntos en este siglo la mejor de las aventuras, que es la de la búsqueda de la unidad en la diversidad.

O, puesto de mejor manera en los versos de mi paisano Rubén Darío: únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos


BIBLIOGRAFÍA

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    ¿Qué importancia puede tener la Unión
    Europea para una América Latina emergente?
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  • Valenzuela, Javier
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    El País, Madrid, 2 de septiembre 2012.
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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.