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Una llama en el bosque de Chapultepec

1 febrero, 2012

«Sigo viniendo diariamente. Cuando no estoy aquí, estoy sentado en aquella banca desde donde te diviso, leyendo sus cartas. Descifrando la zancona espaciosa elaborada escritura sobre los innumerables pliegos de sus cartas, breves y negativas. O pasivo durante horas», comienza este texto de Carlos Martínez Rivas, escrito en 1964 y publicado en la revista el Pez y la Serpiente No. 6, de enero de 1965, y que ahora rescata Carátula.


Sigo viniendo diariamente.

Cuando no estoy aquí, estoy sentado en aquella banca desde donde te diviso, leyendo sus cartas.  Descifrando la zancona espaciosa elaborada escritura sobre los innumerables pliegos de sus cartas, breves y negativas.

O pasivo durante horas. 

Mirándote y viéndola.  Verificando vuestra semejanza rasgo por rasgo: la jeta pálida; los ojos que el desierto desinteresó, la tiesa gracias de las ancas…  O abriendo de cuando en cuando mi portafolio, al registrar algún signo de adentramiento en tu naturaleza. Atisbos, concesiones, súbitas, fragmentos de la unidad furtiva, que yo traslado en algunas líneas escritas al papel blanco.

Ayer cuando me fui, creí que ya no volvería más.  Siempre me oprime hasta la desesperación esa hora de marcharme: cuando está oscureciendo y sopla relente y ya no queda nadie delante de las jaulas y me llama el celador porque va a cerrar y rechinan las puertas de hierro.

Entonces tú también pareces azorada.  Vas y vienes como un fantasma, golpeándote los flancos a lo largo de la cerca; porque te das cuenta que pasó otro día, llega la noche y tampoco hubo contacto esta vez.

Pero hoy vengo temprano y me estaré toda la mañana al sol junto a tu verja, con el cucurucho de cacahuetes en la mano.  Así permaneceremos frente a frente; perteneciéndonos a través de la trama de alambre.

Ahora te acercas.

Te agachas hasta mi mano y retiras el cacahuete que he descascarado para ti.  Veo izarse tu cara de camella.  Inicias un rodeo y te paras en seco.  Envarada, masticando.  Exponiendo el lanudo pescuezo vertical, la falda de lisos flecos, el corto corvo rabo. Ya regresas.

Aproximas tu belfo de marfil a la semilla que brilla entre mis dedos.  Esta vez la introduzco yo mismo hasta encontrar tu lengua viscosa; tu lengua de dragona, más cálida que el centro del sol.  Dejo mis dedos allí, como dentro de una herida o un sexo, sintiendo la lamiente llama húmeda.

Observando la blanca trompa elefantina, suave y potente, más prensil que cualquier mano próxima.  Veo asomar la lengua de infinitas sensitivas papilas succionando la oblonga pepita hasta extraerle su untuosa, secreta substancia.

Vuelvo al cucurucho de los cacahuetes y trituro la fibrosa cascarilla.  Voy a arriesgar mis dedos una vez más en la alaste intimidad de tu paladar, y me reprimo.  La mano precavida se detiene.  Rehuso ese contacto porque no es mi sendero.  Me aparto de ese sendero que conduce a algún lugar en mí donde me extravías.

Y escamoteo el instante con espavientos sin sentido: te burlo mostrándote la palma de la mano, pelada.  Sin un solo cacto del altiplano.  Sin ningún camino para tus cascos. Te arrojo por encima de la valla un cacahuete desperdigado.  Busco una rama y te hostigo, te acosijo. Te amenazo con un ademán vacío; respingas y te apartas; o te vuelves airada, repentinamente como una mujer que escupe….

Pero aquí retornas en paz.  Sin memoria.  A mí que te he espantado para mirarte; para empujarte a plenitud de expresión.  Porque ese es mi sendero.

No es echándome desnudo sobre la hierba que voy a recobrarla.  Porque el hombre no es de la hierba ni la hierba es del hombre, sino que ambos son del tiempo.  Antes debo empezar por aprender a mirarte, y el resto vendrá lentamente.

Si  me quedara un año, diez, parte de mi existencia contigo, quizás aprendería a mirarte.  Viviendo en tu caseta.  Comiendo.  Durmiendo.  Despertando.  Lavándome en el cubo de madera.

Escribiendo aquí: concentrado y fluidamente, en mi forma habitual.  Levantando los ojos para inquirir.  Enarcando el entrecejo, agobiado y sin esperanza como el de un mono delante del hombre.  Buscando las palabras con que poder mirarte.  Reajustándome a la antigua visión…

Pero te retiras y me despiertas.

Te vas zanqueando a lo lejano.  Entras con cascos seguros en lo presunto.  Más abolida que  la distancia, más solitaria que el desdén.

Anegada en la luz presente pero absorta en tu reino, desde donde ¿qué divinidad: que orejierecto resplandor cuellilargo, impregnando el instante de suave hedor a guanaco, sacudió el halo que fue a caer y derramarse sobre una muchacha que desde entonces se perdió en ti y me desconoce? ¿Qué alba, qué despuntar difuso como otra luz empañando la luz vino contra mí desde ese reino al reino diurno de Cristo?

¿Está previsto eso en los cálculos: mi amor.  El posarse del amor, del pájaro del mal encuentro, entre ella (la mansa, pasmada, alta muchacha) y yo? ¿Cómo  traspasar la membrana tendida entre los hombres y las Llamas; la translúcida delicada sanguinolenta membrana que nos separa de las jóvenes mamíferas en quienes la divinidad animal se ha hospedado y nos desconoce?

Este es el acertijo que ni tú ni la zancona espaciosa elaborada escritura de sus cartas me resuelven.

Y aquí estamos.

Sin ella, yo; tú sin la negra cría de zancas enclenques y ojos cegatos a tu lado. Pero buscamos un entendimiento, porque ni tú ni yo sabemos soportar la soledad. Por eso estamos frente a frente junto a esta verja, mirándonos a través de la malla de alambre.  Desde el otro lado de la membrana.

Te has ido.

Te has ido, aunque entre mis dedos brille henchida, panzona, la semilla leguminosa.  Revestida con los rayos del mediodía, ¡asoleada, viviente peliblanca!, vas hacia tu caseta.  Hundes la testa en la gamella del maíz y asientes.

Asientes y me olvidas.  Afirmas “que sí que sí” ─pero es al sol.

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(1924-1998), poeta nicaragüense cuyo fulgurante genio poético descolló desde muy joven con El paraíso recobrado (1943) y La insurrección solitaria (1953), para luego guardar un largo silencio, roto apenas con esporádicas publicaciones en revistas y periódicos y con la aparición -póstuma- de su Poesía reunida (Anamá 2007), compilada y comentada por Pablo Centeno-Gómez. El Centro Nicaragüense de Escritores le publicó en 2012 Como toca un ciego el sueño, selección introducida, anotada y compilada también por Centeno Gómez, autor del más completo estudio sobre su vida y su obra: Carlos Martínez Rivas. Humanidad y sensibilidad artística (CNE, Managua 2014). Martínez Rivas fue un autodidacta de amplísima cultura que residió durante largos años en España, Francia, Estados Unidos y Costa Rica, viniendo finalmente a su tierra natal en 1977, donde residió hasta su muerte. Su intensa y enigmática obra continúa intrigando a los críticos y fascinando a sus lectores.

Fotografía: Claudia Gordillo