Un verano en los cielos
1 febrero, 2014
La tragedia comienza con Carola. De hecho, la culpa es de Carola. Una hispana de baja estatura, de piel color arcilla húmeda y pelo café. Sí, ella me devolvió el suelo que yo había perdido al salir de Lima. Me trajo de las orejas a la tierra y ahora estoy tirado sobre ella lamentando el fin de mi aventura.
Carola representaba una belleza mestiza que nunca me había despertado mucho interés. Si alguna vez idealicé un tipo de mujer, jamás la imaginé como ella. Por eso, ese viernes por la tarde en Santa Helena me parece que lo vivió otro, y no yo.
La muchacha tras el mostrador que servía los vinos me sonreía y sin merecerlo me ponía más bebida en la copa de lo que se debía ofrecer a un cliente.
-¿Me quieres hastiar del vino para que no pruebe más?
-No, sólo intento emborracharlo —respondió la muchacha.
-¿Y usted vive por aquí o ha venido únicamente por la cata de vinos?
-Vengo de Eureka y voy de regreso a Los Ángeles pero en el camino me topé con la publicidad de los viñedos. Éste es el primero que visito.
-¿Me parece o usted es peruano?
-Sí, y por tu forma de hablar creo que tú también.
-Sí, de Lima, pero radico aquí hace diez años.
-¿Qué hacen dos peruanos en el corazón del valle de Napa?
-No sé, así son las coincidencias. Me llamo Carola. ¿Y usted?
-Alonso, Alonso Blanco. ¡Deja de tratarme de usted y tutéame por favor! —me tiró del brazo y me zampó un beso en la mejilla.
Me encantó. Le comenté que el pueblo me había gustado mucho y que estaba pensando quedarme el fin de semana. Su sonrisa coqueta me dio pie a invitarla a cenar esa noche.
El frente de su casa era de madera nueva pero envejecida, un intento medianamente acertado por darle un toque de antigüedad. Por lo demás era una casa pintoresca sin caer en excesos de decoración.
Carola se anticipó al timbre y al abrir la puerta me dio un susto.
-Tengo una idea genial –dijo —. Mi papá trabaja en el mejor restaurante de California, el “French Laundry” que queda a sólo veinte minutos de aquí, en Yontville. ¿Te gustaría ir?
-Sí claro, pero según entiendo hay que reservar por lo menos con tres meses de anticipación.
-No seas tontito, si te estoy diciendo que mi papá trabaja allí es por algo, ¿no?
-¡Vamos entonces!
Al llegar al restaurante, Carola me hizo estacionarme en la parte de atrás. A través de una gran ventana que daba a la cocina, la vi gesticular en círculo con las manos y cambiar el pie de apoyo repetidas veces mientras hablaba con un señor vestido de cocinero. Después de dos minutos, se dio media vuelta y lo dejó hablando solo.
-Mi papá es un idiota. Dice que no podemos cenar en el restaurante porque justamente hoy ha venido el dueño con su familia a comer. Me dijo que Mr. Keller no vería bien que el cocinero favoreciera a su hija mientras hay decenas de clientes esperando una mesa durante meses. Me sugirió que pidiera algo para llevar, y lo mandé a volar.
-¡No Carola! Tu padre no quiere perjudicar su trabajo, no lo juzgues mal. Saquemos provecho de su envite. ¿Por qué no vuelves a la cocina y pides algo para llevar?
-¡Estás loco! Mejor vamos a otro restaurante y comamos con tranquilidad.
-Carola, el lugar, el ambiente lo creamos nosotros. La comida no. Como tú bien sabes aquí sirven la mejor comida del estado, si acaso no del país. Es una gran oportunidad, al menos para mí. Aprovechemos la oferta de tu viejo. Es más, me estoy quedando en una habitación espléndida, con un pequeño comedor y una sala. ¡Llevemos la comida allí, compremos un par de vinos y pasemos una noche de película! ¿Qué dices?
-¿Qué quieres comer?
-Eso te lo dejo a ti, cholita linda.
-Espérame entonces. No. Mejor mientras me encargo de la comida ve y compra los vinos.
En la palma izquierda me dibujó un croquis para llegar a la licorería, y en la otra me escribió el nombre de los vinos. Treinta minutos más tarde salió junto con un hombre joven y muy bajo, probablemente un lava platos, que la ayudaba con las siete cajas y una bolsa de plástico.
-¡Abre la puerta de atrás!—ordenó Carola.
-Te demoraste tanto.
-¿Crees que la mejor comida que vas probar en tu vida se prepara en cinco minutos?
Pusieron las cosas en el carro y regresaron por un segundo viaje.
– ¿Para qué tantas cajas y bolsas? ¿Es qué acaso vamos a cenar veinte?
-¡Ay Alonso, qué ingenuo eres! Cómo crees que voy a mezclar en una caja todos los acompañamientos de un plato. Las cosas las hacemos bien, especialmente cuando se trata de platillos de esta categoría. Y tampoco me preguntes que he traído, porque eso, entre otras cosas más, ya lo verás a su tiempo.
Llegamos a mi habitación, encendí las velas y Carola se encargó de decorar la mesa. Me contó riéndose que se había robado dos platos de vajilla china, cuatro copas de vidrio, cubiertos y dos cajas de frambuesas.
Puso dos platos sobre la mesa. De una caja, me sirvió en un lado del plato, puré de papas de una textura delicadísima, luego de otra sacó cuatro rodajas de manzana ligeramente doradas en mantequilla y las acomodó con ternura sobre el puré. De una tercera caja punzó una salchicha negra y la colocó al costado del puré y las manzanas.
Ante mi expresión de asombro frente a la extraña salchicha, agregó:
-Se llama “Boudin” es como la morcilla, pero con un relleno exclusivamente de sangre, sin nada de sebo. Yo observaba todo esto desde la cama, a donde había sido mandado hasta que ella me ordenara pasar a la mesa. Luego procedió a servirse. En un plato situado a noventa grados del mío puso tres cosas procedentes de cajas distintas. Sobre una pequeña explanada de frijoles verdes reposaban acomodadas como una baraja de naipes cinco lonjas de pierna de cordero. Me dio la impresión que se trataba de una mesa de juego gastronómica. Por último, vertió encima de la carne una bolita de mermelada de rosas. La mesa se veía fantástica, pero no comprendía porque ni los platos ni las sillas estaban colocados en lados opuestos de la mesa.
-¿Por qué no nos sentamos uno enfrente del otro?
-En la tarde disfruté de tus ojos y tu sonrisa. Ahora quiero que te concentres en mi perfil—respondió Carola.
-Pero mujer, ¡quiero mirarte a los ojos mientras como!
-Pues tendrás que conformarte con mi perfil. Alonso, hagamos de esta noche algo diferente, inolvidable. No quiero ofrecerte lo que siempre se ofrece. Por favor disfruta el lado derecho de mi cara que a mí me basta lo que ya vi esta tarde, y claro lo que tengas que contarme ahora.
– Si lo pones de ese modo, me siento halagado.
Me alcanzó una botella de Pinot noir. La abrí, y cuando me disponía a llenarle la copa, me dijo:
– Sólo una pizca que primero lo quiero catar.
Obedecí. Después de su anuencia, llené su copa y la mía, hicimos un brindis y nos pusimos a comer. La cena estaba deliciosa y nos concentramos solamente en comer y beber el vino. La combinación de tres o cuatro sabores por cada bocado que nos llevábamos a la boca nos abstuvo de hablar. Una que otra sonrisa, pero ni una palabra. Fijé mi atención en la comida y en los veleidosos cambios de su mejilla derecha, una fluctuación de hinchazón y llaneza cada vez que ingería un bocado. Por ratos me perdía en las jóvenes arrugas de una de sus sienes. Revelaban algo de experiencia; no obstante, también ingenuidad.
Me distrajo la idea de la gratuidad de este manjar. Comida de primerísima calidad, en la inadecuada y excepcional modalidad de “para llevar”, proveniente del mejor restaurante de California, y de remate un culo extraordinario enfrente a punto de consagrarme la noche. ¡Qué buena suerte!
– ¿Y te gustó flaquito?
-Me encantó, es la comida más rica que he probado en mi vida. Tenías razón.
Me levanté para agradecerle con un beso en la mejilla, y al pararme sentí el vino presionando con fuerza en mi vejiga. No sé cuando abrimos la segunda botella pero quedaba menos de la mitad. Me fui al baño y oriné por un minuto y medio. Me lavé la cara, me peiné y cuando estaba por salir un cólico me hizo regresar. En fin, todo me llevó casi quince minutos. Cuando salí, ¡qué sorpresa! La pieza estaba a media luz, la frazada y el edredón en el piso. En la cama quedaban Carola y una sábana blanca. Carola acostada de medio lado me permitía ver un sostén blanco, abultado, y la parte de atrás de una tanga roja. Frambuesas desparramadas por la cama formaban dos rectángulos rojos. Esa cama parecía el pabellón nacional. En una de sus manos sostenía dos copas servidas por la mitad. Había abierto la tercera botella. – ¡Alonso salud! ¡Feliz 28!
– ¡Chucha!, no me acordaba. ¡Feliz 28 Carola!—los dos reímos a carcajadas.
Se pasó un buen rato dándome de comer frambuesas en la boca, haciéndome probar de sus labios, el vino dulce, y repitiendo cada cinco minutos: “Feliz 28 mi amor”.
La cabeza me explotaba de nostalgia por la patria y de deseo sexual por Carola. Hicimos el amor susurrándonos cosas que nos decimos los limeños. En poco tiempo, sentí como si estuviera en casa, por fin de vuelta en el Perú.
Habremos dormido un par de horas cuando Carola me despertó diciendo:
-Van a ser las cuatro de la mañana. Mira por la ventana, la luna está redonda y se ve tan cerca. ¡Qué calor hace!
-Sí, hace mucho calor.
Carola abrió la puerta de la habitación y dejó entrar un aire caliente.
-Carajo afuera hace calor también—afirmó Carola.
-Así debe ser en verano por aquí. Es un valle, los valles son infernales en verano.
-Alonso, ponte sandalias, no te vistas y sígueme.
-¿Quieres que salgamos calatos a la calle?—alzando la voz.
-¡No seas aguafiestas!, todo el mundo está durmiendo y además no aclara hasta las cinco y media. A pesar de la luna llena, la noche está oscura.
-Mujer, ¡estás loca!
-Te advertí que esta noche sería diferente, ¡no me vengas ahora a malograr todo!—dijo Carola.
-Está bien. Vamos.
* * *
Caminaron durante diez minutos a través de los viñedos hasta llegar a un arroyo al otro lado del camino. Era muy tarde, o era tal vez muy temprano, en todo caso hacía un calor de los diablos, los dos rostros brillaban por el sudor. Se sentaron dentro del cauce. El agua no estaba fría y refrescaba. Bebieron del riachuelo, se echaron agua el uno al otro como bañando a un paciente inválido; por primera vez se pusieron a hablar de ellos.
-Lima era una ciudad gris, de lloviznas tímidas y veranos agobiantes—comenzó Alonso. En ella las caras de la gente eran todas iguales, la jerga limeña permanecía invariable y mis amigos eran sin excepción terrestres, peruanos y carentes de imaginación; tanta homogeneidad gentilicia me estaba enloqueciendo. Me escapé de Lima para no asfixiarme. Hay que agregar que también quería variedad, quería ver el mundo, pero no quería andar como un loco desesperado de país en país para poder decir que ya lo había visto todo. ¡No, ni hablar! Nunca me sentí turista sino más bien ciudadano. Necesitaba anclar en un lugar al que no le faltara nadie, donde una suerte de sucursal nacional de cada país compartiera el territorio con los otros. Soñaba casi a diario con una Babel moderna. Los Angeles, la ciudad en la que vivo ahora, resultó ser esa Babel que estaba buscando.
-¿Y ahora cómo te sientes? ¿Estás cansado de estar afuera todos estos años, quieres regresar o todavía hay energía para seguir aprendiendo de esos ángeles de Los Ángeles?—preguntó Carola.
-Sabes, en estos siete años casi no he extrañado el Perú. En Los Ángeles me siento en casa. Pero en este instante que te veo calata y te llamo calata y me entiendes, las cosas parecen empezar a cambiar. Hoy entiendo todo diferente. ¿Y sabes? Me siento vivísimo, todo me gusta, nada me disgusta. Me encanta la vida.
-¿Y cuál es tu cuento Carola?
-Bueno Aloncito has hablado por mucho tiempo, y va a empezar a aclarar, así que mejor regresemos y te cuento todo lo que quieras cuando desayunemos.
-Vamos.
Se levantaron del agua y así empapados emprendieron el camino de regreso. La noche disimulaba el mismo paisaje del día, y en su oscuridad se hacía otro distinto. A estas horas, las uvas, las flores y los pastos eran todos negros. Avanzaban los dos calatos entre las parras. Alonso le pellizcaba la panza, Carola le daba un palmazo en el poto, un beso, un abrazo; luego caminaban sin hablar. Carola rompió el silencio diciéndole del rico cebiche que iba a prepararle de almuerzo y del helado de lúcuma que tenía en la casa. Finalmente, llegaron al camino que había que cruzar para llegar a la habitación.
* * *
Alonso permanece inmóvil a pocos pasos del cuarto pero aún al otro lado del camino. O tal vez camina tan lento que su movimiento es imperceptible. En fragmentos de un segundo piensa: “¡cómo es la vida carajo!, yo escapando de lo mío, buscando ingenuamente la novedad, otros colores, otras lenguas, otros aires, otros amores; esperanzado que allí en la búsqueda acariciaría algo de la felicidad. Y no es hasta este preciso momento en el que estoy calato con esta cholita tan rica, hablando en mi jerga limeña, que me vengo a sentir más pleno que nunca antes”. De repente, un grito agudo, parece de mujer. Un chirrido horrible con olor a caucho quemado despierta a los vecinos. Alonso ve a Carola tirada en el medio de la pista. Sangre por todos lados. Un camión viejo a diez metros de la escena. El chofer se baja y con la voz quebrada dice que no vio nada, nada. ¿De dónde salió este cuerpo?—pregunta el chofer a los morbosos vecinos que lo rodean.. “Están muy ocupados mirando lo que queda de Carola para responderle”—piensa Alonso. Después de 5 segundos alguien señala al camionero y le grita: “asesino”. La gente se contagia del espíritu acusatorio y empiezan todos a gritar: “¡asesino, asesino, desgraciado!” Alonso se siente mareado y dolorido; le cuesta entender la realidad. “¿Está muerta? Sólo tengo que abrir los ojos para escapar de esta pesadilla”—piensa Alonso.
Todavía incrédulo y desnudo camina a su habitación. Se lava la cara, bebe agua del grifo y vuelve a salir, esta vez con ropa. Se han llevado el cuerpo ya sin vida. Escucha a los vecinos decirles a los recién llegados que no había nada que hacer, que uno de los paramédicos examinó el cuerpo y pocos segundos después lo tapó de pie a cabeza. Lo subieron a la ambulancia y como ya no existía ninguna urgencia de salvar a nadie se marcharon tranquilamente sin hacer sonar la sirena.
* * *
Alonso se dirigió a la comisaría local para que le explicaran lo que pasó, o para declarar lo poco que recordaba. Mientras manejaba pensaba como iban a identificar a la pobre Carola si no traía ningún documento. “Carajo la atropellaron calata. La policía estará pensando que la habrán violado o que mientras escapaba de su violador se vio sorprendida por un camión”—pensaba Alonso. “¡No carajo!, que policía ni que ocho cuartos, yo no me quiero ver involucrado en investigaciones ridículas. ¡Qué se las arregle el camionero como pueda! Ya tengo suficiente con lo que vi esta mañana”—deliberaba en silencio Alonso. Yo me regreso a Los Ángeles—se dijo. Continuó por la calle “Missery st” hasta encontrar la entrada a la carretera 80. En una hora ya estaba en la autopista 101 rumbo hacia el sur; eran las 8:20 de la mañana y le faltaban 697 kms para llegar a Los Ángeles. Hacía poco más de tres horas que el accidente había pasado y Alonso manejaba y manejaba extraviado en los recuerdos de la noche anterior. Cuando la película en su cabeza llegaba al momento del accidente, recobraba bruscamente la lucidez, y reconocía asustadísimo, que venía manejando. Para mantenerse consciente encendió la radio. Tocaban únicamente música en inglés. Era obvio, todavía estaba bastante lejos de Los Ángeles. Cambiaba de emisoras constantemente. Lo detuvo la voz de un locutor narrando noticias del día. “¡Puta madre! van a pasar lo del accidente”—pensó. Escuchó noticias del clima, dos o tres cosas sobre el nuevo gobernador de California y al último, y sin entrar en detalles mencionaron que se había encontrado un cadáver. Más allá de catalogarlo de raza blanca, no habían podido identificar la identidad del hombre. “Pinches gringos racistas”—pensó. Lo de “pinche” se le había quedado por frecuentar a sus nuevos amigos mejicanos. “¡Qué le importa a la prensa americana la vida o la muerte de una hispana! Estoy seguro que acaban de encontrar al hombre blanco, y ya es noticia nacional. No puedo creer que después de casi cinco horas de la tragedia, estos periodistas no nos informen de nada. ¡Maldita sea!” Apagó la radio y se abandonó nuevamente en sus pensamientos. Ahora se preguntaba que hacía Carola en Napa, qué la trajo a Estados Unidos. ¿Vino sola o la trajeron sus padres? ¿Eran pobres en Lima, y emigró toda la familia para buscar un futuro mejor? ¿Era feliz aquí, le gustaba el país, o lo único que la mantenía atada a este lugar era la necesidad económica? Cuál sería su historia, se asemejaría a la suya o era simplemente otra cosa. No le contó nada. Creyó haberla interrumpido cuando iba a contarle algo. “La hubiera dejado hablar primero”—pensó. Se insultaba y le daba asco reconocerse tan egoísta. La imagen mental de Carola bañada en sangre en el medio de la pista lo sentó nuevamente en el volante. “¡Carajo!, una hora más, y yo manejando con la cabeza en otra parte. Si sigo así me voy a matar o voy a matar a alguien. En un choque a 100 Km. por hora no sobrevive nadie. Seguro que el camionero venía distraído cuando atropelló a Carola. Ni hablar. Voy a salir de la carretera a descansar un rato”—reflexionó sensatamente Alonso. En eso, leyó que le faltaban 13 Km. para Cambria. Ya la había visitado en dos ocasiones y la había hallado apacible. Esta vez el pueblo le haría mucho bien. Una sola cosa lo perturbó. Por los carteles en la carretera supo que estaba a cuatro horas de Los Ángeles. Recordaba que el tiempo entre las dos ciudades era apenas de tres horas. Después de una suma y una resta no se explicaba como Cambria se localizaba ahora más lejos de Los Ángeles. Lo del accidente y el vino no me dejan razonar lúcidamente—se dijo dándose paz. Siguió las indicaciones de la carretera y llegó a Cambria. Atravesó el pueblo hasta desembocar en el mar.
En el malecón de la calle Moonstone drive lo esperaba el mismo restaurante de sus dos visitas anteriores, con la diferencia que esta vez no desayunaría. Eran las doce de la tarde. Se sentó en la terraza del “Gaviota” y hojeó un periódico que estaba sobre la mesa. Buscó la noticia de Carola, y se acordó que acababa de pasar el mismo día. “Hoy no comprendo el tiempo”—se lamentó en silencio moviendo la cabeza. Calculó diez minutos desde que se había sentado en la terraza, y le fastidió que ninguno de los mozos se le hubiera acercado para tomar su pedido. Levantó una mano haciéndole gestos a una moza para que lo atendiera. Le pareció verla asentir con la cabeza sugiriéndole que ya no tardaba. Cinco minutos pasaron y el pobre Alonso seguía sin su café. “Estaré mal vestido, o tengo una cara de trueno por la mala noche y la pésima mañana. Será por eso que no me hacen caso. ¡Pero qué se han creído estos descorteses!”—juzgó Alonso. Se levantó de la mesa y se acercó a la barra. Allí había una taza de café recién servida. La tomó en sus manos y regresó a su sitio. “¡Qué hagan esperar a los huevones!”—se dijo dándole un sorbo al café. Tragó aire, lo expulsó. Parpadeó dos veces. Por fin, pudo apreciar el paisaje marino que tanto le gustaba. Hacía sol y un banco de niebla rala descendía sobre el litoral. Alonso se olvidó del desaire de los mozos y la tragedia. Fijó su atención en la bruma casi invisible que se acercaba a la arena. “El mar se ha elevado hasta encontrar las nubes. Se ha formado un paisaje aéreo, un verano en los cielos”—pensó Alonso por última vez.
La ramera horizontal
Jesus Galleres
Era más alta que el promedio, de caderas anchas y carácter dominante. Solía llevar vestidos de suaves texturas que al ceñirse bien al cuerpo relucían sus bondades.
Su dominio lo ejecutaba con la misma suavidad con que vestía.
Volver a ella, a la calma inmensurable de sus brazos, hacía cada vez más absurdas mis ausencias, aunque éstas fueran de sólo pocos metros.
Se pasaba las mañanas tendida en la habitación, coqueteándome a través de la puerta entreabierta, haciendo lucir mi escritorio una silla de torturas. Estiraba su dedo larguísimo y alcanzaba mi cabeza, la acariciaba y cosquilleaba induciéndome a la modorra, a abandonar mi trabajo. El grato oficio de escritor se volvió una amante caduca cuya deliciosa compañía devino en odiosa obligación.
Era capaz de administrar un bienestar tal, que hacía de cualquier otro quehacer un estorbo. Me sumió en una pereza metastásica que lentamente aprisionó uno a uno los distintos impulsos de mi fuerza de voluntad. La cosa se agravó cuando sospeché que podría llegar a tener pereza de seguir.
Desprecio a esa ramera a la que me até gustosamente. Y es a causa de ese gusto absurdo y paralizante que también me desprecio. Cuatro años con la página a medio hacer, rindiéndome a cada una de sus invitaciones, aplazando mi trabajo, mi vida.
He perdido mi palabra. Cada vez que preguntan sobre los avances del trabajo, ideo episodios al instante, inventiva al paso. Al principio convencía, ahora ya nadie me cree. Evito a la gente. Su curiosidad evidencia mi teatro. Sé que empiezo a ser sujeto de burla.
No lo soporto.
¡La tengo que matar!
Enajenado por una ira liberadora me dirijo hacia la cocina donde conservo una cuchillería espléndida. Selecciono uno de hoja angosta pero sumamente filudo. Entro en la habitación empuñando el cuchillo. Ella me mira con desprecio y suelta una carcajada. Su mirada me debilita pero la ira me reanima. Me abalanzo sobre ella, propinándole cuchilladas mortales. Estoy poseído por un frenesí asesino. Mi brazo no cesa de acuchillar.
Allí yace inerte su cuerpo desnudo, desprovisto de sábanas y almohadas: un adefesio agujereado por todas partes. Espumas y resortes asoman por sus heridas. He terminado con ella.
Lima, Perú, 1975.
Cursó estudios de Derecho y Letras en la Universidad Católica del Perú. Obtuvo la licenciatura en Literatura Comparada en La Universidad de California, Los Ángeles, en la que actualmente estudia el doctorado en Lengua y Literaturas Hispánicas.
Desde el 2004 trabaja como traductor independiente, profesor de español y corrector de ensayos académicos.