Todos éramos bolcheviques entonces

1 agosto, 2023

Vi sus caras de resignación
Los vi felices llenos de dolor
Ellas cocinaban el arroz
Él levantaba sus principios
de sutil emperador

Mariposas tecknicolor.  Fito Paez

Nuestras vidas eran así: vos llevabas Letras en la U y debatías con el profe Hernández hasta masacrarlo. Tus textos, te decía él, eran demasiado individualistas aún; tus versos los tenía por pequeñoburgueses y eso te mató. Le sacaste a bailar hasta lo del apellido, que era igual que el del dictador, y le dijiste que no podía haber hombre nuevo sin anclaje en las vivencias propias, honestas, y si tu cuerpo de mujer, o explorarlo a tus anchas en tus textos y poemas y en la vida real, era un problema, pues entonces lo que sucedía era que el pequeñoburgués era él, que quizás quería seguirse comiendo con tenedor, cuchillo y servilleta a su mujer, y no anancas como debía hacer el proletariado. Qué le queda al obrero si le quitás sus zonas erógenas, intervenía yo, recordando una canción en inglés, y vos te reías a mares, a soles, a ríos, a facundias. ¿No era así que decía uno de tus poemas?: reírse a mares, a soles, a ríos, a facundias. Yo no entendía pero suponía que tenía que ver con la abundancia, la intensidad, la espontaneidad y con la libertad de hacerlo. Porque vos querías libertad. Con vos el problema es que querés crear tu propio nuevo orden, muy a tu medida y a tus anchas, te decía yo, más por molestarte que por otra cosa. Y te enojabas. Pero cuando descubrías que te estaba solo aguijoneando, me llevabas aparte. El problema con vos es que sos muy racional para estas babosadas, me decías en privado, te abrías el jeans, me tomabas la mano y la metías solo un poco. Yo sentía apenas tu calor y el roce de tus vellos en las puntas de mis dedos. ¿No entendés qué somos?, me decías, jadeante, hasta casi besarme. Luego me soltabas de pronto y me empujabas. Siempre me “reprendías” así: a solas. La reprimenda entre compas no es algo que debería exponerse en colectividad, canturreabas, negándote rotundamente a participar, y me guiñabas un ojo. Eras gata y yo ratón. No es la reprimenda, agregabas después, impetuosa, poniéndote seria de nuevo, es el resultado de ella lo que el hombre nuevo debe obsequiar a la colectividad, sin pensar en recibir nada particular a cambio. ¿Vos pensabas recibir algo en particular a cambio de mi reprimenda, acaso como si fuésemos bienes de intercambio para nuestro propio consumo? Dabas la vuelta y te ibas. Yo veía tu largo cabello ondulando en retirada. Nunca te lo recogiste.

Así eran nuestras vidas y salíamos con pañoletas rojas a las marchas. Te veía y no te cuadraba del todo andar ahí. Siempre irradiabas algo que se escapaba del contexto, como si mariposas salieran a volar desde tu pecho. Mariposas tecknicolor, como las del Fito: mientras nosotros veníamos a entregar el corazón en esas luchas, vos traías contigo las tuyas, y las ponías a volar por ahí, entreveradas en los gritos de las consignas de nuestras luchas colectivas.

Tu voz era así: una fanfarria con redoble de tambores sin la mínima injerencia de las dudas. Tu voz era decir que las pasiones no debían disociarse de las injusticias, que les debían servir más bien de combustible a las luchas. Tu voz provocaba terremotos a muchos, a mí entre ellos: telúrica fuerza en las entrañas. Y eso no sabía si estaba bien: desviabas el foco de atención de donde debía estar: las luchas, y eso no debía estar bien. Te lo decía y vos te cagabas de risa.

Tu risa era así: suelta, tan vulgar como libre. Yegua desbocada. Tu risa era el samaquión, el juicio, el jurado y la condena a todos los que se oponían a tus provocaciones. Si algo quedaba en nosotros de ego luego de sus primeras detonaciones en nuestros oídos expuestos, la prolongación de esa misma risa lo extinguía por completo, como esos impulsos de ultrasonido que estallan los pequeños cálculos renales. Pero tu voz. Tu voz intervenía después para ordenar el caos de los escombros que dejaba tu risa. ¿Para qué negar?, decía tu voz. ¿Cuáles mojigaterías son esas, monjita de convento, cómo vas a reprimir un instinto, pasmado? Primero abrazalo muy bien, miralo a la cara. Luego decidís si le escupís o no en el rostro, o si lo besás hasta matarlo o hasta que te mate. ¿Le tenés miedo al beso de la muerte? Pobre. Temblás como infante de colegio inglés porque sentís. ¿Y qué esperabas? Enterate: sentimos. Es más, ¡venimos a sentir! El tacto: ¿no palpás la desnudez de nuestros niños, los huesos de nuestros viejos, lo mojado de la sangre? El oído: ¿no oís los gritos, los miedos, los silencios? El olfato: ¿no olés cómo huelen los muertos? Y espero que también los veás: sus dolores quedaron ahí como huellas en sus expresiones faciales finales. Vas a tener que besar a alguno en los labios y degustar el sabor ferroso que emanan. Es la sangre derramada por gusto.

Así era tu voz destructora que presagiaba, muy a tu modo, la creación de lo nuevo.

Tu semblante era así: recio. Podía uno acercarse a tu cuerpo y abrazarlo solo para sentirse a salvo como si a un viejo árbol uno se abrazara. Y así pasó algunas veces. Muchas en que perdí la esperanza. Y vos como una roca contra la que se estrellaban decenas de desesperanzados como yo que venían de los alborotos del mar, y que de algún modo milagroso renacían como luces nuevas encendidas por tu calor como fósforos prendidos en la lija. Era solo eso y lo era todo para seguir: tu semblante recio, el calor de tu cuerpo. Tu voz, esta vez, en silencio. Solo el calor, el apretón, y pronto el empujón para que fuera la nueva luz a nacer. Tu semblante era así: desafiante, aguerrido, y nosotros unos infantes de colegio inglés otra vez, mojigatos jugando al leninismo de pañoletas rojas.

Tu manera de alzar vuelo era así: un día decías que te habías aburrido de apuntar alias en una libreta roída, y que querías ir mejor a ser una vida, a tener un nombre propio lejos de tanta mierda, decías, y de tanto cerote como el comandante. Yo decía: ¡shhh!, te van a oír. Y oían. Pero nadie le iba con el cuento al comandante. Aunque yo estoy casi seguro de que en varias ocasiones él también te oyó: al día siguiente nos decía: manden a la papalota revoltosa al frente de la fila. Bolcheviques de mierda, tronabas vos, rodeada de nuestras risotadas, y nunca veías para atrás, y como tampoco veías a nadie adelante, caminabas erguida y sin miedo, también estoy seguro de que inventando en tu cabecita loca de largos y ondulantes cabellos negros, que era por un bosque apacible que andabas, descubriendo montañas, siguiendo susurros de ríos, alzando vuelo como mariposa tecknicolor, dejándote ser un nombre propio en lugar de un alias en una libreta roída. Algún día el mar. Una casa junto al mar. Una vida junto al mar, decías en voz alta, rompiendo el silencio, poniéndonos en riesgo a todos los del camino de hormigas. Luego, claro, después de kilómetros de caminata, volvías a ver para atrás y encontrabas a tus bolcheviques que te hacían despertar de tu sueño. Yo veía cómo las alas se deshacían tras tus hombros, hechas polvo.

Tu manera de luchar era así: frontal. Y pobre de aquél que te viera venir gritando hacia él. Desde tus días en la U, desde nuestros días en las marchas, luchaste sobre todo por ganar territorio. No siempre contra enemigos armados, la mayoría de las veces con palabras: acechando, contrariando con ellas. Nunca mataste, caso curioso. Perseguiste, heriste a quienes huían de tus telúricos gritos. Nunca rematándolos en suelo como muchos de nosotros hacíamos ¿para qué cargar con más cosas?, decíamos. Vos no. Y siempre llevaste tu libretita de poemas contigo.

Tu manera de luchar era así: al final de cada batalla escribiste un poema, el papel lo hacías un rollito, bien amarradito con tirro, y entre todo lo que se iba y venía del campamento, mandabas bien oculto el poemita a tu madre, que quizás lo recibía o quizás no. O a veces, cuando eras la más triste entre los tristes, lo escribías solo para vos, y lo quemabas o simplemente lo botabas tras estrujarlo entre tus manos. Nunca me dejaste leerlos, pero una vez recogí del suelo uno: ese en el que te reías a mares, a soles, a ríos, a facundias de todo lo que debías afrontar por el escozor que a otros les generaba tu manera frontal de luchar por tus propios colores, mariposa libre, flor en vuelo tecknicolor.

La manera como el tiempo transcurrió fue así: las luchas frontales acabaron. De pronto todo pareció un escenario fugaz de una memoria confrontada con los cambios que nunca llegaron: alas de mariposa que también se fueron extinguiendo detrás de los hombros de vagos recuerdos de una razón de ser envejecida, hecha polvo. El tiempo transcurrió sin sentido desde que nos desmovilizamos, como si la totalidad de las cosas se hubiesen vuelto una sosa quietud, fofa, acomodaticia, y nosotros, estatuas de algo: dura pose anquilosada. Nomás estancamiento del alma.

No supe de vos por mucho tiempo, pero casi estoy seguro de que te vino mal ese tiempo del discurso vacío, de las promesas sin acciones, de los vítores electorales sin ninguna consecuencia social. Casi estoy seguro de que nadie escuchó tu voz que decía aire, que decía vuelo, que decía justicia en tus poemas. ¿A quién reprendías a solas ahora? ¿Seguiste escribiendo tus poemas? Sé que volabas, seguramente, porque no podías hacer otra cosa. Las estatuas éramos nosotros, bien pegadas al suelo, y ahora ya no íbamos a estrellarnos en tus rocas para ser nacidos a la nueva luz con tu calor. Nos extinguimos sin querer. Amanecíamos, anochecíamos, y en el entremedio había algo soso y fofo a lo que llamábamos vida.

Años después supe que te habías casado y que tenías tres niños. Supe que vivías en la playa, junto al mar, como habías soñado y augurado en las montañas, poniéndonos en riesgo tantas veces. Eras una vida y un nombre. Eras la concejala del cantón, a la orilla del mar, sin hombre, porque este había volado hacía mucho: ningún común mortal podría haber valorado como se debía tu voz, tu semblante, tu manera de alzar vuelo y de luchar. Lo supe porque eras la candidata a alcaldesa del municipio en las elecciones que ya estaban próximas a efectuarse, y salías con el mismo semblante duro de antes en el periódico. Imaginé que tendrías la voz del mar inquieto, que vos eras la voz de ese mar.

Y la voz del mar era así: obstinada, tonante, emancipada. Pero, por supuesto, por lo mismo generaba maremotos, y de los maremotos salían grandes olas que se estrellaban contra las rocas-estatuas de sus playas locales. El encontronazo con ellas resultaba inevitable.

El final fue así: supe, también por el periódico, que entre esas rocas afiladas encontraron tu cuerpo roto, desgarrado. Recordé que antes ese mismo cuerpo había sido como una roca que daba calor. Ahora estaría frío y sería un alias obligado por las violentas rocas afiladas del discurso vacío a desmovilizarse, a estarse quieto y sin acción, movido apenas por el vaivén de la marea de la tarde. ¿Te acordás cómo soñaba tu alias de antes con tener un nombre propio y volar hacia otra vida, cómo escribía pequeños poemas después de cada batalla y los mandaba a la vida envueltos en rollitos pegados con tirro? ¿Te acordás lo poco solidarios que éramos con vos y tus rarezas, y cómo todos te advertían y te decían lo peligroso que era ser como querías ser, y que mejor te callaras, que no contrariaras, que no pusieras resistencia o que ibas a amanecer hecha un cuerpecito roído sobre los brazos de un río lejano? Vos con tus rarezas, yo con mis miedos y ellos con su afición por los pañuelos rojos solidarios. Mariposa tecknicolor, perdonanos: la vida era otra, sin variaciones de color, en blanco y negro, y en ella todos fuimos unos grises bolcheviques, tan grises y chatos como quienes hoy te rompen el cuerpo entre las rocas.

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San Salvador, El Salvador.
Narrador y editor. Escribe novela y cuento. Dirige la editorial independiente Los Sin Pisto, especializada en narrativa salvadoreña y centroamericana actual. En 2010, su libro Heterocity (Así nacidos) obtuvo el Premio Centroamericano de novela Mario Monteforte Toledo. Asimismo, ha sido ganador en varias ocasiones de los Premios Nacionales (Juegos Florales Salvadoreños) en novela, cuento, cuento infantil, ensayo y testimonio. Obtuvo en el 2022 el título de Gran Maestre en la rama de Cuento, otorgado por el Ministerio de Cultura de El Salvador.