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«¡Usted habla como Rubén Darío!»

6 diciembre, 2021

En 1967 España celebró por todo lo alto el centenario del nacimiento del Príncipe de las Letras españolas, Rubén Darío. Como mi hermana Merce y yo asistimos al seminario sobre el poeta del profesor Antonio Oliver Belmás en la Universidad de Madrid, fuimos invitadas al Teatro Real para la noche del gran homenaje. España enaltecía al inmenso artista por su renovación poética de las letras hispánicas, ya legendaria. Recuerdo vívidamente la entrada de Francisco Franco al vestíbulo del teatro, extendiendo la mano para saludar al público. Admito que mi hermana y yo sustrajimos nuestras manos para evitar el saludo del dictador… 

Quisiera evocar aquí un incidente curioso de la vida personal de Rubén Darío en España. En ocasión del Centenario, César Ardavín, director de cine galardonado con el Oso de Oro de Berlín por su película El Lazarillo, me invitó a acompañarlo a la filmación de un documental sobre la vida del poeta en Navalsauz. Darío había ido a este pueblito de la Sierra de Gredos en 1899 a «pedir la mano» de Francisca Sánchez, que habría de ser su compañera por 17 años y la madre de cuatro de sus hijos. Fue a esta musa sencilla a quien dedicó los inolvidables versos “Seguramente Dios te ha conducido / para regar el árbol de mi fe / hacia la fuente de noche y de olvido / Francisca Sánchez, ¡acompañamé!”. El poeta nicaragüense conoció a Francisca mientras paseaba con Valle Inclán por los jardines del rey Alfonso XIII. Al ser hija del jardinero de Palacio, la humilde joven tenía acceso a los predios.  Era analfabeta, y sería el mismísimo Darío quien habría de enseñarle a escribir y leer. Dicen que fue la voz del exótico extranjero lo que enamoró a Francisca, que nunca había oído las cadencias del español de ultramar. Carlos Fuentes contrasta en Terra nostra la dulzura de nuestro acento frente al peninsular: la lengua española, hablada a ambos lados del Atlántico, suena a trino de pájaros en una orilla y a rumor de botas en la otra. Los melodiosos «trinos» de América frente al rotundo castellano de los conquistadores.

Francisca había nacido en Navalsauz, y custodió allí por largos años el archivo de Darío, que luego donaría al Estado español. Lo pude consultar en la Complutense y doy fe del inmenso tesoro que alberga. Hoy la legendaria Francisca tiene fama propia: su nieta Rosa Villacastín le dedicó la novela La Princesa Paca, que luego pasó al cine. Así la había bautizado Amado Nervo.

 Ir a Navalsauz en la década de los sesenta era toda un aventura. El Director Ardavín y yo nos fuimos adentrando poco a poco en la sierra en un coche seguido por una furgoneta con el equipo de filmación. Al principio preguntábamos por la ruta a los guardias de camino, pero conforme avanzábamos, éstos desaparecieron para dar paso a los pastores, que fueron los únicos que a la larga pudieron dirigirnos al pueblo. 

Navalsauz consistía en unas escasas calles y estaba casi despoblado de varones, pues casi todos se habían ido a buscar trabajo a Alemania. Al vernos llegar, un grupo de ancianas vestidas de negro acompañadas por niños curiosos rodeó los vehículos dando grandes muestras de alegría. Al fin comprendimos su alborozo: ¡creían que íbamos a instalarles la luz eléctrica! Les explicamos que nuestro propósito era filmar un documental para la televisión en el pueblo que albergó los amores de Francisca y Darío. Pero la decepción de las venerables ancianas se volvió a convertir en entusiasmo, pues la posibilidad de recordar al vate nicaragüense era un regalo inesperado para ellas. Dos de estas viejecitas eran niñas pequeñas cuando Darío llegó al pueblo a lomo de burro, acompañado de los parientes de su amada, y eran las encargadas de tirar pétalos de rosa a su paso. Emocionada por el recuerdo de esta curiosa procesión «nupcial», una de ellas se me acercó con complicidad y me susurró al oído un “secreto” guardado por 68 años: «Francisca y Darío no estaban casados…”. Llevaba razón: el poeta no podía desposar a Francisca, pues nunca logró romper su vínculo matrimonial con Rosario Murillo. Lo habían hecho casar en Nicaragua a punta de pistola en un momento vulnerable de su dependencia del alcohol. Darío quiso honrar su relación con Francisca «pidiendo su mano» en Navalzauz, pero cuando recuerda su visita en la crónica «Fiesta campesina», publicada en La Nación de Buenos Aires, no menciona la inconfesable razón de su visita. 

Aunque una de mis entusiasmadas interlocutoras evocaba a Darío como “el poeta más grande del mundo”, casi todas lo recordaban como diplomático o como un misterioso Príncipe venido de la Corte. No cesaban de alabar su apostura y su atuendo: el poeta llegó al modestísimo pueblecito de su amada con una elegante chaqueta de forros rojos. Años después Ernesto Cardenal me mostró el uniforme de embajador del poeta en León de Nicaragua: España lo había restaurado como regalo al país en ocasión de los fastos del ’92.  Por el maniquí que lucía el vistoso uniforme me di cuenta de que Darío sería muy alto y atlético: tuvo que haber deslumbrado con su apostura latinoamericana no solo a Francisca, sino a las féminas de Navalsauz. 

Tras estas primeras confesiones entrañables, nuestras ya amigas campesinas nos llevaron a la casa de Francisca, donde estuvo el archivo del poeta hasta 1956. También vimos el pequeño predio de tierra donde uno de los ancianos había arado con el poeta. César Ardavín quiso hacer unas tomas del pozo del pueblo y le dio instrucciones a una de las ancianas para que sacara agua para filmar la escena. Pero ni ella ni la amiga que la susituyó escuchaban las instrucciones del director. Ardavín pensó que se debía a su avanzada edad, pero tampoco una joven que vino en su ayuda lo alcanzó a oír bien. El misterio de la sordera comunal se aclaró en el cementerio: casi todas las tumbas ostentaban el apellido “Sánchez”. Era un problema congénito debido a la endogamia. 

Nos conmovió ver la lápida de Phocás, el campesino, el hijo de Darío y Francisca, muerto prematuramente. Nos hablaron también de otro vástago que había sido pastor de cabras: acaso se referirían a «Güichín» o Rubén Darío Sánchez, muerto en 1948. Cuántos Rubén Darío arando los campos…:  el verso melancólico en el que Ernesto Cardenal deplora los talentos desperdiciados encarnaba literalmente en este hijo perdido en la sierra de Gredos.

De repente una de las ancianas que había arrojado pétalos de rosas al paso del poeta se detiene y me observa admirada: “¡Usted habla como Darío!” ¡No había vuelto a oír un acento hispanoamericano entre la visita de Rubén Darío en 1899 y la mía! 

La campesina no sabría diferenciar mi «canto» antillano del centroamericano, pero, eso sí, lo oiría como melodioso «trino de pájaros» frente a su contundente acento de Gredos. Precisamente con nuestras cadencias fue  que Rubén Darío enamoró para siempre a su abnegada musa, aquella que supo acompañarlo a la «fuente de noche y olvido». Todos le estamos en deuda por proteger con su amor al lastimado poeta y por custodiar su importante legado archivístico, que hoy es de todos. 

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puertorriqueña, doctora en literatura románica por la Universidad de Harvard, catedrática de literatura española y comparada en la Universidad de Puerto Rico, miembro de número y vicedirectora de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española. Ha sido finalista del Premio Cervantes. Ha dictado conferencias en Norte y Sur América, Europa, el Medio Oriente y Asia (India, Persia, Pakistán, Jordania, Israel, Egipto, etc.). Ha pasado largas temporadas de estudio en Europa y Oriente, que han culminado en numerosos estudios en el campo de la literatura española y árabe comparada, en la literatura aljamiado-morisca y en misticismo comparado. Es autora de 26 libros y más de doscientos artículos. Su obra ha sido traducida al inglés, árabe, persa, urdú, hebreo, alemán, italiano, holandés, portugués, francés y chino. Entre sus muchos libros figuran Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante (Trotta, Madrid, 1998), La literatura secreta de los últimos musulmanes de España (Trotta, Madrid, 2009) y El cántico místico de Ernesto Cardenal (Trotta, Madrid. 2012).