Tentación de una utopía. La república de los jesuitas en el Paraguay

1 agosto, 2007

El siguiente es un extracto del prólogo que Roa Bastos escribió para la obra Tentación de la utopía. Las misiones jesuíticas del Paraguay de Jean-Paul Duviols y Rubén Bareiro Saguier, editada por Tusquets, Barcelona, 1991. Probablemente es una de las mejores revisiones sobre aquel experimento utópico y  controvertido que los jesuitas ilustrados  quisieron establecer en las reducciones guaraníes durante el siglo XVII y XVIII AMDG. Las reducciones fueron destruidas y los jesuitas expulsados. ¿Por qué sufrieron semejante castigo? Carátula.


Entre lo temporal y lo eterno
Voy perdiendo mi ser mientras me voy humanando…

Guiraverà, Chamán guaraní

De 1610 a1 1767 los jesuitas intentaron crear en Paraguay, en una treintena de reducciones, el paraíso cristiano como lugar de bienaventuranza eterna. Cristianizaron a las tribus guaraníes rebeldes, organizaron un poder económico y militar sobre la base de los indígenas reducidos y defendieron las Misiones contra las invasiones de los bandeirantes paulistas, habitantes del imperio vecino. Enseñaron a los indios desde la agricultura hasta la escritura. La vida estaba totalmente reglamentada, y el día se dividía entre oraciones, labores y tiempo libre. Los jesuitas introdujeron el núcleo familiar monogámico, no existía la propiedad privada, y cada cual recibía todo lo que le hacía falta según sus necesidades. Lograron que las reducciones fuesen enclaves autárquicos. Así pensaron llevar a la práctica la tentación utópica al servicio del ideal, expresado en la divisa de la Compañía de Jesús: Ad majorem Dei gloriam.

Las Misiones jesuíticas del Paraguay configuraron sin duda el experimento más original de la llamada “conquista espiritual” en el Nuevo Mundo. Fue, asimismo, el capítulo de la evangelización más discutido e incomprendido por los cronistas de la época y hasta por los historiadores eclesiásticos. Algo de eso ocurrió, aunque en otra dirección, con las corrientes del pensamiento filosófico, jurídico, antropológico, político o sociológico que, a partir del siglo XVIII y basado en los modelos del utopismo clásico, renacentista e iluminista, tomaron las Misiones como centro de sus teorías y especulaciones. En no pocos casos, han sido los propios historiadores y cronistas de la Orden los que han contribuido a esa proliferación de confusiones y malentendidos. Justa o injustamente las Misiones se convirtieron así en el chivo expiatorio de las frustraciones idealistas de la historia.  Fortaleza de un gran enigma, asediada sin cesar, aun mucho después de que se hubiesen convertido en ruinas y metamorfoseado en la leyenda de un hipotético “Reino de Dios sobre la tierra”. Este reino edificado sobre los dos palos cruzados, sostén de la morada terrenal, según uno de los mitos de origen de los antiguos guaraníes.

¿Ciudad de Dios o de los hombres?

Allí está en las bibliotecas, por ejemplo, aquella resplandeciente Ciudad del Sol que el humanista y hereje  calabrés Tommaso Campanella imaginó en un relato utópico memorable, escrito en la cárcel, como parte de su lucha contra la escolástica. Relato que prefiguró, con pocos años de anticipación, la obra de los padres de la Compañía de Jesús entre los guaraníes. Célebres autores agnósticos, contrarios a toda idea de Dios y la religión –el marqués de Sade, entre ellos, en su poco leída noveleta Isla de Tamoé-, se inspiraron en la mítica ciudad de Campanella y acaso en el mismísimo reino de los jesuitas. Otros se limitaron a ver en la Ciudad del Sol una mera transposición, acaso una sustitución tardía del ya también esfumado mito de El Dorado. O de otros mitos como la Ciudad de los Césares, las amazonas, etc.,  La superposición y el sincretismo de culturas daban lugar a encantadoras supercherías fabuladas, a veces, por los propios extranjeros.

Una historia en ruinas

El laberinto barroco del enigma jesuítico continúa atrayendo tentadoramente a creyentes, profanos y eruditos desde las selvas del Paraguay. Se puede llegar hoy hasta las ruinas merced a cómodas “cruzadas” turísticas en autobús o en avión. Las ruinas de ese Santo Sepulcro, sacro y salvaje a la vez, en el que quedó enterrado el mito de la redención pacífica de los indios, ya forma parte del paisaje. La romería y  procesión continúan impertérritas. Buscadores de Dios, buscadores de lo exótico, chamarilleros de los últimos restos que quedan de un incesante desposo. Antes se robaban altares, retablos, tallas. Hoy no quedan sino las ruinas. Cada cual trata de llevar para su molino agua de ese Jordán detenido en el tiempo y en el cual Jesús (el de los jesuitas), no ha de bañarse dos veces. Menos, por supuesto, los indios. Los guaraníes contemporáneos nada saben, nada recuerdan de aquel reino, de aquel “disimulado cautiverio”, en el que fueron perdiendo su ser natural mientras se iban “humanando”, según clamó uno de sus chamanes disidentes. Pasan ante las ruinas sin verlas. Ningún mito, ninguna leyenda quedó entre los guaraníes contemporáneos de los chamanes blancos, de aquellos “hechiceros de Dios” que les habían prometido conducirlos hasta la verdadera “Tierra sin males”  por otros derroteros que por los anunciados en la profecía inmemorial.

La bibliografía que existe sobre las misiones es inmensa. La documentación lo es más aún. Ellas han generado importantes obras de interpretación y de análisis sobre la organización social, política y económica; sobre el arte, la arquitectura, el sistema urbanístico, la imprenta, los oficios y las artesanías de las Reducciones. Igualmente inspiraron notables obras literarias de ficción. El pensamiento jurídico, filosófico y político sigue discutiendo y elucubrando hipótesis y teorías sobre las Misiones como sobre el fenómeno histórico que nos concierne contemporáneamente. Lo cual no resulta excesivo si se considera que autores eminentes de todos los tiempos han visto en el Estado jesuítico el nacimiento del Estado moderno: e incluso en otros dominios, el surgimiento del pensamiento antropológico actual. El Estado jesuítico fue también llamado Reino o Imperio jesuítico, República jesuítica de los guaraníes. República comunista cristiana de los guaraníes. Hay otros, no menos equívocos. Esta profusión y confusión  de patronímicos prueban que el antiguo enigma no ha aflorado aún del todo. Hay premisas previas, reservas mentales o ideológicas, tentativas de recuperación del experimento jesuítico por parte de las más diversas y aun antagónicas posturas historicistas e ideológicas: desde el cristianismo integrista al socialismo utópico, desde el republicanismo más jacobino al comunismo cerril  y en crisis de nuestros días.

El padre José  Manuel Peramás jesuita  del tiempo de las misiones, después de la expulsión, escribió un libro en latín cuyo título original fue traducido al castellano como La República de Platón y los guaraníes. ¿Existe tal República? ¿Existió alguna vez en el mundo?, se pregunta Peramás en el exordio de su obra. “Abrigamos la esperanza de poder demostrar que entre los indios guaraníes de América se realizó al menos aproximadamente, la concepción política de Platón”. El jesuita catalán, oriundo de Mataró, ya exiliado en Faenza, ciudad de Torricelli y de las no menos célebres porcelanas, al igual que varios otros de sus cofrades de las Misiones del Paraguay, no logró esa humilde reivindicación humanística. Los pueblos de indios ya no existían. La Orden de los jesuitas fue suprimida. La “pragmática sanción” los desterraba para siempre de los dominios españoles, librados a su suerte, despojados hasta de su carácter de sacerdotes, sin misa ni olla donde mojar el gaznate.

¿Eran merecedores de tan duro castigo aquellos hombre arrojados y tesoneros que habían levantado con grandes penurias y sacrificios esa constelación de pueblos indígenas en el corazón de América del Sur? Aquí hay también un tema de reflexión sobre el destino de las colectividades indígenas marginadas y las causas reales de la adversa suerte del proyecto de los jesuitas cortado de raíz en pleno auge. En la sanción impuesta por la corona española contra los jesuitas del Paraguay y contra la Orden en su conjunto, abolida por el Papado, más que razones de orden espiritual cuentan  motivos de agravio temporal, político y material, que ni el Rey ni el Papa pasarían por alto. Allí están las ruinas ennegrecidas por el tiempo, testimonio y monumento a la vez doblemente simbólicos. Tras ellas se adivinaba un esfuerzo casi sobrehumano.

El libro abandonado en la selva.

Como en la antigua tradición cultural de los grandes libros que escriben los pueblos para que los particulares lean, el experimento jesuítico quedó como el libro escrito por un pueblo de iletrados  que no conocían la escritura pero que conocían el lenguaje y la magia de los mitos, la ritualización social de la vida, la energía nutricia de la naturaleza. El sincretismo social y cultural de las Misiones fue incluso, en tanto fenómeno humano, más interesante que el simple mestizaje étnico o biológico. Este vasto libro en ruinas abandonado en medio de la jungla estimuló (en algunos casos podría decirse que fascinó) el pensamiento y la imaginación de autores capitales del mundo de Occidente. Esta fascinación continúa y va extendiéndose a otros campos: el teatro, la televisión, el cine, en nuestro agitado mundo contemporáneo.

En el mundo clásico, para Montaigne, los salvajes eran los únicos “hombres de bien”. Rousseau hizo el culto del “buen salvaje”. Voltaire mandó  a Cándido –el arquetipo del optimismo universal- que fuera a visitar a los jesuitas del Paraguay y les envió, imaginariamente, un barco cargado de armas para su defensa. Se diría que piensa en un libreto cinematográfico. En su discurso sobre los jesuitas del Paraguay, Mostiesquieu establece la noción misma del poder y reúne las figuras paradigmáticas de Licurgo, de Solón, de Mahoma, de Jesús, en las relaciones entre política y religión, entre la vida y la cultura. Federico Hegel, en sus Lecciones de historia, se refiere con cierta sorna al “buen empleo del tiempo” en el Estado jesuítico, en el que los padres hacían cumplir a toque de campana… hasta las relaciones sexuales de los indios. A la luz de las estrellas, según las estaciones y los ritos de fertilidad de la propia tradición indígena, se ve al tropel de hombres que irrumpen desnudos y febriles en los gineceos. Uno advierte que la burla de Hegel es el típico chascarrillo alemán, pero también que es una broma ontológica. Así concebía el filósofo la “fenomenología” de los cuerpos salvajes que no podían entrar en el mundo de la Idea. Existían en un mundo natural que el creador de la dialéctica no podía comprender y en el cual su mente no podía entrar. Por extensión, la burla de Hegel hace resaltar implícitamente la inquebrantable castidad de los padres, hecho que ningún autor, que ningún documento ha puesto en duda. Para aquellos hombres abroquelados en su férrea moral evangelizadora no existieron las tentaciones de San Antonio en el yermo.

Estrategia de un secreto

Las Misiones no han recibido más que alabanza o vituperio; laudatorias exégesis o diatribas no menos exageradas. Lo cual no deja de ser comprensible si se tienen en cuenta las condiciones y circunstancias en las que realizaron su obra, en completo aislamiento geográfico y administrativo. Este aislamiento les era necesario a los soldados de Loyola para poder existir y sobrevivir como organización autónoma y actuante en medio de intrigas, rivalidades y turbulencias del régimen colonial que estaba comenzando a ser desbordado por la marea insurreccional de los “naturales” pero, sobre todo, por la creciente avidez de las riquezas de los propios colonos. Desde la fundación del fuerte Asunción, en 1537, hasta el establecimiento de las encomiendas, en 1556, antes del apocalipsis demográfico, sólo en la región dominada por el fuerte había más de doscientos mil indios, pero el número de colonos europeos no alcanzaba a cuatrocientas personas. Estos podían disponer a su guisa de la mano de obra más numerosa y barata (como que gratuita) de todo el orbe cristiano.

El aislamiento, el “secreto” estratégico, les resultaban indispensables a los padres para llevar a cabo el proyecto que habían concebido y que, a decir verdad, podía resultar bastante explosivo en el contexto de la colonia, como efectivamente lo fue. Los jesuitas lo supieron un siglo y medio después en la estupefacción de un relámpago: el de su caída y destrucción.

El sistema de las reducciones

Las Misiones no han recibido más que alabanza o vituperio; laudatorias exégesis o diatribas no menos exageradas. Lo cual no deja de ser comprensible si se tienen en cuenta las condiciones y circunstancias en las que realizaron su obra, en completo aislamiento geográfico y administrativo. Este aislamiento les era necesario a los soldados de Loyola para poder existir y sobrevivir como organización autónoma y actuante en medio de intrigas, rivalidades y turbulencias del régimen colonial que estaba comenzando a ser desbordado por la marea insurreccional de los “naturales” pero, sobre todo, por la creciente avidez de las riquezas de los propios colonos. Desde la fundación del fuerte Asunción, en 1537, hasta el establecimiento de las encomiendas, en 1556, antes del apocalipsis demográfico, sólo en la región dominada por el fuerte había más de doscientos mil indios, pero el número de colonos europeos no alcanzaba a cuatrocientas personas. Estos podían disponer a su guisa de la mano de obra más numerosa y barata (como que gratuita) de todo el orbe cristiano.

El aislamiento, el “secreto” estratégico, les resultaban indispensables a los padres para llevar a cabo el proyecto que habían concebido y que, a decir verdad, podía resultar bastante explosivo en el contexto de la colonia, como efectivamente lo fue. Los jesuitas lo supieron un siglo y medio después en la estupefacción de un relámpago: el de su caída y destrucción.

El sistema de las reducciones

Tal principio del requerimiento (1513), así como el de la encomienda (1556), surgido de aquél, que establecía el servicio obligatorio de los indios, contaron con la tácita aprobación de algunas  Ordenes religiosas, en particular  la de los franciscanos. Pronto éstos pusieron sus reducciones al servicio de las autoridades coloniales para la observancia y aplicación de las encomiendas. La institución legal del trabajo forzado de los indios era la estructura básica de compulsión del dominio político para la explotación económica. Sin el sistema de las encomiendas que exigía el tributo del trabajo forzado de los indios, la vida económica de la colonia no hubiera sido posible. En contrapartida, la encomienda y la creciente rebelión de los indígenas fueron, a su turno, los dos graves problemas que más contribuyeron al riesgo de desintegración colonial: la catástrofe demográfica.

El sacro experimento

Los jesuitas, llegados al Paraguay a partir de 1585, tenían una idea muy distinta de la misión evangelizadora.

Sobre las destruidas culturas, la colonia estaba comenzando la reconstrucción a imagen y semejanza del Impero. Los padres de la Compañía iban a colaborar en esa reconstrucción, pero lo iban a hacer de un modo muy especial. Las reducciones fueron en verdad un experimento –el Sacro experimento, según el título de la pieza de teatro de Fritz Hochwälder que dramatizó, en fecha reciente (1941), la expulsión de los jesuitas-. Un experimento en el que se enfrentaron las dimensiones antagónicas de lo que pertenece a Dios y de lo que pertenece al César, la vieja lucha entre lo temporal y lo eterno. Este experimento fue único y no se repitió en un mundo que nacía  “a la civilización” y al cristianismo de la Contrarreforma, en medio de una vorágine de violencias y de sangre, de hazañas desmesuradas e increíbles, de hechos atroces y sublimes más propios de la ficción que de la realidad.

Paganos y cristianos

Lo que no se cuestionaron los jesuitas ni en el proyecto -ni en su puesta en obra- fue el que ellos también a su modo eran colonizadores y que la cristianización de los “gestiles e infieles” era una tarea pero a la vez un obra de colonización política. Se les pasó por alto que el proyecto de colonización – por humanista y abierto que sea- supone, necesariamente, un cambio de vida, de cultura de cosmovisión en los colonizados.

Olvidaron que la conversión del indio exige dialécticamente la conversión del misionero. “Lo que hace que yo sea pagano para vosotros”, dijo un chamán a un misionero, “esto mismo hace que vosotros no seáis cristianos para mí”. Tal oposición no se les ocultaba a los propios jesuitas. Abundan los textos de la época (en particular la Cartas Anuas) en que esta inquietud se deja transparentar entre líneas. Pero la respuesta a ese cuestionamiento intrínseco no formulado se va postergando a medida que avanza la conquista espiritual. Los jesuitas habían pensado que podían “conquistar” a los guaraníes a la nueva vida, manteniéndolos en su lengua, en su cultura, en sus costumbres, en sus modos ancestrales de ser y de vivir: el “disimulado cautiverio”.

Desde el comienzo, los jesuitas comprendieron que tal premisa era básica para el logro de su misión. Esto implicaba liberarlos, en primer término, de los colonos españoles y del servicio obligatorio de las encomiendas, las que juntamente con el hambre, la exterminación externa, el contagio del mal gálico y de las otras enfermedades que habían traído los europeos diezmaban la población indígena. El hundimiento demográfico era una verdadera hecatombe. El somatén de guerra contra la conquista y la colonia del padre Las Casas habían comenzado a rendir frutos. Los jesuitas quisieron, en primer lugar, salvar a los indios del etnocidio generalizado. Esto hacía imperativo, en consecuencia, impedir el mestizaje étnico, por una parte, y restablecer, por otra, las estructuras naturales de parentesco entre los guaraníes con la sola prohibición de la poligamia y algunas otras “aberraciones”, tales como incesto, homosexualidad y en general los “vicios nefandos”. La austeridad patriarcal en el vasto eremitorio en que se convirtieron después los pueblos de indios, no iba a transigir con el libertinaje de los gentiles. “Hay que liberarlos”, escribía por entonces uno de los fundadores de las Reducciones, “de la necesidad de abyección  y degradación que conllevan la gentilidad y la barbarie en estos medios seres que no conocen a Dios”. Sólo entonces, gradualmente, los padres irían introduciendo en las mentes y en las almas de los ya reducidos las verdades y los valores eternos del cristianismo, de los que la Orden de Loyola era portadora y sembradora. Y esto no era incompatible con las misiones que les confiaba el Rey.

Tres eran estas misiones: primera, reducir y cristianizar las tribus guaraníes rebeldes que las armas de los conquistadores no habían logrado someter. En segundo lugar, organizar un poder económico y militar sobre la base de los indígenas reducidos, con suficiente fuerza de disuasión para contrapesar el poder de los colonos encomenderos y de las propias autoridades civiles y militares que sólo se preocupaban de sus intereses pero no de los que correspondían a la Corona. Lo mismo ocurrió con algunas Ordenes religiosas, como la franciscana, que fue la que inició en el Paraguay el sistema reduccional pero que luego, como ya se ha dicho, se mostró connivente con las autoridades de la colonia en la aplicación de la encomienda y en algunos otros aspectos no menos tímidos de la explotación salvaje de los nativos por los cristianos.  Tanto el carácter de su misión evangelizadora, en lo espiritual, como en la Leyes de Indias, en el plano material, lo imponían expresamente aunque en la práctica estas leyes fuesen ignoradas o transgredidas.

Por último, los jesuitas debían levantar con las reducciones un muro de contención contra las invasiones de los bandeirantes paulistas, feroces depredadores y cazadores de esclavos que constituían el riesgo mayor en las fronteras de los dos imperios. Bastión, avanzada y taller de estas Misiones fueron los pueblos de indios que llegaron a contar, por épocas, más de doscientas mil almas  enteras, cuando los “medio seres” reducidos alcanzaron por gracia del Evangelio su humana integridad.

Conquistar la lengua

Los jesuitas comenzaron donde debían. Lo primero que hicieron fue aprender la lengua. Una lengua oral que no había llegado a la escritura, que no tenía gramática, pero que poseía una organización gramatical y sintáctica admirable. Los jesuitas siguieron en esto a los franciscanos, quienes fueron los primeros en ocuparse de este “aposento del Espíritu”. Fray Luis de Bolaños –llamado por los indios el “Hechicero de Dios”, acaso justamente por su don de lenguas- recopiló el primer vocabulario guaraní y elaboró la primera gramática. El jesuita Antonio Ruiz de Montoya perfeccionó la obra del franciscano. Tituló en su léxico Tesoro de la lengua guaraní. Vistas las circunstancias, este “tesoro” era el único y el más útil que podían encontrar en estas comarcas salvajes.

Los jesuitas eran “lenguaraces” excepcionales. No en vano Voltaire, que no sentía por los jesuitas ninguna simpatía, sino más vale cierta sarcástica hostilidad, reconoció que su arma principal en la conquista de los salvajes era la persuasión.

Entrados en la lengua de los indios, los padres habían conquistado la mitad de su alma. Ahora sólo les quedaba por conquistar la parte de las sombras de esos seres errantes en la oscuridad del universo. Sabían –como lo sabían los indios- que el transporte místico y el éxtasis visionario únicamente son posibles en la suspensión de la duda cotidiana y sólo cuando se deja de sentir día y noche el desgaste del tiempo. Desde el comienzo, los jesuitas se esforzaron en adiestrar a sus neófitos en la suspensión de toda duda (temporal o eterna) y en infundirles y educar en ellos el instinto profético de la verdad de Cristo. Ciertas coincidencias míticas y mesiánicas que los jesuitas habían venido a encontrar entre la religión  cristiana y la de los guaraníes iban a facilitar aún más con su conquista espiritual. En primer lugar, la intensa religiosidad  ceremonial de los indios, su fe en la palabra profética de sus chamanes, la cohesión de los núcleos tribales en los rituales de la plegaria, del canto y de la danza. “Teólogos de la selva” los definirá mas tarde uno de los historiadores de las Misiones. Del atavismo nómada les había quedado la pasión de los desplazamientos mesiánicos. Los guaraníes continúan amando –aún hoy- las peregrinaciones hacia esa “tierra sin males”  que buscan sin cesar en medio de danzas inacabables al ritmo de sus himnos sagrados. Entre la neblina mítica, el irisado tatachiná  de los amaneceres y las noches, que para los guaraníes es el aliento de sus dioses, la ven centellear como la constelación central de sus mitos de origen. Y ese resplandor, lejano y cercano a un tiempo, brilla para ellos sin eclipse posible, puesto que esa tierra virgen, no contaminada aún por males, les ha sido prometida por las profecías.

Todo esto viene de lejos. En la cosmogonía de los antiguos guaraníes, Ñamandú, “Padre-Ultimo-Ultimo-Primero”, forma con las tinieblas primigenias su cuerpo los atributos de su divinidad. Antes de construir su futuro firmamento –dice el Himno Sagrado-, antes de haber concebido su morada terrenal crea su propio cuerpo en medio de los vientos originarios. El Sol aún no existía, pero Ñamandú hizo que le sirviese de Sol la sabiduría contenida dentro de su propia divinidad. Este es el primer acto de creación que se relata en el Génesis guaraní. Por eso Ñamandú es el primer padre porque rodea con su cuerpo la infinidad del tiempo y del espacio. O acaso porque esa visión cosmogónica concibe dos tiempos distintos y paralelos: el tiempo de la vida en la Tierra y el  tiempo de la vida, mas allá de la muerte, en la “Tierra-sin-males”.

El paraíso cristiano como lugar de la bienaventuranza eterna coincidía con el mito intemporal de la “Tierra sin males”. Del mismo modo que muchos otros mitos y símbolos religiosos, tales como el Primer Padre (al que los jesuitas llamaron Tupá, una divinidad menor en la mitología religiosa guaraní), los palos cruzados (vuyrá yuasó) como sostén de la morada terrenal, asimilado e identificado por los misioneros con la cruz cristiana. El segundo acto creador de Ñamandú es el de la palabra. Antes de existir la tierra en la protonoche, crea el fundamento del lenguaje humano. El himno inmemorial en que mito y religión se confunden lo expresa con los acentos de un ensalmo profético: creó Ñande-Ru (Nuestro Padre) el fundamento del lenguaje humano e hizo que formara parte de su propia divinidad como médula de la palabra-alma. La palabra-alma  originaria es la que vertebrará y hará erguirse en su dignidad humana a los innumerables hijos del Primer Padre al ser enviados a la morada terrenal.

Estos dos primeros actos de creación y fundación definen desde el principio el carácter religioso y social de los antiguos guaraníes: el Primer Padre se crea a sí mismo como una entidad divina pero al mismo tiempo antropomórfica y crea el fundamento del lenguaje. El verbo será la médula de la palabra-alma, en su función religadora, es decir, religiosa, celebratoria y unificante. Es esta médula la que dará a la palabra de los misioneros, todavía balbuceante y extranjera, cierta analogía con la palabra de los dirigentes chamánicos y hará que los jesuitas sean también considerados chamanes (Hechiceros de Dios) como portadores de la vara insignia y del poder iluminador y revelador de profecías para ellos desconocidas. El proceso de aculturación o de “endoculturación” se produjo de este modo casi “naturalmente”.

Hacia la urbanización

En la línea decidida de no “desnaturalizar” el tekó ymá (el modo de ser tradicional) de los guaraníes, asentados en los cacicazgos, fue respetar el sentido de esta organización poblacional de sus viviendas, pero dándole otra forma con relación al concepto de  espacio. Por lo general, en los primeros tiempos, cada cacicazgo disponía de un promedio de diez a quince “fuegos”  (familias, hogares o grupos). Pero estos fuegos estaban dispersos, sólo unidos por la coherencia tribal. Había que juntarlos y crear con ellos el núcleo del futuro pueblo o ciudad. De la espacialidad tradicional guaraní –expresión de la unidad en libertad de los fuegos  tribales- los padres pioneros vieron que debía pasarse a una nueva forma de espacialidad en la nucleación de las viviendas con vistas a una futura concentración urbana.

La lengua indígena fue conservada como el espacio más adecuado para la comunicación endocultural y la catequización. Pero también fue impuesto el orden espacial de la metrópoli. En su Carta Anua de 1614, el provincial Diego de Torres informa: “Fue necesario construir este pueblo desde sus fundamentos. Para cortar la acostumbrada ocasión para el pecado, me resolví a construirlo a la manera pueblos de los españoles…” ¿No conocían el pecado los pueblos españoles? Tal vez sí, pero en las reducciones el problema no era ése, sino el de juntar indios, urbanizarlos, tenerlos bajo “libertad reducida”, es decir, bajo control, que impidiese en ellos la “acostumbrada ocasión para el pecado”. Lengua indígena, vivienda española. La construcción de las reducciones exigía una de cal y otra de arena. Al igual que la lengua indígena establecida como lengua franca o general, la mutación del concepto de espacialidad fue decisiva en la reducción y conversión de los indios. El doble aislamiento geográfico y lingüístico quedaba establecido.

Ya en el segundo Concilio de Lima (1567) se había establecido que el indio disperso no podía pensar, ni ser político (en el sentido de civilizado) y menos aún cristiano. Las costumbres salvajes y bárbaras no se compaginan con la fe cristiana. Si se pretendía cristianizar a los indios era necesario enseñarles previamente a “vivir políticamente” en agrupamientos de cierto grado de urbanización. Los jesuitas fundadores se apoyaron en esta enseñanza del concilio. Sobre ella diseñaron la planta de las viviendas para las reducciones. Así surgió en 1609 la de San Ignacio Guazú (Mayor), modelo liminar de la futura constelación de los pueblos indios. La reducción resolvía de este modo no sólo el problema habitacional, sino también la instauración de la forma socio-cultural, política y religiosa deseada por los padres fundadores. En la nueva organización de las viviendas se pasó de los fuegos dispersos en pocas casas solas, del agrupamiento de cinco o seis familias y del pequeño aldeamiento circular a un pueblo de estructura rectangular de mil familias o más, orientado hacia la plaza donde dominaba la iglesia, símbolo central de la nueva religión y del nuevo orden social; signo asimismo, de la autoridad catequizadora, de carácter hegemónico de los padres Dentro de este nuevo espacio todo quedaba ritualizado: celebraciones religiosas, paradas militares, festejos, danzas, representaciones alegóricas, autos sacramentales, los trabajos y las distintas actividades de la vida cotidiana. La tradición indígena ritual no había sido sacrificada en apariencia. Desde la interioridad de los valores indígenas tradicionales, la reducción había comenzado su trabajo de sustitución y conversión paulatinas. Las nuevas casas marcaron una ruptura con el sistema precedente, pero el cambio no provocó rupturas internas y fue aceptado por los neófitos.

La ritualización de la vida social, cara a los guaraníes, giraba ahora en torno al “buen uso del tiempo”; es decir, en torno al uso religioso del tiempo minuciosamente  regulado y distribuido. El curso del tiempo real fue totalmente recubierto y saturado por esta sucesión de pequeños y grandes acontecimientos ceremoniales. Transformada esta saturación en rutina, ella creó en los reducidos el efecto de un tiempo sin retorno, de una pantalla invisible que impedía mirar hacia atrás. Los movimientos gestuales, los hechos siempre repetidos en forma de rito producen la misma sensación cenestésica  derivara de la inmovilidad que lleva al nirvana. De esta sensación colectiva, referida por los cronistas, surgió tal vez la idea de la paz arcádica de las Misiones.

La revolución del hacha

Otra reforma radical, no percibida tampoco por los indios como ruptura, fueron los elementos introducidos por los padres en trabajos agrícolas. Uno de ellos fue la cuña o el hacha de hierro en reemplazo de la cuña de piedra que los guaraníes empleaban con destreza, El mismo útil, sólo cambiado de naturaleza pero no de forma, hacía ganar a los indios un considerable excedente de tiempo y producción. Desde este ángulo, la cuña de hierro fue el célebre “ábrete Sésamo” de los jesuitas en las reducciones. Ella se convirtió en una verdadera “revolución del hacha” en el campo material de la producción y también como parte del instrumental “convertidor” en las reducciones. Los indios reducidos descubrieron que el excedente ganado se traducía en otras ventajas dentro del “buen uso del tiempo”. Más trabajo en menos tiempo. Más tiempo para los esparcimientos y la vida ritualizada. El ya citado Métraux –que empleó la expresión “revolución del hacha” como título de uno de sus escritos – atribuye al hierro un papel primordial en la labor  reduccional de los jesuitas. El propio Montoya escribe “Presentada a un cacique una cuña, sale de los montes con toda su gente”: Neolíticos de la edad de piedra saltaron éstos a la edad del hierro, y de aquí a la agricultura y a la sociedad urbana, reflexiona en nuestros días el historiador y antropólogo jesuita, Bartolomeu Meliá. La transformación del campo espacial de la vivienda y la revolución del hacha se convirtieron en los auxiliares más eficaces de la conquista espiritual y del progreso material y civilizatorio.

La  utopía fuera de lugar

El “cristianismo feliz” de algunos utopistas religiosos no alcanzó a ver la luz en las Misiones jesuíticas. Otro italiano como Campanella, el abate Ludovico Muratori escribió un extenso y documentado libro en el que trató de probar que este cristianismo existió. Pero Muratori tampoco conoció el Paraguay ni las Misiones. Su libro entra en la categoría de las exégesis utópicas del “sacro experimento”.  Su extenso título posee la entonación de una letanía incantatoria o conjuratoria: Il Cristianesimo felice nelle Missioni dei padri della Compagnia de Gesú. Poco antes de la expulsión de los jesuitas y de la suspensión de la Orden, el abate declaraba aún su fe en ellas. “Yo he amado esas Misiones porque me ha parecido reencontrar en ellas la primitiva Iglesia; este cristianismo persiste en su venturoso sistema” escribe con una convicción un poco melancólica.

El abate murió antes de ver el desastre jesuítico. La lección mayor que se desprende del monumental libro de Muratori es ínfima: no hay ninguna relación posible entre utopía e historia. Y también: todo modelo de sociedad fundado en teoría como el de Platón o Montiesquieu, no tiene aplicación práctica  en ninguna parte, o solo la tiene muy restringida como comentario filosófico o antropológico en el contexto de la sociedad en la que ese modelo teórico tuvo su origen o trató de implantarse. Esta parece ser en síntesis, la tesis de Muratori. Lección permanente, por otra parte, de los hechos humanos que llamamos “historia vivida”, la que a veces muy poco tiene que ver con la historia escrita y la hermenéutica.

En el caso de las misiones jesuíticas, la fuerza misma de los hechos tornaba irrealizable tal aspiración. Ponía “fuera de lugar” esta utopía, que constituía al mismo tiempo una ucronía. Por mucho que avanzara y se perfeccionara, el “sacro experimento” sólo seguiría siendo, bajo distinto signo, un experimento colonial basado en un poder de estructura teocrática. La “ideología” corporativa feudal persistía en las Misiones, disfrazada de paternalismo. La comunidad de bienes, su producción y distribución colectivizada e igualitaria, el trabajo y la vida social ritualizados eran reales, pero el control económico estaba en manos de los padres, del mismo modo que la organización de la producción y el gobierno político de las reducciones. Los corregidores y cabildos indígenas ejercían una función meramente formal o supletoria, salvo en los casos de crisis graves: guerras, epidemias, invasiones, catástrofes naturales. El poder real era de los padres.

Tal estado-nación tuvo en el Paraguay su concreción siniestra medio siglo después de la expulsión de los jesuitas. La independencia del país de la tutela colonial española desembocó en la primera república del sur bajo la dictadura perpetua del doctor Francia. El ex-teólogo y dictador perpetuo del Paraguay tomó mucho más en préstamo de los jesuitas que de sus mentores preiluministas y jacobinos en la construcción de su estado-nación: aislamiento riguroso, colectivismo de estado. El doctor Francia realizó la primera revolución política plasmada en la autodeterminación, la soberanía efectiva del país y la participación de todo el pueblo en la producción y distribución de bienes.

Esta primera revolución política se pagó al precio de una feroz dictadura unipersonal que institucionalizo y arraigó en el Paraguay la herencia patológica del poder absolutista en cuyo caldo de cultivo se formó el destino de aquel desdichado país. En todo caso, esta herencia no puede imputarse a los jesuitas. Las Misiones no fueron una utopía, en el sentido idealista, pero tampoco un estado, en el sentido político del término.

Utopía e historia

Lo extraño es, sin embargo, que casi todos los que se han ocupado de las Misiones jesuíticas del Paraguay coincidan en considerarlas una “utopía” con referencia a los más prestigiosos modelos del humanismo clásico y renacentista, desde la República de Platón a la isla áurea de ese nombre, imaginada por Erasmo y Tomás Moro. Las Misiones jesuíticas muestran más bien el momento concreto –una época- un espacio determinados, un sistema de correlaciones  históricas, políticas, sociales y económicas- en cuyo contexto el pensamiento utópico pasa a la historia y se objetiva en ella dejando de ser una utopía: un lugar que existía sólo imaginariamente se convierte en real; la concepción imaginaria de un gobierno ideal se extingue y hasta  se transforma en su opuesto cuando toma cuerpo en la realidad y es desviada por el juego de los intereses en pugna.

Esto no significa de ninguna manera que el pensamiento utópico (mesiánico o profético) no haya sido siempre el núcleo desencadenante y orientador de los grandes movimientos colectivos. El descubrimiento seguido de la conquista del Nuevo Mundo (la colonia no fue ya sino su consecuencia) fue uno de ellos; otro, la réplica idealista y romántica, en sus prolegómenos, de la emancipación. La historia moderna de las ideologías (en esta época de su crisis generalizada que abarca los campos más opuestos y antagónicos) debería tomar seriamente en cuenta el valor inmanente de los elementos utópicos como componente de las ideologías y considerar la gama de sus transformaciones (o desviaciones) posibles en un contexto histórico determinado. Este valor de las ideologías es inmanente al mundo, a la historia, a la sociedad, no solamente a un universo abstracto o metafísico, y es en los contextos reales donde tales valores se objetivan y ejercen su irradiación a través de sus mutaciones, o se extinguen.

La utopía forma parte intrínseca de la condición humana, de su universo mental y espiritual, en búsqueda de sus obsesiones centrales. Lo malo de los nombres sólo adviene cuando se transforman en estereotipos. No es improbable que algo de esto haya sucedido con la “utopía” las Misiones jesuíticas. Y también lo inverso: el que, por su origen y sus funciones, llevara en sí misma el germen de su negación y destrucción al encarnarse en la historia y ser destruida por ella. La construcción del espacio anticolonial empezaba a producirse en las reducciones; comenzó a hacerse realidad, a convertirse en historia. Pero, al estallar sus contradicciones, las Misiones se colocaron fuera de la práctica de la colonia. Sólo entonces, a partir de ese momento, de esa ruptura del espacio histórico, se convirtieron en utopía, en una utopía contra la colonia; un lugar sin lugar dentro de la misma colonia que las había engendrado.

Tierra de guerra

El aspecto militar y guerrero de las Misiones fue por lo menos tan agitado como el religioso y civilizador. Los jesuitas y los indios cristianizados, que habían logrado organizar y armar un ejército relativamente importante, lucharon años y años, alternativamente o a la vez, contra las rebeliones chamánicas, contra las invasiones de los bandeirantes paulistas, contra los colonos encomenderos. Les tocó también intervenir como fuerzas auxiliares en la campaña que las tropas realistas, enviadas desde Buenos Aires, llevaron contra los criollos del común, o comuneros, cuando éstos se alzaron  contra la autoridad del Rey.

La última parte que esta agitación bélica que estremeció constantemente a los treinta pueblos indios, surgió a raíz de la entrega a los portugueses por parte de España de los siete pueblos, cesión estipulada en el tratado de Madrid de 1750 entre los dos estados. Los indios se rebelaron y se lanzaron durante tres años a una lucha sin cuartel contra esta entrega y la recuperación de sus pueblos, en las llamadas  “guerras guaraníticas”. En ellas sólo intervinieron los indios (los padres tuvieron que ponerse al margen por razones de obediencia al gobierno central y de la neutralidad que ella implicaba). Pese a su pugnacidad y denuedo, los guaraníes fueron vencidos. Estas guerras demostraron, sin embargo, que siglo y medio de conversión y aculturación en las reducciones, no habían apagado en ellos el sentimiento de pueblo y de nación, entroncado con el pensamiento tradicional del mesianismo guaraní. Tales acciones demostraron, al contrario que había surgido en ellos cierto sentido histórico de los acontecimientos y una conciencia nítida de resistencia contra la política europea.

El alzamiento de los “comuneros” fue otra prueba cruenta para los indios. El movimiento en sí representó un acontecimiento importante en la vida de la colonia. La “revolución” comunera, inspirándose en el movimiento sedicioso de las comunidades en Castilla contra Carlos I, constituyó el primer alzamiento de los criollos paraguayos contra la autoridad de la Corona, si bien no tuvo el carácter de un alzamiento independentista.  Uno de los objetivos, en tanto colonos, era destruir el sistema de las Misiones jesuíticas y apoderarse de los indios de las reducciones para someterlos a la encomienda, siguiendo en esto la tradición de sus padres y antecesores. Muy otro fue el carácter de la sedición comunera de las villas forales de Castilla. Al igual que los comuneros españoles derrotados en Villalar, los insurrectos paraguayos fueron vencidos. En apoyo de las fuerzas realistas, el ejército de los jesuitas e indios resultó el factor decisivo del triunfo.

Literatura y arte jesuíticos

Ochenta años antes que en Buenos Aires, capital de la gobernación y luego del virreinato del Río de la Plata, se establecieron en las Misiones las primeras imprentas.  La entrada del guaraní en la escritura, iniciada con las gramáticas, los vocabularios y diccionarios recopilados por los padres fundadores, permitió que surgieran los primeros escritores y traductores indígenas del castellano al guaraní, sobre todo en el aspecto de la predicación y catequesis, con la edición de los primeros sermonarios y catecismos en la lengua. Lo extraño, en cierto modo, fue que estos escritores indígenas no transcribieran ninguno de sus cantos, mitos, leyendas y plegarias, llenos de  magia y poesía. No hubieran podido hacerlo de haberlo querido. Y menos publicar tales “gentilidades” en las primitivas imprentas que sólo estaban allí para la propagación de la nueva fe. Es probable que los propios escritores guaraníes, por imposición o por autocensura, se apartaran por completo de la memoria tribal. Ser escriba, copista o traductor “doctrinero” implicaba un privilegio derogatorio y también una responsabilidad muy grande de lealtad y de ortodoxia. Del mismo modo, los guaraníes contemporáneos –por razón inversa- nada recuerdan de los chamanes blancos y de la vida vivida en las reducciones. En ellos la memoria racial no se ha perdido, pero sí la memoria religiosa y cultural que los jesuitas trataron de imponerles en sustitución de su propia cultura y religión.

“Las mejores páginas de la literatura guaraní del período “clásico”, dice Meliá, “lo constituyen sin duda las cartas de los Cabildos indígenas durante la llamada guerra guaranítica (1753).” Maravillosamente, la literatura se pone al servicio del mismo indígena en una causa de liberación que le es propia. La letra y la literatura en tiempo de las reducciones es un buen ejemplo de  aculturación, que alcanza incluso  resultados de creación, como los grabados y el  trabajo de artesanía que entran en la confección de los libros misioneros.”

Esta cultura naciente tiene en la arquitectura de los templos, en la ornamentación de los altares y de los objetos de culto, otros exponentes artísticos no menos valiosos y significativos que han definido la especificidad de una nueva expresión: el barroco hispano-guaraní establecido y definido en sus módulos propios por una escritora hispano-paraguaya de nuestros días, Josefina Plá. Como los “fuegos dispersos” de los primitivos pobladores estas expresiones artísticas han quedado a su vez dispersas y en muchas de ellas perdidas para siempre. Pero lo que ha podido ser rescatado de este tesoro desaparecido muestra el esplendor del arte religioso de aquella época –el barroco hispano-guaraní-, diferente de todas las demás expresiones del barroco hispanoamericano florecido bajo la conquista espiritual en el Nuevo Mundo.

El libro del cielo y del infierno

En 1705 la imprenta de Santa María la Mayor dio a la estampa el libro del padre Juan Eusebio Nieremberg, De la diferencia entre lo temporal y lo eterno. La máxima obra salida de las imprentas de las Doctrina Misioneras -por lo demás, la única que subsiste- fue traducida al guaraní por el padre José Serrano. Se halla ornada de 67 viñetas y 43 láminas grabadas por artesanos guaraníes. Los grabados reproducen escenas de torturas infernales, las que, según los modelos dados por los padres a los grabadores indígenas, debían ser de una crueldad infinita. Las láminas y viñetas no lograron producir el efecto de terror moralizador buscado por el autor en su propósito de despertar el miedo al pecado. Algo se interpone entre el modelo europeo y la copia indígena.

Los indios no poseían la noción del pecado, y la prédica de los padres no consiguió imbuirles la idea de culpa y castigo. La concepción del infierno y de las penas eternas era extraña al mundo religioso y ritual de los guaraníes. Sólo concebían el premio fuera del tiempo y del espacio, al cabo de su travesía mesiánica hacia la “Tierra sin males”. Los grabados dan una visión más vale apacible y risueña del horror infernal, al menos a nuestros ojos actuales. Las figuras antropomórficas salidas de las manos de los grabadores guaraníes muestran como al desgaire los rasgos zoomórficos, típicos  de la cosmovisión indígena; se hallan teñidos del aura omnipresente de la naturaleza.

El padre Nieremberg vio frustrados sus propósitos edificantes.  Se quedó sin poder establecer esa famosa “diferencia” entre lo temporal y lo eterno que los guaraníes no percibían. Su libro, sin embargo, visto y leído a distancia se torna paradigmático de lo que podemos imaginar de la vida en las Misiones. El libro es de nuevo, una “puesta en abismo”, una síntesis lograda del sincretismo religioso y cultural que se operó en las Doctrinas Misioneras. La “diferencia” se da – lo deja entrever la materialidad del libro como objeto de cultura, o de culto-  entre los valores de un animismo mágico arraigado en la naturaleza, es decir, en lo temporal, y una suerte de terrorismo teocrático y teológico que apuesta a lo sobrenatural y lo eterno, por la vía del pavor metafísico, como la única dimensión posible y deseable para la redención del individuo y de la sociedad.

Esta “diferencia” marca quizás la línea divisoria, la última frontera, el punto de no retorno, que los jesuitas no pudieron o no supieron franquear en la práctica, pero tampoco en la articulación de los diversos y complejos campos de intereses que se hallaban en pugna. El esfuerzo sobrehumano de levantar ese reino de Dios en la tierra se quedó a medio camino en la marcha hacia la tierra prometida: la bienaventuranza eterna de la religión cristiana y el lugar sin males de la utopía mesiánica guaraní. El tiempo se mostró avaro con  indios y jesuitas; la historia, “esa alucinación en marcha” fue con ellos excesivamente pródiga en vicisitudes e infortunios.

Allí están las ruinas en su grandeza adivinada.

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