Un yo sin máscaras
1 octubre, 2010
Pilar del Río acompañó a lo largo de muchos años y hasta su muerte en junio de 2010 en Lanzarote a José Saramago, Premio Nobel de Literatura, y tradujo al castellano la mayoría de sus libros. Este texto fue leído por ella en el homenaje tributado a su esposo como acto de clausura de las Conversaciones de Formentor, celebradas entre el 10 y el 12 de septiembre bajo el tema “Las Máscaras del Yo”, convocadas por el gobierno de las islas Baleares y la Fundación Santillana. Pilar me lo entregó para Carátula, y lo publicamos en primicia, como nuestro propio homenaje siempre renovado al gran escritor portugués y universal. Sergio Ramírez.
Ante todo, agradecer a los organizadores del encuentro la posibilidad de hablar de Saramago, en este lugar al que tanto él quiso venir. No ha podido ser, ya no vendrá, no lo veremos paseando por estas calas y estos caminos, pero este ratito ocupándonos de sus cosas, de él, no nos lo quitará nadie, es reconfortante, a quienes de aquí somos sus lectores este acto nos consuela. Si el consuelo es posible tratándose de una muerte, cosa que a veces dudo.
Gracias a todos, por organizar, Bárbara, Basilio, por asistir. Y al profesor Fray Perfecto, por supuesto, toda la amistad. La que Saramago le profesaba y tantas veces le demostró.
La literatura puede servir para ocultar o para revelar. Y si me permiten, puedo decir que para conocer al hombre Saramago hay que leer los libros del escritor Saramago. Él está entero en sus novelas, no porque cuente anécdotas vividas, circunstancias personales, los vaivenes propios de cada uno, que no los cuenta, jamás usa las novelas como campo para narrar batallas o experiencias personales, mucho menos para ajustar cuentas o mandar recados, o para perseguir quimeras u alcanzar objetivos posibles, él, Saramago, es más ambicioso que todo eso, y sabiendo, como dijo Montaigne, que uno mismo es la materia de su trabajo, escribe, escribía, para contarse a él mismo, y al contarse, tratar de comprender. Saramago es el escritor que planteó todas las preguntas y, aunque al desdoblarse en personajes y situaciones apuntaba respuestas, poco después las invalidaba con otros puntos de vista, porque tiene que ser el lector el que determine si merece la pena seguir indagando. Saramago detestaba el dogmatismo, ninguna obra suya obliga al lector a seguir una pauta: tan libérrimo es que incluso deja que la entonación la ponga el lector, él escribe con pausa corta, pausa larga, coma y punto, escribir, decía es como hacer música. Y los lectores leen e interpretan una partitura. Cada lector, con su propio estilo o maestría.
Pero no me quiero apartar del yo que es escribir. Saramago decía que Flauvert se quedó corto cuando dijo que él era Madame Bovary porque Flauvert era también el doctor Bovary, el amante, el padre de Emma, la calle en la que vivía, la ventana a la que se asomaba y, por supuesto, el Dios al que le temía o le rezaba. El autor es todo, cada línea de lo que escribe es él y cuanto escribe responde a su memoria, a la acumulación de pensamiento, de emoción, de belleza, de sensibilidad que le hacen ser ese escritor y no otro.
Saramago decía que la novela no es un género, es un lugar. Él no clasificaba aquí el ensayo, aquí la poesía, aquí las memorias, aquí el cuento, aquí la historia, no, decía que la novela es el lugar por excelencia donde todo cabe y se armoniza. A Saramago más que la historia le interesaba el pasado, es decir, el tiempo, y en el tiempo, utilizando su bagaje de hombre del siglo XX-XXI, sin hacer arqueología, porque no era arqueólogo, narraba la construcción de un convento, el amor de una camarera de hotel en los años 30 por un médico poeta, conservador y monárquico llamado Ricardo Reis, el cerco de una ciudad, Lisboa, que no será liberada porque un corrector decidió introducir un no en un libro y cambió el curso de la historia y dos personas se encontraron y pudieron acariciar una rosa blanca que era como acariciar un cuerpo, la misma emoción y el mismo estremecimiento. El tiempo, para el narrador Saramago, no era diacrónico, sino sincrónico, y en ese paño donde unos acontecimientos se unen a otros y Cervantes es contemporáneo de Mann, y Alejandro Magno y Viriato están en la misma línea, y Mozart en la esquina donde habita el surrealismo, en ese paño en el que todo está proyectado, viento y fuego, noche, estrellas y el sol que nos quema, entra el escritor y organiza su mundo, dejándose ver en cada respiración, en cada posibilidad creativa, en el abandono de cada opción tan real como posible.
Saramago, pese no aceptar la división de géneros literarios, los tocó todos, porque el proceso de maduración si es evolutivo. Escribió novelas en su juventud, cuando la memoria que del mundo tenía era la aprendida en los libros leídos en la biblioteca pública de Lisboa. Luego se calló 20 años, los que dedicó a trabajar en varios oficios, a seguir leyendo y experimentando vida, más tarde escribió poesía, dos libros dedicados sigilosamente a dos mujeres distintas, o sea, no escribió poesía amatoria pero sabemos que impulsado por relaciones personales volvió a la escritura, finalmente sí para decirse a sí mismo, no para hablar de oídas. Y ya con voz propia.
Y no dejó de escribir hasta el último año de su vida: hizo crítica literaria, como editor se correspondió con algunos de los grandes escritos portugueses, y algunas de sus cartas son monumentos, por la reflexiones que les hace a los autores, los comentarios, las sugerencias… Acaba de salir en Portugal un libro con la correspondencia entre Saramago editor y el gran escritor Rodrigues Migueis y provoca asombro que cartas privadas tengan esa sostenida calidad porque muchas veces ni siquiera la crítica especializada tuvo la percepción y la agudeza que Saramago demuestra en escritos privados. Y la calidad literaria que derrocha…
Luego escribió teatro, novelas, los títulos más conocidos, que no vamos a nombrar, han sido ya glosados por Fray Perfecto, diarios y un libro de viajes, o aparentemente de viajes, que se llama “Viaje a Portugal” y que es, sin duda, el libro que me llevaría a una isla desierta porque ahí está Saramago de forma explicita, definitiva, lacerantemente directa. Ocurre que para escribir ese libro Saramago salió de su país, se vino a España para entrar con ojos de descubrir. Y en el puente del río Guadiana les preguntó a los peces qué idioma hablaban, si tenían pasaporte, si respetaban las fronteras o por el contrario se sentían habitantes de un mismo río, de una aguas tan libres como libres deberían ser las tierras. Y luego, ya en Portugal, eligió caminos en vez de carreteras, piedras en vez de paisajes, árboles en vez de dinastías reales. Hizo un recorrido de los infinitos posibles, pero al optar se nos mostró de cuerpo entero, dejó que pasara a las páginas del libro la emoción ante la leyenda que un albañil escribió en la base escondida de un monumento: memoria soy de quien me construyó. No habla del rey que encargó el palacio, no del arquitecto renombrado, Saramago se fijó en el albañil, y eso ya es indicativo de su yo. En otro lugar entra en la iglesia perdida para describir la Pietá más hermosa, o va a la aldea que guarda un palio y para ese palio viven las 17 personas que no emigraron porque proteger un tesoro es una misión, o se sienta con un labrador una tarde, en la puerta de una casa, y con él come pan con chorizo, mientas el trigo espera ser cortado para convertirse en pan el año próximo y así saciar las hambres propias y las de otros viajeros y que no nos falte ese pan, por favor. ¿Es “Viaje a Portugal” una máscara del yo? No, es el yo total el que se manifiesta, el que Saramago ciudadano reclamaba para él y para todos. Decía, y lamentaba no ser el autor de la frase, “El otro es como yo y tiene derecho a decir yo”. Saramago era un escritor sin máscaras. Como Fernando Pessoa, pese a los mil heterónimos que tenía. Porque en todos estaba Pessoa, Ricardo Reis, y Alberto Caeiro y Bernando Soares y Alvaro Campos eran Pessoa, eran formas distintas de contarse, porque todo puede ser dicho de otra manera y para eso los escritores trabajan. No para contarnos sus vidas, tantas veces insignificantes, como la de Kafka, por ejemplo, sino para contarse a ellos mismos, como Kafka, por ejemplo, y decirnos de paso que los demás, los lectores, somos más altos de lo que creemos, pertenecemos a la estirpe de los creadores aunque nuestra aportación sea la de leer, o contemplar, o escuchar, es decir, acabar la obra, poner el punto final que cada creador omite a caso hecho, porque esa tarea, ese honor nos lo dejan a nosotros y así cerramos el círculo, acabamos la obra hasta que otra vez volvamos a ella para leer de nuevo lo que creíamos saber y descubrir que está todo intacto y el mundo empieza a girar. En cada lectura, en cada mirada, en cada audición.
Termino ya. He dejado para el final los diarios, los Cuadernos de Lanzarote, los textos del blog que emprendió con más de 85 años. Ahí sí cuenta Saramago cosas. Entreabre a veces su intimidad doméstica, otras usa su ira contra abusadores, contra políticos sin escrúpulos que condenan continentes, contra la corrupción, pero también se detiene en un libro que le ha fascinado, en un autor que siempre lleva bien planchados los pantalones, una puesta de sol, un perro, su perro, que recuesta el hocico en su regazo y tiembla porque intuye que el dueño va a morir. El Saramago de los Cuadernos es un Saramago de cosas, todas son verdad, jamás un fingimiento, un guiño para ser querido, para quedar mejor, eso no formaba parte de su forma de estar en el mundo, que era la de un escritor, sí, la de un intelectual que nunca quiso olvidar la verticalidad del abuelo que abrazó los árboles porque dieron sombra y frutos a los suyos y deberían seguir dándola aunque él ya no estuviera para abonarlos. Al final, un escritor y un labrador son iguales, los dos miran sus cosechas, los dos pueden sentir el íntimo orgullo del trabajo bien hecho, si la espiga está llena, si las páginas del libro se acabaron con honestidad y desprenden ese perfume misterioso que nos sobrecoge y nos maravilla. Y nos hace respetarnos al respetar al otro. Difícil arte éste de escribir, dijo un personaje de Saramago. Pues sí señor: difícil y valiente. Y tan necesario como aquel pan con chorizo primitivo, como estos alimentos más sofisticados que los hombres y las mujeres de hoy nos servimos para cuidar que el mundo no se acabe.
Un yo sin máscaras: lamento contradecir el título, tan logrado, de estas jornadas. Pero un yo plural, en el que caben muchos yoes: así es Saramago, el hombre que hoy tenía que haber estado aquí si la muerte no fuera tan poco inteligente y tan poco compasiva.
Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.