Una ciudad para el fin del mundo
4 abril, 2022
Este cuento forma parte de la obra Una ciudad para el fin del mundo, ganadora en 2021 del Premio de Literatura Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco que otorgan la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y el Museo de Ciencias Ambientales, publicada ese mismo año por la Editorial Universidad de Guadalajara.
1
Por la noche Tenoch llamó para preguntarme sobre mi estado de salud. Estoy bien, aunque desde el lunes vivo confinada entre el vano de cuatro paredes, dos ventanas y un falso plafón. Me viene a la mente aquella frase de Hamlet en la versión gauchesca de Borges: vos podrías pasar tu vida encerrada en un sótano de la Calle Garay y aun así ser proclamada la reina de la inmensidad.
Ayer la ciudad bullía, ansiosa y eléctrica. En mi barrio, los vecinos comenzaron a saquear las tiendas de esquina, las farmacias, los supermercados. En esta sociedad hipersensible al tremendismo mediático, cualquier emergencia sirve como excusa para abastecerse de papel sanitario, incluso si el único elemento indispensable para sobrevivir a la catástrofe sea, ahora más que nunca, el agua.
—Se aprovisionan como si el problema fuera el cólera o la difteria —apostilló Tenoch—. La gente vive esclavizada a sus necesidades más básicas, enamorada del confort de su culo.
Luego improvisó una cátedra escatológica sobre la higiene en la sociedad micénica. Y me preguntó qué libro deshojaría yo si no tuviera otra cosa con que apañármelas, llegado el momento de la barbarie. Le contesté sin chistar:
—Cualquiera de tus novelas.
Tenoch ignoró la broma y prefirió contarme cómo en Berlín, durante el final de la Segunda Guerra Mundial, los supervivientes quemaban los libreros de los nazis para poder calentarse frente a una hoguera: las páginas de Schopenhauer, Goethe y Nietzsche calcinándose entre las llamas, proyectando su sombra sobre las ruinas del Tercer Reich.
Hoy, sin guerra de por medio, no hay espacio para esos lujos bibliográficos. Dentro del multifamiliar de squaters en el que me he atrincherado me acompañan unas cuantas novelas, catálogos y libros de teoría con la sola promesa de ahogar en el profiláctico torbellino del retrete el peor de los bestsellers de Tenoch.
2
Desde que tengo memoria he temido el día del Juicio Final. Nací en el seno de una secta protestante llamada Centro Cristiano Arrebatamiento. El pastor Pedro Gleason desmenuzaba allí cada domingo cómo habrían de ocurrir los últimos días: Antes del fin de este mundo, el profeta Elías bajaría en un carro de fuego para poner a salvo de la conflagración universal a los hijos de Dios. En la ciudad, uno de sus fieles sería rescatado y otro abandonado; en el campo, en el bosque, en los mares, uno sería rescatado y otro abandonado. Y aunque a mis seis años creía que era imposible saber qué suerte te iba a tocar a ti en esa lotería, pronto comprendí que lejos de las grandes ciudades tus oportunidades aumentaban, porque, según lo explicaba Gleason, la maldad pululaba entre sus calles: la gula campeaba en cafés y restaurantes, la lujuria impune en cada vitrina, el vértigo de la avaricia acechándote en los malls, listo para darte un último empujoncito hacia las fauces del infierno. La única manera de ser una buena cristiana era mantenerse alejada del pecado, y para eso tenías que vivir en los márgenes.
Apenas cumplidos los quince ya había recorrido medio país en búsqueda de escapar de la civilización pagana. A cada nueva mudanza mi padre llegaba con el mismo plan de encontrar un trabajo que pagara lo suficiente como para huir al campo y construir una casa propia, una suerte de búnker espiritual. Pero nunca logramos abandonar aquellos departamentos alquilados en la recia y aguayabada Morelia, o en los esperpénticos dédalos suburbanos de De Efe, ni en esa Mérida blanca de recalcitrantes católicos, gringos adventistas y testigos de Jehová que siguen coadministrando a perpetuidad su sistema de castas.
Entre una ciudad y otra, en la casetera del viejo Chrysler —un auto que ya entonces parecía un arca de Noé— nos acompañaban las grabaciones de las prédicas de Gleason. Mi hermana y yo dormitábamos en la parte trasera mientras su voz gutural y lerda fustigaba la decadencia de la civilización occidental. Aborto, terrorismo, homosexualidad… todo era el signo inequívoco del advenimiento de la Bestia.
—Pero caerá, hermanos, la ciudad caerá: Babilonia la Grande, La Madre de todas las Ciudades. Las señales están delante de nuestros ojos: los cuatro jinetes cabalgan cada vez más cerca, ondeando en lo alto la insignia de la Peste.
3
Me propuse en el encierro hacer una limpieza basada en la ciencia esotérica del feng shui, dosificada en una versión de agenda semanal. Alcancé a comprarla antes de que anunciaran el cierre de todos los lugares públicos.
—Vuestra vida va a cambiar —anunció ayer el primer ministro, con un tono de amonestación paternal que rayaba en los límites del chantaje—. Sé que os pido algo extraordinario, pero es la única manera que tenemos de servir hoy a la patria: no salgáis, cerrad puertas y ventanas, racionad el agua.
Mientras explicaba las medidas para sobrevivir a la crisis ecológica que atravesamos, su voz se entrecortaba al borde de las lágrimas, como una cantante calva en trance de desafinar. Yo he preferido interpretar su falsete como un reto: siete días de purificación oriental para poner al día mi contabilidad emocional.
De entre los últimos estantes de la alacena que improvisé desde mi llegada como librero, desempolvé un atado de hojas. Lo reconocí de golpe como se reconoce el álbum de fotos de la infancia. Fue el regalo que me hizo Tenoch el día de su examen profesional. La portada declaraba petulante con su serigrafía de imprenta universitaria: Anti-Ciudad: Tesis que presenta T. T A. para obtener el grado de licenciado en Arquitectura.
Tenoch había elegido ese título para su disertación final. Un proyecto que naufragó porque como él lo había anticipado:
—Yo no nací para arquitecto. En todo caso, debí ser médico y poeta, como Apolo.
Esa era su arrogante manera de explicar que sus padres le habían negado dedicarse a la pintura, para mejor encargarle las riendas de la firma paterna: Arquitecto Toledano y Asociados (e Hijo, si hubiera cumplido con su parte del pacto). Aquel proyecto final fue un fiasco y aunque según Tenoch hubiera preferido quemar todos los ejemplares de la tesis en una hoguera —con seguridad menos dramática que la de Berlín—, yo había conservado éste.
La Anti-Ciudad era la puesta en práctica de una utopía. De entre tantos mentores que podía haber elegido —del bonachón Tomás Moro al siniestro Henry Ford—, Tenoch se había inspirado en las imaginaciones del Dr. Atl, aunque fuera sólo nominalmente. A su urbe comunal le faltaban casi todos los atributos de la Ollin-kan de Atl: el Ágora, el Templo a Lo que Es, el Parque de las Naciones, el Centro de la Meditación y las Artes, y sobre todo, el mural de más de dos kilómetros al Hombre Más allá del Universo. Todo en mayúsculas.
El más condescendiente de sus asesores le hizo ver esta contradicción el día del examen, y le objetó burlón:
—Pero, Tenoch, ¿acaso no estás al tanto de que un proyecto similar ya fue materializado al sur de la capital? Se llama cenart.
Tenoch lo sabía: había visto fotos de aquel adefesio de cemento y cristales tinturados. Pero poco le importaba. Su Anti-Ciudad no era ninguna Disneylandia cultural ni mucho menos un hub creativo (como le llamarían ahora algunos despistados optimistas), sino una suerte de vacío: un descampado inmenso sin propósito ni construcciones fijas, con una red de agua y drenaje sostenible y una hilera infinita de casas de árbol. Una especie de Brasilia sin burocracia, sin calles y sin autos, con habitantes de todas las naciones y todas las razas siempre bienvenidos sólo si cumplían el primer y único requisito: querer ser médicos o poetas, como Apolo.
Según los planos originales, dibujados a mano en mi versión, la única construcción proyectada en materiales no orgánicos era justamente el reverso de un edificio: un cráter astrológico llamado tautológicamente Monumento al Espacio. Un agujero de concreto pintado de blanco con una especie de párpado espiral, como los anillos de un cenote o las fracturas de un volcán, desde cuyo centro se podrían ver los cambios de luz según variables infinitas como el calor, la humedad, las líneas de tensión o la soledad. (Luego supe que esto también era un plagio de Tenoch, esta vez a un gringo con barba de menonita de apellido Turrell).
Y aunque a mí me hacían gracia sus ideas de hippie de alta alcurnia, todo el mundo, incluidos sus padres, había tomado aquello como una afrenta: no la broma de un lunático berrinchudo, sino la carcajada roñosa y arrogante de un júnior malagradecido. Al término del examen fue expulsado oficialmente de la universidad y de la casa paterna, y acordamos que viviría conmigo, lavando el baño y fregando platos como pago anticipado del primer mes de alquiler.
4
Por fin un día frío y nublado, con cero punto cincuenta y seis milímetros de precipitación pluvial. Aunque el aire sigue siendo bofo y sofocante, la gente ha salido a los balcones a pavonearse, a desafiar al Estado y recoger con ollas y cubetas la raquítica profusión de un fruto que hasta hace un mes se derrochaba en parques, piscinas y autolavados.
Yo he preferido concentrarme durante esta tercera jornada de desintoxicación en deshacerme de algunos trapitos, para sentirme más libre, más liviana, más alta. Tenoch, en cambio, se ha puesto algo nervioso. Me colgó malhumorado en medio de una arenga sobre el capitalismo, la conspiración y el fraude. Todo empezó cuando le reenvié un artículo que mi amiga Clémentine había escrito para un diario anarquista italiano.
A la hora de la comida sonó el teléfono:
—¿De modo que tú también crees en la teoría del terrorismo? ¿Crees que el gobierno con mayores reservas de agua en el mundo está siendo puesto en jaque por un puñado de anarcosindicalistas con el pelo pintarrajeado de morado y la cara tatuada de símbolos inuits?… Lo que tu amiga pueda pensar sobre el poder de la guerrilla táctica no cambia en nada el rostro más oscuro del capitalismo… Se trata de un montaje… Lo que quieren es privatizar el agua… Acuérdate de Cochabamba… Me extraña que no hayan legislado ya un impuesto sobre la lluvia.
Quise interrumpirlo desde el principio, pero si algo había aprendido durante nuestra vida doméstica en México es que cuando se despierta el monstruo es mejor dejarlo desahogarse de corridito. Pensé en todo lo que hubiera podido argumentarle: que sus teorías complotistas me hacían pensar en Gleason y su idea de la ciudad como un símbolo de la enfermedad capitalista, de la seducción y la lujuria (todos atributos femeninos; porque, como se sabe, la polis griega nació mujer). Que, de hecho, el gobierno canadiense ya había pensado en prohibir la lluvia, pero no para ponerla a cotizar en la bolsa, sino porque la nube de toxicidad que el estallido de la central hidroeléctrica más grande del país había provocado, hacía impensable que ese chorro viscoso color añil pudiera ser empleado, incluso en las tareas de limpieza doméstica más execrables.
Aunque estaba claro que a la gente no le importaba porque las raciones diarias que enviaban a través de los sistemas potables eran ridículas, y a pesar de todo, gratuitas. Otra prueba más en contra de la visión joligudesca de Tenoch, del agua como un bono del mercado.
—Mira, Tenoch, tú lo que necesitas es desintoxicarte de tantas redes sociales.
Pasaron dos minutos incómodos en los que su respiración entrecortada y taurina era el único sonido que llenaba el espacio entre el teléfono y el lóbulo de mi oído. Los dos esperábamos que el otro proferiría una disculpa o una injuria. Me reí al constatar que, como en una comedia de enredos, ahora los papeles se habían invertido. Hace diez años era él quien no aguantaba mi dependencia a la blogosfera; el que me escondía los celulares (entonces tenía dos), y se inventaba reglas para castigarme si me encontraba con el teléfono encendido antes de dormir.
5
Vine a Montreal para completar una utopía artística parecida a la de Tenoch, aunque menos demente. Mi proyecto, como el de él, era un plagio del Dr. Atl (así nos habíamos conocido, a través de nuestra admiración compartida por Gerardo Murillo Cornado y su mundo poblado de nahuales, de nahuis y de ollis). Se trataba de completar una versión a escala real de lo que hubiera podido ser una de sus obras sin firma. Con colores de tinturas orgánicas iba a ‘intervenir’ lo único parecido a un volcán que hay en esta ciudad, un montículo de tierra de doscientos treinta y tres metros de altura llamado Mont Royal.
En los párrafos más grandilocuentes y altisonantes de mi postulación a la beca del Consejo de Artes y Oficios de Quebec, justifiqué el “estilo” y la “técnica” de la instalación como un mestizaje entre Atl, Turner y Siqueiros (quien crea que Kandinsky o Pollock —camaradas plagiarios— inventaron el azar en pintura, harían bien en revisar la sección de controversias en la página de Wikipedia). Desde un helicóptero en movimiento (Siqueiros), dispararía con la ayuda de una bayoneta de paintball chorros espesos de colores que se desparramarían en líneas caprichosas sobre la ladera oriental de la montaña, cubierta de nieve (Turner), dejando un rastro de “lava volcánica biodegradable” verde, azul y anaranjado, en manchas y patrones fugaces y abigarrados como los paisajes de Atl.
Pero justo cuando mi proyecto de Atl Colors fue aceptado, se atravesó la paranoia terrorista. El día de mi llegada la presencia de la policía en el aeropuerto era abrumadora. El agente aduanal que revisó mis documentos me despachó con esa típica impaciencia primermundista con la que se trata cualquier piel morena —una mezcla de recelo, arrogancia y displicencia— que ese día me hizo anticipar mi derrota. [Aunque también —sólo quizá— esa frialdad y arrogancia fueran simplemente la maniera canadiense de recibir a todos los refugiados del mundo.]
Apenas desempaqué, recibí un correo del Consejo de Artes y Oficios para avisarme que, en vista de las amenazas recientes de grupos terroristas a la paz y el orden públicos, mi proyecto había sido pospuesto. Así transcurrieron dos semanas. En el Ministerio de Cultura sólo recibí largas, aunque apenas podía quejarme. El cheque de manutención llegó puntualmente cada tercero del mes.
Podría decir que algo en la ciudad me atrapó: su aire de provinciano cosmopolitismo, la arterosclerosis de sus ciclopistas e incluso su obsesión por la obra pública como un Sísifo que derriba, construye y reconstruye los mismos puentes y las mismas avenidas anualmente. Pero la verdad es que decidí quedarme sólo para poner tierra de por medio entre Tenoch y yo.
Cumplido el primer semestre logré ampliar mi red de amistades y con ellas planeé una exposición para burlarnos de varios personajes y políticos del jet set canadiense. Tapizamos edificios, parques y bajopuentes con carteles que yo diseñé usando —adivinaron— Atl Colors y frases de algunos plagios estridentes: MI CIUDAD ES INVIERNO
MI CIUDAD ES UNA NUBE TÓXICA MI CIUDAD ES HAMBRE
6
El relato de mi historia con Tenoch será breve, porque lo que siempre he criticado en sus libros es justamente ese elemento de telenovela rosa tan arraigado, según él, en nuestra raza cósmica.
Además, aquí no hay espacio para los diálogos cursis de sus personajes, ni las peripecias de amor dickensiano retratado en sus bestsellers. Simplemente nos acostamos la noche de una fiesta de preparatoria sin mayor preámbulo. Luego empezamos un cortejo, pero viendo que yo no quería continuar, con su orgullo de bestia herida, Tenoch se alejó de mí. Un año más tarde insistió, pero me volví a negar. Cuando terminamos la universidad, limamos asperezas y quedamos como buenos amigos. Desde entonces recibo sus ráfagas de ternura fraternal, en correos y llamadas que cierra con parabienes y diminutivos. Pero de vez en cuando padezco también sus desbandadas de macho alfa: mensajes luego de alguna borrachera en los que me recrimina por haber sido tan ciega como para no darme cuenta del tamaño de su amor por mí. Pero ¿cómo no darme cuenta si lo eternizó en sus novelas?
Quizá el retrato que más me fastidia es aquella salida de los amoríos de un curador de arte en la cincuentena y una pasante veinteañera. Nada tiene que ver la sicología de aquellos personajes con nosotros, pero la escena medular del libro la robó de una tarde de vacaciones en la que me llevó a conocer el Museo Nacional.
Todo lo que está ahí es cierto: estuvimos más de una hora contemplando La nube prácticamente solos, gracias a la displicencia de los custodios y a que un amigo suyo que trabajaba en el departamento de comunicación había arreglado un permiso para visitar la sala de pintura del siglo xx, a la hora en que el museo permanecía cerrado.
Hay quien afirma que en Atl los paisajes nunca son geográficos ni humanos, sino el pretexto para una reflexión mística y moral. Pero decir que los colores embadurnados sobre un pedazo de tela de 76.9 centímetros por cien centímetros nunca están hablando sobre horizontes, puntos de fuga ni degradados, sino que son la invitación a una epifanía, en abismo de todas las epifanías que un espectador colectivo y anónimo tuvo, ha tenido y tendrá, frente a un pedazo de mármol de Praxíteles o un retablo de madera de Leonardo, es un burdo lugar común.
No. No está ahí la grandeza de Atl, sino en el movimiento de un cuadrado en el espacio. Una ruptura vanguardista y brechtiana, una grieta. Precisamente él, el antivanguardias logró retratar de manera abstracta la catástrofe ecológica, la rabia de la naturaleza, el cambio climático y un buen número de etcéteras en ese cúmulo nimbado blanco. Mientras contemplábamos las faldas del volcán y nos perdíamos como dos pequeñas manchas negras dentro de él —personajes sin rostro ni nombres, como los de esta ciudad— mientras nos reíamos de las casitas blancas salpicadas como hongos que crecen en las faldas del volcán, nos dimos cuenta del ridículo de nuestra humanidad (al menos yo me di cuenta). Y entendimos que frente a la materialidad del volcán, frente a sus colores, frente a su omnipotencia y desamparo, la única epifanía posible era la resignación.
7
Ayer, después de esperar una semana, recibí por correo el permiso para comprar víveres. Los primeros días el gobierno intentó dividir a la población según su sexo, como medida de control para determinar quién podía transitar las calles a determinadas horas. Casi como en las profecías de Gleason (uno será rescatado y otro abandonado), como en una precaria arca de Noé, la ciudad transitaba aislada, dispareja. El problema, según dicen, empezó a ser que la gente pasaba demasiado tiempo en la calle. La máscara antigas que acompaña el permiso tiene una vida funcional muy limitada, y eso le generó muchos problemas al departamento de Control Civil.
Así que ahora las salidas eran fiscalizadas desde una aplicación y un cronómetro en la máscara, que quince minutos antes de la hora cumplida empezaba a pitar para alertar a todo el mundo alrededor sobre el infractor, como una especie de alerta criminal.
Como no tenía intención de rebasar el tiempo límite, terminé las compras en menos de veinte minutos. Pero de vuelta a casa decidí dar un rodeo, caminar melindrosamente. Mientras recorría las calles desiertas —las onerosas construcciones, las bancas limpias y rotuladas con los logotipos del partido en el poder, los semáforos encendidos y falsarios, como en la maqueta de un estudio cinematográfico—, la volví a ver.
En la mayoría de las imágenes de Google, La nube de Atl se ve blanca, incluso rosada. Pero yo la recuerdo negruzca, casi morada. El truco debe ser el ángulo elegido por el artista. Una suerte de picado que no ilumina el dorso de la masa nimbada, sino sus bandas, como copetes, llenos de aire y polvo cósmico. La segunda capa permanece en tinieblas, con una especie de joroba campeando prominente. Una franja de luz cruza desde el extremo superior del cuadro y hasta los bordes, ignorando todo juego de perspectiva renacentista, dejando desnudo su centro: La nube ya no es entonces una boba y almidonada golosina de algodón y de colores risueños, sino una diosa extraña y cargada de lluvia tóxica, una Coatlicue llena de remordimiento lista para la lluvia y el descuartizamiento.
Esto pensaba mientras la alarma empezó a sonar. Frente a mí, justo al dejar atrás la línea más alta de edificios, se levantaba de nuevo la nube: El hongo hidronuclear.
8
En uno de los planos que el arquitecto Jacobo Königsberg trazó para Atl, se puede observar la figura entrelazada de unas líneas espirales (casi un cliché del movimiento a través de la mirada futurista) que él o Atl habían pensado como portada para su ciudad. Vista a ojo de pájaro, parecen dos cráteres enlazados, la doble hélice de un helicóptero, o también la unión de un par de párpados. La asociación con el ojo no es del todo gratuita. Pienso en la ciudad de Gleason, la ciudad que todo lo ve, que todo lo consume y lo devora. La Ciudad de Ciudades. Babilonia La Grande, de la que es imposible escapar. Alrededor de los trazos de Königsberg sólo existe la nada. Su utopía es un feto in vitro. Tenoch fue el primero en señalarme esta contradicción (no es una falla sólo suya, eso es evidente). Todo plano arquitectónico presupone que la ciudad en cuestión ha sido creada ab nihilio y ex nihilio, es decir, sin límites, antecedentes ni horizontes. Como si descansara simplemente en el papel. La polis se sitúa en medio de la nada y hacia la nada.
¿Cómo no ver en ese rasgo formal una arrogancia efímera hoy que todo se derrumba? Nadie se toma la molestia de incluir en los planos los sedimentos: la tierra, los árboles, las montañas que deben ser desgajados, cortados y aniquilados para que ella crezca. Pero incluso aniquilados, una vez que la mancha crece y se concretiza, fuera del papel la memoria vuelve.
La historia de Montreal es ilustrativa al respecto. La zona comercial y residencial se estableció al centro del horizonte, orgullosa, en sus planos teóricos. Pero en la realidad de la colina y hacia el este, el lado ciego del cuadro, fue creciendo otra ciudad negada. La antigua zona industrial, en donde habito, siempre ha sido tratada como un lunar congénito vergonzoso, que surgió como un error, como una mutación involuntaria aunque determinante. Aquí vivieron (vivimos algunos todavía) los parias, los obreros, los nadies.
Hasta que alguien vio en la vergüenza una oportunidad inmobiliaria. Algunos terrenos fueron vendidos y sobre ellos fueron construyendo condominios de lujo, parques industriales, centros comerciales… La gula empezó a campear en sus cafés y restaurantes, la lujuria impune en cada vitrina, el vértigo de la avaricia acechando en cada mall.
Entonces, el 9 de agosto, una semana después de mi llegada, explotó la primera bomba. Como una protesta, eso se entendía al principio, de una serie de desplazados y afectados, sobre todo algunas comunidades autóctonas, dueñas de algunos predios. La prensa falsificó la magnitud de la explosión. Algunas veces exageraba, otras minimizaba, en un juego de espejos, típico de nuestros tiempos. Una semana después explotó la segunda. La mañana siguiente se había formado la nube negra. Todo el mundo hablaba de ella, como de una estrella de televisión.
Por esos días mi amiga Clémentine escribió un artículo en el que decía haberse entrevistado con el grupo terrorista que reivindicaba los hechos, decía quiénes eran: un grupo anarcosindicalista que buscaba llamar la atención sobre el peligro del crecimiento exponencial de la ciudad, sobre la cantidad de permisos ilegales dados para construir en zonas reservadas. Sobre la contaminación industrial acumulada y almacenada siempre en el Este, durante el siglo pasado en el subsuelo, en el agua, en el aire.
El artículo concluía:
Fuimos borrados en el pasado por su desprecio, y hoy que tenemos su atención pretenden comprarnos para volvernos a borrar. Pero tenemos memoria, una memoria que sigue palpitando…
9
No recibí noticias de Tenoch durante el fin de semana. Hasta que el lunes mi teléfono vibró con un mensaje.
Sal de ahí mientras puedas. Todo detonará en unos días. A los gringos les excita la sangre; las agencias mundiales dosifican el terror, pero cuando el pánico sea insoportable, no habrá marcha atrás.
No le contesté. Pero el daño estaba hecho. No podía sacarme de la cabeza la voz de Tenoch, que tenía razón, aunque no la tuviera. Quizá tuviera algo que ver mi último sueño.
Estaba dentro del cuadro, de nuevo, junto a Tenoch. Me sentía demasiado cansada de haber escalado las faldas del volcán, llevando a cuestas los colores, mi bastón el sombrero… Y entonces Tenoch se convertía en Gleason, con esa certeza meridiana de los sueños en los que un no es absolutamente un sí, y todo lo improbable no es más que absolutamente necesario e inútil de explicar. De rodillas le suplicaba que se callara; hasta que finalmente admitía, derrotada:
—Tienes razón, la ciudad es la madre de toda la podredumbre humana como un río desbocado y turbio que arrasa con todo a su paso.
Por la mañana esa sensación aumentó al ver cómo en la pantalla de mi teléfono se iba actualizando el marcador con las cifras de la sequía; en la otra mitad, se mostraban los muertos por insolación en las provincias de Canadá. Tuve una revelación. Era como si, prohibidos los juegos de azar, los hombrecitos blancos estuvieran ahora apostando al mundial de la peste. Juguemos a los muertos por provincia. Alberta vs. Calgari. Quebec vs. British Columbia. Etcétera. Quizá Tenoch tuviera razón y en algún casino de Estados Unidos alguien esté recogiendo treinta monedas de plata…
Alimentado últimamente de la verborrea mediática, vivo enchufada, como una enferma comatosa suministrado de sueros y placebos.
—Usa tu corazón, Bárbara, no seas un zombi.
Pero no puedo despegarme de las redes: los cables neuróticos que hacen las veces de sistema nervioso central: mensajes, tuits, actualizaciones, réplicas y contraréplicas… ¿Acaso nadie se ha dado cuenta del absurdo? Todes, si juzgamos por las noticias. En entradas de blogs se aconseja reducir nuestra dependencia de las redes, la gente postea advertencias sobre el riesgo de hiperpostear; nosotras las adictas predicamos en contra de la adicción… Pero aquí seguimos, por si acaso.
10
Por la noche [ahora que vivo recluida veinticuatro por veinticuatro, siete por siete, ¿son más largos los días o las noches?] marqué el número de Tenoch para pelarme con él como consuelo, para reclamarle su mala sangre. Pero el muy astuto se apertrechó y me dio la razón en todo.
Antes de irme a la cama, le pregunté cuál sería el libro que él quemaría llegado el momento de la barbarie.
—¿Libro? Ninguno. Quemaría un cuadro.
Los dos nos deseamos buenas noches.
Estado de México, México, 1981. Es traductor, editor y caminante de la periferia de la ciudad. Es autor de los volúmenes de cuentos Ustedes no existen (Premio de Literatura Laura Méndez de Cuenca, 2019) y Una ciudad para el fin del mundo (Premio Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco, 2021).