Ficción: Testamento

1 junio, 2022

1 La confesión

Por si llegan a preguntarme por qué lo maté, les voy a contar todo, y con dignidad, sólo para satisfacer la morbosidad que pretenden disfrazar con esa jerga psiquiátrica. Voy a constatarlo resumidamente. Pero antes de comenzar quiero que sepan, ustedes, señores filisteos anorretentivos, que no me arrepiento y que lo hice con convicción filantrópica. Porque bien saben, y sabía todo mundo, que yo no quería ninguna blástula trabada en mi faringe como bocado maltragado. Y no me vengan con humanidades y menos con supersticiones, porque ya superé todo tipo de esclavitud. A mí, a quien acusan de carecer de conciencia, justamente me sobra libertad para hacer con mi cuerpo —y con el de los demás—, lo que ustedes no se atreven ni pensar, por el miedo a cargar la culpa que agobia al autómata aún antes de haber cometido trasgresión alguna.

Confieso que gocé al verlo expirar. Y si mi esposa me acusa de psicópata, que lo haga concienzudamente, que recuerde que yo muchas veces le advertí, desde el comienzo, que lo iba a matar. Quiero también que sepan ustedes, señores jueces del apocalipsis, que a mi esposa no le guardo ningún rencor y que por consiguiente le pido al “inquisidor mayor” que la excluya de cualquier tipo de complicidad. Si no creen en su inocencia, examínenla, pues ella sí puede corresponderles con una serie de complejos que vulgarmente llaman abnegación, amor, maternidad. Mas lo cierto es que ella carece de su propio ser, es totalmente sumisa, una cónyuge llegada al colmo, quizá de los tipos que no existen desde los tiempos de los clanes micénicos. Mi esposa es la alfombra por donde yo camino, para no embadurnarme de lo consuetudinario. Mi esposa cunde la definición etimológica de la palabra familia. Estoy seguro que si ella hubiese estado despierta, no sería yo el que estuviera explicando estas cuestiones, pues me habría enterrado las tijeras de su confección. Pero la ligereza de mis pies y mis pasos levemente suspendidos, me permitieron entrar y salir ileso del cuarto donde yacía lo que más detestaba en este mundo, lo que vino a ocupar el espacio que sólo mi cuerpo ocupaba, lo que vino a ocupar el espejo de mi existencia.

Si me preguntan que desde cuándo lo odiaba a muerte, les responderé que lo aborrecía a priori. Si no les satisface mi respuesta, hipnotícenme, si es que pueden atravesar las esferas de mi aura. Reto a cualquier mago alquimista a que intente auscultar —sin acudir a un post mortem— esta nuez que llevo coronada altivamente. Quien lo logre deberá ser otro como yo, otro caso eximido por la particularidad de ser inescrutable. Pero bien, yo sé que estoy desviándome del motivo de la predicha entrevista. Ustedes, señores espiritistas del conductismo, quieren que comience a contarles los pormenores del acto; el acto que los tiene tan ocupados, ponderando posibles respuestas y conclusiones; el acto que los tiene sublimando sus propios impulsos animales con actividades seudo científicas, para después palmearse los omóplatos entre camaradas, ataviados de gestos de autosuficiencia y complacencia, con las sonrisas de primates sumamente civilizados.

Pues bien, les contaré, les contaré que esta misma noche a las doce y media, después de leer El Perfume, me levanté de mi sillón de lectura, caminé, sin alterarme, hacia el dormitorio y suspiré frente a la puerta. Mi mano derecha no tembló al darle vuelta a la perilla nacarada, ni perspiró humores para los rastreadores. Abrí tranquilamente y entré sin hacer ruido. Por la ventana se filtraba el resplandor de la calle. El gemido grave del aire, la alfombra espeluznada y el sueño fueron mis cómplices. Me acerqué primero a la cama de mi esposa —dormida como de costumbre en esa posición que detesto tanto— y metí mis dedos entre sus muslos para cerciorarme de que estuviera bien dormida. No hubo reacción. Di dos pasos hacia atrás, rozando con mi mano izquierda el mimbre del moisés, y lo vi: su detestable cuerpo subdesarrollado, las extremidades anfibias encogidas, las manos empuñadas, su cabeza al perfil y como de otro cuerpo, acomodada sobre una almohadilla. Fue fácil darle vuelta a su cuello y ponerlo boca abajo. Lo demás fue un lapso de firme opresión.

Mas la sangre me pudo, la asfixia no fue la causa principal. Mi mano adquirió el ímpetu de un dios y, bajo la contracción del arco formado por mi pulgar y el índice, lo desvertebré, sin lugar a desagradables estertores. Cuando sus extremidades cedieron, después de una mínima desesperación, mi mano encendida en ira se extendió en el innoble ambiente del cuarto y con volición propia se elevó, levitó, como una extremidad fantasma.

Salí sin inmutarme y regresé a mi estudio. Me senté de nuevo en mi sillón de lectura y cuando mi mano volvió a su estado natural de dependencia, comencé a escribir esto que ahora, ustedes, jueces del resentimiento, han de leer.

2 El vaso de vino

Esta es la cuestión de mi muerte, que también es mi existencia. Pues como sabrán —y si no, lo van a ver— muerte y vida es una misma caída; nada más que una es vacua y la otra vacía. Dormir es despertar en el sueño. Entonces, mi fin es un sueño recurrente: un juego de sol y clorofila, ser humus, gravedad y marea, ser plancton. Mi fin vacilante, oscilante, elíptico, se reaparece en forma de pétalo, hoja, raíz; en forma de piel, ojos, cerebro, corazón. Soy mártir y martirio. Soy.

Para que mi muerte se entienda claramente, la haremos forzada, quiero decir impuesta. Pronto, cuando termine esto que estoy escribiendo, alguien vendrá, se acercará y me dará un vaso de vino. Yo lo he de aceptar a sabiendas, sin ni siquiera delegar gallo alguno y sin llevarme asedia por nunca haber sido preferido augurio del oráculo. Beberé el contenido hasta observar, desde el brocal, la desaparición de las heces. La uva siempre ha sido diosa del ensueño, pero en este caso servirá de salvoconducto. Como buenos amantes de la necrosis —perdón— de la necropsia, querrán saber por qué me matarán, y como gentil hombre se los diré, aunque lo importante es que debo morir para que se resuelva la cuestión. Que ¿quién me matará? Otra pregunta necia. Pero voy a ser complaciente, les voy a satisfacer la curiosidad.

Hay un hombre, un juez, conspirador de mi esposa, que me odia quizá más que ella, porque comulga con los animales de horda. Hay un justo juez que me odia y despide esputos para que yo “desaparezca de la faz de la tierra”: esas son sus palabras, yo nunca me rebajaría a decir algo tan feligrés y trillado. Me odia porque no soy un autómata, porque no sigo los preceptos teológicos de la usura, porque no soy vástago de ese enfermizo noviazgo entre la civilización y el hombre —y estamos en pleno siglo de las segundas luces— y es aquí donde yace lo que ustedes han de llamar contrariedad.

Sucede que el hombre que me odia, mi verdugo, me quiere ejecutar y hacer desaparecer no tanto porque yo sea una amenaza social, sino porque cree que el peor daño que yo puedo sufrir es volverme nada. Me juzga porque me envidia, no porque me juzgue criminal. Si él también pudiera deshacerse de un cretino inservible, no me estuviera condenando. De manera que asume postura de verdugo y cree que con matarme me hace daño. Pero yo sé, y ustedes lo verán pronto, que el único que terminará perjudicado será él. No porque mi muerte ocasione repercusiones de tipo legal o moral, tampoco porque yo crea en una segunda vida. El hombre, mi asesino, en vez de hacerme daño me hará un favor: pues sepan que todavía no detesto la vida, pero morir tampoco es gran tragedia. No accedo a mi muerte por huir de la vida, muero porque sé que al morir le llevo la contraria a mi enemigo. Salvar mi vida hubiera sido tan fácil, bastaba con decir “lo siento, no sabía lo que estaba haciendo” o hacerme pasar por demente.

¿Cómo? ¿Que ya me deje de vagueaciones! Bien, prosigo, y estoy, sin dios, confeso:

Cuando termine de beber el vino envilecido, el vino iracundo, habrá un lapso de estertores —ya saben a cuales me refiero— y llegará el instante en que mi cuerpo y mi mente cederán. Entonces, el desaparecido, aunque a siete pies bajo tierra, aunque incinerado o arrojado al mar, el desaparecido no seré yo, sino él, mi verdugo. Nunca lo volveré a ver, a sentir, a presentir. Nunca le volveré a tener miedo. Porque en el momento en que las bellas almendras de mis ojos toquen fondo, el fondo del eterno mar, después de caer lentamente por la vacua espesura, para mí, todo desaparecerá. Entonces el hombre del civitas pensará que yo me deshice cuando en realidad quien se habrá deshecho será él y su maldad, acabo de morder mi lengua, la palabra maldad es un arcaísmo: me voy a deshacer de un enemigo, nunca volveré a tener un enemigo. Y él, pues, imagínense, me pensará de vez en cuando, me odiará hasta en el recuerdo; gozará de mi muerte como buen malvado humano, pero de alguna manera hará que yo permanezca en la memoria. Mientras que yo, nada, sin memoria, sin sentidos, absolutamente nada. Y si no me recuerda, habrán otros que me recordarán —mis acreedores— y otros que me mencionarán de buenas y malas maneras. Yo probablemente lo sobreviva en la memoria.

Bueno, ha llegado la hora, como les dije: he ahí el verdugo con el vaso de vino. Me lo entrega firmemente, lo acepto con una sonrisa y comienzo a beber, pensando que el veneno que me ha dado lo está ingiriendo él, pensando que el esfumado será él. Porque bien sabemos todos que es difícil deshacerse de un ser humano; su cuerpo puede desaparecer, pero la memoria de su cuerpo queda vagando. Por eso tomo este cáliz felizmente, porque quiero hundirme en la nada. Quiero más que todo, matar a mi enemigo. Lean, lean, lean cómo desaparece, lean como su cuerpo se esfuma del espacio que tienen frente a ustedes. Las teclas de esta máquina van estampando su cuerpo con espacios vacíos, la lectura lo desintegra con el ácido invisible que lleva la tinta: mientras yo me embriago en las venas de la savia clorofila, en los dulces ríos de la hemoglobina y en todo lo inánime que pronto puede cobrar vida.

3 La autopsia

El médico forense hizo la primera fisura a lo largo de mi esternón. Partió mi tórax en dos y lo abrió como se abriría un cofre: habitualmente. Entonces sí se escapó el último suspiro, el que se había rezagado en mi pecho. Estaba allí mi corazón, un panal de tierra hormiguera, noblemente púrpura. Yo quise que lo auscultara para ver si quedaba alguna burbuja de sangre en un rincón helado, recóndita agonía; para escrutar alguna dolencia tardía que hubiese quedado haciendo eco con las paredes de mi armonioso corpus hermeticus. Pero no. Le satisfizo observarlo detenidamente para saber su estado postrero. Con sus manos divinas comenzó a escudriñar los intersticios de mi alma. Registró el transverso de mis órganos vitales. Tomó muestras de sangre y tejido. Mi cerebro, esa nuez de meninges vencidos, se volvió homúnculo en sus manos. Cortó con una sierra una media luna de mi frente para poder observar el lóbulo frontal, la neocorteza. Tomó notas. Volvió a tapar mi cráneo calado, como se hace con una vasija rota.

Me repugnó que abriese mi privacidad con esa luz tan penetrante, que revisara mis más preciados secretos, que se burlara de mi apéndice emperifollada de piedras preciosas, vellos púbicos y amores no correspondidos. Faltaba mucho para que explotara y desplazara el cinismo por el resto de esa bóveda en cual viví encauzado. Muchos versos faltaban para completar esa arritmia, esa disonancia: esa cesura que recibimos —sin justicia poética— sin percatarnos de lo fugaz, de lo inútil que es la vida.

Solamente dos personas saben lo insignificante que es un cadáver, el médico forense y el asesino. Estos dos prescinden de la importancia del cuerpo; para ambos es meramente un objeto. Ambos pueden ser los últimos en tocarlo íntimamente. El uno ejecuta, el otro oficializa. Y a veces hasta funcionan bajo la misma batuta, bajo una orquestación común. Sin embargo, yo sabía que las manos que me estaban dando las últimas palmadas no eran del lado oculto, del oprobio. Tampoco eran manos redentoras como se equivocan muchos difuntos. Aquellas manos me estaban despachando fríamente, pero con la intención de hacer una enmienda en mi certificado de defunción. Me había partido en dos para encontrar la verdad, pretendía descubrir la verdad del mal que me había llevado a matar a mi propio hijo: como si la verdad gozara del don de la ubicuidad, como si fuese una entidad auscultable, imperecedera.

No encontró lo que buscaba, las uvas de la ira. Tampoco halló conciencia alguna que revelara degeneración. Pero sí intuyó que se trataba de alguien que sufría. Pues qué mortal no perece en nuestro rincón de asfalto, en nuestra fortaleza de enanos titánicos, en nuestra mitomanía de prometeos sepultados en fosas comunes, en nuestro hades de bichos y espíritus parasitarios. Qué mortal con algo de inteligencia o valor no sufre sabiendo que vive en el engaño: el castillo de cristal.

Fue así que bien quise regresar a la tierra. El humus, la vida mezclada con la muerte, cual elemento nuevo, amalgamado. El olor a tierra mojada, tierra de cementerio, la mejor tierra de la tierra, deleite de los antropófagos hortelanos. El suelo más santo de los suelos, el parque más salvo de los parques; donde la paz se sienta sumamente cansada y donde retorna la infancia de la vejez para acompañar a los recién nacidos y a los que a media jornada suspiraron el gaseoso y filoso vaho. El olor a tierra mojada, tierra de los enamorados, de los angelitos malvados, de las vírgenes incautas, de las pecaminosas beatas y los necrófilos labradores. Humedad sudorífera del suelo, estación de los morbosos, perpetuo refrigerio, y feliz, feliz nidal de los desposeídos. Tierra mojada el olor y lo pulcro, lo pulcro que es el velo de la media noche sobre las osificadas sepulturas, sobre las cruces igualitarias: el césped, el césped rociado y eternamente fresca flor del humus de la tierra, la fresca flor del humus de la tierra . . .

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Honduras, 1962.
Narrador y poeta. Autor de las novelas Guadalajara de noche (Tusquets Editores, 2006) y La casa del cementerio (Tusquets Editores, 2008). El pordiosero y el dios (MediaIsla, 2017) reúne una selección de su narrativa breve. De su obra poética figuran: Tríptico: tres lustros de poesía (MediaIsla, 2015) y Breviario (Ediciones Estampa, 2015), obra ilustrada que forma parte de la Biblioteca Americana de la Galería Estampa de Madrid. Su obra ha sido presentada en revistas y en antologías internacionales, entre cuales: Parole Grondanti: Antologia della nuova poesía centroamericana (2020), Escritorxs salvajes (2019) y Voces de América Latina I (2016). Recibió el Premio Poesía en Abril 2019, certamen organizado por la Universidad DePaul y la revista Contratiempo de la ciudad de Chicago.