Tres poemas de Borys Humenyuk

1 abril, 2023

Traducción de Alain Pallais


Ni un solo poema en cuarenta días.
La poesía se fue al sepulcro
el 23 de noviembre, cuando Andriy Yurga,
combatiente del batallón del «OUN»,
cayó en la batalla de Pisky.
Originario de Lviv. Seudónimo «David».

La poesía oscureció,
se vistió de luto por cuarenta días,
luego se cubrió de tierra
y después de ceniza.
Por cuarenta días la poesía se atrincheró
apretando los dientes y disparando en silencio.
La poesía no quería hablar con nadie.
¿De qué podría hablar?
¿De la muerte?

Durante esos días la poesía fue testigo de muchas muertes.

La poesía vio cómo morían los árboles.
Esos que corrieron a través de los campos minados del otoño
y nunca llegaron al invierno.

La poesía vio cómo morían animales.
Esos gatos y perros
que arrastraban sus tripas por las calles
como si fuera algo habitual.
La poesía no sabía qué hacer:
si apiadarse y ayudarlos a morir, o
apiadarse y dejarlos vivir.

La poesía vio cómo las casas morían.
La de ellos,
la tuya.
¿Allá, a la vuelta de la esquina,
era esa tu casa?

Hace un año, era una casa cualquiera:
con las personas que solían habitarla,
un jardín en el frente
y una huerta en el patio 
con manzanos, ciruelos, perales
y un nogal.

Cuando entró la primera bala
la casa estaba confundida
jadeaba en silencio
lloraba en silencio:
la bala había herido una pared.

Otras balas entraron.
La casa no fue capaz predecir tales llegadas
y no tuvo tiempo de protegerse:
cubrirse con las manos
esconderse en el ático o
en el sótano.

Las balas hirieron las paredes,
quebraron ventanas,
volaron por la cocina, la sala de estar,
la habitación de los niños,
en busca de personas.
Las balas siempre andan en busca de personas.

Las personas son la razón de ser de una casa.

Luego cayó un mortero.
En otoño, la casa disfrutaba del sonido
que hacían las nueces y manzanas
al caer sobre techo.
Ahora fue un mortero.

Luego un lanzacohetes envió un misil.
La casa saltó como lo haría una niña
sobre una fogata en el solsticio de verano.
Quedó suspendida en el aire por un momento
y luego descendió lentamente.
Le fue imposible mantenerse erguida.
Las paredes, el piso, los muebles,
los juguetes, los utensilios de cocina, el reloj de pie.
Todo fue mordido por la guerra,
lamido por el fuego.

La poesía vio cómo las personas morían.
La poesía se puso casquillos de balas en los oídos.
La poesía habría preferido quedare ciega
que ver cadáveres todos los días.

La poesía abrevia el camino al cielo.
La poesía contempla el vacío.
Y cuando caes
te recuerda el camino de regreso.
La poesía ha ido a lugares
donde no hay lugar para la poesía.

La poesía ha sido testigo de todo.
La poesía ha sido testigo de todo.


***

Estas gaviotas que sobrevuelan el campo de batalla—
son aves de mal agüero.
No me extrañaría si fuesen cuervos.
Desde hace mucho se han alimentado de la carne del soldado.
No les importa si es la de nuestros héroes
o la de nuestros rivales.
No vale la pena enojarse con los cuervos
aunque me causa dolor pensar en ellos.

Tampoco me sorprendería si fuesen palomas.
Están acostumbradas a hurgar en la basura humana.
No me sorprende eso de que usan el cabello
extraído de los cráneos sangrientos,
perforados por las balas,
para tapizar sus nidos.

Comprendo bien a los gorriones.
Sólo desean alimentarse.
Con un alegre canto
picotean los bolsillos y mochilas de los caídos
extrayendo trozos de pan, galletas, azúcar,
y cualquier otra cosa que puedan tomar como trofeo.
A veces, por casualidad, les picotean los ojos.

Comprendo a los gorriones,
pero a las gaviotas las envidio.

Sobrevuelan en círculo donde yacen los caídos.
Durante el alba y el crepúsculo se ven rosadas —
Intento convencerme de que es la luz la que les da tal color
y no la sangre.
Los flamencos se tornan rosados
por ingerir camarones.
Es imposible que las gaviotas adquieran tal color tan rápido
por sólo comer la carne de los caídos.
Para que eso suceda
la guerra debería durar más de un año.

Sobrevuelan un campo de batalla
donde ya nadie recuerda cómo arar,
cómo construir una casa,
cómo sembrar cereales,
cómo dar a luz.

Vuelan en círculos,
se lanzan en picada,
toman su rapiña
y se alejan hacia el mar
más allá de nuestros retenes.
A veces, cuando riñen entre ellos,
dejan caer ante nuestros pies
trozos de huesos y carne humana.
Es algo hórrido no poder saber
si son las partes de un soldado amigo o las de un rival.

Es algo turbador
ver caer desde el cielo
un dedo humano
o una oreja
ante tus pies.

A veces pienso
que si recoges todas esas partes y luego las unes
podrías completar el cuerpo de una persona:
camarada o rival —
si tan solo existiera alguien que lo regrese a la vida.

Gaviotas rosadas —
ojalá nunca las hubiera visto —
son el mayor horror de esta guerra
junto a esos trozos de carne humana
que caen del cielo
y no sabes qué hacer con ellos,
pues no puedes cavar una tumba
tan sólo para un dedo.

***

Cuando limpias tu fusil,
cuando limpias tu fusil, una y otra vez,
cuando le untas aceites de olores fuertes
y la proteges de la lluvia con tu propio cuerpo,
cuando la envuelves como a un bebé
aunque nunca hayas envuelto uno –
pues apenas tienes diecinueve años, eres soltero y sin hijos –
el fusil se vuelven tu único familiar.
Tú y el fusil son uno mismo.

Cuando cavas una trinchera tras otra,
cuando cavas con tus manos esta preciosa, esta detestable tierra
de cada dos puñados uno te llega al alma.
Trituras esta tierra con tus dientes.
No tienes y nunca tendrás otra.
Asciendes por su interior como si fuera el vientre de tu madre.
Te sientes abrigado y cómodo.
Nunca te habías sentido tan cerca de alguien.
Tú y la tierra son uno mismo.

Cuando disparas,
aunque sea de noche y no puedes ver el rostro del enemigo,
aunque la noche lo oculte de ti y a ti del él
y los abrace a ambos como a sus propios hijos,
llevas el olor a pólvora.
Tus manos, tu rostro, tu cabello, tu ropa, tus zapatos –
por mucho que los laves – huelen a pólvora,
huelen a guerra.
Tú hueles a guerra.
Tú y la guerra son uno mismo.

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Ternopil, Ucrania; 1965. Poeta, novelista y reportero. Ha sido nominado al Premio Nacional de Literatura Shevchenco. Es autor de Un medio de defensa (poesía), Lukianivka (novela), La isla (novela), 100 Cuentos de guerra, Poemas de guerra y 14 Amigos de la junta.