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Fragmento: Trajiste contigo el viento interior

13 diciembre, 2023

CARMEN

No sabías nada del pueblo. ¿Para qué? Decías que el nuestro no era un pueblo, sino la agonía del campo. Decías que no querías hacerte viejo en un lugar viejo.

Si hubiese tenido orgullo, Tadeo, me habría quedado allá abajo, en Cocuán. En esa agonía. En cambio, caminaba con un puñado de ancianos con reuma y un cura sin orejas. Abdiel le había vendado la cabeza con algunas medias de lana y la sangre les dibujaba lirios y zinias.

Manzi iba así, vendado, a lomo del burro. Se miraba las palmas vacías cada tanto y luego se golpeaba fuerte la palma izquierda, como las madres a los niños desobedientes: malo, malo, niño malo. Él era la madre, él era el niño.

Junto a él iban los más viejos, encorvados, se contaban cosas y luego se las olvidaban. Cada tanto se escuchaba: «¿Has dicho qué? ¿Que ha dicho qué?». Mercedes iba con Chabuca, que tenía la cara roja apachurrada sobre la espalda de su madre, en un sueño de seda. Le costaba caminar con ella atrás, pero ni ella, ni Hermosina, ni Esther parecían agitadas. Sus cuerpos rechonchos, quién sabe, estaban llenos de plumas porque avanzaban ligeras, aunque jadeaban, pues no deja- ban de susurrar letanías. Agustina corría, brincaba, recogía piedras planas y las metía en el bolsillo izquierdo después de chuparlas y a veces también cantaba. Víctor iba cojo, pero cargaba con Ezequiel la comida. Zaida, María y yo íbamos de últimas, tristes y penando. María ni nos miraba, estaba en otro mundo. Zaida me tomaba de la mano como si temiese.

Cada tanto, Esther se daba la vuelta y le preguntaba si se había lavado bien antes de salir, si había colgado la ropa, si había orado. Al menos habríamos podido reírnos de todos ellos, Tadeo, como siempre hacíamos, reírnos de Hermosina y sus tobillos de hule, y de cómo se le pegaba a Baltasar por todo el camino, de Mercedes, de Esther con su cara de culo apretado, de Abdiel, de mi padre, Germán, que se tropezaba con todo, como borracho, reírnos de Cocuán y de nuestra mala suerte por haber nacido ahí. Pero estaba sola como un espectro, como una flor de malva.

Rodeamos la laguna y solo oíamos a los venados, que se llamaban unos a otros en algún lugar, lejos. Un bosque es un agujero negro, lo que atrapa ya no lo deja ir, ni siquiera la luz puede escapar de él. Un bosque es la quietud de Dios, el lugar donde las flores trepan y caen, un viento que contiene muchos vientos, una trampa donde los muertos se quedan colgados como liebres aullando y chillando. Pero tú no amabas nuestro bosque, te parecía triste y viejo, como todos nosotros.

Ya de pequeña sabía yo distinguir los balidos de los venados, ¿recuerdas? No era lo mismo un balido largo que uno corto, te decía, que una serie de balidos pequeños que te llamaban a perseguirlos, a buscarlos. Ya por entonces, Tadeo, te habías plantado ante mí, y tomándome de la mano me habías dicho que tenía un nombre muy bonito. Y yo te enseñaba a balar y sembrábamos huevos de colibrí pensando que las aves nacían de la tierra, sacudiéndose muy elegantes las alas, y metíamos los pies sucios en la misma jofaina, y le rezábamos juntos a la Virgen de la Leche hasta que un día le tocamos el pezón y juramos que el óleo duro estaba caliente, pero nadie nos creyó. No conocíamos la fatiga ni el olor de los sobacos. Tu madre siempre nos echaba la bronca por andar sucios y enmarañados. Disculpe, tía, le decía yo, y ella me miraba con los ojos chuecos que a ti ni te asustaban, pero a mí me daban repelús.

Continuamos el camino y María parecía cada vez más débil, estaba pálida y a veces paraba a vomitar solo una bilis amarilla porque no quería comer nada. Ezequiel ni la miraba, pero Víctor le limpiaba la boca. Recuerdo que me decías que eran muy raros. No me dejabas acercarme a su casa ni a Sucio, su perro. Decías que estaban enfermos de rabia. Quizá tenías razón, Ezequiel daba un poco de miedo, parecía que en cualquier momento iba a sacar un machete y matarnos a todos, pero Víctor siempre me pareció un niño moribundo y me gustaba pensar que en el fondo ya estaba muerto y eso lo hacía inofensivo, parte de mi mundo de muertos.

Esther nos obligó a rezar el rosario por el camino, pasábamos con el pulgar cuentas invisibles. Yo rezaba por ti, Zaida solo balbuceaba y María rezaba con desesperación por el viejo Jonás. ¿Y ustedes en dónde estaban, Tadeo? ¿Por qué no volvían? María llevaba el miedo en los ojos, un no sé qué de horror que iba persiguiéndonos a todos en el camino y que ella acogió enseguida, sin chistar. A veces se agacha- ba a recoger violetas y decía: «Van y nacen siempre junto a las ortigas, así mis penas con mis dichas». Como todas las madres de Cocuán, hablaba el lenguaje de las letanías, de la obediencia, del Cristo ten piedad. Nosotros en cambio sabíamos las palabras que ellas ignoraban: recovecos, limo, licopodios, equisetos, pistilos. Nuestras palabras convertían al cordero de Dios en un aerolito, Tadeo, cayendo a toda velocidad sobre la tierra. Y cuando veíamos una estrella fugaz le pedíamos que quitara el pecado del mundo.

Ya pasada la cascada, los árboles se habían llenado de mus- go, las flores eran muy pequeñas, pintadas de júbilo, como caramelos. Detrás, iban Abdiel, mi papá y Baltasar. Las pisaban sin tan siquiera mirarlas. Tú veías una flor y le gritabas ¡viva, viva! Y todo parecía escucharte y crecer como en un mundo antediluviano con hongos altos, húmedos y pajarracos.

Pero te habías marchado, Tadeo, y el amor se había convertido para mí en un conjuro. Así que me empeciné en encontrar una liebre en el camino.

Nada se movía entre los pajonales, solo las quebradas que bajaban con el agua helada y daban ganas de saltarles encima y chapotear, las ciénagas eran espejismos y los penachos se estaban muy quietos, recibiendo el sol, y no había nadie que los mirara, era todo un engaño, una hipocresía estar ahí y no gozar. Cuántas veces habíamos caminado por esos mismos colchones de agua, y nos dejábamos arrobar por la humedad y el frío, hipnotizados por el olor de la pasiflora, que serpentea y se agarra, pero aquel día, cuando fuimos a buscarlos, a buscarte a ti, parecíamos monjes tristes que al ver los frutos de un árbol solo piensan en el bien y el mal.

El sol ya se escapaba tras el peñasco cuando, entre rocas musgosas y ciénagas, una liebre salió corriendo. La perdí de vista enseguida. La magia no está en la mano que saca la liebre del sombrero, sino en la liebre que pasa de un mundo a otro cuando se escurre en su hueco del bosque, el agujero negro. Una liebre es una liebre, es una bruja. Eso es lo que nos enseñaron o lo que tú y yo siempre quisimos creer. Las liebres conjuraron para crear el mundo. Escupí al piso en el lugar que la vi por última vez y le pedí: «Convierte a Tadeo Lazlo en un viejo jorobado».

Terminarías por ser jorobado, Tadeo. Ya se te notaba en la espalda el nacimiento de una giba, como a la vieja Gioconda. Y un día yo pasaría a tu lado y sin tan siquiera mirarte cruzaría la calle. Te sería indiferente y criaría mi amor como un gato salvaje.

Así sea.

Así sea, me respondieron los frailejones y los hongos que me miraban desde abajo: estatuas glaucas y cabezas flotantes.

El padre Manzi se cayó del burro. Seguía mirándose las palmas vacías. Lo levantaron enseguida entre Abdiel y Víctor y lo subieron al burro otra vez, le pusieron las manos sobre el regazo y le cubrieron con un poncho. Las orejas las llevaba Agustina envueltas en una manta sangrante en el bolsillo derecho, a veces metía la mano y las acariciaba como a un amuleto. Siempre envidié los secretos que guardaba Agustina, era de la única que jamás me burlé y tampoco te confesé, Tadeo, que en el fondo de mi corazón yo quería ser hija de esa mala mujer, como la llamaban en el pueblo, porque ella sabía cosas que nosotros no, comprendía el len- guaje del viento y olía a ave; y yo quería que me enseñara a hechizarte a ti y a los pájaros, para que no me abandonaran, y quería conjurar con ella en las noches de viento tibio, con las aves a nuestro alrededor, volando y bailando, borrachas de leche blanca.

Más allá del peñasco se abrió un claro. El viento que venía detrás nos impulsaba hacia él. Pisábamos fuerte, pero por dentro nos arrastrábamos. La hierba estaba fresca y suave. Ese bosque, Tadeo, no sabe de envejecer: se desquicia, trepa y cae solo para volver a entrar en la tierra y reverdecer. En el bosque todo parece estar tan lejos, ¿pero tú dónde estabas? La última en verte fue ella, Agustina, que tocaba las orejas de Manzi y cada tanto sacaba un aro lleno de picos de pájaros y los agitaba igual que a una pandereta, como si todo hubiese sido un juego de niños.

Yo te imaginaba bailando con los muertos, con enanos y brujas alrededor de un ciervo, el que decían los antiguos que encontraríamos al morir, escondido en el bosque, con la mirada de fuego animal; un ciervo que es todas las mujeres y todos los hombres, un ciervo que corre y arde en medio del mundo sin que nadie lo vea.

No quería pensar que me habías traicionado, Tadeo, prefería creer que te habías muerto, del mismo modo que se mueren los niños en los pueblos olvidados, de cosas sin nombres, infestados de piojos, con fiebres que van y vienen: pletóricos, entregados a delirios purísimos.

Antes de pasar el peñasco, descansamos. Víctor y Ezequiel bajaron lo que llevaban en la espalda, Esther y Mercedes descargaron las canastas y tendieron el mantel para hacer un tambo. Zaida no me soltaba la mano ni que se cayera al piso, me la apretaba y tenía la palma sudorosa, estaba tan asustada como las crías más pequeñas de los conejos que nacen de últimas y no crecen más que una rata, podrían vivir escondidas en tazas, si no fuese porque tiemblan de frío y luego mueren. La senté junto a mí y escuché cómo le corría el pulso. Pero ella no aceptó estar sentada, se arrodilló rapidito con las piernas bien juntas y sin mirar a nadie a los ojos. Yo no sabía qué escondía, por qué temía tanto, pero lo imaginaba.

Esther empezó a chillar, María y ella miraron las canastas y saltaron como pulgas. Toda la comida estaba llena de gusanos. El padre Manzi los tomó en las manos y los miró con los ojos bien abiertos antes de abrir la boca y engullirlos con placer. Corpus Christi, dijo y se echó a reír. Abdiel gritó ¡orden!, ¡orden!, Baltasar se desabrochó la correa, parecía que iba a darnos un azote a todos. Malo, malo, niño malo. Fustigó la tierra, que no tenía culpa de nada. De repente, voltearon uno y otro, y luego las viejas, Hermosina y Mercedes gritaron y yo quise salir corriendo y Ezequiel maldijo: «¡Hijo de su puta madre!». Y Zaida no quiso voltear porque tenía miedo, siempre tenía miedo. Cuando me di vuelta vi a Filatelio lanzando toda el agua de los termos, aullando, mientras corría entre los pajonales y me entró la risa a mí también.

Me incliné a pensar que ese era el fin. Todo se había maleado, era hora de dar la media vuelta y volver a Cocuán a esperar que ustedes regresaran, eternamente. Pero enfilamos una vez más. Baltasar le dio a Filatelio una buena tunda, pero él solo reía y aullaba, y Manzi lo mismo. Así fue, atado, sobre el burro y aullando. Seguimos el camino, con algo parecido al miedo bien adentro, apartamos bejucos y achu- pallas, y sabíamos que más allá del peñasco no habría más opción. Si estaban más allá, Tadeo, no podíamos ir a buscarlos. Habríamos hecho toda la expedición en vano. Más allá fue una vez Hilario, ¿recuerdas ese cuento? Así nos cuidaban de escaparnos. No vayan más allá del bosque, nos decían, se los va a tragar la tierra como a Hilario. Todos sabíamos que Hilario andaba en algún lugar, convertido, transformado, loco y salvaje. Quién sabe qué le había pasado. Algunas noches escuchábamos solo un alarido que llegaba de lejos, trayendo los bichos de debajo de las piedras. No se lo había tragado la tierra, se lo había tragado la selva, que es un bosque aún más antiguo y más taimado.

El peñasco fue la parte más dura. Ezequiel y Víctor pasaron primero, después fuimos Zaida y yo y la pequeña Chabuca, que había dormido en la espalda de su madre casi todo el camino y que ahora caminaba chueca y medio alelada, entre rocas y bosque, que se habían mezclado desde el principio de los tiempos: un amor sin testigos. Íbamos todos en silencio, jadeantes.

Baltasar, mi papá y Abdiel se sentaron a esperar que les tocara el turno; eran tres grandes niños gordos. Sus ojos de la infancia debían mirarlos desde el bosque, desde los troncos húmedos, desde el liquen más antiguo, los miraban y recordaban que una vez habían sido ágiles y hasta parecían llevar dentro el bullicio de los pájaros, pero ellos ya habían matado a los homúnculos que los habitaban, estaban enterrados bajo gruesas capas de polvo y grasa. Y no se avergonzaban. Junto a Baltasar se quedó sentada Hermosina, roja y abutagada, con el letargo de una vaca, el cuerpo rechoncho y las piernas enjutas.

Víctor y Ezequiel anunciaron que harían una expedición de reconocimiento. Los esperamos en la parte más alta del peñasco, sentados de lado como las cabras, que parecen flotar en los montes, no atienden a la gravedad, creen que lo vertical es horizontal y el mundo les hace caso.

Yo no entendía por qué te habías ido con los demás, por qué no habías huido lejos. Allá donde estaban los peces, las bananas, la costa, el calor, el limo sobre las piedras. Y por qué no me habías llevado contigo.

Siempre eras tú quien dormía en el suelo las tardes que pasábamos en el galpón sacando alverjas de las vainitas con los dedos arrugados. Y luego de la siesta todo olía a tallos y verde y a ti eso te hacía pensar en lo pequeño de nuestro cielo, y en que querías irte lejos, al calor y la humedad, porque tenías adentro otro mundo.

Se sabía en Cocuán tan poco de todo eso, que habíamos llegado a pensar que el mundo era alto y frío, como un castillo durmiendo en la neblina, con un dios que se acurruca adentro y un cielo pequeñito.

Nadie en Cocuán creía en la abundancia de cielo.

Si amar significaba creer, hice en ese momento confesión de fe en el cielo dilatado, en los embalsamados, en las garzas, la cola de zorro, la rosa del estero, el curupí, el aguara guazú y el ciervo de los pantanos. Y te quise como no te había querido nunca, te quise muerto debajo de la tierra para enviudar en secreto y llevarte carpas tiesas a la tumba, de esas que atrapábamos en la laguna y que veíamos saltar y atrapar el sol, brillar un segundo y volver al agua; para llorarte cada noche, Tadeo, y jamás pensar en algo más porque los muertos lo envuelven todo. O eso me había enseñado mi madre. Nuestros muertos comían en la mesa en los platos que mamá siguió sirviendo toda la vida hasta que también murió, y eran los muertos los que dormían en sus cuartos cerrados a perpetuidad, mientras nosotros nos íbamos apachurrando en el piso de casa, como sombras.

¿Recuerdas que un día entramos en el cuarto de mi hermano muerto y sentimos que éramos nosotros los fantasmas?

Así como estábamos, llenos de polvo, desgarbados, mal vestidos, arruinábamos ese cuarto inmaculado.

Te quería muerto, Tadeo, pero quererte muerto también era quererte bien.

Víctor y Ezequiel se asomaron encima de las piedras como gigantes, agitaron las manos desde lejos, como diciendo vengan. Atardecía y el cielo fue rojo por un momento, cuando nos levantamos todos a un tiempo, con el corazón hacia ellos, ya estaba gris. Y seguimos el paso, como si ese último tramo fuese fácil, sudorosos y jadeantes. Nos acercábamos. Sin saber.

Pero Ezequiel cayó de súbito. Víctor lo miraba sin volver la cara. Corrimos hacia ellos. Cuando estuvimos tan cerca que podíamos ver casi la selva que continuaba al otro lado del peñasco, la hierba cálida ya oscura porque el sol se iba, y las nubes a lo lejos, grises, anunciando la noche, sentimos un peso. Ezequiel estaba en el piso, panza abajo.

No nos dieron tiempo de entender, éramos aves ciegas y el cielo se sembró de dudas. Nos detuvimos, solo Baltasar avanzó.

Allá, gritó alguien.

También gritó Baltasar, pero más fuerte. Allá, allá están.

Y él corrió de regreso adonde estábamos, resbaló por las piedras, cayó y se arrastró por la hierba.

Víctor fue quien te vio primero. Con la mano haciendo de visera traté de encontrarte. Detrás del peñasco, ahí estabas tú, Tadeo, mirándonos entre las piedras cóncavas, escondido igual que en el vientre oscuro de tu madre, y yo lloraba porque sentía que nos mirabas con un rostro turbio, lleno de horror. Nos temías. Nos quedamos quietos ante la visión, solo Baltasar se frotaba las rodillas raspadas. Víctor, desde lo alto, nos llamó.

Y yo te miré como si hubiese sido la primera vez. Como si hubieses sido un recién nacido.Y los demás, los que se habían ido, estaban contigo. Pequeñitos por la distancia, reunidos, temerosos, agazapados. La cabeza calva, el cuerpo desnudo, todo lo que había dicho Agustina. Y al tiempo, aullaron.

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Cuenca, Ecuador, 1991.
En 2016 cursó el master de Narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid y el Diplomado de Enseñanza en Escritura Creativa de la Universidad de Alcalá. Actualmente trabaja como profesora de Escritura Creativa, Relato breve y Novela en la Escuela de Escritores de Madrid. Nuestra piel muerta, su primera novela fue traducida al inglés, turco, francés, italiano y danés. Trajiste contigo el viento es su segunda novela. Tiene un jardín, un gato y escribe.