Una culpa que no

1 abril, 2024

“Detrás de las teteras, las alfombras, los suelos
lustrados con cera, está el otro aspecto verdadero de
una casa, el aspecto atroz de la casa derrumbada”.

Natalia Ginzburg

I

Abre los ojos y no la reconoce.

Podría ser la misma habitación, pero no está seguro.

La lámpara en el techo es idéntica a la del cuarto en donde ha estado durmiendo. También la alfombra, verde botella, roída y sucia. Y el tapiz de las paredes, con sus escenas de campo.

Cuando era niño, recuerda cerrando los ojos y preguntándose qué hace en ese sitio que se parece tanto a aquel otro en el que ha pasado las últimas semanas, su madre no lo dejaba romper el envoltorio de los regalos, lo obligaba a abrirlos con cuidado, para guardarlo y poder, alguna vez, reutilizarlo.

Pocas cosas lo desesperaban tanto como aquella paciencia impostada, piensa apartando las colchas, sentándose en la orilla del colchón y viéndose los dedos de los pies. Le molestaba tener que controlar la excitación, después de que esta fuera espabilada por la promesa escondida tras el envoltorio. Despegando los ojos de sus pies, tras imaginar un moño rojo en cada uno de estos y sonreír un breve instante, revisa otra vez la habitación, mira la lámpara y la alfombra. Los muebles no están en su sitio, eso es todo lo que pasa.

Aquello no es, sin embargo, algo menor: el librero, la mesa, un par de sillas, su maleta y un baúl, que hace tiempo no es más que un adorno, están apilados delante la puerta; atrancándola, impidiendo, en realidad, que alguien vaya a abrirla desde afuera, pues la hoja abate para adentro. ¿Por qué puso todo eso ahí?, se pregunta al tiempo que el corazón le da un brinco.

¿Qué pasó anoche?, añade para sí mismo, levantándose. En el suelo, su libreta y la computadora portátil, su único medio de comunicación con el mundo, pues su teléfono murió hace unos días.

¿Por qué me encerré? ¿Por qué afiancé así la puerta?

¿Qué carajos hice?

II

En el pecho, el temor como un animalito que despierta.

Quiere pensar en su madre, en los regalos de su infancia, en lo que aquella obsesión por el papel podría significar, pero no puede. Ya no puede pensar en nada más que en esa puerta: ¿quién lo estaba persiguiendo?

¿Quién y por qué?, insiste para sí al tiempo que intenta mover el baúl. Un mareo súbito, sin embargo, se lo impide. Luego llega el asco, que lo hace buscar con la mirada el bote de basura y que vuelve notorio el dolor de cabeza. Además, siente la lengua acartonada y los ojos vidriosos.

Por un segundo, piensa en las frutas cristalizadas que, de pequeño, le gustaba compartir con su madre. Sobre todo, las naranjas y limones, recuerda, pero al instante vuelve a donde está y el miedo se le abronca bajo el esternón: no era cualquier animalito. ¿Por qué querían hacerme daño?, insiste viendo la hora, en el reloj de la pared: ¿en pago de qué?

Inclinando el cuerpo, levanta el vaso que dejó encima del libro que ha estado leyendo: ¿eso querían?, ¿lastimarme? Saciando su sed, busca de nuevo el recuerdo de su madre. A ella le gustaban más los higos, el acitrón y la guanábana. ¿Intentaban desquitarse o querían asaltarme?, la pregunta aleja a su madre otra vez y él suelta el vaso, que rebota sobre la alfombra, al tiempo que levanta el libro. ¿Hice algo o alguien iba a hacérmelo?

Como no consigue responderse, abre el libro y lee: “Ha pasado la guerra y la gente ha visto derrumbarse muchas casas, y ahora ya no se siente segura en su casa como se sentía tranquila y segura antes. Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos. Quizá tengamos otra vez una lámpara en la mesa, un jarrón de flores y los retratos de nuestros seres queridos, pero ya no creemos en ninguna de esas cosas, porque una vez tuvimos que abandonarlas o las buscamos entre los escombros”.

Dejando el libro y las preguntas junto al vaso, mueve el baúl y se pelea con la mesa. Apartarla significa un gran esfuerzo, un esfuerzo que despierta el dolor en su mandíbula, en casi todas sus costillas y en su pómulo derecho. Son los mismos sitios que le dolían tras las golpizas que le daban cada vez que publicaba en el periódico. Apenas recobra las fuerzas, aparta el par de sillas y el librero. Si aquellas golpizas terminaron fue porque ellos escalaron su violencia, porque lo obligaron a cobrar una factura que no había ni intuido y porque lo obligaron, luego, a largarse. Aunque querría, no se atreve a abrir la puerta.

Las heridas curan solo en apariencia, por encimita, se dice, saboreando esas palabras: debajo guardan su huella. En la ventana se adivina el sol del medio día. Como si tuvieran vientre, suma acercándose a la cortina: las heridas gestando siempre el próximo dolor. Es una cortina de tela vieja y traslúcida, llena de agujeros. Permite ver el exterior sin tener que correrla. O al revés, se dice entonces: el dolor es gestando siempre la herida siguiente. Más que asomado ahí, se da cuenta de repente, está asomado a ese otro sitio: el jardín de casa de su madre, ante la ventana que no tiene cortinas.

Lo sobresaltan los golpes en la puerta, devolviéndolo a donde está. Luego escucha la voz de su casera, gritándole en croata, idioma del que no entiende palabra alguna. Ella lo sabe y aún así, cada vez que lo ve, se suelta a hablarle. Le rentó el cuarto porque es amiga del amigo de su padre, en cuya casa tendría que estar desde hace rato. El miedo, sin embargo, lo detiene: podrían estar afuera, esperándolo. ¿Serán de aquí? ¿Habrán venido? También le duelen, lo nota ahora, cuando responde que ya sale, la encía y un par de dientes. Mientras se viste, un flashazo como látigo: música a todo volumen, un estacionamiento y una agresión. Recordar, así, puede ser peor que no acordarse, se dice vistiéndose.

Uno de los dientes que le duele está flojo, lo nota con la lengua. El recuerdo de su madre, arrancándole su primer diente, lo cimbra. ¿Habrán sido ellos? No, claro que no. ¿Cómo sabrían dónde estoy? Aunque siente ganas de sentarse y llorar, sonríe al ver su cinturón, anudando la puerta. ¿Qué quiere decir, entonces, cuando dice ellos? ¿Cómo puede tener el sentimiento del recuerdo y no el recuerdo?, se pregunta desatando su cinturón. ¿Habla de palabras, insultos, amenazas? ¿O de golpes, ataques físicos? Las ganas de llorar vuelven cuando recoge el teléfono y recuerda que está muerto. Luego levanta el libro, agarra su libreta y busca su mochila. Más que la agresión, lo que cree recordar es lo que siguió: la prisa, la persecución entre un montón de pinos.

“Una casa no es muy sólida. Puede derrumbarse de un momento a otro. Detrás de los serenos jarrones con flores, detrás de las teteras, las alfombras, los suelos lustrados con cera, está el otro aspecto verdadero de una casa, el aspecto atroz de la casa derrumbada. No nos curaremos nunca de esta guerra. Es inútil. Jamás volveremos a ser gente serena, gente que piensa y estudia y construye su vida en paz. Miren lo que han hecho con nuestras casas. Miren lo que han hecho con nosotros. Jamás volveremos a ser gente tranquila”, lee que también escribió Ginzgurb y, justo antes de meter el libroen su mochila, antes de asomarse una última vez a la ventana y antes también de dirigirse a la puerta, que esta vez abrirá, piensa, un segundo apenas, en lo que vio a través de aquella otra ventana: las cosas de casa de su madre, sobre el suelo, rotas y revueltas.

Sacudiendo la cabeza en el pasillo, cree que echa esa imagen de su mente. No puede distraerse, debe estar a las vivas. Sobre todo, ahora que salga a la calle. En la cocina, hincada, su casera lustra el linóleo. Apenas verlo, sonríe y empieza. Es una lengua sumergida, se dice él: el croata es un idioma anfibio. De golpe, extraña las palabras secas, quebradizas de su idioma. Querría tropezar con sus sonidos, piensa, al tiempo que duda: ¿si lo de ayer fuera un recuerdo en español, sería un agujero? Cambiando el gesto, como hace quien de golpe recuerda algo, su casera señala el reloj de otra pared y lo apresura. ¿Puede la memoria mantener en pie las cosas como fueron? ¿O es capaz de devolver solo dioramas?, se pregunta al tiempo que ve a su madre en su casera; al tiempo, en realidad, que ve aquel otro instante en que empezó a llamarla a gritos, tras buscarla a través de las ventanas de su casa. Abriendo la puerta, sin dejar de hablarle, su casera amaga empujarlo a la calle, utilizando el trapeador.

Lo único que él entendió de todo lo que ella le dijo fue el nombre del amigo de su padre: Eros. Él debió pedirle que me recordara la comida, se dice en la calle para no pensar en aquel otro instante ni tampoco en que avanza como un niño que busca a sus mayores. Eso quería decir ella, insiste girando la cabeza sobre un hombro y sobre el otro. Debió contarle que me va a presentar a su familia, que para eso es la comida, que no me dejara llegar tarde. Una sombra que da vuelta en una esquina lo paraliza. El diente empieza a punzarle otra vez. La sombra pasa a su lado, siguiendo de largo. Las risas de un grupo de niños lo sacuden y otra vez siente ganas de sentarse y de llorar. ¿Cuántos serán los que me siguen? Igual, duda, no debería buscar qué fue lo que pasó, sino qué sucedió antes. Mientras camina, recompone la tarde anterior: la comilona se entremezcla con sus pasos vacilantes; la música y los cantos, con el dolor que ha regresado a su cabeza; los vasos de grapa, con la ansiedad que pela, como cables, sus sentidos; el humo de los cigarros, con el asco de su estómago, y el vacío de después, con la lentitud de sus neuronas.

Vomita encima de un arbusto. No consigue recordar qué pasó tras la comida con la que el Batallón 17 de tierra conmemoraba un año más de la independencia croata. Recuerda, eso sí, que no se había sentido de ese modo, desde que dejara su país. Entre el vómito, un hilo de sangre. Y, una vez más, intenta recomponer lo sucedido: comieron, bebieron, bailaron y cantaron; luego lloraron, organizaron un torneo de box, aceptó participar, siguieron comiendo y bebiendo. Después no hay nada. Su lengua descubre el hueco, debió perder el diente vomitando. No sabe cómo ni cuándo se marcharon de la playa, no sabe a dónde fueron ni cómo terminó en ese sitio del que tuvo que escapar. Igual, si lo escribe, se dice, como si así fuera a acceder a otra memoria. Sentándose en la banqueta, saca su libreta y una pluma. Lo único que logra, sin embargo, es descubrir que el silencio tampoco habla su idioma: todas esas hojas en blanco parecerían estar en croata. Guardando la libreta, saca el libro de la Ginzburg.

“Hemos conocido la realidad en su aspecto más tétrico. Ya no nos produce disgusto. Todavía hay quien se queja de que los escritores utilicen un lenguaje amargo y violento, de que cuenten cosas duras y tristes, de que presenten la realidad en sus términos más desolados”, lee y, en su memoria, está denunciando otra vez la desaparición de su madre. Lugo pasa las hojas, hasta otro subrayado: “Querrían que mintiésemos a nuestros niños. Querrían que cubriésemos de velos y mentiras sus infancias, que mantuviéramos cuidadosamente oculta la realidad en su verdadera sustancia. Pero no lo podemos hacer. No lo podemos hacer con niños a los que hemos despertado en plena noche y hemos vestido nerviosamente en la oscuridad, para escapar y escondernos, o porque la sirena de la alarma desgarraba el aire”.

No fue mi culpa, se dice, no fue otra amenaza, mamá, tú no fuiste una advertencia. Te levantaron porque sí, añade guardando el libro, evadiendo el recuerdo e intentando convencerse, una vez más: eso es lo peor, que fuiste azar. Al ponerse en pie y echar a andar de nuevo, acepta, al tiempo que asume que se ha extraviado, que los dolores de su cuerpo son consecuencia del día anterior pero también de algo más viejo. ¿Cómo pude perderme si he recorrido este camino tantas veces, desde que llegué?, se pregunta asumiendo que quizá no vaya a recordar lo que pasó. Entonces, como si renunciar fuera la clave, su memoria le devuelve lo que pasó antes de llegar al sitio en el que luego sucedió lo indecible, al tiempo que reconoce el camino a casa de Eros.

Mientras avanza a casa de Eros, recorre el camino que recién se alumbró en su memoria: Borut, sargento del batallón 17 de tierra, El invencible, amigo íntimo del amigo de su padre, lo convenció de acompañarlo a la rave de la victoria. Fue con él con quien entró en ese galpón lleno de gente y donde siguió bebiendo grapa de ciruela, porque su sed era un incendio. Pero he aquí que hubo un quemado, se dice y, por primera vez en todo el día, está seguro de que no querían asaltarlo, de que fue él quien hizo algo. Pero ¿qué? Y ¿a quién? ¿Por qué? En la distancia, al final de la loma por la que está descendiendo, se alcanza a ver la casa de Eros. ¿Estará Borut? ¿Podrá contarme qué pasó?

Más allá del galpón lleno de gente y de la música electrónica, no consigue avanzar, como tampoco parecerían querer seguir avanzando sus piernas, cuando está a dos cuadras de esa casa en la que le habían prometido habitación, pero en la que, por causas de fuerza mayor, al final no pudieron recibirlo. ¿Qué si ellos lo saben? ¿Qué si saben qué pasó y eso que pasó fue culpa mía? ¿Qué si soy el único culpable? Una vez más, su cuerpo agarrotado por el miedo. En la esquina en donde está, a un par de metros de su cuerpo, el letrero de una pollería, en el que la silueta de un gallo negro está cantando: “kúkoroku”.

“Quiquiriquí”, pronuncia él: “se dice quiquiriquí, gallo pendejo”, repite y otra vez piensa en su idioma, en cuánto extraña sus palabras. No sabía que se pudiera añorar incluso eso: una onomatopeya. La memoria, de modo físico, casi orgánico, incluso, lo hace repetir, en el silencio de su mente: no fue mi culpa, no tuvo que ver mi trabajo, no te levantaron por eso, aunque eso digan mis hermanos. Que yo haya tenido que largarme, sí. Pero no lo que pasó contigo, mamá, insiste como si así, de una vez por todas, fuera a convencerse.

El grito de una gaviota que sobrevuela encima suyo lo devuelve a donde está. Luego pasa una motocicleta y él enconcha el cuerpo, instintivamente. No puede seguir así, tiene que saber qué sucedió, quién lo anda buscando. Sin dejar de ver la casa del amigo de su padre, ese amigo en el que él, su padre, pensó en cuanto él, su hijo, se vio obligado a escapar, echar a andar de nuevo. “Lo mejor es que te vayas un tiempo, que te escondas y que no le digas nada a nadie”.

Eso le dijo la autoridad: que se largara, que no le dijera a nadie a donde iría y que ojalá ese lugar estuviera lo más lejos posible. Que ella, la autoridad, también dijeron, no podía hacer nada, además de darle ese consejo, recuerda a media cuadra de casa de Eros. Y es que, claro, la autoridad era, a la vez, quien le decía eso, que se largara, y quien quería que se quedara y lo mataran.

“País de mierda”, murmura entrando al jardín en cuyo fondo está la casa de Eros: “camuflando tus guerras interiores”. A esta casa volvió, inesperadamente, la hija cuyo cuarto iban a prestarle. “País autoinmune”, dice alzando un poco la voz: “aniquilándote”.

“Guerra intestina”, escupe masticando bien cada palabra, saboreando el idioma en que las dice, mientras cruza el jardín, burlando los pinos que encuentra a cada tanto: “tus disfraces ya no alcanzan”.

Son iguales a los pinos de la noche anterior, piensa en silencio. Como si fuera, este jardín, el mismo por el que hubiera huido: ¿por qué corría así?

El recuerdo de un tropezón, un levantarse ansioso y un correr apurado, lo sacude. Ellos tienen que saberlo.

Pero ¿qué si fue mi culpa?

III

Inseguro, rodea la casa y ve la playa.

No quiero entrar, aún no puedo entrar, piensa sentándose en una de las bancas que la casa de Eros tiene de ese lado del jardín.

Recostándose, trata de calmarse. Si hubieras hecho algo, te habrían encontrado. Sabrían dónde duermes, si te hubieran seguido: no sabe si se refiere a lo de la noche anterior o a un día más lejano y a otra gente.

El vacío que se abre enfrente suyo, íntimo y ruidoso, lo inquieta aún más que el miedo. Buscando escapar, vuelve a sentarse y dirige su mirada a la playa, donde un niño cubre con arena los pies de una mujer: una capa y después otra, para sumar una más, antes de la siguiente.

Sonriendo, piensa que así funcionan todas las historias: una capa y después otra, para sumar una más, antes de la siguiente. De golpe, el recuerdo con el que despertó: mamá no me dejaba romper el envoltorio de los regalos, me obligaba a abrirlos con cuidado. No creo que reutilizara el papel, se dice: creo que quería enseñarme esto.

Querías que entendiera el valor de cada una de esas capas, piensa viendo al niño y la mujer, que seguramente es su madre. Luego sigue desgranando ese recuerdo, que se le había quedado así, como atorado: fue mi primera lección, la primera clase que me diste sobre cómo deben envolverse las historias, si uno es quien las cuenta, o como deben desenvolverse, si uno es quien las escucha. En un instante, se traga su sonrisa.

Fue tu culpa, mamá, por ti terminé siendo periodista, se dice: eres cómplice, de esto y de todo lo demás. Entonces, para no seguir ese camino, para no entrar tampoco en casa de Eros, saca el libro de la Ginzburg, una última vez: “Querrían que mintiésemos a nuestros niños. Querrían que cubriésemos de velos y mentiras sus infancias, que mantuviéramos para ellos cuidadosamente oculta la realidad en su verdadera sustancia. Pero nosotros no lo podemos hacer. No lo podemos hacer con niños a los que hemos despertado en plena noche y hemos vestido nerviosamente en la oscuridad, para escapar y escondernos, o porque la sirena de la alarma desgarraba el aire”.

Guardando el libro, saca su la libreta. Sabe que no anotó nada en la noche, pero de pronto quiere leer lo último que escribió. Con letra insegura, salpicada por un líquido que muy probablemente es grapa, lo de la tarde anterior: “La hija de Eros no quiere ir a la rave, por culpa de exnovio. Borut me contó que está loco, que un tipo violento. Igual, creo que puedo convencerla”.

Cuando guarda la libreta, la memoria le devuelve otros pedazos de lo que le había arrebatado: él y ella, fumando, afuera de la rave; él y ella, sentados en una escalera, apoyados uno en la otra; él y ella, gritándole a su exnovio. Con la mochila al hombro, casi orgulloso, echa a andar hacia la casa de Eros, muerto de hambre y de sed.

En la cocina, donde lo recibieron como si fuera uno más entre los suyos, su memoria sigue devolviéndole retazos: él y el exnovio, rodando por el suelo; los amigos del exnovio, furibundos. Alguien intenta hablarle en inglés: nunca pensó que entender implicara tanto esfuerzo.

Come como desesperado, sin apenas masticar. En la penumbra de sus recuerdos, siguen los disparos, los flashazos de la noche anterior, o eso cree él: los amigos del exnovio, amenazándolo en manada; él huyendo, luego, en carrera despavorida.

Justo entonces aparece la hija de Eros. Tiene un rostro bellísimo. Cuando él baja la mirada, sin embargo, lo recorre un escalofrío. “Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos˝, recuerda.

La mujer que tiene delante debe pesar cuarenta kilos. La vida, a ella, le ha quitado varias capas. “Jamás volveremos a ser gente serena, gente que piensa y estudia y construye su vida en paz”.

Aunque lo intenta, cuando alza la mirada, no la reconoce: y eso que lo suyo es sumar capas. Suplica, pero su memoria no le muestra nada más.

“Miren lo que han hecho con nuestras casas, miren lo que han hecho con nosotros”, recuerda que también subrayó.

“Nos conocimos ayer, ¿no?”, le pregunta la hija de Eros de repente, en un inglés inseguro.

Como no sabe qué responder, decide que lo mejor es guardar silencio.

“¿Nos conocimos sí o no?”, repite ella, a pesar de que él calla.

¿Qué hizo anoche?, se pregunta: ¿fue ayer o fue hace más?

“¿Eres sordo o no entiendes?”, insiste ella.

“Kúkoroku”, responde, al final, sonriendo.

Le urge irse de ahí, volver a su país.

Seguir buscando a su madre.

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México, 1978. Es escritor. Ha publicado, entre otras, las novelas El cielo árido (XXVIII Premio Jaén de Novela y V Premio Otras Voces, Otros Ámbitos), Las tierras arrasadas (IX Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska y English Pen Award), No contar todo (Premio Bellas Artes de Narrativa para Obra Publicada) y Tejer la oscuridad, así como los libros de relatos Arrastrar esa sombra y La superficie más honda. Sus libros han sido traducidos diversos idiomas. Fue elegido como uno de los 25 escritores más importantes de América Latina por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Conaculta, el Hay Festival y el British Council lo eligieron como uno de los 20 escritores mexicanos más importantes y fue seleccionado por Bogotá39 como uno de los 39 escritores menores de cuarenta años más importantes de Latinoamérica. Actualmente, es columnista del diario El País.