Tres cuentos de Eduardo Halfon

1 agosto, 2008

Clases de hebreo
Daniel tenía nueve años y medio y nunca antes la había visto.  Quizás porque el viejo que vivía enfrente de ellos, un alemán soltero y solitario, siempre mantenía cerrado el portón del garaje.  Pero ese domingo, esa tarde grisácea de verano, mientras Daniel iba y venía por la calle en su cromada bicicleta de tres velocidades, el viejo alemán había abierto el portón y lo había dejado abierto, y apoyándose en un largo bastón negro, estaba lavando y encerando su antiguo Packard color mostaza.  En una de esas idas y venidas, Daniel había volteado la mirada y, fugazmente, en medio de un lienzo rojo y blanco, había percibido una enorme svástica negra que primero interpretó como un gigantesco alacrán, luego como un nuevo tipo de asteroide, y finalmente como la misma cosa negra que su profesora de hebreo había llamado, muy conmovida, «el emblema puro del demonio».  Casi se estrella contra un poste de luz.
            ―Oiga, Lisa.
            ―¡Qué quiere! ―le gritó su hermana desde el otro lado de la puerta de su dormitorio.
            ―¿Puedo entrar?
            ―No, Daniel.  Estoy hablando por teléfono. 
            ―Sólo un ratito.  Lisa.  Tengo que contarle algo.
            ―¡Que no, dije!
            Daniel permaneció unos minutos con el oído pegado a la puerta, escuchando los murmullos y las risitas de su hermana mayor.  Se aburrió.  Se metió el índice derecho en la nariz y lo restregó por toda la manecilla.
            Entró a la cocina.  Sacó del frigorífico el pesado pichel de rosa de jamaica y salpicó manchitas rojas al somatarlo sobre el mostrador.  Después arrastró un banquito de madera hacia la estantería, se trepó y alcanzó un vaso.
            ―Pero qué hace, joven ―lo regañó la cocinera, cargándolo de vuelta al suelo desde las axilas.
            ―Tengo sed, Pía.
            ―Déme eso ―dijo ella quitándole el vaso.  Le sirvió un poco.
            Daniel se sentó en el banquito de madera y le recibió el vaso y, los pies colgando, se terminó la rosa de jamaica de un solo trago.
            ―Más.
            ―Pero sólo a la mitad, joven, ya va a ser hora de cena ―dijo, y volvió a guardar el pichel. 
            ―Pía Pía ―cantó Daniel desde el banquito, imitando a un canario.
―Pórtese bien.
―Tengo hambre.  Oiga.  Me está haciendo ruido la panza.
―Ésa es la culebra que anda allí metida.
―Mentirosa ―dijo Daniel, pero se palpó el vientre y logró sentir a la culebra enroscada.  Se la imaginó de rayitas negras y verdes.  Quitó rápido la mano.  Para que no lo picara. 
Pía empezó a limpiar con un trapo húmedo todas las machitas del mostrador.
―Sabe… ―susurró Daniel tras lamerse un tenue bigotillo rojo―, yo vi al demonio.
―Sht. 
―En serio.
―Cállese la boca.
―¿No me cree?
―Ay, joven, deje de hablar tanta cosa.
―Pues no me crea.
Y mientras ella enjabonaba y escurría el vaso en el lavaplatos, Daniel escupió una larga baba rosada hacia los azulejos blancos.  Brincó del banquito y salió corriendo.
Vagó un rato por la casa con los ojos cerrados.  Lo hacía todos los días.  Estaba entrenándose.  Un niño del colegio se había quedado ciego así por así, de la noche a la mañana.  Y Daniel quería prepararse.  Por si acaso.  Llegó al estudio de su papá.  Recordó de pronto que allí había un libro con fotos de la misma cosa negra que había visto colgada en el garaje del vecino de enfrente.  Abrió los ojos y se puso a buscar el libro en las repisas.  Pero antes encontró el tomo grande y de tapa roja y lleno de acuarelas de hombres y mujeres desnudos y en posiciones extravagantes.  Sacó la linterna que su papá mantenía en una gaveta y, escondido debajo del gran escritorio de roble, ojeó las acuarelas, rozando pechos y nalgas con sus dedos, sacando su pene lampiño y delgadito y comparándolo con aquellos que aparecían como encapuchados en cada dibujo.  Escuchó los gritos de su mamá llamándolo a la cena. 
Todos estaban ya sentados, esperándolo.  La comida humeaba sobre la mesa.  Su hermana le hizo una cara de náusea y Daniel, en silencio, se alegró de haberle manchado la manecilla.
―Páseme el plato, hijo.
De pie, su mamá insistía en irles sirviendo a todos.
―No quiero espárragos.
―¡Pía, el canasto de pan! ―gritó su mamá, sirviéndole un trozo de pollo empanizado, una cucharada de puré de papas y un manojo de espárragos con limón y mantequilla.
Bufando, Daniel le recibió el plato.
―A ver, Lisa ―dijo ella con la mano extendida.
―Aquí está el pan, señora.
―Papá… ―dijo Daniel mientras, con los dedos, le iba quitando al pollo la costra de empanizado.
―Qué asco ―balbuceó su hermana.
―Papá…
―Sammy, te están hablando ―le reclamó su esposa al devolverle su plato.
―Hm.
―¿Cómo se llama, papá, esa cosa negra que mató a la familia de la Nona?
―Qué, Daniel ―le dijo su papá sin verlo, sosteniéndose la frente con la mano izquierda, el codo sobre la mesa.
―Esa cosa negra…
―Se llama svástica, tontito ―lo interrumpió su hermana.
―¿Cómo se llama, papá? ―volvió a preguntar Daniel ignorándola.
―Svástica, hijo.
―Y no sólo a la familia de la Nona, tontito.
―Lisa, ya basta ―le reprochó su mamá, finalmente sentada.
―Es el símbolo del Nazismo, hijo… ―y continuó explicándole su papá.
Pero Daniel había perdido ya el interés y estaba botando pedacitos del empanizado debajo de la mesa y pensando en toda la comida que, cada noche, quedaba esparcida por la alfombra del comedor y que luego desaparecía a quién sabe dónde.  Una vez se lo preguntó a Pía, y ella le dijo muy seria que a los fantasmas les gustaba alimentarse, justo a la medianoche, de toda la comida que encontraban tirada sobre la alfombra.  Daniel aún no salía de su cuarto después de las doce.
―Ocho millones de judíos ―comentó Lisa.
―No exagere, hija.  No fueron tantos ―le dijo su mamá.
―Tal vez sí.
―¿Será que existen los fantasmas? ―escribiendo Daniel su nombre en el aire con un espárrago.
―Por eso, hijo, nada alemán entra a esta casa ―agregó su papá mientras acumulaba en el tenedor un bocado de pollo y otro de papa.
―Tú también, Sammy.  No exageres ―se quejó su esposa.
Disimuladamente, Daniel botó el espárrago al suelo.
―Nada alemán ―repitió él masticando―, ni autos alemanes, ni electrodomésticos alemanes, ni ropa alemana, ni comida alemana. 
―Saben que los fantasmas buscan su comida a medianoche.
―Por favor, querido.  No seas racista.
―Yo no soy racista, Myriam ―le respondió, ya subido de tono―. Díselo a mi madre, que se salvó trabajando en sus fábricas como una maldita esclava.  Ah, díselo a ella. 
―Y tú suenas igual de racista que tu madre.  Igual de vengativo.
―A costa de nosotros hicieron los alemanes todas sus riquezas.  Oíste.  Y yo no pienso comprarles nada. 
―Bueno, ya está ―clausuró ella el tema, sacudiendo la cabeza mientras le untaba demasiada mantequilla a una rodaja de pan. 
―Hoy vi al demonio.
Terminaron de cenar en silencio. 

La profesora Esther Fisher estaba de pie, las manos en los costados, el rostro sombrío, esperando a que alguien dijera algo.  Todos los alumnos seguían callados.  Nadie se atrevía a responder.
Con la punta de un lápiz amarillo, Daniel le pegó en la cabeza al niño sentado en su frente.  Se llamaba Jacobo.  Era un año mayor.  Sólo usaba ropa azul, su color favorito.  Tenía ya una bicicleta de cinco velocidades.  Jugaba expertamente canicas y coyolas.  Nunca nadaba en el lado hondo de una piscina, pues le había dicho a Daniel que la luz cilíndrica en el lado hondo de las piscinas estaba siempre conectada al mar, a través de un gran tubo de acero, y que entonces, de repente, por ahí podía salirse un tiburón.
―Janijim… ―cantó la señora Fisher.
Daniel sabía que aquella palabra significaba niños y que ella sólo la decía así, bien cantadito, cuando su paciencia estaba por agotarse.
Nadie habló.  Estaban frustrados.  Eran las vacaciones escolares de verano y ninguno entendía por qué no les habían dado asimismo vacaciones de sus clases de hebreo.  Tarbut, se llamaba la escuelita construida en la parte trasera de la sinagoga, adonde debían asistir los niños judíos todos los martes y jueves, de tres a seis de la tarde. 
Era martes y la profesora estaba hablando de Dios.
―Raquelita.
Una niña pelirroja y pecosa subió la mirada.  Estaba sentada en la primera fila. 
―Sí, morá Fisher ―susurró con timidez.
―Raquelita, qué le agradeces tú a Hashem. 
La niña sonrió y alzó los hombros, ruborizada.
―Dime.  Sin pena.
Daniel estaba imprimiendo la marca de su dentadura en el lápiz amarillo, y pensando en el garaje del vecino de enfrente.  Toda la mañana del día anterior lo había vigilado desde el ventanal de su propia sala, bien parapetado tras las persianas, esperando a que el viejito se asomara a abrir el portón.  Pero nunca llegó.  Más tarde, antes de la cena, Daniel había salido a dar una vuelta en bicicleta y logró descubrir una ventanita a un costado del garaje.  Y como ya era de noche y no había luz alguna encendida en la casa del viejito, dejó tirada su bicicleta en la calle y fue acercándose, poco a poco, con mucha cautela.  La ventanita era sólo un boquete de medio metro de alto por medio metro de ancho y cubierto por un fino pliego de cedazo ya bastante oxidado.  Brincó, se estiró, se puso de puntillas, pero no logró ver nada. 
―Raquelita…
Daniel volvió a golpear la cabeza de Jacobo con el lápiz amarillo.
―Daniel, entonces.
―Pero si yo no hice nada, morá Fisher.
Jacobo soltó una risita.
―Qué le agradeces tú a Hashem.
Daniel guardó silencio, viendo hacia el techo.  Cuando buscaba una respuesta siempre volvía la mirada hacia el techo.
―Le agradezco a Hashem que me haya ido bien en mis notas de la escuela.
La profesora lo observó con hastío.
―¿Y crees tú, Daniel, que tus buenas notas son gracias a Hashem o gracias a tus estudios?
Daniel dudó, luego dijo:
―Gracias a Hashem.
―Y entonces para qué estudiar.  Si todo está en manos de Hashem, mejor no estudiar.
―Cómo así ―dijo, sincero.
La profesora captó sonrojada que aún era él demasiado niño para descifrar ironías.
―Tus buenas notas, Daniel, son gracias a tus estudios, a tus méritos, a tus esfuerzos. 
Daniel quería preguntarle si haber escrito las respuestas del examen en la palma de su mano era también gracias a sus esfuerzos.
―Morá Fisher.
―Sí, Daniel ―suspiró ella.
―Esa cosa negra que parece un asteroide, la que mató a billones de judíos…
―Se llama svástica. 
―Eso.
―Seis millones y medio.
―Ya.
―Lo aprendimos hace poco, Daniel.
―¿Y esa cosa negra sí es gracias a Dios?
La profesora lo contempló agotada.
―¿O esa cosa negra es gracias al esfuerzo de Dios?
Varios de los alumnos se rieron.
―¡Sheket!
A Daniel le gustaba esa palabra.  Sheket.  La labió. 
―¡Con la svástica no se bromea, Daniel! ―gritó ella.
―Pero si no estoy bromeando, morá Fisher.
―¡Es algo muy serio!
―Yo sé, morá Fisher.
―¡No tiene nada que ver con Dios!
Daniel observó la verruga negra y peluda agitándose en el mentón de la profesora.  Puro frijol, pensó.
―Pero entonces ―dijo él, aprovechando una pausa―, ¿qué cosa sí es de Dios?
―Cómo.
―Usted dijo, morá Fisher, que esa cosa negra es un embole.
―Un qué.
―Sí, uno puro.
―Cómo.
―Del demonio.
―Pero es que no te entiendo nada.
―Usted lo dijo, morá Fisher.
―Yo dije qué.
―Pues si esa cosa negra…
―¿La svástica?
―Si eso no es de Dios ni de los esfuerzos de Dios, entonces, morá Fisher, ¿qué cosa sí es de Dios?
Ambos callaron.
―¿Qué símbolo, quieres decir?
Daniel sintió ganas de orinar.  Se acercó un poco al escritorio del pupitre y presionó su regazo fuerte, con ambas manos.
―Pues, no sé ―balbuceó ella―, la Estrella de David, por ejemplo. 
―Ya.
―Ése podría ser el símbolo de Dios.
―Ya.
La profesora parecía confundida.

Aunque Jacobo podía ir más rápido, Daniel era mucho más atrevido.  Primero guió un rato Jacobo, por la Avenida Reforma y alrededor del Obelisco y por todo el pabellón central de la Avenida de Las Américas hasta que arribaron a la Plaza Berlín y le proyectaron gargajos a la estatua de Juan Pablo II; luego guió un rato Daniel, quien de inmediato se tiró al barranco del Mirador de Elgin y atravesó un riachuelo y tomó la estrecha vereda cuesta arriba que finalmente los sacó al parque de La Cañada.  Descansaron tirándole piedras a autos estacionados.  De allí pedalearon hasta la tiendita de doña Lupe, donde cada uno le compró una gaseosa en bolsita de plástico y el equivalente a su edad en chicles.  Llegaron a la pared trasera del zoológico La Aurora y, trepados hasta arriba, se sentaron a observar en secreto el rondar de los tigres en su jaula.  Después se estacionaron frente al muro color verde limón en la Villa de Guadalupe que tenía escrito, en grandes letras amarillas, «La Cantina Donde Lloran Los Valientes».  Creían que era un burdel.  No pasó nada y rápido se aburrieron. 
Era casi mediodía cuando Daniel, sudado y mugriento, volvió a casa. 
Se bajó de la bicicleta.  Caminándola despacio hacia la entrada principal, se sorprendió al ver el auto de su papá en la calle.  Raro.  Aún era demasiado temprano.  Pero siguió caminando, y estaba a punto de tocar el timbre para que Pía le abriera cuando la puerta chirrió, y allí estaba parado su papá, la corbata aflojada y la mirada llena de nervios y el rostro descompuesto.
―Venga aquí ―dijo su papá, franqueándole el paso.
Daniel dejó tirada la bicicleta sobre la grama y metió sus manos en los bolsillos del pantalón prometiéndose a sí mismo no sacarlas nunca jamás. 
En el sofá de la sala estaba sentada su mamá, muy seria pero también muy sosegada.  Y frente a ella, en una silla que habían traído del comedor, estaba sentado el viejo alemán, sus manos apoyadas sobre un bastón negro que mantenía erguido entre sus piernas. 
Ninguno de los dos lo saludó.
―Siéntese ―le dijo su papá, pero Daniel no supo dónde y entonces se quedó de pie y pensó en recordarle que él mismo había dicho que no podía entrar a la casa nada alemán.
―¿Conoce usted, Daniel, al señor Heine? ―dijo su mamá, viéndolo.
―No.
―Pues él dice que sí lo conoce a usted.
―Ya.
―Y también dice que usted ha estado curioseando por su casa, del otro lado de la calle.
―Yo no.
―¡Daniel! ―gritó su papá.
―Qué.  Yo no.
―También dice ―continuó su mamá, aún muy serena― que hace dos noches él lo vio asomarse a su garaje y luego irse.  Pero que anoche, dice el señor Heine, como a las diez, usted se asomó de nuevo y esta vez se metió a su garaje por una ventana…
―Es mentira.
―¡Daniel, no interrumpa a su madre!
―Pero si es mentira.
―Y dice que usted llevaba un bote de pintura blanca y una brocha y que usted, hijo, le pintarrajeó todo su auto de colección.
Daniel se jaló el lóbulo de su oreja derecha.  Así insultaba en secreto a su mamá.  Luego se mordió la punta del pulgar izquierdo.  Así insultaba en secreto a su papá.  Recordó que aún tenía que inventarse un insulto secreto para su hermana.
―¡Estrellas de David! ―gritó su papá.
―No es cierto ―protestó Daniel.
―¡Llenó usted el auto con Estrellas de David!
―Hijo, por favor, mírese la pintura blanca por todas las manos.
Se odió brevemente por haber roto su promesa.
―¡Pero es que él es el demonio! ―apuntándole al viejo.
―¡Daniel! ―exclamó su papá.
―Es verdad.
El señor Heine seguía sentado con el bastón en medio de las piernas.  No decía nada.
―¡En qué estaba usted pensando, Daniel! ―gritó aún más fuerte su papá.
―Sammy, tranquilo.
Daniel sintió que algo le apretaba la garganta.
―Es que morá Fisher… ―empezó a decir con voz trémula.
―¡Sabe usted, Daniel, cuánto cuesta ese auto, cuánto va a costar repararlo!
―Sammy, por favor, los gritos.
Daniel ya sollozaba.
―¡Sabe!
―Es que morá Fisher nos dijo, y un día yo mismo la vi colgada, y él tiene allí esa cosa negra colgada, la que mató a billones de Nonas, y no sólo a Nonas, dice Lisa, y entonces él es el demonio, y entonces el embaile de Dios es la Estrella de David, y en las clases de hebreo morá Fisher me lo dijo, y entonces ella me lo dijo.
Habló viendo a su papá.  Estaba seguro de que obtendría comprensión de su papá.
―¿Señor Heine? ―dijo su mamá, poniéndose de pie.
El viejo la contempló hacia arriba, en silencio.
―Se puede saber qué tiene usted en su garaje, señor Heine.
Daniel observó cómo el viejo, con dificultad, se apoyó en su bastón y quiso levantarse, pero las palabras de su mamá parecieron derribarlo de nuevo sobre la silla.
―¿Señor Heine? 
― Su hijo debe pagar ―musitó él.
―Le pregunté qué tiene usted en su garaje, señor Heine.
―Muy costoso pintar auto.
―Myriam, ya estuvo ―dijo su esposo, tomándola por los hombros.
―Que muy costoso, dice usted ―se burló ella.
―Sí.  Packard modelo 34.  Muy antiguo.  Muy costoso.
―Nazi de mierda ―susurró ella sonriendo.
―¡Ya, Myriam, suficiente!
―Costoso lo que ustedes Nazis nos hicieron.
―¡Agh! ―dijo el viejo.
―Costoso lo que ustedes Nazis nos robaron.
Daniel volvió la mirada hacia el techo y rezó para que Dios hiciera un gran esfuerzo y su mamá se callara.
―¡Sálgase de mi casa!
―Yo quiero que niño pague.
―¡Nadie va a darle a usted un centavo!
―Vamos, Myriam ―le dijo su esposo, aún queriendo alejarla.
―¡Ni un centavo, me oyó!
―Agh ―escupió el señor Heine― todo judío igual….
Y Daniel pudo sentir como, momentáneamente, volvía la calma.  Nadie decía nada.  Nadie se movía.  Sólo se escuchaban los ruidos de Pía preparando el almuerzo en la cocina: el silbido de la olla de presión, el crujir de algo friéndose, el martilleo de un cuchillo picando sobre madera.  Daniel observó al viejo que seguía sentado, las manos arrugadas y pálidas sobre el bastón, la vista en el suelo mientras mascullaba el aire con dientes amarillos.  Observó a su papá de pie atrás de su mamá, como escondiéndose de algo.  Observó a su mamá que respiraba recio y que ponía la mirada cada vez más triste y que de repente y sin hacer ruido alguno formaba un puño con su mano derecha y lo aterrizaba sobre los labios del viejo, con fuerza, con violencia, con una crueldad que hasta entonces Daniel le desconocía y que dejó al señor Heine tumbado en el suelo, el pelo blanco alborotado, la mandíbula titilando, la mirada ausente y nebulosa, un hilo de sangre saliendo de la comisura de su boca y cayendo por su quijada y goteando rojo por toda la alfombra. 
Daniel se limpió con la playera sus lágrimas de mugre. 

Siete minutos de desasosiego

Palencia echó agua mineral en el octavito ya vacío de Finlandia, le enroscó la tapa, lo agitó un par de veces y después, mientras repartía el líquido tibio y lechoso en las dos copas, me balbuceó que ante un niño muerto la gente habla sin respirar.
            ―Ante un niño muerto la gente habla sin respirar.
            ―Ya ―le dije, quizás sólo para que no lo repitiera de nuevo, y tomé un sorbo amargo de agua mineral.
Llegó el mesero y puso sobre la mesa un platito con aceitunas negras, rebanadas de chile jalapeño, cebollitas redondas.
            ―Muy fino ―dijo Palencia.
            ―¿Les traigo otro, caballeros? ―nos preguntó mientras se llevaba el octavito y las botellas vacías y limpiaba con un trapo húmedo la superficie color huevo revuelto.
            Yo le iba a decir que no gracias, pero Palencia se me adelantó.
            ―Dios lo bendiga, Cervando ―dijo―, y también más hielitos y mineral.
            Palencia cerró los ojos y se quedó callado y yo pensé que se había dormido hasta que en el rostro se le dibujó una sonrisa, pero una sonrisa mezclada con martirio, un martirio mezclado con la desesperanza que sólo conocen los que han tocado fondo y ya vienen escarbando de regreso. 
El Bar Granada estaba lleno.  Las mesas alrededor del patio estaban llenas, y en el cielo negro se podían ver las primeras estrellas.  Ya sólo se distinguían las siluetas de la fuente y de los rosales sembrados en las jardineras del patio («Favor No Cortar Las Flores»).  Había una vieja bocina sobre nosotros.  Todas las cumbias sonaban iguales.
―Mirá nomás.
Palencia lo dijo sin verme, la cabeza torcida hacia la izquierda donde estaba una señora carnosa que se acalambraba toda al hablar. 
―Mirá qué.
―Esas tetitas desinfladas ―susurró y el susurro me llegó caliente.
La señora tenía el pelo tieso y oxidado.  Llevaba puesta una playera sin mangas, verde neón.  Apoyaba los codos en la mesa y se reclinaba ostentosamente hacia delante y se sacudía y agitaba pura torta de gelatina.  Frente a ella estaba sentado un viejo calvo, rosadito, grasoso, el rostro pringado de pelos blancos.
―Casi podés escuchar la fisura de aire saliendo de cada pezón.
Regresó Cervando con un azafate de cosas.  Se puso a ordenarlas.  Gajitos de limón.  Cubeta de plástico hasta el tope de hielo.  Servilletas.  Tostaditas con frijol y queso seco.  Por alguna razón siempre le quitaban la etiqueta al octavito de vodka Finlandia.
―Servidos, caballeros. 
―Psssst ―y Palencia soltó una sola carcajada, con filo.
―¿Algo más?
―Estamos lindos, Cervando, gracias ―le dijo Palencia todavía sonriendo.  Alineó las dos copas, las llenó hasta la mitad de vodka, midiendo científicamente, luego les echó chorritos idénticos de agua mineral y un par de hielos. 
Alzó la suya.
―El niño era un turrón blanco. 
Bebimos un rato bajo los insultos histéricos de una manada de hombres. Alrededor del patio se había encendido la fila de bombillas turnadamente rojas y verdes.
―Estaba perdido en el pequeño féretro.  Bien arregladito.  Bien vestidito con tanta tela y encaje y una capucha de lana en la cabeza.
Palencia se terminó su vodka y mineral en dos grandes tragos.  Chupó un hielo.  Volvió la cabeza hacia la señora carnosa.  Puso cara de hambre.
―Tomás puro maricón.
―Tomo despacio ―le dije.
―Puro maricón.
―Servite vos otro, si querés.
―Te falta cayo, maricón ―y Palencia masticó el pedazo de hielo.
No dije nada.
Entró una muchacha morena escoltada por dos hombres barrigones, en chalecos de guardaespaldas.  Los tres se quedaron de pie cerca de la puerta, esperando una mesa.  Ella parecía tener trece o catorce años, completamente desubicada en sus altos tacones y su aparatoso y brillante vestido y su gruesa capa de maquillaje.
―A tu ritmo de maricón me muero de sed, maricón.
Pasó caminando una empleada en uniforme rosado y delantal blanco y Palencia la tomó del brazo y le pidió una cerveza bien fría.
Noté que la niña morena mantenía los hombros alzados, la cabeza metida.  Se lo dije a Palencia, y le dije que uno de los hombres la tenía agarrada del cuello, firme, como para que no se le escapara.
―Es una putita ―me dijo viéndola.
―No lo creo.
―Con sus dos nápiros.
―Tampoco lo creo.
Palencia recibió la botella de cerveza y se la llevó a los labios y succionó recio un trago.
―Vos qué sabés ―me dijo.
La señora carnosa se empezó a reír y zangolotear.  El viejo le susurró que se callara.  Pero la señora sólo se rió más fuerte y se puso a pegarle a la mesa con la palma de la mano, al ritmo de no sé qué cumbia.
―Un turrón muerto y blanco ―balbuceó Palencia, serio, sus palabras ya flojas, la cabeza volteada a la izquierda.
El viejo calvo gritó algo.  Estiró una mano hacia delante y agarró a la señora del pelo.  La jaló hacia él por encima de la mesa y la sacudió y revolvió hasta que la fue callando.  Se quedó con un puño de pelos oxidados.
―Alguna vez me dijeron que en un partido de fútbol a un gol siempre le suceden siete minutos de desasosiego.
Palencia hablaba sin verme, a lo mejor sin ver nada. 
―Siete.
Chupó la botella de cerveza.
―Como si el desasosiego se pudiera medir.

Putas llorando

No estaba enamorado de Nastassja Kinski.  Un amigo la tenía desplegada sobre su cama, semidesnuda y abrazando horizontalmente a una enorme pitón.  Recuerdo pensar que había algo de inútil en su pose, algo de ambiguo entre morir en las fauces de la serpiente y al mismo tiempo ser penetrada en un tenebroso e inefable acto sexual.  Nastassja Kinski.  Yo estaba enamorado hasta de su nombre y, sentado en la orilla de la cama de mi amigo mientras la miraba hacia arriba en todo su erótico esplendor, lo solía pronunciar con mi mejor y más claro acento alemán, despacio, quedito, alargando las sílabas hasta que perdiesen todo significado, como un derviche canta sus plegarias, supongo.  Casi toda mi adolescencia estuve perdidamente enamorado de Nastassja Kinski hasta que conocí a Dulcinea y aprendí que el amor no existe.
El prostíbulo se llamaba (quizás se llama, no estoy seguro si aún existe pero me gustaría creer que ya no) El Puente, o por lo menos así le decían, ya que estaba ubicado justo debajo de un puente cerca del Estadio Mateo Flores.  
Habíamos ahorrado con Mejía suficiente plata durante casi un mes.  No recuerdo mucho de él ni cómo terminamos yendo juntos, quizás fue porque todos los demás ya habían ido o porque vivíamos en el mismo vecindario o simplemente porque así sucedió, vaya uno a saber.  Éramos amigos, pero no íntimos.  Tres cosas recuerdo muy bien de Mejía.  Uno: fue el primero entre todos nosotros en tener que rasurarse el bigote.  Dos: tenía un tucán de mascota.  Y tres: no discutía, jamás, como si de alguna manera aceptase que nadie, incluyéndolo a él, sabía nada de nada.  Algunos le decían Mortadela pero nunca entendí por qué.  La cuestión es que decidimos ir juntos y en un tecolote de arcilla echábamos todas las monedas de cinco y diez y veinticinco centavos que nos sobraban del recreo de media mañana, para poder llegar cada uno a la mágica cifra de diez quetzales (un dólar y medio en esos días) que nos había dicho el hermano mayor de Mejía que costaba una vuelta.  Esa palabra usó, vuelta, como si se tratara de un carrusel o de una montaña rusa. 
―Cinco pesos si quieren sólo una mamada, muchachos, quince pesos si quieren dos vueltas ―nos dijo sentados los tres hasta atrás del bus del colegio y juro que con sólo imaginármelo tuve que poner mis cuadernos sobre el regazo para esconder mi tremenda erección, o bueno, tan tremenda como puede ser a esa edad.  Más tarde me explicó Mejía qué era eso de una o dos vueltas. 
Al final, rompimos la alcancía y tuve que venderle a no sé qué compañero un par de postales de los futbolistas de la Naranja Mecánica para completar el dinero, con todo y el quetzal de viáticos que necesitaríamos entre los dos.
Era un martes.  Decidimos con Mejía que yendo un martes habría menos clientela, pero no recuerdo por qué.  Así razonan los niños.  Después del colegio tomamos un par de camionetas, él sabía cuáles, hasta que la última nos dejó enfrente del estadio nacional que lleva el nombre (ladinizado, por supuesto, ya que las autoridades de la época consideraron que un nombre indígena no sería muy apropiado para un héroe nacional) del único guatemalteco que ha ganado la Maratón de Boston, y quien ahora, a pesar de tener su propio estadio, trabaja de caddie en una cancha de golf.  Recuerdo que, al bajarnos, el conductor nos siseó «burgueses de mierda» o algo por el estilo.  Mejía iba enfrente de mí y se detuvo en el último escalón, sin darse vuelta, por supuesto, hasta que yo lo empujé y entonces dio un brinco hacia afuera y comenzó a lanzarle insultos al tipo, pero el ruido de la camioneta era ya escandaloso.  Caminamos un par de cuadras medio perdidos, buscando ingenuamente algún rótulo o letrero de bienvenida.  Nos tuvimos que detener ante una tienda de esquina para pedirle direcciones a un viejito que al hablar fruncía el ceño y cerraba los ojos, como si tuviese un dolor de cabeza.  Mejía entró.  Yo esperé afuera, pensando en todo tipo de cosas y viendo cómo el viejo detrás del mostrador le sonreía con travesura a mi amigo, o al menos eso percibí yo.
Parecía una residencia normal, el burdel.  No sé por qué esperaba ver siquiera una bombilla roja o un cartel de neón con mujeres en pelota.  Tocamos la puerta (no había timbre) y, tras abrirse una pequeña ventana, apareció el rostro de una señora bajita y regordeta y con una estrella de oro o de plata incrustada en el diente.  Apenas llegaba a la ventanilla.  Yo me quedé callado.  No estaba del todo seguro cómo proceder, si había que decirle algunas palabras secretas como «ábrete sésamo» o «el tren oriundo de Marburgo está retrasado».  Mejía me empujó y, serio, directo, le dijo a la señora:
―Queremos coger. 
Me sentí orgulloso de ser su amigo. 
Ella se nos quedó viendo con una mirada que más me pareció la de un detective consternado que la de una puta, y debo admitir que brevemente pensé en salir corriendo y no detenerme por nada en el mundo hasta llegar a mi casa y pedirle perdón a mi mamá.  Extraño, pero eso pensé.
―Esperen un tantito ―y cerró la ventanilla. 
Podíamos escuchar bisbiseos del otro lado del portón, gritos, tacones y de repente, a lo lejos, un poco de música. 
―Leo Dan ―me dijo Mejía, pero era evidente que ni él ni yo sabíamos quién diablos era Leo Dan.
―Sólo eso escuchan las putas ―nos había prevenido el hermano mayor de Mejía―. Prepárense, patojos, porque a las putas les fascinan las canciones de ese tipo.  Cantarlas, bailarlas y con un poco de suerte hasta las verán llorar con Leo Dan. 
Qué imagen, pensé maravillado.  Putas llorando. 
Algunos carros transitaron y sentí un poco de vergüenza.  Le pregunté a Mejía qué haríamos si no nos dejaban entrar, pero él no me escuchó o no quiso contestarme.  Se abrió el portón.
―Pásenle, muchachos ―y de inmediato se esfumó toda mi pena.
Era un corto y angosto pasillo con tres puertas del lado derecho.  Olía a crema de manos.  Cuatro o cinco putas estaban sentadas en unas sillas de plástico verde alineadas contra la pared del lado izquierdo, cuchicheando entre ellas y sonriéndonos sin ganas.  Un bufé, le quise susurrar a Mejía pero me quedé callado.  Todas eran ya viejas y aguadas y se parecían a las señoras que hacían la limpieza en los baños y pasillos del colegio.  Menos una.  Recuerdo que me sorprendí al ver que en la última silla estaba sentada una negra, pero negra africana podría decirse, y hoy se me ocurre que tal vez no era una puta o que tal vez ni siquiera estaba allí y sólo me la estoy imaginando.  Peculiar, la memoria.  Una de ellas me tomó del brazo y estaba pidiéndome que me sentara sobre su regazo.  La ignoré.  En la pared tenían colgado un póster de una rubia con pechos enormes reclinada sobre un Ferrari, como para incentivarnos un poco, supongo.  Una niña de quizás ocho o nueve años, descalza y demasiado flaca, barría con una enorme escoba mientras las putas iban levantando los pies para abrirle paso.  Mamita, le decían.  De pie, al fondo del pasillo, un tipo chaparro y barrigudo que parecía vaquero nos miraba serio mientras le daba pequeños sorbos a su cerveza.  Supuse que era un cliente y que tendríamos que aguardar nuestro turno, pero igual pudo haber sido el dueño o el proxeneta.  Jamás supe y jamás nos quitó la mirada de encima.  La señora gorda con la estrella incrustada en el diente nos estaba preguntando algo o pidiendo algo, no le entendía, pues entre mi incontrolable excitación sexual y el fuerte impulso que tenía de vomitar, no podía prestarle atención.
 Sin dudarlo, Mejía abordó a la que estaba más cerca de nosotros, una morena alta con el pelo teñido de amarillo ocre.  Le murmuró no sé qué y luego, tras lanzarme una mirada que pudo haber sido de triunfo o de pavor, depende, desapareció con ella tras una de las puertas. 
Yo seguía de pie.  Pensé en pedir una cerveza.  Pensé en preguntar si la rubia del Ferrari estaba por ahí.  Pensé en sentarme en el lugar que había desocupado la morena de Mejía, pero no sabía si esas sillas estaban reservadas sólo para putas.  Pensé en seguirle los pasos a mi amigo y escoger a una, en fin, qué remedio, poco importaba cuál.  Pensé que en cualquier momento se pondrían a cantar con Leo Dan y yo muy bien gracias con los brazos cruzados y diez pesos entre el bolsillo.
A los pocos minutos, que quizás debido al escrutinio del vaquero a mí más me parecieron horas, salió de otro de los cuartos una jovencita, o por lo menos no tan vieja como las que seguían sentadas.  Tenía el pelo negro negrísimo, las piernas tostadas y un ligero bigotillo sobre el labio superior.  Quisiera recordar su rostro.  No sabía balancearse muy bien en tacones y estaba haciendo todo lo posible por disimular sus pechitos.  Me sonrió.  Me recordó a la sirvienta de mi abuela.  La tenía justo enfrente y no sé cómo logré balbucearle:
―Quiero una vuelta con usted. 
―¿Y qué chingados es eso de una vuelta, mi rey? ―dijo aún sonriendo pero no entendí si con soberbia o ironía.
―Una vuelta, de diez pesos. 
Las otras putas se rieron.  El vaquero no.  Ella abrió de nuevo la misma puerta por donde recién había salido y me franqueó el paso.
―Órale, canche ―y aún no sé por qué me dijo canche.
Una bombilla colgaba del techo.  Había un pequeño catre con sobrefunda rosada, una mesita para colocar encima mi ropa, un rollo de papel higiénico, una palangana de plástico llena de agua y quizás un metro cuadrado de alfombra en donde pararnos.  Las paredes estaban adornadas con recortes y afiches, pero no recuerdo de qué.
Ella se desvistió como si estuviera sola.  Eso me gustó.  Me pidió el dinero.  Se lo traté de dar pero me explicó que tenía que dejarlo sobre la mesa y que ella lo guardaría más tarde.  Le pregunté su nombre.  Me dijo que le podía decir Dulcinea, pero no entendí si ése era su nombre o su apodo de oficio, puesto que el hermano de Mejía nos había dicho que todas adoptan un nombre de puta, un alias de puta, como Orquídea o Gálaxy.  Ella me empezó a hablar de no sé qué cosas pero yo estaba distraído viéndole su copete negro de vellos púbicos y un par de enormes pezones redondos que me parecieron demasiado morados.  Me preguntó si tenía novia y le describí a Natassja Kinski, con todo y pitón.  No se quitó los tacones.  Tambaleándose, se me acercó y sentí de pronto un fuerte olor que me hizo pensar en un tipo medio janano que nos solía bajar los cocos de las palmeras cuando vacacionábamos en la casa del puerto, pero quien, hacía unos años, se había ahogado en el mar.  Buen tipo. 
―Querés que yo te desvista, mi rey ―pero ya estaba arrodillada y bajándome los pantalones y quitándome de un solo la playera. 
No sé por qué en ese momento, aún en calzoncillos, le dije con voz trémula que me gustaba la música de Leo Dan.  Ella no dijo nada, sólo me bajó los calzoncillos y soltó un suspiro, o tal vez no.  Puso la palangana por mis pies y tomó el rollo de papel higiénico que yacía sobre la cama. 
―Tengo que revisarte la chenquita ―y la dejé, pese a que no estaba del todo seguro qué andaba buscando.
Le dio al menos quince vueltas al papel higiénico alrededor de su mano, agarró mi pene erguido y, con su otra mano hecha un pequeño guacal, recogió agua de la palangana y me salpicó y sobó y pulió con brusquedad y juro que para mí ese goce hubiera sido ya suficiente.
―Bien limpiecito, mi rey.
Se puso de pie y me empujó hacia la cama.  Sentado en el borde, me quité los zapatos y pantalones pero me dio no sé qué quedarme descalzo y decidí dejarme bien puestos los calcetines.  
―Ahoritita estoy contigo ―me dijo y yo pensé que algo monumental estaba a punto de suceder pero no sucedió nada, sólo tiró el papel higiénico al basurero, se acostó con sus tacones al aire, me jaló hacia ella y soltó un medio gemido―. Por allí no, mi rey.  Tranquilo.  No te alterés.  Dámela, yo te enseño dónde.
Recuerdo su respiración con olor a tabaco.  Recuerdo sus lamentos de placer, fingido o no.  Recuerdo que no duró mucho ni me complació tanto, como un trozo de chocolate muy desabrido pero que de igual forma es un trozo de chocolate.  Hay recuerdos que no duelen tanto.

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Ciudad de Guatemala, Guatemala, 1971.
Estudió Ingeniería Industrial en la Universidad Estatal de Carolina del Norte. Durante ocho años fue catedrático de Literatura en la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala.

En el 2007 fue elegido entre los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 39 años, siendo incluido en la selección Bogotá39.

En el 2008, su libro Clases de dibujo ganó el Premio Literario Café Bretón & Bodegas Olarra. Recibió el Premio de Novela Corta José María de Pereda por La pirueta. Entre sus obras se encuentran Esto no es una pipa, Saturno (2003), El ángel literario (2004, semifinalista del Premio Herralde de Novela), El boxeador polaco (2008), Morirse un poco (2009) y La pirueta (2010).

Ha sido traducido al inglés, portugués, holandés, francés y serbio.