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Un Dios para el necrocosmos

1 diciembre, 2013

El profesor, Dr. Milton Hernán Betancor de la Universidad de Caxias do Sul en Brasil, se muestra como un apasionado estudioso de la literatura uruguaya, y más allá de los Onetti, Delmira Agustini y Benedetti, muestra con inusitado entusiasmo las virtudes del escritor Héctor Galmés, montevideano de cepa, quien a decir del Dr. Hernán Betancor en este informativo ensayo: “Galmés fue un autor que vivió en y para Montevideo. Todo lo que ofrece esta ciudad se lo dio, y el escritor lo tomó para sí, haciéndolo tan propio que todos los personajes importantes de sus narraciones (básicamente de sus novelas, aunque en la mayoría de los cuentos también sucede esto) son ubicados en este lugar específico, al que conocen y sienten, al que viven.  Y así Montevideo dejó de ser una ciudad inexplorada, tornándola como espacio vital”, y con ello se convirtió en uno de los importantes narradores del siglo XX uruguayo.


Aunque nuestro querido Uruguay es un país muy joven ya han surgido importantes autores que le han dado valía a nivel internacional a la literatura creada en este espacio del sur del mundo rodeado de agua, casi como si fuera una isla.

De entre todos los cultores de las letras uruguayas, los narradores -específicamente los cuentistas- han sido los más distinguidos tanto en nuestro país como en el exterior; aunque muchos dramaturgos, poetas y ensayistas también han sido reconocidos por la calidad y el nivel alcanzado en sus obras.

En este artículo deseamos observar la primera obra de Héctor Galmés: Necrocosmos, una breve novela que muestra el nivel de desmoronamiento del país que todos creían que no se podía desmoronar. 

En la época que publica, Uruguay está sufriendo la última dictadura militar del siglo XX (1973 a 1985).  Mario Benedetti ya había llamado despectivamente “literatura de balneario” a la producción de los jóvenes escritores del momento y Ángel Rama había reclamado la ausencia de afán experimentador entre ellos.  En medio de ese “dejar pasar” y “no meterse” generalizado, totalmente impensable en autores como Benedetti, aparece una voz –comparativamente, pequeña- que no se exilia, que no se esconde y que marca un nuevo camino para las letras orientales: Héctor Galmés.

La producción del narrador aparece al final del proceso dictatorial, a partir de 1981, por más que termina de escribir esta novela en 1970.  En la novela no habla del momento actual de la sociedad uruguaya (montevideana en particular) sino en los años anteriores, los que fueron la base para llegar a la desgraciada situación que le tocaba vivir al país. 

Por más que es muy complicado ubicar al autor en una generación, particularmente lo colocamos en lo que llamamos (lamentablemente y por falta de opción) la generación de la dictadura.  Esta generación se divide en dos grupos: los que se van (a cualquier lado, sin importar demasiado el destino, mientras sea fuera de Uruguay) y los que se quedan (pese a todo), normalmente para hablar de y pensar en otra cosa.

Sus personajes son seres aburridos y marginales que no se interesan en hacer algo para frenar el desmoronamiento del país, aunque lo ven con sus propios ojos.  No son alienados, pero no van a mover un dedo para intentar ayudar a sus conciudadanos.  Unos se van del país, quien se queda termina preso por pintar.

Al mismo tiempo, pensando en sus personajes, como dice Fernando Ainsa (1992: 814): “aparecen personajes de los que poco se sabe y actúan de una manera imprecisa, llena de variantes (todas posibles), diluyendo la normalidad en extrañeza, este es el nuevo territorio de la narrativa en el que se puede identificar hoy a […] Héctor Galmés”; un escritor que aparece en el mundo de las letras uruguayas con voz propia y madura, mostrando -de una manera clara, inteligente y perspicaz- todo lo que aconteció en nuestro pobre país antes de que sufriera la dictadura de los años ’70.

Aunque publica en la época de la dictadura militar, no da lugar al guerrillero ni al policía, mucho menos sus estereotipos; su obra, salvo la presencia del Cambrón en Necrocosmos, no se resume a cárceles, represión y tortura, sino que va mucho más allá, creando un universo más rico y fascinante, por más que publique en el Centro de la gris Montevideo.

Como nos decía en su momento Heber Raviolo, su editor de siempre, Héctor Galmés era un escritor lento, pausado y prudente, que no da a conocer todo lo que produce sino que publica solamente aquello que él desea y cuando está conforme con la obra, no antes.  Esto hace que tenga un excelente nivel en todos sus momentos, que no se encuentren ni altibajos ni repeticiones temáticas no deseadas expresamente por el autor, como es común en los escritores de vasta producción; aunque sí es fácil notar una idea central que da unidad a sus cuatro obras.

O, como señala Alejandro Paternain en el prólogo de la colección de cuentos del autor, “la prosa con que Galmés se dio a conocer llevó su tiempo de maduración.  Trabajó sus instrumentos sin prisa, y cuando juzgó que había llegado el momento, reveló el caudal de experiencias cosechadas a partir de aquellos años de formación”. (Galmés, 1981: 7)

Las líneas temáticas en las obras del autor son varias, aunque el tema de la decadencia es claramente el que sobresale a lo largo su producción.  Tanto en sus novelas Necrocosmos y Las calandrias griegas, como en la colección de cuentos La noche del día menos pensado, o en la última producción: Final en borrador, el lector se encuentra a cada paso con aquel tema, mostrando la clara cosmovisión del autor.  Compartimos la idea que presenta Tomás de Mattos, en el prólogo de la segunda novela, en el sentido de que esta llega casi a ser sofocante y hasta angustiante, pero por la forma poética de presentarla y por el fino humor que caracteriza al narrador, el lector la tolera y acepta sin problemas.

A todo lo que siente suyo Galmés le da un lugar en sus historias.  Así, aparecen sus amigos del alma, su barrio (con el Parque Central), su ciudad, su país.  Pero de entre todo lo suyo eligió  a su ciudad, Montevideo, para transformarla en el escenario donde sus actores se mueven, disfrutan y sufren, en suma: donde sus protagonistas viven, o –en muchos casos- apenas sobreviven.

La capital se le mete en el alma, sus personajes la recorren, la conocen, la saborean; tanto como él.  Podría haber elegido otros lugares donde también estuvo, donde también vivió, por ejemplo Alemania, para que sean el hábitat de sus creaciones, pero elige una y otra vez a Montevideo.  La de su época de niño, la de su época de estudiante, la de todas las épocas; la ciudad con sus rasgos más sobresalientes, más propios, más suyos.  Con todos, los lindos, los pintorescos y los otros.  No esconde nada, lo muestra todo.  Así es Galmés.

El vivió en Montevideo.  Dicho de otro modo, quizás para su caso más correcto, él vivió Montevideo.  Todo lo que ofrece esta ciudad se lo dio, y el escritor lo tomó para sí, haciéndolo tan propio que todos los personajes importantes de sus narraciones (básicamente de sus novelas, aunque en la mayoría de los cuentos también sucede esto) son ubicados en este lugar específico, al que conocen y sienten, al que viven.  Y así Montevideo deja de ser una ciudad inexplorada, y aparece como espacio vital.  Espacio que se está desmoronando, como la sociedad que lo habita.

En todas las obras se nota, además de esa constante decadencia, una arrolladora fuerza poética y una cosmovisión muy clara.  Tanto, que los personajes de Galmés están condenados a la frustración desde antes del inicio de la obra, desde siempre.  Esto se ve más claramente en las novelas, aunque en los cuentos no es difícil de encontrar.  Hay, en el fondo de los planteos del autor, un panorama desolador, amargo y amargante, fiel reflejo de la ciudad de Montevideo de las décadas que marcaron la última mitad del siglo XX.  Es una visión de la ciudad, pero más específicamente de un determinado espectro social, el de la clase media intelectual (de algún modo pseudo-intelectual) que vive en una dramática desorientación expresada en los diversos planos: social, político, existencial y metafísico.

Los personajes de esta primera novela terminan separados, incomunicados, sin futuro y sin libertad.  De aquellos que emigraron a Australia no hay noticias; aquel que quedó, está preso y tiene la certeza de que cuando lo liberen, deberá “pensar en otra cosa”. (Galmés, 1986: 85)

Como hemos dicho, la primera línea temática -en orden cronológico y de importancia- que se presentan ante el lector es la decadencia, la destrucción.  La forma más clara en que presenta el autor este tema, es por medio del neologismo que muestra el deterioro no sólo de la materia, sino del aspecto social y espiritual de un país, de un grupo social, de un individuo, y que a él, además, le servirá de título tanto para el cuadro eternamente inacabado del narrador de esta primera historia, como para el de su primera novela publicada: Necrocosmos.

Lo explica en una forma acabada poniendo en boca de su personaje central -quien narra la novela- las siguientes palabras, que tratan de servir, en el universo narrativo, como respuesta ante la inquietud de la gringuita.

«Mirá Gabrielle, cuando uno creció en un pueblo a orillas de un río, que tuvo su época de esplendor porque allí llegaban barcos de todas partes a cargar trigo, y no recuerda haber visto en ese puerto más que maderas podridas, cascos que ya no pueden navegar y grúas corroídas por el óxido, la imagen de la decadencia se le mete a uno muy hondo y adquiere una sensibilidad finísima para captar cualquier cosa que esté a punto de deshacerse.  ¿Entendés de dónde puede venir la idea de Necrocosmos?  De aquellos años de auge quedaban solamente algunos recuerdos: los muelles desiertos, un vaporcito vetusto…». (Galmés, 1986: 67, 68)

En Necrocosmos todos los personajes intuyen el derrumbe de su futuro.  En este desastre final también incluyen al arte, que fue la base de la relación que mantienen varios de los personajes de la obra, especialmente Sebastián, el Sordo y el narrador nunca nombrado; que no son más que tres artistas (o pseudo-artistas) frustrados.  Los dos primeros porque en Australia serán cualquier cosa menos pintores y el último porque en el Uruguay en el que le toca vivir no hay lugar para gente como él.

Este estado de cosas no puede ser salvado por el arte.  Como hemos visto, estos personajes galmesianos son artistas (o pseudo-artistas al menos) que increíblemente siempre tendrán alguna explicación para no crear, para renunciar, incluso para aceptar su fracaso final.  Es lógico que así sea, siendo que estos son seres sacados de la ciudad de Montevideo de los años 70, seres que no pueden creer en nada, ni siquiera en ellos mismos.

Cuando hablamos de decadencia, pensamos en: declinación, deterioro, debilidad, ruina.  La lista la continuamos con: decaimiento, declive, ocaso, descenso, declinación.  Con este marco referencial de significados podemos entender más fácil y cabalmente la idea que se presenta en las obras galmesianas ya que en alguno de los muchos sentidos que tiene la existencia humana, individual o grupal, la decadencia es notoria.

¿Podría Dios ser la solución para este estado de cosas?  Para Galmés, en sus obras, la respuesta es no.  Él necesita un Dios que ayude a solucionar su Necrocosmos, no uno que sea la suma de palabras, doctrinas y ceremonias.

Decadencia en todos los aspectos, en todas las novelas.  Pero siempre queda en el lector la idea de que a pesar del paso acelerado hacia la ruina que lleva el universo, uno podrá ver en cualquier grieta de los muros de la Ciudad Vieja una plantita raquítica, a la que no podemos negarle su encanto.  He ahí la solución que encuentra Galmés a la problemática que supone su cosmovisión.  Un toque, aunque sea mínimo y casi imperceptible, de esperanza y optimismo.

La obra galmesiana es una cadena cronológica, pero presentada de la siguiente manera: él primero presenta su último eslabón.  Necrocosmos, que es la primera obra publicada, es la más actual en su temática.  Tanto que si Galmés continuaba en la misma franca exposición de realidades que efectúa en aquella, después de 1973 o no publicaba más o marchaba preso.

Creemos que el autor es consciente de esto, por lo que de ahí en más, en las siguientes novelas Galmés investiga el pasado que trajo como consecuencia aquel lamentable presente, gris y dolorosamente autoritario, que pinta en su primera novela.  De esta manera Las calandrias griegas nos transportan a un mundo poblado todavía por tranvías, aunque sean los últimos,  y Final en borrador a la ciudad de Montevideo de una época más antigua aún que fue testigo de la decadencia que aunque no tiene un día y una hora para comenzar, si tiene un momento en la que es desgraciada y claramente vista y sentida.

En relación con este último punto, a fin de ser sinceros, las  novelas de Galmés son libros en los que “no pasa nada”, o muy poco.  Para ser más estrictos, deberíamos decir que no se encuentra en la obra de Galmés mucha acción, analizándolas desde la perspectiva tradicional, ya que en sus novelas no es posible encontrar una progresión argumental de la historia, sino que son una especie de montajes cinematográficos de un sin fin de flash-backs interpuestos, sumados a discursos internos de los personajes que -en definitiva- no hacen nada, y así las micro-historias subordinadas a la principal pasan a ser  las más importantes.

Los argumentos de cada una de las novelas se los puede resumir en unos pocos renglones.  Por ejemplo, Necrocosmos es la historia de un pequeño grupo de pintores montevideanos y la compañera de uno de ellos, que por diferentes motivos eligen distintos destinos.  Tres de ellos optan por el exilio en Australia, mientras el restante, el narrador anónimo y gris de la novela, prefiere quedarse aunque sabe que irremediablemente engrosará las cárceles del Cambrón, el dictador-deportista.

Así, a lo largo de las creaciones de Galmés, nos encontramos con seres anónimos, conocidos por un apodo, por un nombre inventado o por un apellido común.  Hombres derrotados por dentro desde antes de comenzar a no hacer sus vidas y que como no se animan a renunciar a sus sueños, los llevan al museo de los imposibles.  Son todos ellos adultos carentes de un proyecto para sus vidas, en la marginalidad social, sin matrimonios ni hijos (aunque el narrador se los inventará), desconformes de lo que son y sin fuerzas para llegar a lo que quieren ser.

Es el panorama descorazonador de la época del Pachecato , y los años anteriores, cuando ya se habían dado cuenta los montevideanos que era mentira aquello de que vivían en “la Suiza de América” y que tampoco era verdad que en Uruguay todo se soluciona de un modo fácil y sin extremos.  Galmés describe esa realidad, creando un mundo narrativo con fuerzas propias, colocando los elementos reales necesarios en su ficción para que el Uruguay decadente y frustrado aparezca en toda su dimensión. 

Analizando más detenidamente cada una de las creaciones galmesianas, diremos que Necrocosmos es una novela premonitoria.  Está ambientada en la época de la fiebre por el exilio, todavía por motivos económicos, aunque ya se nota el germen de “los otros motivos”.  Publicada en 1971, el libro es una profecía patética de lo que se iba a vivir en sólo unos años más.  ¿Clarividencia?  ¿Sentido común?  Pude ser, pero estos elementos no son suficientes en las manos de un escritor para lograr una obra de arte, hace falta más y Galmés le coloca ese toque mágico para transformar una narración en una verdadera obra de arte. 

Los elementos que producen esta metamorfosis son varios.  Mencionamos la pasión con la que describe ese momento de derrumbe, la metaforización general -que comienza en el mismo título- y la capacidad del narrador para no caer en las dos tentaciones más comunes de la época y el tema:  la crónica de hechos políticos y la literatura comprometida socialmente.  Galmés no busca utilizar sus creaciones como tribunas políticas, solo intenta crear obras de arte.

El tiempo es marcado por un diálogo inicial que luego se pierde entre historias que van apareciendo a lo largo del relato.  Finalmente, la novela concluirá varios años después de aquel principio, pero descubrimos esto de un modo “sorpresivo”, ya que el paso del tiempo está perdido entre la escritura meándrica de la novela, los días siempre iguales de los personajes y los numerosos flash-backs de la narración.

Sin lugar a dudas que esta primera novela de Galmés impresiona por sus virtudes narrativas, pero también es interesante notar que maneja elementos culturales propios de ese fenómeno que, por actual, es tan difícil, por no decir imposible, de definir: la post-modernidad.  Encontramos una indefinición entre las fronteras de los diferentes géneros, la integración de lo popular y masivo e ideas tales como la muerte de conceptos tan importantes desde el romanticismo como “originalidad” y “perfección” en la creación artística.  Este último elemento es la raíz de la imposibilidad de crear la obra mayor que tiene el narrador, y así el cuadro titulado Necrocosmos será eternamente un bosquejo inacabado, hasta que no sea más.

En novelas como esta, donde se podría decir que no pasa nada, la calidad se la debe encontrar en las formas de creación utilizadas por el autor y en el modelado que el artista hace de sus personajes.  Nos adelantamos a mencionar que en ambos aspectos Galmés logra claros aciertos.

Sebastián es solamente eso, el nombre de un pintor aficionado que se va del país sin haber hecho nada importante y sabiendo que en el paraíso australiano se tendrá que dedicar a cualquier otra cosa para ganar el dinero soñado.  Junto con él se va el Sordo sin nombre, que paradójicamente es admirador de Gardel.  (Aprovechamos este momento para mencionar que la narración galmesiana es una gigantesca paradoja dividida en tres novelas y un libro de cuentos).  Con ellos dos se irá también Alondra, la actual compañera de Sebastián, que no tiene pasado y que, como buen personaje femenino de Galmés, es quien más clara tiene la idea de que se va sin posibilidades de lograr nada importante allá, pero con la convicción de que más vale no quedarse en Uruguay.  La idea básica y fundamental es salir de Montevideo.

Entre los que se quedan (o están acá) sobresalen nítidamente el narrador, que es el que más tiempo está en escena pero al que no le conocemos ni siquiera el nombre, el profesor Goroztiaga, una suerte de alter ego del propio Galmés y la gringuita, quien aparece con el propósito de salvar al pintor de sus pecados y termina pecando con él y, finalmente,  yéndose sin despedirse, porque se la llevaron.

Son todos ellos personajes grises, y aquellos que -como la gringuita- no lo son “de nacimiento” irán tornándose un poquito más cada día.  Como si la grisura fuera contagiosa, y por eso se van infectando hasta que quedan enfermos sin cura posible, por lo menos dentro del universo literario propuesto por Héctor Galmés.

Termina nuestro personaje central soñando con la gringuita que ya no está más, con Sebastián, el Sordo y Alondra que están en Australia en silencio, con el Esquema que está derrumbado para siempre, rodeado por muchos en el sótano pero solo y convencido de que cuando lo dejen salir tendrá que pensar en otra cosa. (Galmés, 1986: 85)

Toda esta triste realidad manejada por una voz que la va desgranando a lo largo de las páginas por instantes como un distante narrador impersonal, que por momentos es narrador testigo o que se transforma en voz interior o presencia fantasmal para dialogar con el personaje y desaparecer en el siguiente momento.

Intentaremos estudiar en la obra galmesiana el pensamiento teogénico que en ella predomina y la creencia personal del autor.  Es decir, trataremos de ver su teología y su teodicea por medio de lo que permite observar en sus creaciones.

En relación directa con este tema, la presencia de Dios en la obra de Galmés, en esta novela encontramos que lo menciona en diez oportunidades.  Además de utilizar directamente la palabra “Dios” menciona diferentes elementos relacionados con la religión, lo sagrado y lo divino. 

Un ejemplo de esto es el comentario que aparece en la página 13 (Galmés, 1986), donde el narrador enumera algunos de los elementos que hacen iguales a todos los australianos que se cruzarán con el Sordo: “… el tenis de los sábados, más el aire acondicionado, más televisión en colores, más el sermón de los domingos a las once”.  La primera idea que aparece de algún modo relacionada con lo divino es el culto, pero no como un momento especial en la semana por la alabanza y la adoración, sino como un elemento más que se suma en la vida de los hombres para dar como resultado cierto nivel social. Apenas eso, nada más.

El primer lugar donde menciona la palabra “Dios” es en la página 20 (Galmés, 1986).  Sebastián está hablando, con una botella de vino en la mano y en un tono burlón, y desea, en el momento de la improvisada despedida final, que el narrador termine de una vez el Necrocosmos y que “… nos encontremos un día no lejano en el museo paleontológico de Dios entre los animales que murieron de sed”, a lo que el interlocutor responderá, con el mismo tono: “Bendita la sed”.  Esta es la última cena de los amigos en suelo uruguayo.  Se están separando con la seguridad de que nunca más se volverán a encontrar, y cuando mencionan a Dios lo hacen para situarlo en un lugar inventado donde hay animales y seres muertos.  Más allá de la ironía y el juego que Galmés realiza con el tema de la botella y la sed, es notoria la falta de respeto con la que los personajes abordan esta temática y hablan de Dios.  En un contexto de creyentes, seguramente se lo habría mencionado como fuente de bendiciones y protector de sus hijos, sin importar en qué lugar del mundo se encuentren; pero esto es impensable en el Necrocosmos galmesiano.

Desde la página 23 hasta la 29 (Galmés, 1986), dentro de uno de los innumerables flash-backs que Galmés realiza en la novela, aparece el fragmento donde narra la creación de la serie de pinturas titulada El Cambrón que el Sordo realiza inspirándose en los textos bíblicos del capítulo 9 del libro de los Jueces.  En este momento el narrador toma un elemento específico y definido del relato bíblico y lo recrea -como lo hará en otras oportunidades en las diferentes novelas y en los cuentos que publica- con nuevas simbologías y diferentes concepciones.  Este es un buen ejemplo de la capacidad que tiene Galmés para mezclar elementos de diferentes procedencias teológicas – religiosas y recrearlos con singular calidad.

En este fragmento el narrador irá intercalando comentarios propios y de diferentes personajes con textos bíblicos.  Naturalmente, en algunos de estos últimos aparecerá la palabra “Dios”, pero en todo este juego literario es más fácil notar la calidad narrativa de Galmés para mezclar comentarios de neto corte secular con los extraídos directamente de la Biblia y el conocimiento que tiene del texto, que hallar siquiera un indicio de creencia o religión de parte del narrador. 

Terminando con este fragmento, el narrador nos comenta que nunca faltó la damajuana de vino mientras se iba creando la serie El Cambrón; este vino encendía el ánimo de los presentes y estimulaba al pintor para trabajar sin descanso.  Agrega que el Sordo decía: “… cada vez que le alcanzaban un vaso de vino colmado, lo levantaba en gesto ritual y decía: ¿Habré de renunciar a mi mosto que alegra a Dios y a los hombres?” (Galmés, 1986: 29)

Es interesante que esta posición “irrespetuosa” del personaje galmesiano se opone radicalmente de la postura que el autor mantenía en relación a estos asuntos.  Las religiones, lo sagrado, lo divino eran temas que Héctor Galmés disfrutaba en conversar con profundidad en su vida privada.

El narrador cuenta sobre una carta que le envió al Sordo a Sidney, relatándole todo lo relacionado con su serie de dibujos, las consecuencias que tuvo y cómo van a buscar, encontrar, revisar y destruir el taller donde la habían creado.  Agrega, cerca del final, el comentario que Goroztiaga, medio borracho, le hace al narrador: “por tu culpa y la suya capaz que prohíben la Biblia por subversiva”. (Galmés, 1986: 30)  Una vez más aparece un elemento relacionado con Dios y con la religión pero no es utilizado con la intención de mostrar algún comportamiento religioso o al menos creyente; por el contrario, el autor ahora aprovecha el comentario para burlarse de la poca capacidad intelectual que tienen los responsables del gobierno cívico – militar (como le gustaba decir a las autoridades por aquellos años) por mantener el orden social en sus aspectos culturales.

A partir de la página 43 (Galmés, 1986) aparece un nuevo flash-backs en la narración.  En esta oportunidad nos contará todo el episodio de los Nethinim, desde el inicio cuando el narrador entra porque sí a un templo que desconocía, hasta el fin de la relación con Gabrielle, la gringuita, la enviada en misión para salvar a este pobre pecador desventurado y termina siendo feliz al pecar con él.

Este segmento coloca frente a frente, en choque evidente, el mundo plastificado y colorido de los Nethinim con el Necrocosmos en el que está inmerso el anónimo pintor montevideano.  Toda la perfección dibujada y presentada por el pastor y el mundo que lo rodea es la contra cara del taller evidentemente caótico donde el cuadro eternamente inacabado continúa esperando.  El Dios presentado en el templo no tiene lugar en el taller.  Si hubiera un Dios en el taller, no podría entrar en el templo, pues lo ensuciaría.

A lo largo de este episodio la temática religiosa está presente como una suerte de telón de fondo que sirve para dar un marco a los diferentes temas que desarrolla.  Durante la conversación que el narrador mantiene con el pastor, este intenta presentarle la verdad que los Nethinim tienen para dar, por eso le habla de sus creencias, del mensaje que Dios les dio, de su profetiza Jane Scranton, de la manera en que se puede recuperar el paraíso perdido y de las planchas de oro en las que se dio a conocer la palabra divina.

Es interesante cómo Galmés, bajo la prédica de los Nethinim, unifica elementos que son comunes en muchas religiones protestantes surgidas en Estados Unidos a mediados del siglo XIX: un evangelio especial y apocalíptico para los que creen, presentado en planchas de oro, profetas que tienen la posibilidad de comunicarse directamente con seres celestiales, poderes sobrenaturales para entenderse y la orden de predicar este nuevo mensaje al mundo.

Mientras el pastor intenta convencer al narrador de estas creencias, el lector se entera de los pensamientos de este por comentarios que aparecen en el texto.  A modo de ejemplo transcribimos el que aparece en relación a la orden que el ángel le dio a la profetiza. 

“-Ahora ve y predica.
(Cuando se lo cuente a Goroztiaga va a reventar de risa)
– Historia curiosa, sin duda”. (Galmés, 1986: 46)

Es interesante notar cómo Galmés conoce el mundo religioso, particularmente el protestante, y cómo muestra este conocimiento en sus narraciones, pero sin tomarlo en serio.  Otro fragmento del relato de la conversación del narrador con el pastor servirá de ejemplo.

El pastor le dice:

Por favor, no quiero que lo tome como una ofensa, pero no es paz interior precisamente, lo que refleja su rostro.  Sólo después de haber logrado la pacificación del alma, puede el hombre emprender dignamente el camino de la Verdad.  ¿No aspira usted a ser otro hombre, libre de tormentos y barreras que le cierran el camino hacia la luz?  Espero que vuelva con la misma franqueza con que entró por primera vez en esta casa.  Oraremos por usted y por los suyos. ¿Tiene usted familia? (Galmés, 1986: 47)

El narrador, alejado de todo este mundo que para él es totalmente increíble, se sincera con los lectores al decir: “Entonces tuve el placer de mentirle.  La historieta de la Scranton, las planchas de los Nethinim, la plastificación del mundo, el césped cuidado, la mujer enemiga del viento, el niño robusto, me indujeron a mentir”. (Galmés, 1986: 47)
Cuando llega al taller, les comenta asombrado a sus amigos todo lo vivido esa tarde en el templo de los Nethinim en compañía de la familia de aquel pastor.  En labios de Goroztiaga (¿alter ego de Galmés?) aparecerá el siguiente comentario:

El único asombrado sos vos. ¿Por qué? Porque el reloj se te paró hace tiempo.  Te regís todavía por el catálogo del London-París en esta época en que la gente se sienta frente a la TV para ver cómo descarrilan los trenes en Tokio. ¿De qué te asombrás?, decime,  ¿de qué te topás con un gringo que te asegura: esto es lo último en materia de verdad, la prueba flamante y definitiva de que dios existe? ¿No te das cuenta que de vez en cuando hay que cambiar de envase y de logotipo para que crezca el consumo? (Galmés, 1986: 50)

La religión presentada como un gran negocio que periódicamente modifica –por publicidad- algunos elementos de su presentación externa a fin de atraer la atención de más cantidad de gente.  Dios, mencionado en minúsculas, presentado como un encargado de marketing de una gigantesca organización que debe lograr más clientes.
En esta ida y vuelta constante que presenta Galmés con el uso del tiempo en la narración, volvemos a la conversación que mantuvo con el pastor de los Nethinim, para enterarnos de nuevos detalles.  Según dice el predicador, la idea divina es que muchos hombres se salven; algunos para ir al cielo y otros para quedarse en esta tierra en una misión de limpieza y reconstrucción general. Todos con la firme convicción de que lo mejor es “comenzar de nuevo y reconciliarse con Dios”. (Galmés, 1986: 52)

Volvemos a notar el conocimiento que Galmés tiene de los códigos que manejan las religiones en su tarea de evangelización; detrás del cual no es difícil descubrir una mente que se ha preocupado en investigar, al menos desde una perspectiva netamente intelectual, teórica, sin necesidad de colocar en las aseveraciones elementos de fe, los tópicos sobresalientes de las diversas religiones.  Pero es en vano buscar algún momento en el cual el narrador acepte alguna de ellas como solución de los problemas del mundo y la sociedad.  Y esta no aceptación llega a su punto extremo cuando se encuentra con Gabrielle, a quien los demás personajes de la narración llamarán la gringuita.

Aprovechamos a comentar, en razón del seudónimo que le colocan a Gabrielle, la idea que Galmés maneja, y que creemos generalizada, en relación a que las religiones nuevas que aparecen en “misión” en estas zonas del mundo, provienen de Estados Unidos.

La gringuita, que comienza siendo una prolongación de Neerit, una de las amadas del narrador, es la enviada de los Nethinim para trabajar en favor de la salvación de aquel pobre hombre que pasó toda una tarde hablando con el pastor.  El narrador es consciente que no le interesa en lo más mínimo lo que ella le está ofreciendo, es más, está predispuesto negativamente a aceptar el ofrecimiento, que sabe llegará, para que compre alguno de los folletos ilustrados que le mostró.

Más allá del conocimiento minucioso que el narrador muestra en relación con los métodos de trabajo de evangelización de algunas denominaciones: fichas con informaciones exactas sobre la persona a visitar, entrevistas realizadas por gente especialmente entrenada y folletos a todo color que presentan el mensaje en forma impactante;  queremos resaltar cómo este personaje que aparece en la puerta sufre una metamorfosis interior que tiene matices de apología del pecado, como corresponde en un Necrocosmos como el que presenta Héctor Galmés.

La muchacha que comienza tratándolo de “señor”, que le habla de las pesadumbres del mundo actual, del paraíso perdido y de la posibilidad de recuperarlo, aquella que le dice en un principio que si no cambia el tono ella se marchará; antes que pase mucho tiempo empieza a divertirse de un modo nuevo para ella y la travesura que comienza de un modo infantil, pues la divierte la silla que crujía, la tabla floja en el piso, los vidrios polvorientos donde se podían escribir los nombres, el armario que tenía puertas imposibles de cerrar y demás pequeñeces como estas, la llevará a transformarse en la amante de aquel anónimo y pecador pintor desconocido. (Galmés, 1986: 61 – 64)  Al terminar el libro el narrador comenta: “Pobre gringuita.  La apóstata.  No tolerarán que se haya apartado del camino para hacerse amiga de un náufrago y conocer los deleites de la carne”. (Galmés, 1986: 85) 

Es interesante notar la manera en que Galmés maneja la idea del Génesis bíblico en relación a que el camino que utiliza la tentación para ganar al hombre son los sentidos.  En el caso de Eva el gusto por ejemplo, en el caso de la gringuita, el olfato.  El olor a trementina fue lo que hizo que volviera a aquel desordenado y mundanal taller, excelente ejemplo del “desván” de Dios, según la óptica de los Nethinim.

En este momento de la novela aparece una de las tendencias literarias del autor, incluir cuentos autónomos dentro de la obra mayor, por llamar de alguna manera a la novela.  El ejemplo más claro lo encontramos en La infancia de Adán, un cuento de neta inspiración bíblica que conoce su primera versión en un diálogo del nunca nombrado personaje central con Gabrielle, en este momento de Necrocosmos y que será nuevamente publicado, con pequeñas variantes, en la colección de cuentos del autor.  Pero esta inclinación también la notamos en las otras producciones novelísticas, pudiéndose entender que “Final en borrador” no es más que una serie de cuentos autónomos  unidos por dos personajes centrales, uno de los cuales los narra y el otro los intenta organizar como guión único mientras van pasando los años y las distintas experiencias.

Galmés presenta una narración –el narrador se la cuenta a la gringuita- sobre la infancia de Adán, que años más tarde el autor separará y presentará como unidad creativa en su colección de cuentos.

En este pasaje, el escritor presenta algunos tópicos sumamente interesantes.  El primero que mencionamos es el tema del doble, Adán es Adán, pero no es él mismo.

En este cuento el primer hombre que tendría que morir en cualquier momento, no sólo no muere sino que se recupera cada día un poco, logrando llegar al esplendor de su juventud.  Este milagro se da porque el  diablo llega hasta él y le ofrece –sin pedir nada a cambio- cualquier regalo que quiera recibir.  El primer hombre pide ser niño.  El tentador, con el permiso específico de Dios, le concede el pedido y el tiempo pasa -y para Adán retrocede, por contradictorio que suene- y así llega a ser cada día más pequeño, hasta que tuvo el tamaño de una ciruela y después, el de una pasa de ciruela.  Con esa forma, luego de realizar un particular viaje, llega a la mano de una muchacha que quedará embarazada, y aunque era virgen, tuvo al niño, que era como todos los niños y que cuando fue grande tuvo por mayor placer amasar barro.

El narrador inserta ciertos comentarios entre paréntesis que van dándole color a la historia.  Por ejemplo, menciona que las relaciones entre Dios y el diablo deberían ser óptimas en la época de Adán, porque en la de Job eran buenas; señala que para la época del diluvio, el diablo le avisó a Adán que tenía que buscar refugio; dice que pasó “cuarenta jornadas comiendo miel silvestre y bebiendo leche de cabra” (Galmés, 1986: 71), acercándose a los cuarenta días en el desierto que pasó Cristo y a la alimentación elegida por Juan el bautista durante su vida a orillas del río Jordán.  Más allá de lo irónico que puedan ser los comentarios, marcan mucho más que un mínimo conocimiento bíblico.  Héctor Galmés lee, conoce, entiende, pero no les permite la fe a sus personajes; quizás porque el Dios del Necrocosmos no la merezca.

Para seguir demostrando el conocimiento que el autor tiene de las creencias religiosas, en el momento final de esta sección de la narración unirá varios mitos básicos del cristianismo tradicional: la concepción virginal de María, el nacimiento milagroso del niño Jesús y hasta la presencia –en la segunda vida de Adán- de su ombligo y la cicatriz por donde le habían sacado la costilla.  En la versión que presenta de este relato en su colección de cuentos, incluye algunos elementos más que se acercan a las órdenes dadas por Dios en los Diez mandamientos, el uso del barro para moldar al primer ser humano.

Como ya se mencionó, es un fragmento con un neto trasfondo bíblico, pero por más que menciona a Dios y a la Biblia no hay en ningún renglón ni siquiera una mínima idea de creencia o de fe.  Sigue siendo el mismo narrador que encontramos en el resto de la novela, capaz de tomar elementos de neto carácter sagrado y manejarlos literariamente desde una posición puramente artística, sin comprometerse de modo alguno con el Dios que menciona en sus narraciones.

Por lo analizado hasta el momento, podríamos resumir diciendo que Galmés no se interesó en forma definida por los aspectos espirituales, de fe, aunque es un gran conocedor de la Biblia, de las diferentes creencias y hasta de los modismos de algunas denominaciones religiosas y que es capaz de universalizar los textos bíblicos produciendo una metaliteratura sumamente inteligente, sin negar su cuota de ironía.

Entre los personajes secundarios que aparecen en la novela queremos señalar a Goroztiaga, que también aparecerá en Las calandrias griegas, tendiendo un puente más que une la producción del narrador, y más si tenemos en cuenta la idea mencionada de que este personaje es como el alter ego del propio Galmés.

Estos personajes –los principales y los secundarios- son gente triste, patéticamente triste, que vive en el universo creado por Galmés, y que tanto se parece al Uruguay de las décadas del 50 y del 60.  Esta es la gente que el autor pinta en Necrocosmos y que piensa en buscar la felicidad en cualquier otro país del mundo, y cuanto más lejos de Uruguay sea, mejor.

Ninguno de ellos, jamás entregará el secreto esencial de su ser; pero lo que mata la vida espiritual de estos (anti) héroes, incluso más que la mentira esencial, es el egoísmo.  Sus intereses los van consumiendo poco a poco y los sumergen en una incomunicación fatal que se deja ver en la separación final, que se realiza sin mediar palabras, a escondidas del otro.

Los personajes creados por Galmés no creen en Dios, lo nombran livianamente y jamás le rezan.  Están, quizás secretamente y sin saberlo, imbuidos por alguna forma del ateísmo mundano, que es el anverso -según Moeller (1955: 212)- del pecado del mundo.  En el análisis de la obra se puede vislumbrar cómo en el mundo normal y cotidiano donde aquellos se mueven, se respira la ausencia de lo divino, se lo menciona ausente de la vida de este mundo.  Como pensaba Nietzsche, se ha matado a Dios en el fondo del corazón de cada uno.

Estos personajes respiran un aire enrarecido por la ausencia de Dios, espejado por el agnosticismo generalizado que se parece mucho a un ateísmo radical.  El mundo galmesiano está casi totalmente cerrado sobre sí mismo, ahogado, sin escapatoria, prisionero entre los lazos de una abismal complicidad mundana.  Nadie mira hacia el cielo en busca de una posible solución, e incluso los mismos inocentes -la gringuita, por ejemplo- son finalmente seducidos por el pecado.  Pero el mal halla en sí mismo su castigo, en la espantosa soledad que va sembrando por todas partes, en el Necrocosmos que se agiganta en personas y espacios.

Si estudiamos a estos personajes creados por Galmés, encontramos que se acercan mucho a lo que sería una versión tercermundista de los héroes de James, ya que estos son seres salidos de las clases ricas y ociosas, de una cultura refinada, que recorren Europa como peregrinos del arte y no tienen que preocuparse de la vida material, mientras que los galmesianos son de clase y cultura media, que recorren la gris y pobre Montevideo, aunque sí se deben preocupar por los recursos materiales.  Los dos autores se unen en que es vano buscar en ellos un pensamiento espiritual, una moral, mucho menos una religión.  El universo y la religión se hallan totalmente excluidos de sus obras.  El cielo que se tiende sobre las cabezas de sus personajes y la tierra que huellan sus pies no ocultan ningún misterio a sus ojos.  El sentimiento religioso está singularmente ausente de su obra, lo que sorprende para quien conoce la vida particular y familiar de Héctor Galmés.

Hay, en las novelas del autor uruguayo, un desengaño final que de alguna manera se acerca a la anagnórisis de la tragedia griega.  Los personajes se dan cuenta de, abren sus ojos a una realidad que les hubiera gustado que no existiera.  Allí está la decepción, el desengaño final, que es muy parecido al que sufrieron los habitantes de Uruguay cuando se dieron cuenta que la realidad no era como ellos esperaban y menos aún, como se la habían contado.

Otro elemento interesante en las novelas galmesianas es que nadie sabe nunca nada definitivo sobre ningún ser humano.  Sin ninguna fe religiosa que los sostengan, apostando todo su caudal de pensamiento a inventar historias robadas del cine, del arte o de una simple mentira; sin cultura auténtica, sin vida interior, siendo un monigote no activo llevado por la ola de la imaginación de un mundo a otro más o menos lejano en el tiempo o en el espacio, los protagonistas no son más que cáscaras vacías arrastradas por el destino final, absurdo y burlesco que se les tiene preparado desde antes del inicio de la narración.

En Necrocosmos no se discute la existencia de Dios.  Él existe.  El problema central se presenta girando sobre dos ejes.  Por un lado, las religiones.  No representan a un Dios real, apenas a un ser – personaje que se lo pinta con colores vivos y tiene a sus elegidos.  Por otro lado, la existencia divina no modifica la vida humana, porque está demasiado lejos del hombre real, lo que hace que este se pueda mover libremente en esta tierra que simplemente ocupa un espacio en el universo, pero sin el control divino.  Esta lejanía de Dios (¿o esta lejanía del hombre?) es lo que le permite al ser humano vivir de un modo natural, sin religión, sin fe y sin esperanza futura.  Tan clara es esta situación en la obra de Galmés, que nunca conoceremos el último final de ninguno de sus personajes importantes.  El narrador hace que los dejemos en algún punto cualquiera de sus historias, que los abandonemos sin saber qué pasó finalmente con ellos.  Quizás como el Dios del Necrocosmos hizo con sus criaturas.

El derrumbe pintado –con palabras en la novela y con colores en el cuadro- también incluye al derrumbe de la vida espiritual que se lo puede ejemplificar con varios comentarios dispersos en la obra: en el templo –perfecto y plastificado- de los Nethinim, el incrédulo narrador de Necrocosmos, entra para mentir, burlarse, saciar algún tipo de curiosidad, nunca para buscar a Dios.  La gringuita, que llega como agente de salvación, se transforma –en los tiempos de la novela- rápidamente en una pecadora más. La realidad terrena, el olor a trementina, lo que ven, lo que entienden, lo que les es tangible (y por lo tanto importante) ocupa un espacio mayor que la realidad espiritual en la vida de los personajes galmesianos.

Siendo así, el universo en el que se mueven es vacío, superficial y se mueve en un estricto sentido horizontal, donde lo único que se eleva un poco de la tierra es la enfermiza e irresponsable imaginación de los personajes masculinos que dan vueltas en las páginas.

En la obra de Héctor Galmés, Dios es un Ser lejano y ocupado en otros asuntos, diferentes a la vida de los pobres seres humanos que viven en este mundo, que es -para el narrador- sólo “el desván de la creación donde El ha arrojado todas sus ocurrencias infelices”. (Galmés, 1981: 13)

El Dios del Necrocosmos puede ser eterno y puede tener a todo el universo y sus probabilidades bajo control, pero el hombre sigue viviendo natural y tranquilamente en este mundo sin rendirle cuentas de lo que hace y sin creer realmente en Él, aunque lo invoque -o por lo menos se lo mencione- en algunos momentos de su jornada. 

En este contexto, Héctor Galmés nos presenta un paraíso.  Quizás el que le quieren vender.  El personaje anónimo comenta:

Me lleva por praderas en las que el lobo y el cordero retozan amiguísimos. Las sombras han sido vencidas, (…) el Necrocosmos ha desaparecido casi bajo las láminas de la ciudad feliz, esterilizada, rodeada de campos floridos donde mujeres, hombres y niños -todos rubios y lozanos- gozan de la luz y del aire no contaminado, libre de «smog» que ahoga nuestras ciudades…”. (Galmés, 1986: 63-64) 

Este pasaje no es otra cosa que la descripción del paraíso realizada por un incrédulo.  Genial.  Y en el fondo, muestra su incredulidad, no en Dios, sino en este posible galardón o castigo eterno.

La teología propiamente dicha es la disciplina que estudia la divinidad por la vía de la revelación, que nos descubre la naturaleza y las cualidades de Dios. Galmés la toma en forma indirecta, como tema literario; así considera a las ideas religiosas y filosóficas solo por su valor estético y literario. Pero este procedimiento crea una imagen nueva y personal de Dios, que de algún modo -quizás paradójicamente- muestra su creencia: Dios, la Biblia, las religiones y el Cielo son realidades verdaderas e indiscutibles, pero el narrador demuestra que no están pautando la vida de sus personajes.

Galmés conoce la teología, tanto la católica como la protestante, y aunque no la rechaza de plano, en algún sentido duda de ellas, quizás porque él está pintando el Necrocosmos que ve, donde está hundido.  Definidamente, el narrador -que lo diferenciamos del hombre- no acepta ni es practicante de ninguna religión, aunque acepta la existencia de un Dios que es un Ser superior y en el que algunos seres humanos diferentes, por no llamarlos raros, creen.

Los que demuestran creer en el tradicional Dios bíblico (o las imágenes más semejantes de este) son pocos, los mencionamos a continuación: el pastor de los Nethinim y su familia, que son extraños por lo perfecto y «plastificado» de sus vidas.  Parecen lo más alejado de la realidad terrena y mundana que vive nuestro narrador. Gabrielle, que termina gozando de las sensaciones terrenas y, por su concepción del mundo, pecando con el pintor desconocido.  Sufre, a lo largo del episodio donde actúa, un acercamiento a la realidad mundana. Una muy pequeña galería de personajes extraños, donde una si bien no deja de creer en Dios, deja de vivir la vida de acuerdo a lo que se espera de ellos.

La idea que surge de la lectura de la obra galmesiana en relación con los creyentes es que son pocos y gente diferente. De hecho, el grupo de los que tratan de vivir de acuerdo con las normas y principios religiosos que eligieron para sus vidas, no es mayoría en la sociedad actual.  Tampoco en la obra de Galmés.

Como menciona Borges en el artículo a propósito de El enigma de John Fitzgerald, todo hombre culto es, aunque sea hasta cierto punto, un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe.  Creemos que es el caso de Galmés narrador.  En su cultura encuentra a Dios, a la Biblia, a la religión, a las creencias, pero no lo puede aceptar simplemente, justamente porque su cultura -enciclopedista y agnóstica, como buen montevideano- no le da suficiente lugar a la fe, el Necrocosmos que ve y pinta se la ahoga. 

Galmés narrador cree en el Dios de los cristianos, pero sus personajes no se pueden elevar junto con su fe, más allá de la incertidumbre de su razón. Están demasiado convencidos de que la vida es natural. Estos personajes son típicamente montevideanos, han respirado el aire que está contaminado por la corriente existencialista que se instaló en el Río de la Plata en las proximidades de la década del ’30 y que se vio reforzada por la derrota de la España republicana y el estallido de la segunda guerra mundial.

Libertad y lucidez eran las consignas de la época, época que impresiona mal al hombre por el derrumbe de todo en lo que aquel había puesto sus esperanzas. Así, el hombre es una pasión inútil y los personajes llegan a su final cuando descubren que están solos, condenados a la libertad de la desesperación y de la angustia de no poder realizar lo imaginado. 

Debemos señalar que no tienen más cosas dignas de desprecio que de admiración, pero tampoco se da la situación contraria; son seres neutros, que sienten una especie de fascinación por lo sensible, lo artístico y lo bello pero que tienen ausencia de vida interior.  Aunque los personajes de Galmés no son ateos, ya que creen -aunque mal no fuese como una creencia social o cultural- en Dios, viven como si lo fueran.

Galmés conoce al Dios bíblico y entiende el mundo religioso, solo que no le da lugar en su obra, apenas permite que sus personajes lo nombren al pasar. La actitud del autor cierra el acceso de sus personajes a lo divino como opción de solución; no les permite llegar ni siquiera cerca de un Dios trascendente.  Frente a esta realidad, es natural que, en búsqueda de una solución para sus vidas, los personajes busquen diversos escapismos, tan bien simbolizados en el viaje hacia algún lugar –cualquier lugar- de Sebastián, Alondra y el Sordo.

Galmés no le da lugar a Dios en sus obras, quizás porque aunque no desconfía de Él, no se puede conformar con una lisonjera palabrería que no soluciona el problema de la injusticia inmediata, que no le da nuevos colores a su Necrocosmos. Al mismo tiempo, ¿qué espacio tendría un Dios omnipotente y todopoderoso, en la vida de personajes que están destinados –desde siempre- a la separación y al olvido?

Estos personajes se nos presentan como seres con miedo en todos los aspectos: temor a entregarse, a casarse, a la familia, a la vida.  Además, se sienten con una especie de culpa, sin saber bien el por qué ni de quién, pero se sienten acosados no por una fuerza de un solo individuo, sino por una especie de fuerza masificada, organizada en lo oculto, con elementos políticos en el caso del narrador de Necrocosmos.

Este miedo que se confunde con un sentimiento de culpa, merece un castigo, que se efectiviza cuando el personaje queda solo, pues la soledad es la forma más acabada del deterioro humano, cuando uno ni siquiera es capaz de compartir su profundidad existencial con otra persona.  El narrador de Necrocosmos queda solo en una cárcel, aunque la esté compartiendo con otros enemigos del Cambrón.

Todo el universo narrativo galmesiano (tan cercano en algunos aspectos al Pozo, de Onetti) se mueve en un estricto nivel horizontal. En él, Dios existe, el hombre puede imaginarlo en el Cielo y hasta llegar a escuchar de Él, pero la existencia divina no modifica la realidad cotidiana del ser humano en este Necrocosmos que se cae a pedazos.


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Durante el breve Gobierno (1967) constitucional del Gral. Oscar Gestido, que falleció a los pocos meses de acceder a la magistratura mayor, pasó entonces la titularidad a su vice, el señor Jorge Pacheco Areco, gran aficionado al boxeo (metaforizado en el dictador – ciclista de la novela). El país vivía una crisis que, por tal, respondía a una multiplicidad de causas, internas y externas. El líder colorado se vio obligado a aplicar duras “medidas de seguridad”, formalmente respaldadas por la norma máxima. Había nacido el “Pachecato” en la nomenclatura política e historiográfica de Uruguay.

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Nacido en Argentina, educado en Uruguay.
Licenciado en Letras por la Universidad Católica del Uruguay “Dámaso Antonio Larrañaga” con la tesina titulada: La presencia de Dios en la obra de Héctor Galmés y Doctor en Letras por la Universidad del Salvador (Buenos Aires, Argentina) con la tesis: La presencia – ausencia de Dios en la literatura uruguaya. Selección de obras y autores. Hace 15 años es profesor de Lengua española y Literatura española e hispanoamericana en la Universidad de Caxias do Sul, Río Grande do Sul, Brasil y participa en el programa graduado en literatura, cultura y regionalidad. Tiene experiencia en el campo de las artes, con énfasis en idioma Español, trabajando principalmente en las siguientes materias: literatura en la hispanoamericana región, educación, lengua y literatura española. Realizó sus estudios de primaria en el Instituto Adventista del Uruguay, mientras que los de secundaria y un Curso de Técnica Profesional en el Colegio Adventista del Plata.