Ficción: The Mitical Cool & Round
1 abril, 2021
Los micrófonos ya estaban instalados sobre el escenario. John Rice frotaba una y otra vez sus manos sobre el pantalón. Sentía que le sudaban. Daba vueltas por los alrededores como un león enjaulado, un león de un circo imaginario, bien alimentado, gordito. Llevaba encima su gastada polera de Jim Morrison, su chaqueta de cuero negro y su pelo revuelto. John Rice tenía muy claro lo que ese concierto significaba para la banda.
El asunto había comenzado un par de meses atrás, en Completos y papas fritas Ltda. Así se llamaba el carro, una especie de remolque estacionado en el bandejón de una transitada avenida. John Rice era en realidad el nombre artístico de Juan Ruiz, su dueño, experto en la elaboración de completos y churrascos.
—Hola po Johnny —saludó Henríquez, uno de los albañiles que trabajaba en la construcción de un edificio a un par de cuadras. Ese edificio había significado el 80% de las ventas netas del año de Completos y papas fritas Ltda. A la hora del almuerzo, el remolque, o carrito, que es el nombre popular para este tipo de comercio, se abarrotaba de trabajadores. Completos italianos, especiales mayo, promoción chucrut y uno que otro churrasco salían y salían sin pausa a través del mesón. Luego, cerca de las siete de la tarde, el carrito volvía a albergar un gran número de personas. Pero, quienes llegaban a esta hora eran, por lo general, los clientes más antiguos. Entonces Juan les pasaba un dominó y unas cartas españolas. Los hombres tomaban asiento alrededor de la mesita plegable con ese quitasol de Free Cola surgiendo desteñido desde su centro. Otros posaban sus nalgas en los pisos altos frente al mesón del remolque. A esta hora, y aunque no tenía patente de alcoholes, Juan Ruiz sacaba de la heladera varias botellas de cerveza de litro. Las servía en vasitos plásticos rotulados con una marca de gaseosa y los vendía a luca.
—¿Cómo estamos, Henríquez?
—Como pa unas papitas.
—¿De cuál?
—Dame un cucurucho mediano. La bruja me puso a dieta.
—¿Qué más?
—Eso no más, Johnny.
Juan Ruiz cogió uno de los conos. Lo abrió y procedió a rellenarlo con algunas de esas papas lacias. Agarró el envase de kétchup con cierta maestría. Lo presionó y le hizo escupir una enorme cantidad sobre ellas.
—¡Sin kétch…! —fue lo único que alcanzó a decir Henríquez. Recibió el conito. Por más que escudriñó con la vista buscando algún extremo limpio, sabía muy bien que nunca iba a poder sacar una papa frita sin mancharse los dedos. Miró al suelo con amargura y fue a sentarse un poco más allá.
Un muchacho flaco vistiendo una chaquetilla reflectante se acercó tímido.
—Un lomito chacarero, por favor.
—Nosotros no vendemos lomitos —respondió Juan lacónico—. El lomito tiene su ciencia. Hay miles de irresponsables ofreciendo lomito aquí, lomito allá. Pero anda a comerles uno. ¡Malas las mierdas!, duras, resecas, llenas de nervios. Por eso, amigo, mejor no meterse en las patas de los caballos.
El muchacho pareció no entender una sola palabra de toda la explicación.
—¿Y un completo italiano? —preguntó.
Juan Ruiz lanzó una salchicha enjuta, pálida y blandengue sobre la plancha. Al mirarla se le antojó también algo triste. Mientras la zarandeaba le fue imposible no recordar lo alicaída que se encontraba su vida sexual.
—Johnny —dijo Henríquez—, ¿no te parece que ya es hora de que te pegues el salto y vendas lomitos?
—No es tan simple —respondió Juan y una especie de cólera ardiente comenzó a subirle por la garganta. Justo en ese momento Miguel Soto, su ayudante, cruzó la puerta del carro.
—¡Mike! ¿Cómo te fue? —preguntó Juan—, ¿te entregaron la guitarra?
—La fui a buscar, quedó impecable.
Juan Ruiz y Miguel Soto tocaban en The Mitical Cool & Round, una banda que versionaba grupos de rock de los años setenta. Así como John Rice era el nombre artístico de Juan Ruiz, Miguel Soto ostentaba el de Mike Sotomayor. Mike era guitarrista, John la voz. Los puestos de bajo y batería eran ocupados por otros dos músicos apasionados por el rock pero, al igual que ellos, con trabajos carentes de todo glamur. El bajista era reparador de canaletas. El baterista, vulcanizador. Se habían conocido en ese mismo carrito, a la luz de los postes del alumbrado y el aroma a fritura de las papas.
—¿Qué le pasó a tu guitarra? —preguntó Henríquez que, de todos los clientes, era el único que podía jactarse de haber oído a The Mitical Cool & Round tocar en vivo alguna vez.
—Un problema con el puente —respondió Miguel—, pero quedó listeilor.
—Lista para tocar Escalera al cielo —dijo Henríquez—. Ese tema puta que les sale lindo. Yo me caí de raja cuando los oí.
Juan Ruiz infló su pecho. Entregó el completo italiano y acomodó su gorrita:
—Existe una grabación de Escalera al cielo tocada por Jimmy Page y Eric Clapton —contó—. Una huevada a otro nivel. Hay un puro registro de esa versión. Está hecha en estudio y con suerte sacaron doscientas copias. Yo tengo una. Le compré el vinilo a un loco que lo trajo de Estados Unidos.
—¿Cuánto te costó esa joyita?
—Mejor ni te digo. Pero valía la pena.
—Johnny, ¿y nunca han tocado algo de los Bee Gees?
Juan y Miguel soltaron una risa.
—Eso no es rock —dijo Miguel—. No nos ofendas.
—Ya pero a la gente le gusta escuchar algo así, más conocido. Juan Ruiz tomó un paño. Secó sus manos, acomodó su delantal y se apoyó sobre el mesón.
—El rock es rock, Henríquez —explicó—. Hay gente que toca Bee Gees y lo hace bien, pero nosotros no vamos a andar tocando esas porquerías. Nosotros hacemos rock clásico. Eso no lo transamos. Y no lo transamos porque nosotros tocamos para nosotros. Al que le gusta le gusta. Uno se vende en la pega, en lo que hace para sobrevivir. Pero no en lo que le apasiona.
—Ah, no, está bien —dijo Henríquez algo avergonzado—. Parece que las cagué…
Uno de los tipos que jugaban dominó giró su cuello.
—¡Johnny! —gritó.
—Qué pasa Gualdo.
—No nos queda nada para terminar el edificio y ya se están preparando los tijerales, compadre. Se viene la mansa fiesta. Yo puedo hablar con don Peyo, el capataz, para que los contraten. ¿Cómo estaría?
—¡Por fin los escucharíamos! —dijo alguien más allá.
Algunos días después, Gualdo acompañó a Juan Ruiz a ver al capataz. Don Peyo se presentó amable e invitó a Juan a sentarse sobre una enorme viga de acero junto a la hormigonera.
—Un gusto conocerte, Johnny.
—El gusto es mío.
—Bueno, como ya te habrá contado Gualdo, estamos muy cerca de los tijerales y queremos hacer una celebración en grande. Gualdo me dijo que ustedes tienen un conjunto musical…
—Banda de rock —corrigió Juan Ruiz sin dejar de ser amable—, The Mitical Cool & Round, ese es nuestro nombre.
—Mira qué bien. ¿Y qué tocan?
—Tocamos temas de Led Zeppelin, Rolling Stones, Doors…
—Puta, qué encachado. Oye, ¿y podría pedirles un favor especial?… ¿se podrían cantar una cumbia?, que a mí me encantan las cumbias.
Juan Ruiz hizo una mueca de desagrado, aunque intentó disimularla.
—La verdad, don Peyo, es que nosotros no tocamos ese tipo de música…
El capataz bajó la mirada y comprimió los labios. Juan lo notó. En realidad, pensó, qué más da tocar una cumbia.
—Pero —dijo saliendo al paso rápidamente— por ser usted yo creo que no habría ningún problema.
A don Peyo pareció que el rostro se le iluminaba.
—¡Magnífico! —gritó—. Vamos a hacer algo: el que corta el queque es el jefe de obra, don Víctor. Yo le voy a decir que hablé contigo y él te va a citar a una reunión para acordar el pago y todo eso, ¿te parece?
—Perfecto —agregó Juan.
Cerca de las nueve de la noche, los cuatro integrantes de The Mitical Cool & Round se reunieron en el frontis de la sala de ensayo como todos los miércoles. Una casucha antiquísima, de adobe color rojo y tejuelas coloniales. Se ingresaba por un pasillo con suelo de madera hasta un patio interior. Desde allí se tomaba otro pasillo que comunicaba con varias habitaciones. Una de ellas se había acondicionado como sala de ensayo. Todos sus muros lucían tapizados con cajas de huevo vacías para absorber el sonido.
—¿Qué vamos a tocar? —preguntó Miguel Soto.
—Veámoslo ahora —dijo Juan—. Pero antes, muchachos, quiero decirles que me pidieron encarecidamente que además de los temas que siempre tocamos, tocáramos uno distinto.
—¿Uno como qué?
—Una —carraspeó su garganta—… cumbia.
El ánimo se ensombreció.
—Pero Juan —reclamó Miguel—, ¡cómo vamos a tocar una cumbia! Eso va en contra de todos nuestros principios.
—Sí sé, sí sé. Pero don Peyo me lo pidió y bueno… él nos está haciendo las movidas. Pongamos algo de nuestra parte.
—Yo ni siquiera me sé una cumbia —dijo el bajista.
—Pensé en el Negro José —respondió Juan—. No es muy difícil.
El disgusto podía leerse con absoluta claridad en la mirada de los músicos. Miguel movió su cabeza hacia los lados.
—Pero lo dejamos para el último —sentenció—. Partamos con algo de los Rolling.
A las once de la mañana, Juan Ruiz ingresó a la oficina de don Víctor, el jefe de obra.
—Juan Ruiz, ¿no? —saludó el hombre.
—Sí, mucho gusto, don Víctor.
—Siéntate, ¿un cafecito?
—No, le agradezco. Muchas gracias.
Don Víctor tomó asiento del otro lado del escritorio y se acomodó el cinturón. Su abultada panza emergió con absoluta libertad por encima.
—Me han comentado que tú tienes una banda musical. A nosotros nos interesa, queremos que los tijerales sean en grande. Nos costó un mundo parar el edificio. Tuvimos que hacerle frente a la inundación de junio, cuando se salió el canal. Un problema tras otro, en fin. El asunto es que ahora queremos celebrar y no hay celebración sin música.
—Sí, claro —respondió Juan—. Debo decirle que nos entusiasma mucho la invitación. Llevamos varios años tocando. Nos hemos presentado en numerosos escenarios, en bingos, kermeses, cumpleaños. Tenemos más rock que sangre en las venas.
—Perfecto —dijo don Víctor escarbándose un oído con el dedo índice—. Cuéntame, ¿qué música tocan?
—De todo un poco, Zeppelin, Rollings, Clapton, Doors…
—¿Y eso es salsa, merengue…?
—No, no, rock. Rock clásico, de los setenta.
—Ah, qué entretenido —comentó don Víctor con fingido interés—. Oye pero tóquense también algo para bailar: Toni Rey, Giolito, Juan Luis Guerra. Algo de la Sonora Palacios…
Juan Ruiz masajeó su frente.
—La verdad, don Víctor, y quiero serle muy sincero, es que nosotros somos una banda de rock clásico. No tocamos otros estilos.
Don Víctor se echó hacia adelante y apoyó sus brazos sobre el escritorio.
—Mira Juan… ¿Juan, no? Es bonita la música que ustedes cantan, a mí me gusta mucho, pero yo tengo vasta experiencia en este rubro. Más de diez fiestas iguales llevo organizando, y sé muy bien lo que gusta y lo que no. La música más tropical, más de bailoteo, esa es carta segura.
—Entiendo —afirmó Juan Ruiz—. El problema es que nosotros no sabemos canciones de otro tipo. Los Mitical Cool & Round se forjaron porque a todos nos apasionaba el rock…
—¿Los cuánto?…
—The Mitical Cool & Round, ese es el nombre de la banda.
Don Víctor golpeteó la yema de los dedos de una mano contra los de la otra.
—Te propongo algo —dijo—. Tóquense las mismas canciones que se saben, pero en versión tropical —Juan Ruiz experimentó una suerte de náusea intempestiva—. ¿Cuántos grupos musicales no hacen eso? Hasta las canciones de Salvatore Adamo las han transformado en salsa. Le ponen unos tambores por aquí, unas maracas por allá, una de esas cuestiones que se raspan…
—Güiro.
—… Mucha ciencia no hay. Yo me comprometo mandar a hacer unos afiches grandes, bien llamativos. Fiesta con los… ¿Cómo era?
—The Mitical Cool & Round.
—Eso, y se presentan como la banda estelar.
Juan Ruiz refugió su vista en una esquina del papelero junto a sus pies.
—Mira —continuó don Víctor—, te voy a contar algo que no debiera: esta es una oportunidad única para ustedes. Va a haber mucha gente. Son trescientos trabajadores y más encima van a venir los cuatro socios de la inmobiliaria, ojo. Cuando estos viejos celebran sus cumpleaños se gastan una millonada y siempre contratan músicos. Hablando de manera directa te voy a decir que nosotros no tenemos presupuesto como para pagarles, pero tómalo como una inversión —Juan comprimió los párpados en esta parte. Si le dieran un peso por cada vez que había escuchado esa frase en los últimos treinta años, estaba seguro que ahora sería millonario—. Ustedes se dan a conocer y después les va a salir un contrato tras otro. ¡No van a dar abasto de tanto show!
Un mínimo de razón le hallaba Juan Ruiz a don Víctor, después de todo. Era la oportunidad para darse a conocer. Aunque no dejaba de pensar en cómo haría para persuadir a los muchachos.
Durante la jornada de ensayo extraordinario fijada para el día sábado, Juan Ruiz pidió a los músicos que dejaran de tocar un momento. Quería hablarles una palabrita. Su frente sudaba. Cuánto hubiera dado por estar preparando un especial mayo al interior de su carrito en ese minuto, sin más preocupación que la de rellenar de mostaza el dispensador correspondiente.
—¿Qué pasa, Juan? —preguntó Miguel Soto bastante serio. Juan Ruiz se demoró en hablar.
—Pienso que ese día debiéramos tocar Escalera al cielo, ¿les parece?
Todos asintieron. Sin embargo sus expresiones no se relajaron, como si aún esperaran escuchar aquello que Juan realmente quería decirles.
—Además —continuó—, debiéramos tocar Rock and roll, Satisfaction y Love me two times… Pero quiero proponerles un experimento. Ya saben que el rock experimental es una de las corrientes más respetadas —las cejas de todos se estrecharon aún más sobre sus narices—. ¿Cómo sonarían estas canciones, me pregunto yo, con otro ritmo? No sé… salsa, por decir algo…
Miguel se descolgó la guitarra. El bajista se cruzó de brazos. A Juan quien más le inquietaba era el baterista. Permanecía en silencio, mirándolo fijo, como si quisiera calcinarlo con la vista. De verdad pensó Juan que en cualquier momento el tipo le saltaba encima y lo estrangulaba.
—¡Pero cómo mierda se te pudo ocurrir esa estupidez! —gritó Miguel.
—No fui yo, fue don Víctor. Ya sé que no suena bien, muchachos, pero recuerden a Los Beatles y esas porquerías que cantaban al inicio de su carrera, ¡y estamos hablando de Los Beatles!
El bajista se sentó en una esquina del suelo. Cubrió su rostro con ambas manos.
—Miremos más allá —continuó Juan—, pensemos en los frutos que esto nos va a traer. Es la fiesta de fin de obra. Van a haber trescientas personas y van a estar los dueños de la inmobiliaria.
—¡Y cómo vamos a tocar esas huevadas! —vociferó Miguel—. Ni siquiera sé qué instrumentos son los que se usan.
—Había pensado en usar los mismos —contestó Juan—. Guitarra, bajo… solo que en vez de batería, Nelson podría tocar el güiro.
El baterista lanzó los platillos contra el muro y salió de la sala dando un portazo.
—Esto no lo voy a aguantar —dijo Miguel guardando su guitarra eléctrica en el estuche—. Búscate a otro guitarrista, Juan, yo llego hasta aquí.
—Ya estamos listos —anunció el presentador.
John entró al baño por última vez. Mientras orinaba leyó una frase escrita con plumón en el muro sobre el estanque “me gusta el rock, el maldito ROCK”. La música tropical había detonado la peor crisis al interior de The Mitical Cool & Round. Estuvieron a un paso de la separación. A John le tocó la parte más pesada: volver a unirlos. Largas conversaciones mantuvo con cada uno de los integrantes durante esos días. Fue agotador, pero lo consiguió. Los músicos decidieron, sin embargo, que él debía comprar el güiro y encargarse de tocarlo. John no tuvo otra alternativa.
—Ya muchachos, a sus puestos.
Detrás del telón, Mike inhalaba y exhalaba para que su nerviosismo disminuyera. Los demás estiraban sus cuellos y flectaban sus brazos. John Rice acomodó el micrófono.
Cerca de las diez de la noche, Quico Moncada, operador de grúa, subió al escenario.
—A continuación dejo con ustedes a la banda musical que hemos invitado. Ellos llenarán de alegría y baile esta gran celebración. Aquí están los… ¡Tropical Cumbia Sound!
La apertura de las cortinas no logró disimular el estupor de los músicos al escuchar el nombre. John Rice tomó el micrófono con rapidez.
—Somos The Mitical Cool & Round, amigos. Sean ustedes muy bienvenidos…
Entonces pareció que su voz se apagaba. Lejos de encontrarse con trescientas personas, en el lugar solo había un puñado de trabajadores sentados en círculo bebiendo de espaldas al escenario. Más allá tres albañiles se tambaleaban abrazados. Un personaje tirado en el suelo, con la mitad del cuerpo bajo la mesa junto a un charco de vino, terminaba por redondear la escena. John Rice le hizo señas al presentador. El hombre se acercó chupeteando un vaso desechable.
—Oiga amigo, ¿y don Víctor?
—Don Víctor vino en la tarde, gancho, como a las seis. Pero se fue hace rato.
John Rice masajeó sus sienes. Don Víctor de la conchasumadre. Hizo una seña a Mike y la música comenzó. Al escuchar los primeros acordes, dos tipos ingresaron por la puerta principal al tiempo que tres salían. La banda partió con Raiders on the storm en versión chachachá. Continuó con Tears in heaven, rebautizada como Tears in cumbia, para efectos de la tocata. A John Rice se le comprimía la garganta de solo imaginar a Eric Clapton escuchando esa versión. Era una herejía. Prefirió pasar a la siguiente.
Al cabo de unos minutos, un anciano de casco amarillo se puso a bailar en medio del salón como si fuera lo último que hiciera en la vida. Otros dos tipos lo siguieron. Aquello fue como un combustible para la banda. Parecieron despertar. Tocaron una canción tras otra sin pausa alguna. John Rice se apoderó del escenario saltando y pateando los parlantes. Lanzaba el micrófono en dirección al techo, se revolcaba en el suelo. Estaba en Woodstock. Un señor de pelo cano, vientre ancho y corbata azul cruzó la puerta. Sus pequeños ojos, tras el redondo cristal de sus lentes, escrutaban con recelo a los borrachines que se zarandeaban alrededor. Sobre todo a ese del casco amarillo, que parecía estar poseído. John Rice supo de inmediato que se trataba de un pez gordo, uno de los socios de la inmobiliaria.
—Muchachos, ahora es cuando debemos lucirnos —avisó al resto de los músicos—. Vamos con Escalera al cielo.
Una sonrisa se dibujó en sus semblantes. John Rice sintió que un ánimo especial los remecía. Es la energía Mitical Cool & Round, pensó absolutamente convencido de que era así. Mike levantó la guitarra, comenzó el arpegio inicial. El público escuchó en silencio. El baterista golpeaba los toms con sus ojos cerrados, como si estuviera experimentando un orgasmo largo y sostenido. Estaba en trance.
Cuando terminaron, el aplauso fue estridente. Los músicos se pusieron de pie e hicieron una reverencia. La emoción los embargaba. Comenzaron a desconectar los equipos, y el presentador del evento llamó a John desde un costado del escenario.
—John, te presento a don Roberto Zafrany, uno de los dueños. Él es John, el vocalista de la banda.
—Un placer conocerlo —dijo John Rice estrechándole la mano. Mike se acercó.
—Fue un gusto escucharlos —dijo don Roberto acomodándose los lentes—, aunque llegué casi al final. Solo oí las últimas canciones, pero me gustaron mucho. Felicitaciones.
—Gracias don Roberto, qué honor.
—¿Y tienen alguna tarjetita donde poder contactarlos?
—Sí, claro —respondió John hurgando nervioso los bolsillos de su chaqueta. Encontró una. Le dio un manotazo para quitar las pelusas y se la entregó—. Es la tarjeta de nuestro carrito de completos, pero ahí nos ubica. Bueno, y si algún día quiere comer rico vaya a vernos.
Don Roberto sonrió incómodo.
—El único comentario que tengo es acerca de la última canción. Las cumbias estuvieron fenomenales, pero lo último que tocaron… no sonó muy bien.
—¿Escalera al cielo? —preguntó Mike.
—Esa, ¿les doy un consejo? Su fuerte es la música tropical, muchachos, olvídense de lo otro.
John y Mike se echaron un vistazo disimulado.
—La verdad, don Roberto —respondió John Rice con mirada solemne—, es que los organizadores la pidieron.
—Es un tema que toda la gente conoce —agregó Mike.
—Nuestra banda tiene mucha experiencia en el rubro. Llevamos tocando en más de diez fiestas, sabemos muy bien lo que gusta y lo que no. Y la música tropical, esa es carta segura.
Don Roberto observó la tarjeta:
—Bueno, a ver si un día de estos paso a visitarlos para comerme un lomito.
John Rice se petrificó. A Roberto Zafrany algo le distrajo en la esquina opuesta. Miró hacia allá. Aunque el concierto ya había terminado, el anciano del casco amarillo todavía bailaba en mitad de la pista. Parecía que sus pies no iban a detenerse nunca más.
Santiago de Chile, 1983
Ricardo Elías es autor de los libros de relatos Cielo fosco (2014), Expediciones al núcleo de la zoología moderna (2020); y la novela A la Cárcel (2017, 2018). Sus textos han sido publicados en revistas literarias de Chile, Argentina y Estados Unidos. En 2017 obtuvo el Primer lugar en el V Concurso Internacional de Novela “Contacto Latino” en Estados Unidos y ese mismo año fue premiado en el Concurso Literario “Fundación Julio Visconti” en Granada, España por su relato “Un muerto de mal criterio”. Actualmente reside en la ciudad de Viña del Mar.