Traslación y permanencia. José Vicente Anaya.

1 junio, 2007

Los traductores a veces pasan por la sombra del olvido injusto. Todo traductor es un poeta, debe ser un poeta como José Vicente Anaya que tuvo la heroicidad a principios de los ochenta de descubrirnos la largueza del cuento corto chino. Un ejemplar único.


Según su etimología, la traslación se refiere a la acción de llevar algo de un lugar a otro, de conducir a una persona de una a otra actividad, y por extensión de verter una obra literaria de su lengua original a una lengua huésped. La permanencia, en contraste, indica la etimología que es lo que se establece y, en el extremo, lo que se inmoviliza.

Toda creación literaria oscila entre estas dos orillas, la traslación que la evoluciona, y la permanencia que la enraíza; orillas necesarias pero no en menor medida riesgosas. La traslación constante puede dispersarnos: la permanencia puede anquilosarnos. No todos los escritores equilibran su trabajo entre la traslación y la permanencia, y menos son los que lo hacen desde sus inicios. José Vicente Anaya (Chihuahua, México, 1947) pertenece a ese reducido grupo de escritores, por derecho propio.

La obra literaria de José Vicente Anaya ha sido abundante como traductor, poeta y ensayista, pero sin llegar a ser desproporcionada o repetitiva. Sólo un escritor con una idea clara y sobria de la proporción y la evolución en literatura podía lanzarse a la aventura de traducir relatos breves chinos o la poesía de Allen Ginsberg, los cantos de Jim Morrison o el haikai japonés. En estas aventuras recreativas Anaya explora sus alcances y límites en cuanto a libertad rítmica y fidelidad al estilo y tono originales. Poeta y traductor, Anaya posee un lenguaje que bien se aviene con ambas formas de creación y recreación, un lenguaje que no gasta los alcances ni se estanca en los límites. 

Conocí la obra de Anaya primero por la traducción, a través de un libro publicado por vez primera en 1981, Largueza del cuento corto chino (Verdehalago ediciones, México, 2005. 154 pp.), pero no en la impresión consignada, sino en la edición de 1991. Antología de más de un centenar de relatos que datan de la antigüedad al medioevo chinos, Largueza del cuento corto chino, recopilada, traducida y presentada por Anaya, contiene en las palabras liminares unas líneas que bien pueden interpretarse como un ars poética: “Asombra más la calidad de esa literatura: esa imaginación que en pocas palabras a veces se desborda incontenible o nos deja un destello en la mente.”

Desbordamiento y destello. En sus mejores ejemplos –que son muchos- las traducciones de Anaya descubren a un autor que se desborda pero que no se desparrama, que echa mano y oído de todos sus recursos, pero que no los desperdicia. Largueza del cuento corto chino manifiesta el laconismo y la economía de estilo señera de los escritores chinos, imbuidos de una tradición filosófica y religiosa pulida en la contemplación reflexiva y en la reflexión activa, pero para manifestar tal tradición, el poeta recurre a palabras que sugieren, que evocan, tañidas por el silencio, el que cruza la pregunta del maestro Tchang Cha: “¿Cómo transformaríamos al yo para reducirlo a las montañas, los ríos y la tierra?”.

Distinto a los escritores filosóficos y religiosos de la China antigua, Allen Ginsberg fue un filósofo y, a reserva de especificaciones académicas, también fue un místico, como lo fueron de hecho todos los escritores de la generación beat, sin proponérselo, porque la religiosidad interior poco o nada tiene que ver con imposiciones exteriores, y sí con búsquedas profundas de comprensión de y armonización con un mundo que se aferra a diluirse en fantasías insustanciales y utopías paralíticas. Los poetas de la generación beat pertenecen a la era contemporánea y al siglo más significativo de ésta, el XX, donde conoce sin intermedios su cenit y su caída.

Nada menos extraño que el movimiento beat haya surgido en los Estados Unidos, el país que ha experimentado, como ningún otro, las tres fases del capitalismo: ascenso, cúspide y derrumbe. Nada más complejo que traducir las voces de este movimiento, marcada por acentos específicos que intentaron –y algunos consiguieron- articular las contradicciones de la sociedad basada en el capitalismo salvaje en que se formaron, y pronunciar el acento de la única libertad posible en tal sociedad, la del infinito interior.

Anaya ha sido un traductor puntual de la generación beat, con tonos que dejan destellos en la mente. La oportuna reedición de la traducción que hiciera Anaya de Aullido y otros poemas (Howl and other poems. Laberinto Ediciones. México, 2006. 113 pp.), con motivo de los cincuenta años de la primera edición de esta legendaria colección de Ginsberg, me permitió acercarme a un proceso inverso en la traslación: ante el desbordamiento de Ginsberg, quien poblara su libro de poemas desnudos de metáforas púdicas y en cambio vestidos de impúdicas imágenes, Anaya se inclina por el destello.

“I had a moment of clarity, saw the feeling in the heart of things, walked out to the garden crying” afirma Ginsberg, y Anaya alega: “Tuve un instante de resplandor y vi el sentimiento en el corazón de las cosas y caminé al jardín llorando.” Al estilo directo y desolado de Ginsberg, Anaya corresponde con la conjunción y que evoca, por medio de la enumeración, una confidencia.

En apariencia literal, Anaya traslada los versos de Ginsberg con destellos,  pinceladas que acercan algo más al verso del estadounidense a la sensibilidad auditiva del español, aunque no lo edulcoran, sino tan sólo lo precisan, y así cuando el poeta de Aullido… nos habla de “who burned cigarrette holes in their arms protesting the narcotic tobacco haze of Capitalism”, el mexicano nos devela a “quienes quemaron sus brazos con cigarrillos protestando contra el ofuscamiento del narcotizante tabaco del Capitalismo”.

Aullido y otros poemas ha tenido una oportuna reedición, no así otra traducción de Anaya, Los poetas que cayeron del cielo –La generación beat comentada y en su propia voz- (Juan Pablos Editor. México, 1998. 326 pp), acertada antología del movimiento beat presentada, recopilada y en su mayor parte traducida por el poeta mexicano.

Escritor de ideas contestatarias, crítico entendido de la sociedad y su circunstancia, promotor y defensor acérrimo de la libertad literaria, activo creyente de la necesaria existencia de la poesía para nutrir la existencia humana, Anaya no es un escritor que anda a las malas con la disciplina académica, y él mismo ha defendido la labor de las universidades con notable denuedo.

Los poetas que cayeron del cielo sorprende doblemente, tanto por las imágenes, ideas, posturas y rebeldías que recupera de la generación beat, cuanto por el rigor y la precisión –rayana en lo minucioso- de su contacto con la historia de aquellos proverbiales poetas y con sus intimidades creativas. No podría ser de otro modo.

 Los beatniks no fueron un grupo de desaliñados respondones e irritados, como algunos simplistas han querido ver. Fueron algo mucho más profundo y sólido: una renovación y una refundación opuestas al anquilosamiento de las ideas, a la apatía de los pensamientos, a la inacción enmascarada de sensatez y la cobardía disfrazada de prudencia. El rigor académico de Anaya rescata en este sentido la esencia del fogonazo beatnik, quiero decir, la hoguera que lo hiciera posible.

Para que no sea fulgor y humo, el fogonazo debe crepitar en la hoguera, hecha toda ella de signos, figuras, sugerencias en que podemos fácilmente desorientarnos, engañarnos con la confusión de la ceniza y no apreciar la multiplicidad del calor en movimiento. En varias ocasiones los críticos musicales y literarios le achacaron a Jim Morrison una obsesión extravagante, cuando no malsana, por el fuego. Engañados por la ceniza, tales críticos no apreciaron que, en la obsesión por el fuego, Morrison entrañó un ritual de comunicación con lo otro, lo místico y lo mítico, la liberación dionisíaca de los sentidos, acto que no quema y degrada, sino que engendra e ilumina.

El “rey de los lagartos” que traslada Anaya en Los amos –apuntes sobre las visiones- (The lords. Notes on vision. Laberinto Ediciones. México, 2006. 183 pp.) poemario que el rockero estadounidense publicó en 1969, es el testimonio de un Morrison de retorno a Morrison, subjetivo e incorruptible. En Los amos refrendo para mí que Anaya no traduce, sino que traslada, y no transcribe sino que hace una versión del texto trasladado, lo que invita a tasar lo leído con dos miradas distintas: “She said, ‘Your eyes are always black’. The pupil opens to seize he object of vision.” Asevera Morrison, y Anaya, en cambio, murmura: “Ella me dice: ‘Veo tus ojos siempre negros’. Y mi pupila se dilata para medir esa visión.”

En los breves, crípticos poemas de Los amos –algunos de ellos hirientes como epigramas, pero lanzados a nadie en particular, y por lo tanto a cualquiera-, Morrison deslizó una filosofía de furia tenaz, acometedora contra un mundo humano peligrosamente encadenado al tedio y a las perversiones derivadas del miedo a las perversiones, quiero decir, del miedo a tocar nuestro interior, conocer nuestra finitud y el carácter de seres únicos que nos otorga tal finitud.

La poesía de Morrison, agresivamente interiorista, se presta a la traducción deshilvanada, al ataque de niño maldito, y con maña recala en los destellos desbordados. La versión de Anaya esquiva tales escollos y vierte la emoción del fogonazo reproducido en destellos: “Objects as they exist in time the clean eye and camera give us. Not falsified by ‘seeing’” dice Morrison, y Anaya puntualiza: “El ojo puro y la cámara nos hacen ver las cosas como existen en el tiempo. No son falsificadas por la ‘mirada’.”

Traslación y permanencia. José Vicente Anaya es traductor y también poeta, autor de poemas sobre cosas en transición: paisajes, insectos fósiles, dunas, olvidos pertinentes e impertinentes memorias, el desasosiego de la vocación literaria y la sosegada incertidumbre del erotismo. Poemas en traslación y permanencia: “El viento corre/ en tu dirección:/ se lleva mi mirada.”

La poesía de Anaya es un tránsito, lento e incontenible a un tiempo, hecha de larguísimos poemas ilusoriamente fragmentarios, porque en realidad son poemas formados de pasos, miradas, contemplaciones, impresiones que emigran de y tornan al mismo ser: “Voy a la incertidumbre con certeza de terminar incierto/INCANDESCENTE.” Dos libros, básicamente formados por dos poemas extensos, se erigen como emblemas de la traslación y la permanencia en la obra poética de Anaya: Hikuri y Peregrino.

Escrito en 1978, Hikuri (Verdehalago-Conaculta. México, 2004, 78 pp.) fue publicado sólo hasta 1987, pero desde aquella edición ha conocido el favor de varias ediciones. Peregrino (Alforja. Arte y literatura A.C. México, 2002. 95 pp.) no tuvo que esperar mucho para su primera edición aunque, fiel a sus convicciones, el poeta ha dejado que el libro encuentre sus lectores, sin apresuramientos ni afectaciones.

Si el traductor Anaya aporta una relectura generosa e ingeniosa de la poesía beat o del relato breve chino, el poeta se insinúa introspectivo, con un yo diluido en la claridad fascinantemente terrible de lo real: “la luz corta la luz en el desierto /// y es tal la claridad que ni me veo///”. Con diagonales, puntos suspensivos, palabras en mayúscula, líneas continuas, Anaya simboliza y delimita una vez y otra el silencio asombrado del escritor ante la presencia ineludible de la realidad, de las cosas palmarias, sensibles, que nos rodean y develan nuestra pertenencia a un todo que apenas atisbamos.

Pero aun con esta experiencia de sensaciones y revelaciones, que remiten a la metafísica, la poesía de Anaya no lo es por completo, aunque ciertamente participa de aquélla. Hay trazos, silencios, sonidos sordos, colores ocres o desvanecidos, que mantienen a los poemas en la ribera de la realidad asible, de los santos y los demonios de carne y sangre y cotidianos: “Ando en el mar que mis fantasmas rocían sobre la tierra /LA RUINA ES EL REPOSO/” divulga el autor en Hikuri, y tal anuncio deviene en un burlón juego de palabras en Peregrino: “caminar es un destino /atino y desatino/”.

La peregrinación por los senderos del peyote, del hikuri, me arrastra a la más original y compleja creación humana, la que revela mi individualidad y me rebela contra el individuo que soy: “cuando toca mi cuerpo la brisa de unos labios y me rinden los brazos del amor”. El amor nos hace salir de nosotros, y salir, peregrinar, involucra volver a nosotros: “Lo que desaparece/ vuelve a un cauce/ antaño abandonado.”

Poemas extensos, experiencias íntimas de un ser en traslación, Hikuri y Peregrino son poemas individuales, de rasgos y vivencias particulares, rebosantes de imágenes indivisas. Los poemas dialogan, se emparientan, pero no se vuelven reflejos.

Hacia 1978, cuando escribe Hikuri, José Vicente Anaya milita en el grupo de los infrarrealistas. Hacia el 2002, año en que publica Peregrino, Anaya promueve y mantiene vivo y vigente –junto con otros entusiastas escritores- el proyecto de promoción literaria que es la revista de poesía Alforja.

Surgido a mediados de la década de 1970, el infrarrealismo se propuso una ruptura respecto de la literatura contestataria de la década anterior, habida cuenta de que aquella literatura significaba un lastre para los nuevos autores. No deja de ser indicativo, por lo demás, que los autores emergidos en la década de 1970 tuvieron más dificultades para encontrar una voz propia que los autores de la década de 1960 para evolucionar hacia nuevos derroteros.

Los infrarrealistas hicieron el necesario distanciamiento, con variada fortuna, como suele suceder, y en el camino unos se burocratizaron y otros enmudecieron y se diluyeron. Sin embargo, la provocación infrarrealista está ahí, a ojos vista, y no podemos hablar del “legado del infrarrealismo” cuando leemos en uno de los manifiestos del grupo, escrito por Anaya, que “Esta es la gravedad de nuestro siglo: LA GENTE ESTÁ ENFERMA DE CORDURA Y SENSATEZ.” El infrarrealismo no fue, sino que es y está haciéndose.

La pertenencia a las filas de un movimiento literario puede dar sentido de permanencia y seguridad, pero puede despojarnos de nuestro sentido de independencia y traslación. Anaya perteneció al infrarrealismo, pero no permaneció en éste; su forma de afirmar la permanencia en el grupo fue la emigración, la traslación.

El hikuri, hongo alucinógeno, es un camino para andar los mundos interiores sin trasladarnos físicamente. Es la vida interior emergente en el aquí y el ahora que se desvanecen y se expatrían en busca del suelo íntimo. La peregrinación es el traslado físico, el extravío geográfico atenuado por la certidumbre del sitio espiritual donde sabemos, donde sé, que habita el yo, ese yo que únicamente yo conozco y que es mi refugio vital. No hay paralelismos entre Hikuri Peregrino, pero hay latitudes que nos invitan a realizar el arriesgado viaje de ir de nuestro exterior a nuestro interior, del yo permanente al yo en traslación.

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Managua, Nicaragua, 1972.
Poeta y ensayista nicaragüense . Licenciado en lengua y literaturas hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam). Ha colaborado en diversas revistas culturales de su país (Cultura de Paz, Decenio, El Pez y la Serpiente), así como de México (Diturna, Alforja de Poesía, Cuadernos Americanos). Publica artículos y ensayos de crítica literaria y de cine en el periódico El Nuevo Diario, de su país, y en la revista virtual Carátula, del escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Ha participado en el 4º Encuentro Internacional de Poesía Pacífico-Lázaro Cárdenas (2002), en Michoacán, en el Primer Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), en el 8º Encuentro Internacional de Escritores Zamora (2004), en Michoacán, en el Libro Club de la Fábrica de Artes y Oficios de Oriente (2004), como invitado especial en el Tercer Encuentro Regional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), y en el Segundo Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2005). Radica en México, D.F.